Cola

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3. Debió de ser en 1990: El local de Hitler » Andrew Galloway

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ANDREW GALLOWAY

ENTRENAMIENTO

Esperé tres semanas a que me dieran la noticia. Pensé que me quedaría hecho polvo, pero estaban sucediendo tantas cosas, tantas otras mierdas, que apenas le di importancia. Cuando pensaba en ello, cosa que hacía sobre todo por la noche, no podía determinar hasta qué punto se alimentaba la ansiedad que ya llevaba sintiendo desde quién sabe cuánto tiempo.

Putos años.

Te hacen pasar, te dicen que te sientes y que te prepares. Saben lo que se hacen y lo hacen bien. Pero sólo tienen un número limitado de formas de decirlo. «Has dado positivo», me dijo la mujer de la clínica.

Tan bobo no soy. Conozco la diferencia entre el VIH y el sida. Sé casi todo lo importante que hay que saber del tema. Es extraño que uno pueda hacer caso omiso de algo de forma tan concienzuda, que su omisión acabe convirtiéndose en aquello que indica su presencia y que el conocimiento al respecto se filtre de forma subrepticia, inconsciente. Un poco como el propio virus. Sin embargo, me oigo decir a mí mismo: «Así que ya está, entonces tengo el sida.»

Y dije eso, escogí decirlo, porque una parte de mí, alguna parte inteligente y optimista que nunca abandona, anhelaba oír todo el discurso aquel de que no es una sentencia de muerte y que si me cuidaba y seguía los tratamientos y patatín y patatán.

Pero lo primero que pensé fue: Bueno, ya la hemos jodido. Y me produjo una extraña sensación de alivio, porque hacía ya algún tiempo que sentía que la habíamos jodido; era como si lo único que hubiera descubierto fuese cómo. El resto del tiempo que pasé en la clínica no supuso más que ruido de fondo. Así que me fui a casa y me senté en el sillón. Empecé a desternillarme de risa hasta que empezó a salirme desquiciada, se me quedó atascada en la garganta y se transformó en sollozos atroces.

Intenté pensar en quién, los cómo, qué, dónde y por qué. No se me ocurría nada. Pensé en cómo me sentía. Me pregunté cuánto duraría.

Lo mejor era resistir.

Me quedé un rato embotado, pensando en asuntos pendientes.

Sí, lo mejor era resistir. Hasta que pudiera resolverlo todo y tal.

Dejé de repetirme a mí mismo que podía hacer algo útil. Saqué la botella de Grouse y me serví una copa. Me quemó el gaznate y me supo amargo hasta el final. La segunda me sentó mejor, pero el miedo no me abandonaba. Tenía la piel fría y húmeda, y poca capacidad en los pulmones.

No paraba de repetirme que aquél sólo era un día más y que la noche sólo sería una más en una larga y oscura sucesión que se prolongaría hasta lo desconocido, mucho más allá de donde a uno le alcanzara la vista. Continuaría viviendo, me dije a mí mismo, puede que por mucho tiempo. Lejos de resultar reconfortante, el terror que me inspiraba esa idea casi aplastó lo poco que me quedaba dentro.

Puede que mi vida continuara, pero no iba a mejorar.

Uno no se da cuenta de la clase de ancla que es la esperanza hasta que sabe que ha desaparecido del todo. Te sientes eviscerado, vacío por dentro, y es como si ya no pertenecieras a este mundo. Es como si no hubiese ya masa que te retuviera en este mundo.

En la desintegración de la realidad, la vista se difumina primero, y a eso le sigue una concentración desesperada en lo extremo y lo mundanal. Te agarras a cualquier cosa, no importa lo boba que sea, que parezca suministrar la respuesta, e intentarás encontrarle significado con todas tus fuerzas.

La pared que tenía enfrente parecía albergar las claves secretas de mi futuro. El sable samurái, la ballesta. Allí en la pared, mirándome de frente.

El futuro: me miraba directamente a la cara. Ocúpate de esos asuntos pendientes, ocúpate de ellos.

Bajé el largo sable de samurái de la pared. Extrayéndolo de la vaina, observé cómo refulgía bajo la luz. Pero la hoja estaba mellada, no habría podido cortar ni mantequilla. Me lo consiguió Terry; lo robó de algún sitio.

Sin embargo, qué fácil resultaría afilar esa hoja.

La ballesta no era tan decorativa. La retiré, la sopesé, coloqué el dardo de cinco centímetros, apunté y lo clavé en el centro rojo de la diana que estaba en la pared de enfrente.

Volví a sentarme; pensé en mi vida. Intenté pensar en mi padre. Las visitas fugaces a lo largo de los años. «¿Cuándo vuelve papá?», solía preguntarle a mi madre con impaciencia.

«Pronto», decía ella, o en otras ocasiones simplemente se encogía de hombros como diciendo: ¿Cómo coño quieres que lo sepa yo?

Los intervalos entre sus apariciones se hicieron más largos, hasta que acabó convirtiéndose en ese forastero cuya presencia no deseada no hacía más que alterar tu rutina.

Aunque me acuerdo de un día, un día de fuegos artificiales cuando éramos críos. Nos llevó a mí, a Billy, a Rab y a Sheena al parque; todos bien abrigados para hacer frente al frío de noviembre. Los cohetes que había comprado, los metió sin más dentro de la tierra helada por la parte de los estabilizadores. Se suponía que había que meterlos en una botella, pero nosotros pensábamos que sabía lo que se hacía, así que no dijimos nada.

Yo y Billy sólo teníamos siete años, y lo sabíamos. ¿Cómo cojones no lo sabía él?

Se supone que los cohetes surcan los cielos y después explotan, pero nosotros vimos cómo aquellos se consumían y explotaban sin despegar de la tierra fría y dura. Él no sabía nada porque siempre estaba encerrado. Cuando yo era adolescente, lo peor que podía decirme mi madre es que era tan malo como mi padre. Me dije a mí mismo que nunca jamás sería como él.

