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2. Los 80: La última cena (de fish and chips) » Carl Ewart

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CARL EWART

EDUCACIÓN SEXUAL

«Son cosas que ocurren a su debido tiempo», me dijo mi viejo, evidentemente avergonzado, a través de una nube de humo de Regal azulada. Aquello no era lo suyo, pero mi madre había insistido en que se sentara y me hablara. Ella se había dado cuenta de que estaba «del todo ansioso y deprimido», como dijo ella. Pero aquello era el purgatorio para mi pobre padre. Rara vez le había visto falto de palabras, pero, desde luego, aquello lo conseguía.

Son cosas que ocurren a su debido tiempo. Justo lo que yo quería oír, papá. Gracias. No tuve que decir: «Sí, ya, ¿y eso cuándo es?», porque lo llevaba escrito en la cara. Él sabía que había dicho una chorrada y yo también. Las cosas no ocurren, tienes que hacer que ocurran. La pregunta era, y ambos lo sabíamos: «¿Cómo cojones haces que ocurran?»

«A ver», carraspeó, ahora con aspecto cada vez más alterado a medida que el humo desaparecía de mis ojos, «que todo eso te lo enseñan en la escuela. Quiero decir que cuando nosotros íbamos a la escuela no había nada por el estilo.»

Pero no valían una mierda las clases de educación sexual. Gallagher, el de ciencias, enseñándote todos aquellos diagramas de pollas y cojones cortados por la mitad y el interior de los coños de las tías; canales y tubos y críos nonatos y todo ese tipo de cosas. Cosas que te quitaban las ganas de echar un polvo. A mí me daban náuseas; el aspecto que tienen por dentro las tetas de una tía, como si estuvieran llenas de algas. Antes las tetas me gustaban. Me gustan las tetas, y quiero que me sigan gustando. No quiero pensar en ellas como en algo lleno de algas.

Esta vez ha sido la peor.

Lo único que quiero saber es: CÓMO CONSIGO MOJAR EL CHURRO, ¡porque me está volviendo loco perdido!

Después de la proyección de diapositivas y el anuncio de condones te dicen: Acude a un profesor con el que tengas confianza si tienes algún problema. Yo tendría que acudir a Blackie. Después de todo, es con el que más trato tengo. Siempre me mandan a su despacho a que me dé correazos. Sería la hostia. Disculpe, señor, ¿qué tengo que hacer para mojar el churro? ¿Llegó a mojarlo Jesús o murió virgen como María? ¿Se folló Dios a María? Y en tal caso, ¿significa eso que quebrantó uno de los diez mandamientos «no desearás a la mujer del prójimo» o es que para él existe una regla distinta?

¿Guapo, que no? No creo.

Lo que interesa saber es:

¿Cómo me ligo a una tía?

¿Cómo la pongo cachonda a ella, qué medidas tengo que tomar? ¿Le toco primero la teta o el coño? ¿Le meto el dedo y le reviento el himen, como me dicen los capullos que van un curso por encima de mí y que evidentemente no han echado un polvo en la vida, o las cosas se hacen de otra manera?

¿Cuando tengo la polla metida en el coño de una tía me meo o sólo bombeo lefa como cuando me hago una paja? Espero que lo segundo, porque cuesta mear cuando vas empalmado.

¿Qué hace la tía durante todo este tiempo? Lo digo para saber a qué atenerme.

¿Me pongo un condón? (Si es así, no hay problema, he empezado a probármelos para saber ponérmelos.)

¿Qué pasa con las enfermedades venéreas? No se pillan tocándole las tetas a una tía, por supuesto. Vale, las clases de educación sexual de Gallagher sirvieron de algo: eso quedó aclarado. Fui más estúpido que el carajo por repetir en el Clouds esa chorrada que Donny soltó en Tynecastle la semana pasada. Por supuesto, Birrell y Gally no me dieron ningún cuartel.

Y Blackie dirá: Bien, señor Ewart, me alegra que haya acudido a mí para discutir estos asuntos. Creo que la mejor forma de solucionar este problema cuanto antes es que venga conmigo a casa, donde mi esposa, una antigua pin-up y mucho más joven que yo, le enseñará cuanto necesite saber.

Y yo diría: No puedo hacer eso, señor Black…, señor.

Bueno, podría hacer usted una buena acción, señor Ewart. Una vez que mi esposa le haya enseñado lo que tiene que hacer, ¿sería tan amable de devolverme el favor y enseñar a mi hija? Tiene la misma edad que usted y es virgen. Y no se parece absolutamente en nada a mí. A decir verdad, dicen que tiene un parecido extraordinario con Debbie Harry, la de Blondie…, claro que yo no presto atención a cosas tan bobas como la música pop. Le ruego que considere mi propuesta, señor Ewart, ya que también estoy dispuesto a hacerme cargo de los gastos que pueda ocasionarle.

Está bien, señor, por mí estupendo.

¡Bravo, Carl! Y dejémonos ya de bobadas y de señor por aquí y señor por allá. Llámeme Caraculo. Después de todo, los dos somos hombres de mundo.

Vale, Caraculo.

No, no parece en absoluto probable. De modo que le pregunté a mi padre, que seguía estando inquieto y que murmuró algo acerca de si no tendría que estar trepando por los árboles y cosas así. Después recobró la compostura y me dio una charla acerca del peligro de los embarazos y de las enfermedades venéreas. Finalmente, y como gran colofón, dijo: «Cuando encuentres a una chica agradable que te guste, sabrás que ha llegado el momento.»

El consejo de mi viejo: Encuentra a una chica agradable y trátala bien.

Como todos los consejos de mi viejo, como sus diez mandamientos, la verdad es que no me ha servido de mucho. No dice nada acerca de cómo enrollarse a una tía, sólo acerca de no pegarles. Ya sé que no hay que pegarles a las tías. Lo que quiero saber es cómo follármelas. Las inútiles reglas de mi viejo. Lo único que han conseguido sus consejos es que en el colegio me meta en líos con tipejos como Blackie por dar la cara y tratar de apoyar a otros capullos que no te lo agradecen. Y el viejo está tenso porque uno de los consejos más importantes que me dio no encaja con las demás cosas que dice.

