Cola

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1. Allá por 1970: El hombre de la casa » Billy Birrel

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BILLY BIRRELL

DOS REALES PLAGAS

Duncan Ewart había colocado a su hijo Carl encima del aparador para que bailase un tema de Count Basie. Aquel fin de semana ya le habían dado bastante tute a Elvis y Duncan se había tomado una buena copa a su salud, pues acababa de volver de Fife, donde Kilmarnock y Dunfermline habían empatado. Él y su hijo estaban ahora a la misma altura, y el chico imitaba su forma de bailar. Maria entró al cuarto de estar y se unió a ellos. Cogió al vivaracho chiquillo del aparador y le llevó por toda la habitación mientras cantaba «La sangre real se da en dosis muy pequeñas, yo tengo dos plagas reales, tengo a Carl, tengo a Duncan…».

El chico tenía el cabello rubio pajizo de los Ewart. Duncan se preguntó si Carl acabaría o no cargando con su propio mote en la fábrica, «Pelopaja», cuando empezara a ir al colegio. Duncan esperaba, mientras Maria depositaba al chico en el suelo, que ninguno de los dos necesitara gafas. Notando cómo los brazos de Maria envolvían su cintura, Duncan se volvió; compartieron un abrazo y un largo beso. Carl no sabía qué hacer y, sintiéndose excluido, se abrazó a las piernas de ambos.

Sonó el timbre de la puerta y Maria fue a abrir mientras Duncan aprovechaba la oportunidad para volver a poner a Elvis, esta vez In the Ghetto.

Maria vio a un hombre de mandíbula cuadrada y aspecto ligeramente sobresaltado en la escalinata. Le era desconocido y sostenía en la mano una botella de whisky y un dibujo que al parecer había hecho un niño. Era evidente que se hallaba algo bebido y eufórico, aunque un poco cohibido. «Eh, disculpe señora, eh.… Ewart, eh, ¿está su marido en casa?», preguntó.

«Sí, espere un momento», dijo Maria, llamando a Duncan, que enseguida hizo pasar a Wullie Birrell, presentándole a Maria como un amigo del trabajo.

Wullie Birrell se sintió halagado aunque un pelín avergonzado ante la confianza que Duncan mostraba con él. «Señor Ewart, eh, Johnny Dawson me dio su dirección…, sólo he venido a darle las gracias por lo del otro día», dijo Wullie tosiendo nerviosamente. «Me dijeron que Abercrombie quedó en ridículo.»

Duncan sonrió, aunque a decir verdad se había sentido un poco culpable por la parte que le había correspondido en la humillación de Abercrombie. Aquel hombre merecía que le bajaran los humos y sí, Duncan quiso recrearse. Después vio la expresión de dolor en el rostro de Abercrombie mientras cruzaba el aparcamiento a la hora de terminar. Normalmente Tam Abercrombie era el último en marcharse pero aquel día no veía el momento de salir por la puerta. Una de las cosas que el padre de Duncan le había dicho era que no se precipitara demasiado a la hora de juzgar a los demás, incluso a los enemigos. Nunca se sabía la clase de mierda con la que podían tener que lidiar en sus propias vidas. Había algo en Abercrombie, algo triturado, y triturado por algo mucho más grande que los acontecimientos de aquel día.

Que se joda, la mujer de Wullie Birrell estaba de parto. ¿Quién cojones era Abercrombie para decirle que no podía estar con ella? «No se merece otra cosa, Wullie», sonrió Duncan de forma mordaz, «y llámame Duncan, por Dios. La verdad es que el tiparraco no quedó demasiado contento, pero no le nombremos en esta casa. ¿Qué tal está la parienta? ¿Alguna novedad?», preguntó, mirando a Wullie de arriba abajo. Conocía la respuesta.