Entonces también me encerraron a mí.

Dos temporadas en el trullo, una como inocente, la otra como culpable. No sé cuál de las dos me dejó más hecho polvo; el delito de estupidez es el mayor de todos los delitos. Ahora estoy en este piso de protección oficial, otra vez en el barrio, subarrendado por un colega llamado Colin Bishop, que está en España currando. Es curioso, pero la gente dice, mira, has terminado aquí otra vez. Pero así será, aquí terminaré.

La lluvia ha estado cayendo con fuerza todo el día, pero ahora veo que ya no puede más. En la calle hay un arco iris.

No paro de darle vueltas a la cabeza. Ahora pienso: ¿Cuánta gente tiene la oportunidad de saldar viejas cuentas pendientes antes de partir? No mucha. La mayoría de la gente continúa viviendo mucho tiempo, así que tiene demasiado que perder; o eso, o están demasiado débiles para actuar cuando saben que se acabó la función. Pensar de esta forma hace que me sienta fuerte.

De modo que sentí que el mundo me había pasado la mano más mierdera posible y que, ¡qué cojones!, aún seguía aquí. Cuando salí a caminar bajo el sol para aclararme la cabeza, me encontraba tan estrafalariamente eufórico que de veras llegué a pensar que nada haría que volviera a sentirme triste jamás.

Pero por supuesto me equivocaba.

Quedó probado que me equivocaba en cosa de cinco minutos.

Cinco minutos, la distancia entre aquí y el supermercado. Cuando la vi con la cría, saliendo de la papelería, el corazón me saltó contra el centro del pecho y a punto estuve de cruzar la calle sin más. Pero iban solas, él no andaba por ahí. Sencillamente no tenía ganas de encontrármelo, no en ese momento; lo haría cuando yo estuviese listo.

Pero ahora no.

Eché una mirada alrededor; me sentía bien. Había hecho lo que tenía que hacer con los tipos del centro y trataba de arrinconarlo en alguna parte de mi cabeza. Intentaba mirar hacia delante, pensar en la Fiesta de la Cerveza de Munich y los pirulos que tendría que vender para llegar hasta allí. Los vuelos estaban todos reservados, así que sólo necesitaba dinero para alojamiento y gastos. Además, hacía un día estupendo: hacía un rato había estado lloviendo a cántaros, pero ahora hacía calor y todo el mundo salía de casa. Se avecinaba la hora de comer, y de los autobuses empezaba a descender una marea humana procedente del centro. Yo iba caminando, mirando las paredes cubiertas de grafitis, tratando de localizar nuestros viejos esfuerzos. Allí estaban, desvaneciéndose de forma lenta pero segura:

GALLY

BIRO

AUPA EL HFC

Debía de tener más de diez años. Biro. Ése era el viejo apodo de Birrell, que ahora nadie usaba. Yo debí haberme puesto uno mejor, más discreto. Mi madre se coscó de que había sido yo y me zurró. El cabrón de Terry solía acercarse a buscarme hace siglos y le decía a mi madre: «Hola, señora Galloway, ¿está Gally, eh, quiero decir Andrew?»

Ahora nos vamos de vacaciones juntos; yo, Terry, Carl y Billy. Puede que por última vez.

Son unos tíos de puta madre, sobre todo Birrell: un gachó de primera. Me apoyó aquella vez con Doyle. Hasta el final. Tenía muchas razones para no hacerlo, además. El combate quedó pospuesto. El Evening News se enteró de la historia, le pintó como un matón descerebrado y sacó a relucir una vieja condena que le habían echado unos años antes por pegarle fuego al almacén aquel. Aunque Billy lo llevó todo muy bien. Cuando por fin se celebró la pelea destrozó al tío de Liverpool. Después de eso todos volvieron a lamerle el culo como antes.

Pensé en ello, en aquellos tiempos, y volví a sentirme un poco triste. Después pensé, venga Gally, no dobles, pórtate. Sí, cuando salí me sentía estupendamente.

Entonces les vi.

Les vi, y me sentí como si me acabaran de golpear con fuerza en el estómago.

¿Cuándo fue la primera vez? Hace años. Ella iba con Terry. Pensé que era una chavala maja, encima. Sabía ser encantadora cuando quería. La segunda vez fue distinto. Lo único que yo quería era follar, y follé. Me sentí de puta madre hasta que me dijo que estaba embarazada. No podía creerlo. Entonces llegó Jacqueline. Nació unas semanas después de que Lucy, la mujer de Terry, tuviese a Jason.

Cuando salí de la cárcel lo quería todo. Sobre todo una tía. Conque sí, tenía donde meterla; el precio fue un anillo de boda y la responsabilidad de una esposa y una cría. Era demasiado, incluso aunque ella y yo hubiésemos hecho mejor pareja. No podía esperar a salir de casa para alejarme de ella y de sus amigas, como Catriona, la hermana de Doyle. Se quedaban sentadas en casa fumando todo el día. Quería alejarme de ellas, de ellas y de sus críos. Sus críos chillones y llorones.

Quería marcha dondequiera que la hubiese. En realidad era demasiado mayor para ser un casual; la mayoría de los tíos tendrían al menos cinco años menos que yo. Pero me había perdido cosas y siempre aparenté bastante menos edad de la que tenía. Me metí en ese rollo un par de temporadas. Después empecé a ir a los clubs con Carl.

Quería alejarme de ellas, de Gail y de su peña, pero también, supongo, de Jacqueline. Así que es cierto, gran parte de lo que pasó fue culpa mía, porque no pasaba demasiado tiempo en casa. Pero él sí. Él. Entonces ella empezó a verse con ese cabrón. Con él.