Una de sus reglas es que siempre hay que apoyar a los colegas. Muy bien. Después dice que nunca hay que chivarse de nadie. Pues bien, ¿cómo se puede hacer las dos cosas con Gally? ¿Cómo puedes apoyarle sin chotar a Polmont? Porque Polmont no va a entregarse. Yo no puedo obligarle a hacerlo, ni siquiera Billy o Terry o Topsy y los chavales del barrio con los que voy a los partidos de los Hearts y que van en el bus Last Furlong, ni siquiera ellos están dispuestos a tener problemas con los de la ralea de Doyle y Gent. Mucho menos por un Hibby como Gally, aunque le aprecien. La familia de Doyle no son sólo tipos duros, son gangsters. Hay una diferencia.

Una gran diferencia.

Todavía hablan del sábado como de la noche de los cuchillos largos. Sobre todo Terry, que trata de rentabilizar el supuesto apuñalamiento del chaval ese a manos de Gally y ligarlo con su detención para que todos los sobraos de por ahí sumen dos y dos y les salgan diez. Sé cómo carbura: utiliza la desgracia de su colega para darse autobombo.

Cabrón.

Claro que yo no vi nada de lo que pasó con Gally en el Clouds el último fin de semana. Me había marchado con Sabrina mucho antes de que empezaran los follones. Terry tiene que haber visto algo. O Billy. O alguno de los otros.

Sabrina: quiero saber qué hago con ella y quiero saber qué hago con Gally.

Se está complicando todo mucho.

Lo único que puede hacer el viejo es prohibirme que suba al Clouds. No es que lo dijera así de claro, sólo dijo: «Ven al club a pinchar unos discos, hijo, a hacer un poco de disc-jockey.»

Antes nunca le había interesado tanto que fuera a hacer de DJ con él al Tartan Club. Se lo he pedido cantidad de veces y siempre me ha dicho que no.

El viejo y la vieja se enteraron de los follones del fin de semana en el fútbol y después en la disco. Supongo que pensarán que es todo culpa de Terry, por eso de que lo detuvieron en el partido. Pero aquella noche apenas estuvimos con Terry. Billy piensa que a Gally sencillamente se le fue la olla después de que la tía aquella le diera calabazas. Pero el que rajó al chaval tuvo que ser o Polmont o Doyle. Fijo. Gally no lo haría, no lo lleva dentro. Apuñaló en la mano al chaval ese del cole, Glen, y fue una estupidez, pero no es lo mismo que rajarle la cara a alguien.

Ahora a Gally lo encerrarán. Cumple años el día de Navidad. Me acuerdo de cuando solía preguntarle si recibía dos partidas de regalos distintas, una por Navidad y otra por su cumpleaños. Ahora no va a recibir nada. El chaval. Es el mejor colega que se podría tener nunca, además.

Mi viejo. Encuentra a una chica agradable. Fácil.

Como Sabrina y todas las chavalas con las que hablo, no hay problema, pero ¿después qué? ¿Qué pasa abajo, ahí abajo? Joder, me entraron ganas de decirle que me encuentro a una chica agradable que me gusta al menos diez veces al día. De nada me sirve, sigo sin estrenarme.

A lo mejor simplemente hay que lanzarse. Pero si este fin de semana no veo a Sabrina, a ver cómo cojones lo hago.

HAZME SONREÍR (SUBE A VERME)

Es una chavala majísima, una chavala supermolona. Ojalá me gustara un poco más. Terry dijo una vez que no te puedes tirar a una personalidad, después de que Gally dijera que había una tía del colegio que la tenía muy agradable. Nos conocimos en la tienda de discos de Golden Oldies, en Haymarket. Ella le preguntó al tío si tenía una copia de aquel viejo tema de Steve Harley y Cockney Rebel, Come Up and See Me, Make Me Smile.

«Lo siento», dijo él.

No sé por qué, pero me acerqué a ella y le dije: «Ése es el mejor disco jamás grabado.»

Me miró un momento como si fuera a mandarme a la mierda. Después dijo: «Ya, lo tenía mi hermano, pero se fue de casa y se llevó su copia. No me la quiere dar», me dijo, levantando aquellas cejas tan delicadas, suaves y hermosas.

«Súbete a Sweet Inspiration, en Tollcross», le dije, «ahí seguro que lo tienen. Me acuerdo de haberlo visto la semana pasada», mentí. «Te acompañaré, si quieres.»

«Vale», dijo devolviéndome la sonrisa y sentí un pequeño PING en mi interior. Cuando sonreía su boca adoptaba la forma de una media luna y le cambiaba totalmente la cara.

A veces tenía un aspecto realmente precioso. El problema es que era una chica bastante gorda, bueno, gorda no, robusta, y tenía el pelo medio rubio, medio pelirrojo. Íbamos por la calle, yo todo tímido por si alguien nos veía y pensara que salíamos juntos. Encontrarse ahora con Juice Terry sería lo peor que podría pasar. No es que ella no me gustara, es que no era precisamente delgada y con tetas grandes como las chavalas de las revistas porno, que normalmente eran el tipo de tía que a mí me iba.

Por el camino no hablamos más que de música, música y música, y ella controlaba el tema de verdad. Era guapo poder hablar de música con una tía que sabe de qué va. En mi colegio no había ninguna, bueno, alguna debía haber, pero no las había llegado a conocer. Quiero decir, saben lo que hay en las listas y toda esa mierda, pero se te quedan mirando en cuanto tratas de hablar de elepés. Me alegré de que tampoco hubiese ningún disco de Steve Harley en Tollcross. Tuvimos que bajar a pie hasta el Southside y después hasta el comienzo de Leith Walk antes de acabar haciéndonos con una copia. Me parecía que su nombre, Sabrina, estaba muy bien, pero no me gustó cuando me dijo que la llamaban Sab. Me gustaba más Sabrina. Es más exótico y misterioso, no se parece tanto a un coche, le dije. En ese momento supe que no sólo quería hablar de música con Sabrina, quería hacerlo con ella. Aquélla era la mejor oportunidad que había tenido, porque podía hablar con ella de algo de lo que entendía sin que se hartara, como todas las demás. Y como podía hacerlo, con ella me encontraba totalmente relajado.