«Ha sido un chico. Tres kilos y medio. Es nuestro segundo hijo varón. Salió pataleando y chillando y desde entonces no ha parado», explicó Wullie con una sonrisa nerviosa. «No como el primero. Ése es tranquilo. Tendrá la misma edad que éste», comentó, sonriéndole a Carl, que estudiaba al desconocido, aunque sin despegarse de su madre. «¿Tienes alguno más?»

Duncan se rió estrepitosamente y Maria entornó los ojos. «Con éste tenemos más que suficiente», le dijo Duncan, bajando la voz a continuación. «Íbamos a dejarlo todo antes de que apareciera él, sacarnos dos billetes para América, alquilar un coche y atravesar todo el país. Ver Nueva York, Nueva Orleans, Memphis, Nashville, Vegas, toda la pesca. Entonces fue cuando tuvimos nuestro pequeño accidente», dijo acariciando la mata de pelo casi blanca de Carl.

«Deja de llamarle así, Duncan, acabara sintiéndose no deseado», cuchicheó Maria.

Duncan miró a su hijo. «Nah, no podríamos desanimar a nuestro loquito, ¿verdad que no, amigo?»

«Pon a Elvis, papá», le urgió Carl.

A Duncan le encantaban las incitaciones del chico. «Gran idea, hijo, pero voy a por unas cervezas y unos vasos y brindaremos por la criatura. ¿Te parece bien una Export, Wullie?»

«Sí, perfecto, y de paso trae unos vasos pequeños para este whisky.»

«Me parece estupendo», asintió Duncan, dirigiéndose a la cocina y haciéndole un guiño a Maria mientras Carl le seguía.

Casi disculpándose, Wullie le tendió a Maria el dibujo que sostenía. Era el dibujo infantil de una familia, hecho a base de globos y palitos. Maria miró al trasluz y estudió las palabras que lo acompañaban.

Era una historia

un bebé nuevo por William Birrell cinco años escuela primaria de saughton contado a Wendy hines once años y escrito por Bobby Sharp ocho años

me llamo William pero me llaman Billy mi papá también es Billy y vamos a tener un bebé, me gusta el fútbol y los Hibs son el mejor equipo papá me llebará a verlos pero no al bebé porque todavía esta en la cuna aun jugaran con san johnson mamá tiene un fogón y su nombre es Sandra Birrell esta gorda por el bebé.

bivo en una casa grande con una ventana tengo una novia que se llama Sally tiene siete años en una gran clase el señor colins bive al lado y es biejo

«Está muy bien», le dijo Maria.

«Ese colegio es estupendo. Consiguen que todos los críos de distintas edades ayuden a los maestros con los más pequeños», explicó Wullie.

«Muy bien, porque el nuestro empezará en cuanto acabe el verano», le contó Maria. «El mayor debe de ser muy listo», le halagó ella.

El orgullo y la bebida conspiraron para dotar al rostro de Wullie de un sano rubor. «Lo hizo para darme la bienvenida cuando volví del hospital. Sí, creo que Billy será el más sesudo, y éste, que se va a llamar Robert, será el peleador. Sí, salió pataleando y chillando, desgarró de mala manera a la parienta…», dijo Wullie, ruborizándose después a causa de la presencia de Maria, «eh, lo siento…, quise decir…»

Maria se limitó a reírse de buena gana, despidiéndole con un gesto de la mano mientras Duncan volvía con las copas sobre una bandeja de Youngers que se llevó del Tartan Club una noche que iba borracho.

Billy Birrell había empezado a ir al colegio el año anterior. Wullie estaba orgulloso de su hijo, aunque tenía que estar constantemente pendiente de él con las cerillas. El chiquillo parecía obsesionado con el fuego, encendiéndolo en el jardín, en el erial, en cualquier sitio donde pudiera. Una noche casi incendió la casa.

«Pero es bueno que le guste el fuego, Wullie», dijo Duncan, al que le iba haciendo efecto la bebida, mientras rellenaba el vaso. «Apolo, el dios del fuego, es también el dios de la luz.»