Cuando le pedí cuentas, ella se me rió a la cara. Me dijo cómo se lo hacía en la cama. Era mejor que yo, mucho mejor que yo, dijo ella. Un auténtico animal, me contó. Podía follar toda la noche. Con una polla como un martillo pilón. Pensé en él y no podía creerlo. Debía de estar hablando de otro. No podía ser McMurray, Polmont no; no ese capullo nervioso y fofo que te cagas, aquella marioneta acojonada de Doyle.

Ella no paraba de insistir y quería que cerrara el pico. Le dije que cerrara su puta boca de guarra, pero fueron tantas las veces que se lo había dicho…, lo único que hacía era abrirla más y más. No lo pude aguantar. La cogí por los pelos. Ella me cascó; nos pegamos. La tenía cogida por el pelo y que Dios me ayude, pensaba darle su merecido. Cerré el puño, lo alcé y

y y y

y mi hija estaba detrás de mí; se había levantado de la cama para ver a qué venía el follón. Mi codo se estrelló contra su cara, aplastándole un lado de la cara, sus frágiles huesecitos…

nunca quise hacerle daño

a la pequeña Jacqueline no.

Pero el tribunal no lo vio así. Volví a la cárcel, a Saughton, un talego de verdad, nada de reformatorios esta vez. Otra vez dentro, con tiempo para pensar.

Tiempo para odiar.

A quien más odiaba, sin embargo, no era a ella; ni siquiera a él. Era a mí: a , el pringao estúpido y débil. A ese cabrón sí que lo machaqué. Lo machaqué con todo; alcohol, pirulos, jaco. Golpeé las paredes hasta que los huesos de las manos se me rompieron y se me hincharon hasta ponerse del tamaño de guantes de béisbol. Me hice asquerosas quemaduras rojinegras en los brazos con cigarrillos. A ese cabrón sí que le ajusté las cuentas, le meé encima. Y lo hice tan discretamente, tan disimuladamente, que fueron pocos los que vieron más allá de la descarada sonrisa de golfo.

Me mantuve alejado de los otros cabrones. Orden judicial. Me he mantenido alejado hasta ahora. Ahora esa guarra está aquí mismo, a sólo unos pasos.

No fue tanto el verla a ella como el ver a la pequeña Jacqueline: había que ver cómo iba la cría. El hecho de ver así a la chiquilla, con gafas, me entristeció muchísimo. Una chiquilla de esa edad con gafas. Pensé en el colegio, en lo cabrones, burlones y crueles que podemos llegar a ser de pequeños, y en cómo yo no podía hacer nada para protegerla de todo aquello. Pensé en cómo algo tan simple, estúpido, superficial y sin valor como un par de putas gafas podría cambiar la forma en que la gente la viese y la forma en que crecería.

Aquello venía de la parte de su madre; la muy guarra era más ciega que un puto topo. Eso sí, podía ver una polla a un kilómetro de distancia, con eso nunca tuvo ningún problema. Siempre hablaba de hacerse unas lentillas cuando estábamos juntos. Por la calle nunca llevaba gafas; solía agarrarse a mí cuando salíamos, como si fuera su puto perro-guía. Aunque la puta perra era ella. En casa la cosa era distinta; se quedaba sentada por ahí como la puta gorda ésa de On the Buses. Ahora parece que vea, así que probablemente haya invertido en un par de lentillas: será por eso que la pequeña lleva una ropa tan evidentemente de segunda mano. Eso deja claro cuáles son las prioridades de esa vacaburra vanidosa. Ahora le ha quitado las gafas a Jacqueline y les saca brillo con un pañuelo; ahí de pie, ataviada con esa chaqueta barata, sacándole brillo a las gafas de baratillo de mi cría. Y yo pensando: ¿Por qué no podrás llevar un trapo como es debido…?

… ¿por qué no puedo hacerlo yo?…

No hay pelas.

Y aunque tendría que haberme marchado, crucé la calle directamente hacia ellas. Si esa vacaburra lleva lentillas, debería devolverlas, porque son una mierda. Casi le había pasado por encima para cuando levantó la vista. «¿Qué tal?», le digo a ella, mirando después a Jacqueline. «Hola, cariño.»

La cría sonríe, pero se aparta un poco.

Se aparta de mí.

«Es papá», le digo sonriendo. Oigo como las palabras me salen de la boca y suena lamentable; me quedo empanao y con cara de pocos amigos al mismo tiempo.

«¿Qué quieres?», pregunta la puta infrahumana. Me mira como si yo fuera un trozo de mierda blandita y, antes de que pueda responderle, añade: «¡No quiero más problemas, Andrew, ya te lo he dicho, joder! Debería darte vergüenza enseñar la cara delante de ella.» Después mira a la pequeña.

Aquello fue…

Aquello fue un puto accidente…

Fue su puta culpa…, su puta boca, las putas cosas que decía…

Me entran ganas de darle un puñetazo en esa boca retorcida de guarra, jurando como la puta guarra que es, ahí delante de la cría, pero eso es exactamente lo que ella quiere, así que hago un gran esfuerzo, un esfuerzo desesperado que te cagas para mantener la calma. «Sólo quería quedar en algo para poder verla de vez en cuando, para que podamos acordar algo…»

«Ya está todo arreglado», dice ella.

«Ya, arreglado por vosotros, sin que yo pudiera decir nada…» Noto que estoy perdiendo los estribos, y no quiero que la cosa sea así. Sólo quiero hablar.

«Si no te gusta díselo a tu abogado, el asunto está zanjado», repite de forma lenta y precisa.

Un puto abogado, ¿de qué va? ¿De dónde saco yo un puto abogado? Entonces ella mira a un tipo que baja por la calle, sí, ya lo creo, es él, y tira del brazo de la cría. «Venga, ahí está papá…», dice poniéndome cara de asco. Sus palabras me producen la sensación de un cuchillo en las entrañas. ¿Cómo pude nunca enrollarme con ella? Debía de estar loco.