Así que fuimos al Wimpy’s a tomar una Coca-Cola y unas patatas fritas. Por la forma en que miraba la del tío de al lado se notaba que en realidad lo que le apetecía era una hamburguesa, pero al mismo tiempo no quería que yo pensara que era una codiciosa.

La siguiente vez que la vi fue en el Clouds, el sábado, la noche que detuvieron a Gally. Estaba con unas amigas. Echamos un par de bailes pero la mayor parte del tiempo estuvimos sentados en la parte de abajo hablando de música. Yo estaba nervioso porque todos mis colegas estaban allí, pero me alegré cuando dijo que tenía que irse a casa y nos fuimos pronto para dar un paseo por el centro. Creo que el tal Renton y Matty, los de Leith, fueron los únicos que nos vieron juntos, justo al marcharnos. Cuando salimos sólo nos dedicamos a morrear y hablar de música. La acompañé hasta Dalry y después seguí hasta casa, bajando por Gorgie Road y saliendo al barrio.

Así que me lo perdí, me perdí toda la emoción. Andy Galloway, Gally, mi colega, conducido al centro de detención en prisión preventiva sin posibilidad de salir bajo fianza hasta que no terminaran con él la policía, los asistentes sociales, los informes psiquiátricos y el juicio. Son ésas las dos cosas que me están comiendo la moral y deprimiéndome, como lo llama mi madre; no poder hacer nada por Gally ni por mojar.

Era como si supiese que si no echaba un polvo en el plazo de las próximas semanas, qué digo semanas, en el plazo de los próximos días, moriría virgen y estaría destinado a vivir en casa con mi madre y mi padre durante el resto de mi vida. Así de altas estaban las putas apuestas. Estaba preparado. Estaba más que preparado. No pensaba en otra cosa que en el sexo.

Sexo, sexo, sexo.

Telefoneé a Sabrina y quedamos en el Wimpy’s para el martes. Nos sentamos allí, besándonos hasta que casi vacío la tubería en los vaqueros. Estuvo estupendo, pero no era suficiente. Reuní el valor necesario para preguntarle si le apetecía venir a mi casa a ver mis discos el sábado por la noche, cuando mis padres estuviesen en el Tartan Club.

Sabrina sonrió de forma bastante descarada y dijo: «Si quieres…»

Lo voy a hacer.

Sube a verme, hazme sonreír…

No podía esperar hasta el sábado. Se me hacía interminable. Salí a llamarla por teléfono el miércoles, aunque no quedara demasiado molón. La cabina estaba jodida. Tuve que volver a casa y hacerlo de extranjis. Su padre cogió el auricular. Yo pregunté por ella con voz de pito. Parecía mucho más indiferente, como si le importara una mierda, y me pregunté si vendría. Tuve que cuchichear y sentí que me pondría colorado si entraban mi padre o mi madre. Entonces intenté ponerme todo brusco, como si hablara con un colega.

Ahora dudaba de que viniese, a pesar de que me había dicho que sí cuando le dije que la vería el sábado. Resultaba deprimente.

Después, en la frutería Newman’s, Topsy estuvo dándome la barrila para que el sábado fuera al partido de los Hearts. Nah. Ni hablar. A lo mejor estaría la tal Maggie. Sabrina es mejor que ella. Pensé que iría a su casa cuando su padre y su madre se fueron de vacaciones. Billy dice que la dejaron a su bola para irse a Blackpool. La piojosa escuchimizada de Maggie, que me dio calabazas y después se enrolló con el puto Terry, o eso dice el muy cabrón. A mí me parece un montón de mierda. No puede haberse tirado a todo el mundo que tenga coño.

JUDÍOS Y GENTILES

Topsy estuvo dándome la brasa toda la semana con lo de no ir al partido de los Hearts en Montrose: en el colegio, en el trabajo…, sólo porque había estado en el de los Hibs el sábado. Creo que pensó que me estaba cambiando de bando. De eso nada. Todavía me cago cada vez que pienso en el japo que me tragué. No me importa que me den de puñetazos o de patadas, pero eso es asqueroso. Vaya una puta forma de morir: ¡de una hepatitis contagiada por un puto piojoso de Glasgow por apoyar a la peña de los Hibs a los que de todas formas odio! No es muy enrollao, no es como una sobredosis o estrellarse en helicóptero. Probablemente se vería a Maggie Orr y a todas las chavalas del colegio, vestidas de negro y de pie alrededor de mi tumba, soltando lágrimas, arrepentidas de no haber tenido la decencia de echarse un polvo conmigo cuando tuvieron la ocasión.

Después de ponerme a parir toda la semana al respecto, ahora Topsy quiere que le repita una y otra vez lo que pasó el sábado. Estábamos sentados en el sótano de la tienda, tomándonos el descanso en la oficina. George la Maricona está fuera, en el almacén, haciendo ramos y coronas.

A mi amigo el señor Turvey le fascinan los Doyle, y Dozo en especial. Quiere que vuelva a contárselo todo: quién fue el primero en meterse, Doyle o Gentleman, quién tenía más ganas y toda esa mierda. Vale para un rato, incluso es divertido, pero después de un tiempo te turra la cabeza. «¿Sabes una cosa? Ayer se me ocurrió una melodía buenísima», le digo.

Topsy se queda silencioso y meditabundo. Entonces se relame esas enormes palas que tiene, como hace siempre antes de decir algo. «Mi viejo no va a volver a dejarnos ensayar en casa después de lo de la última vez», me cuenta.

¡Joder, lo sabía! El muy bobo invitó a todas esas tías, Maggie y demás. No es que me quejara, pero su dormitorio parecía una gran superficie. Nos emocionamos y empezamos a vacilar, subiendo a tope el volumen de los amplis, y su viejo nos echó a la calle. Vaya un puto grupo. «Ya, mi vieja también se pone como loca», tuve que reconocer. «De todos modos, en mi casa es una pérdida de tiempo, el viejo siempre se entromete. Nunca puedo sacarle la guitarra de encima. Tendríamos que ensayar siempre en casa de Male. Sería más lógico. Para cuando consigue llevar la batería a una de nuestras casas y montarla, ya es hora de recoger.»