«Estupendo, porque si llegan a arder esas cortinas, habría habido luz para rato.»

«Es el ímpetu revolucionario, Wullie, a veces hay que dejar que arda todo sin más, antes de poder volver a empezar», se rió Duncan mientras servía más whisky.

«Tonterías», se mofó Maria, observando con gesto torcido la generosa ración que Duncan se había servido, mientras echaba gaseosa al vaso para diluir el alcohol.

Duncan le pasó otro vaso a Wullie. «Sólo estoy diciendo que… el sol tiene que ver con el fuego, pero también con la luz y la curación.»

Maria no cedía un milímetro. «A Wullie le habría hecho buena falta la curación si llega a despertarse con quemaduras de tercer grado», le dijo.

Wullie se sintió culpable de mostrarse involuntariamente duro con su hijo delante de una gente a la que apenas conocía. «Es un buen chico pero, ya sabéis, uno trata de enseñarles a distinguir el bien del mal…», dijo arrastrando las palabras; ahora empezaba a ser él quien acusaba el efecto del alcohol y del cansancio.

«Ahora vivimos en un mundo muy complicado, no se parece al mundo en el que crecimos nosotros. Ya no sabe uno qué enseñarles. Quiero decir, hay cosas básicas como respaldar a los colegas, respetar siempre un piquete…»

«No pegarle jamás a una chica», asintió Wullie.

«Desde luego», reconoció Duncan con gesto severo mientras María le miraba con una expresión que decía tu-intentalo-colega. «Nunca chotes a nadie a la policía…»

«… ni amigo ni enemigo», añadió Wullie.

«Eso creo que haré, cambiar los diez mandamientos por los míos propios. Serían mejores para los críos que el Spock ese o cualquiera de ellos. Comprar un disco todas las semanas, ése sería uno de ellos…, no puedes dejar que pase una semana sin la esperanza de escuchar una buena melodía…»

«Si quieres darle a tus hijos algún código vital, ¿qué tal “intenta no forrarles demasiado el bolsillo a los fabricantes de cerveza y los corredores de apuestas”?», se rió Maria.

«Algunas cosas son mucho más difíciles que otras», se arriesgó a decirle Duncan a Wullie, que asintió sabiamente.

Se quedaron levantados la mayor parte de la noche, bebiendo y recordando viejas historias acerca de dónde habían salido antes de los programas de demolición y reconstrucción de los barrios pobres. Todos estuvieron de acuerdo en que eran lo mejor que les había ocurrido a las clases trabajadoras. Maria era una muchacha de Tollcross, mientras que Wullie y su esposa eran de Leith pasando por las casas prefabricadas de West Granton. Les habían ofrecido Muirhouse pero se quedaron con ésta porque quedaba más cerca de la casa de la madre de Sandra, que vivía en Chesser y había estado enferma.

«Vivimos al otro lado, en la parte más vieja de la barriada», dijo Wullie en una semidisculpa, «no es tan elegante como esto.»

Duncan intentó no sentirse superior, pero el consenso en aquella zona era ése: los pisos más nuevos eran los mejores. Los Ewart, como otras familias de la zona, disfrutaban de su piso ventilado. Todos sus vecinos comentaban lo de la calefacción subterránea, con la que podía calentarse el piso con sólo darle a un interruptor. El padre de Maria acababa de fallecer a causa de una tuberculosis provocada por los húmedos alojamientos de Tollcross; ahora todo aquello pertenecía al pasado. A Duncan le encantaban aquellas grandes baldosas calientes debajo de la alfombra. Colocabas los pies debajo de la alfombra junto al fuego y era como vivir a todo tren.

Entonces, cuando llegó el invierno y las primeras facturas por correo con él, los sistemas de calefacción central de la barriada se apagaron, sincronizados hasta tal punto que era casi como si estuvieran controlados por un solo interruptor principal.

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