Y él está ahí de pie, mirándome, con la cabeza ladeada. Sigue teniendo el mismo tipo raro, no tanto delgado como plano, como si le hubiera pasado una apisonadora por encima. Por delante parece ancho, pero de lado no: como si pudieras deslizarle por debajo de una puerta. «Papá…», dice la cría y sale corriendo hacia él. Él la abraza y después la acerca a la puta que el pobre angelito ha aprendido a llamar mamá. Él le cuchichea algo al oído; ella coge a la cría de la mano y se alejan un poco. La pequeña me mira, y me hace un pequeño gesto de despedida con la mano.

Intento decirle Chao, nena, pero no me sale nada. Levanto la mano y le devuelvo el saludo a Jacqueline, viéndoles marchar mientras la pequeña le hace preguntas. Por supuesto, esa vacaburra ignorante sería incapaz de comprenderlas, ya no digamos contestarlas.

Y él se me acerca hasta llegarme casi a la cara. «¿Tú qué cojones quieres?», suelta él, pero no es más que una exhibición para que ella le vea, porque está desconcertado que te cagas, se le nota el miedo en la mirada. Ahora estoy disfrutando que te cagas, disfrutando de este momentito tranquilo entre nosotros, divirtiéndome de verdad por primera vez.

Miro al muy cabrón. Podría cargármelo sin más, aquí y ahora. Él lo sabe, y yo también, pero los dos sabemos lo que pasaría si lo hiciera.

La poli y los Doyle encima de mí. Menuda lotería. Y no puedo pensar sólo en mí, además. Billy me respaldó y le sacudieron con un cuchillo ballenero en la barbilla como recompensa.

«Ya te lo he dicho una vez. No me obligues a volvértelo a decir», dice, señalándome y después rascándose la tocha. Nervios. Se ve cómo se le humedecen los ojos. Uno contra uno no es su estilo para nada. Como la última vez: se cagó entonces y ahora igual.

Sigue siendo un cabrón pecoso. A los veintiséis tacos, o incluso a los veintisiete. «Es curioso, recuerdo que estaba más preocupado la última vez. Puede que fuera la compañía en la que te encontrabas; la compañía en la que no te encuentras ahora», le sonrío, mirándole a él y después, por encima de su hombro, a ella y a la cría, sintiendo un acceso de sentimiento de culpa. La peque, Jacqueline, no necesita esto en su vida. Ella me mira y no puedo devolverle la mirada. Vuelvo a mirarle a él. Después suena la bocina de un coche. Me mira por encima del hombro y dice: «Hasta más ver», mientras se aleja.

«No lo sabes tú bien, pedazo de cagao», me río, preguntándome por qué llevaba tanta prisa. O a lo mejor el capullo se pensó que me había achantado. Durante un segundo de furor, doy un paso al frente antes de detenerme. No, no era el momento.

Me vuelvo para ver quién había pitado y es el coche de Billy con Terry metido junto a él.

Salen del coche y Polmont baja echando leches por la calle, apretando el paso. No me extraña. Cuando llega a donde están ella y la cría, recoge a Jacqueline y se la carga sobre los hombros.

Ese cabrón colocándose a mi puta cría sobre los hombros.

Se marchan calle abajo. La puta de Gail es la única que me mira. Terry llega a mi altura y le sonríe con toda tranquilidad; ella se vuelve.

«¿Aquí qué pasa?», pregunta Billy, saludando con la cabeza a la vieja señora Carlops, que viene por la calle con dos bolsas de compra repletas.

No voy a volver a meter en esto a Billy o a Terry. Ese Polmont no es nadie; va a morir. ¿Y Doyle? Miro la cicatriz de Billy. No tengo nada que perder. Él también puede pringar. «No pasa nada», le digo. Intento sonreírle a la señora Carlops. La pobre viejecita está sudando bajo el calor con esas dos bolsas de la compra.

Billy se acerca a la señora Carlops, le coge las bolsas y las mete en el maletero del coche. Abre la puerta del copiloto. «Métase ahí, señora Carlops, y descanse un poco.»

«¿Estás seguro, hijo?»

«Iba en esa dirección, señora Carlops, a casa de mi madre, así que no es molestia alguna.»

«Intentaba llevar un poco más de la cuenta», jadea ella, subiéndose al coche. «Viene la familia de Gordon de York, así que pensé que llenaría un poco la despensa…»

Terry observa la situación, como si Billy o la señora Carlops fueran un poco tontos por verse envueltos en ella; después se vuelve bruscamente hacia mí. «¿Te estaban jodiendo otra vez esos cabrones?», me suelta.

«Déjalo, Terry», le digo, pero estoy resollando y clavándome las uñas en las palmas de las manos.

Terry levanta las manos en actitud defensiva. Parece que le haya pillado el chaparrón. Lleva mojados el pelo y la chaqueta. Los ojos de Billy les siguen a ellos hasta el final de la calle. La pequeña montada sobre sus hombros. Lo peor de todo es que ella le quiere. Hay cosas que no se pueden fingir. Yo respiro profundamente y después intento tragar lo que llevo en la garganta. «¿Qué hacíais?»

Billy dice: «Había acabado de entrenar. Pasaba por la Grange cuando vi a este mamón merodeando por las calles. Casi se caga patas abajo cuando hice sonar el claxon.»

«¿Qué hacías tú merodeando por esas casas grandotas de la Grange, como si no lo supiéramos?», le pregunto a Terry.

«Ocuparme de mis propios asuntos», dice indicando con un gesto de la cabeza el otro extremo de la calle; ahora ya han desaparecido de la vista, «así que me gustaría que fuera usted tan amable de otorgarme el mismo trato, señor Galloway», dice.

«Me parece justo», asiento sin dilación.

«¿Os apetece tomar una pinta?», pregunta.

Billy exhaló bruscamente, mientras miraba a Terry como si éste acabara de sugerir que nos aficionáramos a la pederastia. «Ni hablar, voy a llevar a Jinty Carlops a su casa y después me voy a cenar a casa de mi madre. Tengo que mantenerme en forma, estoy entrenando, tenedlo en cuenta.»