«A su vieja le va a encantar», suelta Topsy, arrancando un trozo de su KitKat y mojándolo en la taza de té.

«Ya, es un puto agobio», reconozco. Eso sí, en estos tiempos todo es un puto agobio. Aquí pillados, en la distinguida frutería y floristería Newman’s cuando podríamos estar ensayando. Snap debió y pudo ser el mejor grupo de todos los tiempos, pero este tipo de mierda se interpuso. Éste es el mejor rato en el trabajo, el descanso, el rato en el que puedes sentarte y discutir las cosas importantes.

«Ése es el problema de la barriada», medita Topsy. «Las paredes son demasiado finas. Todo dios arma follón. Si viviéramos en una casa grande con un sótano o un garaje como el viejo judío de arriba», dice señalando la tienda que tenemos encima con el pulgar, «ahora seríamos como los putos Jam. Serían los Jam los que hicieran de teloneros de Snap.»

Me preocupa que pueda oírle George la Maricona, porque Topsy es un voceras, así que me asomo al exterior. George está venga a resollar, currándose las flores, haciendo ese extraño ruido sibilante entre dientes. Vuelvo a meter la cabeza en la oficina, bajando la voz. «Newman no es judío, Tops. Es protestante, como nosotros.»

Topsy adopta una expresión dura e inflexible. «Tú eres medio católico», dice en tono acusador. «Por parte de madre.»

«Vete a tomar por culo, fanático de mierda. Mi madre no ha ido a una misa en la vida, y los de la parte de mi viejo son todos unos cabrones anaranjaos, cosa que a mí, por otra parte, me la pela. Y Newman también es un protestante», digo señalando el techo. «Pero si ha sido ordenado como puto Kirk elder,[24] hostias.»

Topsy se da un toquecito en un lado de la nariz. «Eso es lo que quieren que pienses. Se hacen con el control de las iglesias para que no se note tanto. Si los judíos fueran a la sinagoga, se les notaría a kilómetros. Todo eso de infiltrarse en la Iglesia protestante es para que se note menos. Él quiere que pienses que es uno de los nuestros pero no lo es.»

Justamente entonces Newman baja por las escaleras y apenas le oímos hasta el último par de escalones. La verdad es que a veces resulta un cabrón de lo más sigiloso. Metiéndose de lado en la angosta oficina, como un cangrejo, se da un golpecito en el reloj. «¡Venga, venga!» Su cara es como la de un pájaro, todo pico afilado y ojos agudos e inquietos de gorrión. «¡Hay entregas que hacer!», me dice.

Ya, y ésa es la mayor injusticia; es Topsy el que siempre está poniendo a parir a Newman, pero el cabrón nunca se mete con él, siempre va a por mí. Yo suelo ser el tonto del culo que tiene que salir en bicicleta, haga el tiempo que haga, a entregar las compras a los vagos de mierda de los ricos que nunca te dan propina y te tratan como una puta fregona. Si no necesitara el dinero para ese puto ampli Marshall, el cabrón podría meterse su empleo en el culo. No se puede tocar una Fender Stratocaster a través de un ampli de mierda.

Aquí el puto currante soy yo. Topsy no hace más que rellenar las estanterías de arriba, en la tienda, o cargar las coronas en la parte trasera de la furgoneta para que Newman las lleve a los cementerios y crematorios. Si estamos los dos, siempre me toca a mí hacer los repartos.

Y a veces los de la tienda de Gorgie Road también.

Con todo, largarme me ahorra tener discusiones políticas con Topsy. Tiene unas ideas de lo más raros, pero más que nada lo hace para mosquear a la gente, para escandalizarla y tal. A veces la gente no entiende. Y yo tengo muchas cosas que agradecerle. Fue Topsy el que me consiguió este trabajo.

«Bien, Brian», dice Newman con ese graznido nasal suyo, «sube arriba y a ver qué hay que reponer. Te hará falta una caja de piña en trozos, eso te lo puedo decir de antemano. Y unos guisantes.»

«Marchando», dice alegremente Topsy, siguiendo a Newman escaleras arriba para rellenar unas estanterías. Le hace al cabrón la señal del gilipollas a su espalda. La vida es dura para algunos; ese cabrón estará en una tienda calentita ligando con Deborah o Vicky, con la que esté hoy con la vieja señora Baxter. Entretanto, yo me tengo que jugar la vida atravesando el tráfico en una bici sobrecargada por todo Merchiston y Colinton.

Las cajas de verduras están desplegadas por todo el suelo del almacén donde el maricón silbante, ataviado con su mono verde, prepara mis exposiciones florales. Se le da bien además; sus manos tuercen y desenredan los alambres y en cuestión de minutos crea una auténtica obra de arte. Yo no sabría por dónde empezar. Echo una mirada a las hojas de pedido grapadas a cada caja y empiezo a planificar mi ruta. Hoy la cosa no está demasiado mal. Lo mejor es empezar por los más lejanos, en Colinton, e ir acercándose progresivamente. Resulta más alentador. Lo peor son los sábados por la mañana, cuando me toca a mí una semana y a Topsy la otra. Ha habido alguna vez que uno u otro se ha perdido el autobús de los Hearts, sobre todo si era un partido fuera de casa y tenían que salir con prisa.

Topsy me previno contra George la Maricona cuando empecé a trabajar. «Es un viejo maricón, seguro. A ver, que no te toca el culo ni nada de eso, pero sabes que es maricón, por la manera de caminar y de hablar con remilgos que tiene.»

Efectivamente, el viejo George cecea, rociándome la cara de saliva del mismo modo que rocía sus exposiciones con su pulverizador. Indicando uno de los pedidos, me dice: «Llévale ése a la señora Ross en primer lugar, hijo. Llamó por teléfono exigiéndolo. Una bronca horrible.»

Así que empiezo a cargar la vieja bici negra, y desde las escaleras ya oigo a Topsy y Deborah, la estudiante buenorra, riéndose a carcajadas de algo.

Llego tarde; la carabota de la señora Ross tiene un pequeño caniche con collar de tartán que siempre me pega mordisquitos en los talones. Esta vez me tiene bien agarrado, me ha desgarrado la piel con los dientes y puede que me haya roto los pantalones.

Estoy hasta las putas cejas de esto, así que dejo caer sobre él la caja cargada. Se oye un gañido y el hijo de puta lloriquea y gimotea, tratando de zafarse del peso de la caja. Espero haberle roto el espinazo al muy cabrón.

La vieja gorda y guarra sale a la puerta. «¡Qué ha pasado!», chilla, «¡qué le has hecho!»

Le quita la caja de encima y el puto bicho vuelve a meterse en casa.

«Lo siento, ha sido un accidente», sonrío. «Me mordió la pierna y con el susto se me cayó la caja.»

«So… so… estúpido…»

Siempre me parece que en estas situaciones lo mejor que se puede hacer es mantener la calma y repetirse. El viejo me contó que así es como el sindicato les enseñó a negociar. «Me mordió la pierna, me asusté y se me cayó la caja sin querer.»

Me lanza una mirada de odio puro; después se da la vuelta y se va caminando pesadamente detrás del perro: «Piper…, Piper…, mi chiquitín…»

No es que estuviese arruinando mis posibilidades de recibir propina precisamente, porque aunque aquella vieja cabrona agarrada hubiera estado forrada de mierda, no habría soltado ni un pedo. En Slateford Road el tubo de escape de un autobús municipal me llenó los pulmones de mierda: gracias, Transportes Regionales de Lothian. Sí, recibí un billete de diez de la señora Bryan más tarde, lo cual me alegró, pero era más allá de la hora de cierre cuando llegué a la tienda en Shandon.

Estaban en la puerta, esperando para poder cerrar. Newman miraba el reloj con una cara como si alguien se hubiera echado un pedo en sus narices. «Venga, venga», pía sin parar. Topsy y Deborah se ríen disimuladamente y la señora Baxter parece mosqueadísima, imitando a su jefe al comprobar la hora. Los muy cabrones se comportan como si fuera culpa mía que se hayan retrasado, cuando encima soy yo el que hace todo el trabajo de verdad. Pienso que sería estupendo ver a alguien partirle la puta boca a Newman, o mejor aún, verle intentar llevar esa bici él solo y presenciar cómo un autobús municipal le aplastaba a él y a la bici, incrustándolos en el asfaltado de Slateford Road.

Topsy y yo observamos a Deborah al marcharse calle abajo. ¡Imagínate salir con una tía como ésa! La vemos cruzar el puente en Shandon. «Me la follaba cualquier día de la semana», suelta Topsy. «Pero tiene novio.»

«Joder, apuesto a que sí», asiento yo, admirando la forma en que sus tobillos, montados sobre unos zapatos de tacón, entroncaban con las pantorrillas. La falda le llegaba más abajo de las rodillas, pero la llevaba tan ceñida que podías ver que tenía unos muslos y un culo guays. Teníamos un sistema estupendo para echarles un vistazo a ella y a Vicky: tetas cuando estábamos subidos en la escalera rellenando las estanterías de arriba; piernas cuando levantábamos la vista desde las estanterías de abajo. Hubo un sábado por la mañana que le tocaba el turno a Vicky, ésta llevaba una falda corta con unas braguitas blancas. Se le veían los pelos del pubis asomando a ambos lados. Casi pierdo el conocimiento. Aquella noche me hice una paja recordándolo y solté tanta lefa que pensé que tendrían que ponerme un gotero en el hospital sólo para recuperar líquidos. Sus pelos: sólo de pensarlo… Basta. «¿Vas a casa?», le pregunto a Tops.

«Nah, te veré por la mañana. Esta noche me voy a cenar a casa de mi abuela.»

El padre y la madre de Topsy acababan de separarse, así que pasaba más tiempo en casa de su abuela, en Wester Hailes. Así que le dejo. Cruzo el puente de Slateford Road y bajo las escaleras. Paro en el Fish bar de Star’s a comprar unas patatas fritas porque estoy famélico, y después sigo hacia Gorgie Road. Pasaba por delante del matadero y me iba aproximando al barrio cuando los vi venir hacia mí.

Me fijé primero en Lucy, con aquellos cabellos rubio platino incandescentes al sol, como magnesio de laboratorio en llamas. Ojalá tuviera yo el pelo así; blanco, sí, pero con ese toque crucial de rubio que separa la distinción del blanco semialbino de los pelopaja. Lleva unos pantalones de color beige, de esos que llegan hasta mitad de la pantorrilla, y un top amarillo a través del cual se ve el sostén. Lleva una chaqueta blanca doblada sobre la muñeca. Después miro a su derecha y ahí está esa consabida mata de rizos ensortijados. Caminan un poco separados, como si hubieran discutido. La expresión de la cara de Lucy es dura y decidida. La bella y la bestia, ya lo creo. Ella podría montárselo mejor, de eso no hay duda. Claro está que eso no son más que celos y supongo que lo que quiere decir es que tendría que estar conmigo y no con ese cabrón.

Me ven y empiezan a arrimarse un poco el uno al otro. «Luce, Tez.»

Lucy lleva el pelo recogido, y su piel parece tan suave como la porcelana más fina de la abuela, suponiendo que mi abuela tenga porcelana. «¿Qué tal?», suelta ella con mirada penetrante y el labio inferior vuelto hacia abajo en un gesto de amargura.

Terry hace un montón de aspavientos. Está claro que quiere algo. «Eeeeh… ¡Señor Ewart! ¡Si es el bueno de Pelopaja!» A continuación, como si se le acabara de ocurrir algo: «¡A ti te quería ver! Cuéntaselo, Carl», dice indicando a Lucy con la cabeza.

«No empieces, Terry», le espeta Lucy, «déjalo ya.»

«Nah, nada de eso. Eres tú la que ha estado acusándome. ¡Si no estás dispuesta a escuchar la verdad no vayas por ahí acusando a la gente!»

El cabrón se está dando unas ínfulas de cuidado, poniendo ese vozarrón dolido e indignado. Ahora que quiere algo.

Lucy le lanza una mirada encendida y baja la voz. «¡No soy yo, ha sido Pamela, ya te lo dije!»