Terry empezó a golpearse el pecho con el índice.

«Nosotros también, Birrell, para las vacaciones en Munich y la Fiesta de la Cerveza.»

Pero a Billy no le impresiona. «Bien, pues os dejo en ello. Os veré en el club de Carl mañana por la noche», suelta, yéndose hacia el coche. Entonces se volvió hacia mí y me guiñó el ojo. «Y tú tómatelo con calma, ¿vale, colega?»

Sonrío y le devuelvo un guiño forzado. «De acuerdo, Billy, hasta luego.»

Billy se mete en el coche, dejándonos solos a Terry y a mí. «Billy no pierde el tiempo, desde luego sabe ligar», se ríe Terry mientras Billy y la señora Carlops se marchan. «¿Al Wheatsheaf?», dice.

«Sí. Vale. No me vendría mal un trago», le digo. No me vendrían mal unos cuantos.

Nos vamos hacia el Wheatsheaf. Terry pide las cervezas y programa la sinfonola. Yo sigo aturdido, sólo puedo pensar en el dardo de mi ballesta reventándole la cabeza al cabrón de Polmont; después de que el sable de samurái la haya desprendido de sus hombros, claro está. Le enviaría el contenido metido en una caja a Doyle. Tú también puedes pringar, cacho cabrón. El poderío de que todo te la sude.

Entonces pensé en la cría. En mi madre. En Sheena. No, siempre hay algo que no te la suda.

Terry vuelve con un par de pintas de lager. Terry es un tío de puta madre, uno de los mejores. A veces se comporta como un capullo, pero no tiene mala intención. «¿Vas a quedarte ahí sentado en tu propio mundo?», me pregunta.

«Ese cabrón con mi cría… Él», digo, hirviendo de indignación. «… Y ella, la muy puta. Se merecen el uno al otro. Ya sé que se la tiraron montones de tíos, me lo advirtió todo quisque, se la ha metido todo el mundo, me decían. Pero no les escuché.»

Terry me mira con gesto grave, como si estuviera molesto. «Eso suena un poco machista, señor Galloway. ¿De qué va todo eso? ¿Qué pasa si a una tía le gustan las pollas? A nosotros nos gustan los chochos.»

Por un momento pensé que intentaba quedarse conmigo, pero no, habla en serio.

«Ya, pero yo me refería a cuando se suponía que estaba conmigo.»

Ante eso Terry no dice nada. Echa un vistazo y guipa a Alec entrando al pub. Le suelta un grito: «¡Alec…!»

Alec parece jodido. Camina encorvado mientras se acerca a nuestra mesa.

«¿A qué viene esa cara?», pregunta Terry.

«He ido a verla hoy…», dice hoscamente. «A Ethel», jadea en voz baja.

«Ah», suelta Terry.

Alec quiere decir que ha estado en el cementerio, o la capilla del eterno descanso, como la llaman en el crematorio. Ethel era su esposa, la mujer que murió en el incendio. Inhalación de humos. Eso fue hace siglos, la primera vez que lo vi. El hijo de Alec no le habla porque cree que fue culpa suya. Hay quien dice que fue Alec con la sartén, borracho, y otros que fue un fallo eléctrico. Independientemente de lo que fuera, fue un mal asunto para él y para ella.

«¿Qué queréis tomar?», le pregunta Terry primero a Alec y después a mí. Yo me encojo de hombros y Alec también. «Confía en mí para mezclarme con la gente más marchosa», suelta él.

PESADILLA EN ELM ROW

Mientras pensaba en coger el autobús hasta casa para relajarme un poco antes de que abriera el club de Carl, llevaba la cabeza como un bombo y la boca más seca que el coño de una monja. Mientras observaba cómo se separaban las farolas a medida que me iba acercando a ellas, me di cuenta de que estaba al lado del queo nuevo de Larry Wylie y me pregunté si querría que le pasara unos éxtasis. El portero automático está estropeado pero la puerta de la escalera está abierta. Mientras subo los escalones soy consciente de que el rollito del éxtasis empieza a apagarse y que sigo jodido por lo que bebí ayer.

El cabrón de Terry sabe beber, desde luego. Entrenamiento para el festival de la cerveza, dice. Pues el capullo ha seguido con dedicación un largo programa de entrenamiento, de unos quince años aproximadamente. Si Billy se dedicase al boxeo con la misma determinación, a estas alturas ya habría unificado en su persona el título mundial de todas las asociaciones.

Pulsé el timbre, sabiendo de antemano que iba a ser un error. Me dirijo automáticamente hacia el desastre; no puedo hacer una mierda al respecto. Lo peor ya ha pasado, el resto no son más que detalles.

¿A quién le importa un carajo?

Cuando por fin abrió la puerta, después de gritar desde detrás de ella «¿Quién es?», Larry estaba aún más mordaz de lo habitual.

«Gally», le dije.

Larry me miró apremiantemente, comprobando que no subía nadie más por la escalera detrás de mí. Al cabrón se le ve alteradísimo, desborda paranoia por todos lados de una forma tan palpable que podrías meterla entre dos rebanadas de pan. «Entra, rápido», me dice.

«¿Qué pasa?» Le hago la pregunta mientras me mete en su casa y cierra la puerta a mis espaldas, corriendo dos enormes cerrojos de tamaño industrial.

Señaló la habitación con el dedo. «Tengo montado un mogollón que te cagas», dijo gesticulando y mirando al vacío, con la mirada perdida. «Phil el Gordo, le he apuñalado», dijo con amargura.

Me entraron ganas de dar media vuelta allí mismo, pero había que atravesar demasiada ferralla y el estado de ánimo de Larry era evidentemente volátil, incluso medido con sus propios y horrendos criterios. Además, no tengo miedo, sólo curiosidad. Pero decidí que aquél no era el momento de preguntarle por qué había apuñalado a Phil. «¿Se encuentra bien?»