Lo suelta con un gruñido sordo que me hace pensar en Piper Ross, el caniche sobre el que dejé caer la caja.

¡GRRRRRR!

«¡Ya, y crees a esa guarra antes que a tu propio prometido!», escupe Terry, las manos en las caderas, sacudiendo la cabeza, haciéndome pensar en un jugador de fútbol exasperado que no espera justicia alguna de parte de un árbitro predispuesto en su contra.

Lucy mira fijamente al cabrón durante un segundo o dos, y después me enfila con la mirada a mí. «¿Es cierto lo que dice, Carl?»

Yo miro sucesivamente al uno y después a la otra. «Puede que me ayudara un poco saber de qué cojones va todo esto.»

«Es él», dice ella señalando a Terry sin dejar de mirarme, «se enrolló con una chica en el Clouds. ¡Una chica de tu colegio!»

Lucy iba a una academia de mecanografía antes de dejar los estudios el año pasado, así que probablemente no conozca a las chicas de nuestro cole. Una chica de nuestro colegio. Caroline, la presumida a la que tengo vista cuando pasan lista. Va a mi clase de arte. Los ojos de Gally casi se le saltan de la puta cabeza cada vez que entra en una habitación. A decir verdad, no la tengo en gran concepto, pero tiene un polvo total. Lawson es un cabrón con suerte.

Terry me guiña un ojo por encima del hombro de Lucy. Cruza la calle, sacude la cabeza, hablando consigo mismo: «Me quedo aquí, no voy a meterme ni pienso decir una palabra…»

«Eso habrá que verlo», le bufo a Lucy, esperando que capte la gracia, pero no lo hace. Así que me aclaro la garganta y hago lo que mi viejo siempre me dijo que hiciera cuando te están presionando durante unas negociaciones y tienes que echarte un farol. Mírales al puente de la nariz, entre los ojos. Céntrate allí. Pensarán que les miras a los ojos pero no. «Si te soy sincero, Lucy», empecé, dándome cuenta de que había sido un error. Nunca se dice «si te soy sincero», porque eso quiere decir inmediatamente que estás mintiendo. Eso me lo enseñó mi padre, es la forma de negociar que tienen los del sindicato. De todos modos, sigo. «Ya me habría gustado a mí que se hubiera enrollado con alguna chica del colegio, joder.»

«¿Qué coño quieres decir con eso?» Aquellos preciosos ojazos se estrechan hasta quedar convertidos en venenosas rajas de odio.

«Pues que así no tendría que escucharle largar sobre ti a todas horas. Que si Lucy esto, que si Lucy lo otro, que si cuando estemos casados…»

Ella mira al otro lado de la calle, donde Terry menea la cabeza, con expresión dolida y triste. Después vuelve a prestarme atención. «En serio…, ¿es eso lo que dice?»

«Como te lo cuento.»

Me miró con dureza durante uno o dos segundos. Si hubiera mantenido la mirada un poco más habría visto que le estaba vacilando. Pero volvió a mirar a Terry otra vez. Quise decirles a aquellos ojazos tristes y hermosos: no, Lucy, Terry es un cabrón. Te trata como una mierda y te loma por el pito del sereno. Pero yo te quiero. Yo te trataré bien. Sólo tienes que dejarme volver contigo a casa y reventarte a polvos.

Jamás podrías imaginarte a alguien como Sabrina llegando a semejante grado de credulidad y falta de dignidad. Entonces te das cuenta de eso que dicen de si el amor es ciego y sabes que lo más probable es que ella realmente le quiera: la pobre boba. O, cuando menos, le gusta lo bastante como para creer que le quiere, que es lo más cerca de lo mismo a lo que se puede llegar.

Ella se va al otro lado de la calle y trata de cogerle del brazo mientras él le vuelve la espalda, levantando los brazos para que ella no pueda cogérselos. Él la aparta y se viene a donde estoy yo, mientras ella le sigue entre sollozos. Terry está venga a despotricar: «¡Confianza!… ¡Hay que tener confianza cuando se sale con alguien! ¡Cuando se está comprometido!»

«… no, Terry…, escucha…, no quise…»

«¡Yo lo acepté todo! ¡Eso es lo que más me duele! ¡Dije que dejaría de ir al fútbol! ¡Dije que cambiaría de empleo, a pesar de que me gusta el que tengo! ¡Dije que intentaría ahorrar!»

«Terry…»

Terry se da golpes de pecho. «¡Soy yo el que está siempre cediendo, y ahora encima me vienes con esto! ¡Se supone que me he enrollado con una chica a la que no he visto en mi vida!»

«Te estoy intentando decir que…» Lucy intenta meter baza, pero a estas alturas debería saber que nunca podrá detener a Terry cuando va a toda máquina.

Al muy cabrón le asoma en el ojo un destello demencial. «Ya que van a echarme la culpa por algo que no he hecho, a lo mejor debería enrollarme con otras chicas. Ya puestos, ¿por qué no hacerlo?», dice, poniéndose todo tieso. Entonces me mira a mí. «Ya puestos, ¿por qué no hacerlo, eh Carl?»

Modula el «no» de modo insinuante.

Yo no digo nada, pero ahora Lucy le suplica. «Lo siento, Terry, lo siento…»

Terry se para en seco. «Pero no lo haré. ¿Sabes por qué?»

Lucy echa chispas por la mirada, con los ojos como platos y boquiabierta de espanto y prevención.

«¿Sabes por qué? ¿Lo sabes? ¿Sabes por qué?»

Lucy intenta adivinar de qué habla el cabrón.

«¿Lo quieres saber? ¿Quieres saber por qué? ¿Eh? ¿Eh? ¿Quieres?»

Ella asiente despacio con la cabeza. Pasan al lado un par de tíos riéndose entre ellos. Uno de ellos me mira y no puedo evitar que se me escape una pequeña sonrisa.

«Te diré por qué. Porque soy un pringao. Porque te quiero. ¡A ti!» La señala con un dedo acusador. «A nadie más. ¡A ti!»

Se quedan de pie mirándose el uno al otro en medio de la calle. Yo me aparto un par de metros por si pasa alguien por ahí. Hay un tío en mono, como si acabara de salir del matadero, y mira hacia acá. A Lucy le tiembla el labio y juro por Dios que parece que los ojos de Terry se humedezcan.

Se funden en un abrazo, justo en mitad de la calle, enfrente del matadero. Pasa una furgoneta tocando la bocina insistentemente. Se asoma un tío por la ventana y grita: «¡YA HAY UNO QUE LA METE ESTA NOCHE!»

Terry me mira por encima del hombro de Lucy, y espero un guiño, pero es como si estuviese tan absorto en su interpretación que no quiere romper el ritmo. Lucy y él intercambian miradas profundas y significativas, como dirían en el libro de Catherine Cookson que mi tía Avril le dio a leer a mi madre. Ya he tenido suficiente, me doy la vuelta y empiezo a bajar por la calle.

«¡Carl! ¡Espera un momento!», ruge Terry.

Les veo besarse a lo lejos. Cuando se separan, intercambian unas palabras. Lucy echa mano al bolso. Saca el monedero. Extrae un billete, un billete azul. Se lo entrega a Terry. Otra mirada profunda. Algunas palabras más. Un besito en la mejilla. Se alejan caminando el uno del otro, volviéndose para despedirse con la mano al mismo tiempo. Terry lanza un beso. Entonces viene hacia mí dando brincos. Lucy vuelve a echar un vistazo, pero Terry ya me tiene agarrado y forcejeamos y nos damos empujones mientras emprendemos el camino.

«¡Eres una estrella, Ewart! Te mereces una copa. ¡Acabas de salvarme el pellejo! ¡Venga, las birras corren de mi cuenta!» Agita el billete de cinco libras. «Bueno, en realidad, invita Lucy, pero ya me entiendes», dice entre risas.

«Me basta con que no me vuelvas a montar ese número, Terry», digo yo, pero no puedo evitar reírme, mientras le cojo por el cuello de la chaqueta Levi’s y le empujo contra una farola. Entonces intento ponerme serio. «No pienso mentirle a ella para cubrirte a ti las espaldas.»

«Venga, colega, ya conoces las reglas», dice, rompiendo mi agarre y arreglándose la ropa. «Hay que apoyar a los colegas. Fuiste tú el que me lo enseñó», me suelta. Es todo mierda pura, claro está, y se está haciendo el listo para volver a quedar bien conmigo. Por supuesto, ambos sabemos que le está dando resultado y que no hay nada que hacer. Somos colegas. «Así que no te mosquees. Ahora que lo pienso, hablando de tías, oí que te largaste discretamente del Clouds con una pelirrojita», dice, poniendo voz de tiparraco, como hablando por la nariz.

No digo nada. Es lo mejor. Deja que el cabrón lea en mi rostro lo que quiera.

«¡Ya! ¡Ahora la cosa cambia!» Asiente con la cabeza de forma maliciosa. «Así que pronto serás tú el que necesite coartadas, amigo.»

«¿Por qué?»

«A Maggie Orr todavía le pones cachonda», me guiña el ojo, con expresión absolutamente seria.

«Y una mierda», le digo. Sería bonito creérselo, pero no se le vacila a un vacileta, como diría el viejo. «¿Entonces por qué me dio calabazas y se enrolló contigo?»

Terry se hinca los codos en los costados y enseña las palmas de las manos. «Labia que tiene uno, colega», me explica, «pero estás aprendiendo rápido. Menuda interpretación que te has marcado ahí con Lucy. Sí, pronto te tirarás a Maggie. Fijo. A mí me va más su amiga, una tal Gail. Esa gafotillas, la has visto por ahí. Espera a ver qué culo tiene. Cuando la pones en bolas… fuaa, cabrón», suelta, relamiéndose lentamente. «Nah, el mejor arreglo para todas las partes es éste; tú y tu tía del Clouds y yo y Lucy saliendo como está mandado, y después tú y yo tirándonos a Maggie y Gail de extranjis. ¡A mí me suena de rechupete!»

Puede que no sea más que la sonrisa de este cabronazo, el entusiasmo que tiene por todo, o el hecho de que estoy completamente desesperado por echar un polvo, pero en este momento se me ocurren arreglos peores.

Ante mi vista aparece el campanario de la iglesia, y volvemos a estar en el barrio. Terry insiste en que vayamos al Busy Bee. La verdad es que no he estado en pubs demasiadas veces y nunca he intentado que me sirvieran en el Busy. «Venga, Masturbator, en cuanto seas un parroquiano habitual del Busy, eso impresionará a todas las chiquillas. No se puede ser un colegial toda la vida», me dice con una sonrisa. A continuación acusa: «Me han dicho que piensas seguir estudiando y todo.»

«No lo sé, depende de…»

No tuve oportunidad de explicarme. «Entonces irás a la universidad, que es un colegio, después te harás profesor y volverás al colegio. Así que terminarás por no dejar la escuela jamás. No tendrás un chavo», dice bajando la voz mientras subimos por la colina, donde están las tiendas y la cajita que es el Busy enfrente. Se detiene y me pone las manos en los hombros. «Y te diré una cosa, amigo, una pequeña fórmula que en el colegio nunca se molestaron en enseñarme a mí. Una pequeña suma matemática que me podría haber ahorrado un montón de tiempo y de molestias. Es ésta: cero pasta igual a cero chochos.» Da un paso atrás, con aspecto complacido, dejando que me empape bien. Después me pasa el billete de cinco libras que le sacó a Lucy. «Vete hasta la barra y pide dos pintas de lager. O sea, “dos pintas de lager”», dice con voz grave, «no “dos pintas de lager”», esta vez en tono agudo y chillón. «No me dejes en evidencia como hizo el gilipollas de Gally cuando le traje aquí. Se acerca a la barra y dice: Dos pintas de cerveza, por favor, señor, como si estuviera pidiendo caramelos.»

He estado en pubs y he ido al Tartan Club montones de veces. «Sé como pedir, puto gilipollas.»

Así que entro con él dando grandes zancadas hasta llegar a la barra. El camino parece largo y todo quisque me mira como diciendo «ése no tiene dieciocho ni de coña». Para cuando llego el camarero ya me está preguntando qué quiero y siento como si se me fuera a quebrar la voz.