Por un segundo Larry me miró como si me estuviera sobrando, y después estalló en una enorme, hermosa y radiante sonrisa. «Y yo qué coño sé», soltó, pasando en un santiamén a la actitud de negocios. «¿Querías base de speed?», soltó con aire algo más que impaciente.

He venido aquí a vender, no a comprar. «Eh, sí, pero llevo unos buenos éxtasis encima, Larry…», le dije, pero el cabrón no me escuchaba.

Seguí a Larry hasta el cuarto de estar y después hasta la cocina a la que daba. Phil el Gordo estaba sentado ante la mesa de la cocina. Le saludé con una inclinación de la cabeza, pero tenía la mirada fija en la distancia, aparentemente centrado en algo. Llevaba un rollo de lencería para sábanas apretado contra el estómago. Estaba un poco ensangrentada, pero en realidad no estaba saturada ni nada de eso.

Larry estaba de lo más tenso y animoso. Me pregunté si iría de speed. «Y otra vez ya viene el do…», canturreó en plan Sonrisas y lágrimas, con satisfacción histriónica y los pulgares metidos en unos tirantes imaginarios. Después sacó unos vasos de un armario de la cocina, y después una botella de Jack Daniels, sirviendo dos grandes chupitos, uno para mí y otro para él. «¿Dónde está la puta Coca-Cola? ¿Eh?», dijo. Entonces gritó hacia la habitación de al lado: «¿QUIÉN HA COGIDO LA PUTA COCA-COLA?»

Escuché unos pasos procedentes de uno de los dormitorios y apareció Muriel Mathie con unas vendas y unas tijeras. Llevaba la camisa a cuadros de un tío que quizá fuera Larry, y me echó una mirada crispada mientras se acercaba a Phil.

«¿No queda Coca-Cola?», preguntó Larry, con una sonrisa desafiante en el rostro.

«No», suelta ella.

«¿Bajas a la gasolinera a por más?», urgió él. «Fuisteis vosotros los que os la bebisteis. ¿Cómo voy a ofrecerle algo de beber a mis invitados?»

Muriel se dio la vuelta, amenazando a Larry con las tijeras. La chica estaba completamente fuera de sí. «¡Ve tú a por ella! ¡Ya me tienes harta, Larry! ¡No pienso repetírtelo!»

Larry me miró con una sonrisa burlona. Extendió los brazos y mostró las palmas de las manos. «Sólo preguntaba por el estado de las existencias de Coca-Cola», dijo. «Tendrá que ser a palo seco, Gally. Chin, chin», brindó y ambos echamos un trago.

Sharon Forsyth salió del mismo dormitorio y echó un vistazo al panorama, más emocionada y pasmada que una aspirante a estrella que acabara de obtener un papel en una gran producción. «Esto es una locura… Hola, Andrew», dijo sonriéndome. Sharon llevaba una camiseta de algodón sin mangas de color verde botella. Le dejaba el ombligo al descubierto y se había hecho un piercing. Jamás había visto algo así antes. Quedaba guay, sexy, guarro. «Guapo, Sharon. Te queda muy sexy», le dije, señalándolo.

«¿Te gusta? A mí me parece de lo más chachi», dijo entre risitas. Su pelo tenía un aspecto grasiento y descuidado. No le iría mal lavárselo. A lo mejor me ofrezco para lavárselo si piensa subir al Fluid. Aunque a Carl no le gusta ver a esta peña por ahí. Los llama «elementos barriobajeros». Mucha jeta por su parte, aunque sólo sea una broma. A mí siempre me ha ido Sharon y me enrollé con ella cuando salí del trullo, el de verdad, hace unos años. Cuando estaba dentro sólo pensaba en el sexo, pero cuando salí, tenía montones de mierda en la cabeza por culpa de esa vacaburra de Gail y no se me levantaba. Pero Sharon nunca me hizo sentir mal por eso. Eso es lo que yo llamo una tía con clase. Parecía aceptar mi discurso de que la-cárcel-produce-ciertos-efectos-en-un tío.

«¿Dolió cuando te lo hicieron?»

«En realidad no, pero hay que mantenerlo limpio. Pero hace mucho que no nos vemos…, ven aquí.» Nos dimos un eufórico abrazo de pista de baile. Una chavala estupenda, Sharon, aunque notase la grasa de su pelo en la cara, obstruyéndome los poros. Me pregunto si Larry se la estará follando. Probablemente. Se está follando a Muriel, desde luego.

Vi a Muriel por encima de su hombro, atendiendo a Phil, lanzándole una mirada fugaz a Larry, que le devolvió una mirada desafiante como diciendo «¿qué?» antes de empezar a revolver en un cajón.

Mientras Sharon y yo rompimos nuestro abrazo Phil el Gordo gruñó algo. Respiraba con dificultad, y Muriel hablaba en voz baja consigo misma.

«Tengo un jaco cojonudo», sonrió Larry. «¿Quieres un chutecito?»

¿Jaco? Está de broma. «No, no es lo mío», le digo.

«No es eso lo que he oído», dijo, guiñándome un ojo.

«De eso hace bastante», le digo.

Sharon miró a Larry. «No nos dejarán entrar en un club si vamos hasta arriba de jaco, Larry.»

«Quedarse mirando las paredes es la nueva forma de salir de clubs. Lo dice en The Face», dijo Larry sonriendo maliciosamente.

Muriel intentó quitarle la camisa a Phil, pero él la apartó con la mano, movimiento que le causó más dolor que ella. Muriel persistía: «Has perdido mucha sangre, será mejor que te llevemos al hospital. Llamaré a una ambulancia.»

«No», jadeó Phil, «nada de hospitales ni de ambulancias.» Sudaba profusamente, sobre todo por la frente, formando gotas que le punteaban el rostro.