«Dos pintas de lager, por favor, amigo», le suelto, con voz ronca.

«¿Te duele la garganta, amigo?», se ríe el camarero. Terry y un par de tíos que hay en la barra también.

«No, sólo es…», suelto con tono agudo y todo dios se mea de risa.

De todos modos, el tío nos sirve y Terry se sienta en la esquina. Las manos me tiemblan y antes de llegar al asiento ya he derramado media pinta.

«Salud, Carl, buen trabajo, colega», brinda, echando un gran trago. Después sacude la cabeza. «Esa puta cabrona de Pamela; mira que irle a Lucy con toda esa mierda.»

«Lo único que hace es apoyar a su colega, Terry. Para las chicas también vale.»

Terry menea la cabeza. «No, no, no, las tías son distintas. No entiendes el juego de esa guarra, Carl. Está que se muere de ganas y nadie se la tira. De forma que se pone toda rencorosa sólo porque Lucy tiene compromiso. Pero es mi puta culpa, debí ajustarle las cuentas.»

«¿Cómo?»

«Debí haberle metido el rabo de tapadillo, sólo para cerrarle la boca. Necesita que se la follen, ése es su puto problema. Ésa es la diferencia entre los hombres y las mujeres. Cualquier tía a la que no se estén tirando se pone rencorosa y celosa. Nosotros no somos así», suelta echando otro gran trago de su lager. «Dame las vueltas, caradura, que ya voy yo a por otra.»

Le entrego los billetes y las monedas y se va brincando hasta la barra. Tragando con fuerza, intento terminar la pinta, o al menos hacer progresos razonables antes de que vuelva con más. Cuando reaparece con las cervezas, es evidente que se le ha ocurrido una idea. «Así que estaba pensando, Carl, o bien le tengo que echar un casquete a Pamela o conseguir que lo haga algún otro. Tú ya tienes faena, así que a lo mejor debería echar mano de Birrell. Aunque no sirva para otra cosa, le mantendrá alejado de Yvonne un poco. Aunque imagínate cómo se lo montará ese gilipollas para ligar», suelta Terry, haciendo una magnífica imitación exagerada de Birrell, hablando de forma abrupta y concisa. «Me llamo Billy. Vivo en Stenhouse. Juego al fútbol y hago boxeo. Tengo que entrenar muy duro. Es alucinante. Hace buen día. ¿Te gustaría tener relaciones sexuales conmigo?»

Estamos ahí sentados meándonos de risa y lo hacemos una y otra vez durante siglos. Cuando nos ponemos así yo y Terry podríamos escribir guiones de humor para los Monty Python.

Tras la tercera pinta llamo a casa y le digo a mi madre que me guarde la cena, que ya me la comeré más tarde. Le digo que me he comido unas patatas fritas en el Star’s. No dice nada, pero se nota que no está muy contenta. Cuando vuelvo a sentarme, entra un tío mayor. Terry consigue ponerme colorado diciendo que es el tío de Maggie Orr y presentándome como un «amigo íntimo» de su sobrina. «Ya me entiendes, ¡no se diga más!», suelta, imitando al tío de los Monty Python. Vaya jeta la de Terry: ¡es él el que se la folló y trata de que me echen la culpa a mí! Aunque el gachó este, Alec, pasa bastante. Parece un poco bebido.

No paran de caer cervezas y a mí se me enrojece el rostro. La siguiente vez que voy a la barra, el camarero está venga a sonreír, como si supiera que voy realmente borracho. Al salir del pub me quedo un rato jodido cuando me da el aire. Me acuerdo de haber bajado por la calle cantándole Glorious Hearts a Terry mientras él me cantaba a mí Glory to the Hibees, y de nada más.

Es por la mañana y me despierto sobre la cama de Terry, sin haber quitado el cubrecamas y completamente vestido, gracias al copón, en casa de su madre.

Escuché un sonido como el de un taladro, y es Terry roncando a pleno pulmón. Levanto la vista y veo aquella mata de rizos ensortijados. Está en la cama pero en el extremo opuesto al mío. Tiene los pies junto a mi cabeza, y aunque no huelen, la habitación apesta, está llena de sus gases pedorreicos. Me desperté empalmado, lo cual puede deberse a que necesite mear o a que tuve un extraño sueño acerca de Sabrina y Lucy y Maggie por la noche. ¡En cualquier caso no se debe a estar en la misma cama de mierda que Terry!

Oigo pasos en las escaleras y entra la madre de Terry con una taza de té en cada mano. Yo hago como que sigo dormido pero puedo oír un ruido como de asfixia y arcada y el repiqueteo enloquecido e incontrolado de la taza contra el plato. «Dios mío, ¿qué habréis comido…?»

La madre de Terry deja las tazas en la mesilla de noche. «He tenido que limpiar el cuarto de baño porque lo habéis dejado hecho una guarrería. Esto no puede ser Terry. Esto no puede ser.»

«Déjame en paz», se quejó Terry.

Abro los ojos y veo a la madre de Terry de pie, junto a la puerta, abanicándose con la mano mientras arruga la cara. «Hola, señora Laws…, quiero decir señora Ulrich.»

«Tu padre y tu madre estaban preocupados por ti, Carl Ewart. Les llamé desde el piso de al lado y les dije que estabas aquí. Les dije que me aseguraría de que desayunaras algo y te marcharas al colegio. En cuanto a éste», dijo mirando a Terry, «tienes que levantarte para ir al trabajo. ¡Llegas tarde! Perderás el autobús.»

«Vale, vale, vale…», gime Terry mientras la señora Ulrich abandona la habitación.

Me rasco un poco los huevos. Me levanto y doy un salto hasta el cuarto de baño, tapándome la polla erecta con las manos, vestido pero preocupado todavía por si alguien me sorprende en el pasillo. En el cagadero echo una larga meada; me tengo que doblar la polla cosa mala para no mearme en el suelo, que huele a vómitos y desinfectante. Vuelvo a la habitación y Terry ya está dormido otra vez, el vago cabrón. Anda que no le gusta clapar a ese cabrón.

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