Larry hizo un gesto de asentimiento.

Aquélla era la clase de movida en donde todo el mundo oficial, incluso el más benigno de los servicios de urgencia, suscitaba una desconfianza instintiva. Nada de policía. Nada de ambulancias, aunque pudiese estar desangrándose. Parecía haber un poco más de sangre en la lencería ahora. Podía imaginarme a Phil el Gordo en una casa en llamas a punto de venirse abajo gritando: ¡Nada de bomberos!

«Pero tienes que hacerlo, lo tienes que hacer», dijo Muriel y entonces empezó a chillar, como si le estuviera dando un ataque de pánico, y Sharon fue a tranquilizarla.

«No te pongas histérica o podrías pegárselo a Phil…» Sharon se volvió hacia Phil, quien seguía mirando al vacío con la sábana pegada a la barriga. «… Perdona, Phil, pero ya sabes lo que quiero decir, si ella hace que parezca peor de lo que es, te preocuparás y entonces te subiría la presión sanguínea y sangrarías más rápido…»

Larry asintió con un gesto de aprobación. «¡Eso es! A ver si te aclaras, Muriel, lo único que vas a conseguir así es empeorar las cosas», bufó. Cogió sus herramientas y me hizo pasar a la otra habitación. «Estos capullos me revientan la cabeza. Hay gente que no tiene remedio», dice, como si fuera un asistente social con una gruesa agenda de trabajo que ya no da más de sí.

Había decidido que me apetecía un chute cuando me lo volvió a preguntar. No es que dijera que sí, sólo que no pude decir «no» o al menos decir «no» con convicción. El cuerpo parecía habérseme enfriado y los pensamientos se habían vuelto inconexos y abstractos. Fue un poco tonto, pues había pasado toda la noche de pedo con Terry y no estaba en el mejor estado para aquello.

Mientras Larry sacaba las herramientas y empezaba a preparar el material, yo iba a decir «yo me espero un poco», pero parecía completamente idiota y sin objeto.

Así que allí estaba, golpeándome una vena. Larry me arponeó. En cuanto la mandanga se apoderó de mi organismo, me desbordó por completo; perdí el control y me desvanecí.

Pensé que sólo había estado jodido unos minutos, pero Muriel me estaba sacudiendo y abofeteando y era evidente el alivio que sintió cuando empecé a volver en mí. Olí primero, y a continuación vi el vómito que tenía en el pecho. Larry estaba sentado viendo un vídeo de Jacky Chan. «Estoy rodeado de putos mariquitas», se carcajeó sin humor. «Encima me dices que eres capaz de aguantar la brown.»[28]

Intenté hablar, decir que había pasado mucho tiempo, pero en mi garganta notaba la tos amordazante de pota acerba y le hice un gesto a Muriel, quien tenía a su lado un vaso de agua. Sorbí, casi asfixiándome, pero no resultó incómodo, fue como una caricia lenta, suave y cálida en la garganta y los pulmones porque la mandanga estaba haciendo su tarea.

Sharon está sentada en el sofá pasando sus dedos entre mis cabellos, y después me masajeó el cuello como si estuviera puesto de éxtasis. «Eres un chico muy malo, Andrew Galloway. Nos tuviste a todos muy preocupados hace un ratito. ¿No es así, Larry?»

«Sí», gruñe Larry distraídamente, sin apartar la vista de la caja tonta.

Solté una pequeña carcajada ante la ocurrencia de que a Larry le preocupara cualquiera que no fuera él.

Debí de estar allí tirado más de una hora recobrando y perdiendo la conciencia mientras los dedos de Sharon me trabajaban el cuello y los hombros y la voz de Larry entraba y salía de mi radio de autonomía auditiva, como una señal entrante que aparecía y después se perdía.

«… esta mandanga es la mejor… podrías ganarte unas cuantas libras colocándola por ahí… todo dios está asustado con el sida pero si tienes cuidado no hay problema… mezcla el caballo y el speed… la base no, ojo, a la mierda con eso… Phil empezó a sobrarse… empezó a dejar caer nombres… odio cuando la gente empieza a soltar nombres creyendo que vas a arrugarte… habló de los Doyle… de la tal Catriona… le dije que yo conozco a Franco y a Lexo y tal, así que a mí no me vengas con los Doyle… entonces montó un número de mierda con el dinero… ni puta idea… no le pasa nada… creo que Muriel acabará sintiendo lástima por él y que así el muy tocino conseguirá tirársela…»

Sharon se levanta y vuelve cambiada de ropa, paseándose delante de mí como si fuera una modelo de pasarela. Lleva puestos un par de pantalones blancos ceñidos y un top a rayas blanco y negro. Consigo hacerle la señal de los pulgares para arriba. Se va hacia la cocina mientras Larry perora interminablemente acerca de sus atrocidades menores más recientes de una forma que resulta extrañamente tranquilizadora y reconfortante.

«… esa que estaba en Deacon’s… se cree que puede ir calentando pollas todo lo que quiera… pues a éste no… le colé un par de gelatinas de metadona para que se las bajara con el vodka y se apagó como una bombilla… je je je… todavía tengo las fotos… ahí detrás de la parada del autobús donde las tiendas; como esa guarra vuelva a pasarse de la raya…»

Y ya no importa. Eso es lo que tiene de hermoso. Nada importa una mierda.

«… el coño más apestoso del mundo… le dije: ¿Es que tú nunca te lavas el coño?… y tu colega, Gally, ese cabrón de Juice Terry… no me digas que no es un sobrao de mierda…»

Muriel entró gritando y Phil avanzaba dificultosamente detrás de ella. Llevaba la cara blanca de espanto y de pánico y se tambaleaba; ahora le chorreaba sangre sobre la sábana. «Voy a llevarle en coche al hospital», dijo ella.

Larry, para sorpresa mía, se levantó. «Vámonos. Mantengámonos juntos.» Después añadió canturreando: «Sabes que hicimos voto de amarnos el uno al otro para siempre…»

Yo hice un ademán de protesta, pero Larry me levantó y me puso en pie. «Quiero oír qué historia le cuentan a los del hospital…, asegurarme de que no haya choteo…», dijo arrastrando las palabras.

Nos metimos todos en el coche, que estaba aparcado en Montgomery Street; Sharon conducía y Phil iba en el asiento del copiloto; el resto íbamos detrás. Larry estaba jodido, se había metido otro chute antes de salir de casa e iba a la deriva. «No digáis nada, ojo…», dijo antes de desvanecerse.

«Intenta apartarte todo lo que puedas de las calles principales, Sharon», dijo Muriel, agarrando uno de los Bartholomew’s Edinburgh City Plan, «no queremos que nos paren con estos dos hasta arriba de jaco.»

Mientras Sharon arrancaba el coche Phil empezó por primera vez a dar muestras del pánico que sentía. «¡ESE CABRÓN DE WYLIE!», gritó. «¡NO PUEDO CREER QUE LO HICIERA!»

Yo me encontraba en ese estado en el que no sabía si lo decía o sólo lo pensaba, «Créetelo.»

«¡NO PUE…!» Phil farfulló las últimas palabras. Se dio media vuelta en el asiento y estrelló su voluminoso puño contra la cara de Larry. Larry se despertó diciendo: «De qué va todo esto», en una especie de súplica de tono nasal.

Muriel echó a Phil hacia atrás y le cogió por los hombros. «Phil, hostia puta, estate quieto, estás perdiendo sangre», le suplicó.

«Esto es una locura total», dijo Sharon.

«Intenta estarte quieto, Phil», imploró Muriel. «Llegaremos enseguida. Y recuerda. No puedes delatar a Larry.»

«No he delatado a nadie en mi vida», chilló Phil, «pero él…, el cabrón…» Phil se volvió en el asiento otra vez y trató de agredir otra vez a Larry, que se limitó a decir: «Venga, ya vale…» y se rió.

Pero Phil empezaba a superar la impresión de la puñalada. Estaba furioso con Larry. Volvió a darse la vuelta y le martilleó la jeta. Larry se retorció como un muñeco de trapo; su cabeza restalló hacia atrás por el impacto del golpe. Parecía uno de aquellos perros que mueven la cabeza en la parte de atrás de los coches. «Vale, Phil…, ya está bien…», dijo Muriel, casi al mismo tiempo. Yo me empecé a reír. A Larry se le estaba hinchando el ojo, que parecía un trozo de fruta podrida.

«SOBRAO… CABRÓN…», chillaba Phil, y Sharon hizo OHHH, cuando más sangre, sangre de verdad, empezó a caerle sobre el regazo a Phil. Justo cuando llegamos a Urgencias, Phil se derrumbó sobre Sharon. Ella detuvo el coche a cincuenta metros del patio delantero. Muriel no podía levantarle, así que salió del coche y cruzó el asfalto a la carrera. Larry, aturdido, cayó en mi regazo. «Una mierda estupenda, Gally…, todo hay que decirlo», murmuró, mirándome con su cara de perdido.

Los tíos de la ambulancia salieron inmediatamente y sacaron a Phil del coche y se lo llevaron. Les costó un huevo subirle del suelo a la camilla, incluso con las patas plegadas. Le di un grito a Muriel y se vino hacia acá, apartando a un enfermero que indicaba la mesa.

Se puso delante, al lado de Sharon, que dio marcha atrás hábilmente y nos largamos. «¿Adónde vamos?», preguntó ella.

«A la playa», sugerí. «A Portobello.»

«Yo quiero ir de clubs», suelta Sharon.

«Por mí bien», dije yo, recordando que quería colocar unas pastillas en el club de Carl Ewart, para aprovisionarme con algo de pasta para lo de Munich.

«Esta noche no conseguiremos entrar en ningún club», se mofó Muriel.

«Sí, en el Fluid, el club de mi colega, el Fluid, allí nos dejarán entrar», dije yo arrastrando las palabras.

Larry todavía lleva la cabeza en mi regazo. Me miró y saludó levantando un puño cerrado. «¡Clublandiaaa!…», jadeó ruidosamente.

LIMITACIONES

Larry no consiguió llegar más allá de los seguratas de la puerta y Muriel le llevó a casa. Nos dejaron entrar a Sharon y a mí, y sólo porque soy amigo de Carl y ella iba conmigo. Yo estaba hecho polvo y en realidad no me importaba demasiado lo del club. Billy estuvo hablándome un rato, y creo que Terry dijo algo acerca de la Fiesta de la Cerveza. Sharon me llevó a casa. Recuerdo que me metió en la cama y que después se metió ella. Por la noche me empalmé y casi ni me fijé. Ella debió sentirlo, porque se despertó y empezó a jugar con ella, y después me pidió que me la follara.

Cuando empezó a darme besos con lengua pensé por un rato que yo era otra persona. Entonces recordé exactamente quién era. Le dije que no podía, que no era cosa de ella, que era yo. No había ningún condón y simplemente no podía hacerlo. Ella se mantuvo abrazada a mí con fuerza, mientras yo le decía que andaba por ahí con basura, y que ahí me incluía a mí mismo; le dije que ella era mejor que todo eso y que debería poner un poco de orden en su vida.

Ella apartó su cara sudorosa de la mía y entonces pude enfocarla. «No pasa nada…, no importa. Lo adiviné más o menos. Pensé que lo sabías: a mí me pasa lo mismo», me dijo con una sonrisilla traviesa.

No había temor en sus ojos. Ninguno. Era como si estuviera hablando de formar parte de la puta masonería o algo así. Me dejó acojonado. Me levanté, me metí en el cuarto de estar y me senté en la silla con las piernas cruzadas; me quedé mirando la ballesta que estaba colgada en la pared.

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