Cola

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4. Aproximadamente 2000: Ambiente festival » Edimburgo, Escocia: 6.21 de la tarde

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Terry se estremeció por dentro. Jamás había creído que la confesión fuera beneficiosa para el alma. El haber madurado en las salas de interrogatorio de la policía le había enseñado que mantener un hermético silencio era la mejor política. Cuando se trataba del mundo oficial uno siempre llevaba las de perder. Lo que había que hacer era no soltarles una mierda, y eso sólo si te la sacaban a hostias.

Pero algo pasaba; las piezas de las circunstancias de la muerte de Gally empezaban a encajar.

A Terry la cabeza le daba vueltas.

Mirando a Carl y después a Billy, dijo con calma: «Yo me acerqué a casa de Polmont aquella noche con Gally.»

Billy le lanzó una mirada a Carl, y ambos miraron a Terry. Aclarándose la garganta, Terry continuó: «No sabía que se había puesto en contacto contigo primero, Billy. Debió de ser después de que le dijeras que lo dejara. Fuimos a echar un trago, y traté de convencerle de que no hiciera nada. Sólo nos tomamos un par, ahí en el Wheatsheaf, pero yo sabía que Gally estaba decidido a enfrentarse a McMurray. Yo quería estar allí porque…»

«Querías apoyar a tu amigo», dijo Carl, rematando la frase y mirando fríamente a Billy.

«¿Apoyar a mi amigo? ¡Ja!», dijo Terry con una risotada amarga y lágrimas en los ojos. «¡A mi amigo le di por culo!»

«¿Qué dices, Terry?», gritó Carl, «¡fuiste allí a apoyarle!»

«¡Cállate, Carl! ¡Baja de las nubes! Fui allí porque quería oír lo que esos dos iban a decirse, porque… porque había cosas que no quería que McMurray le dijese a Gally…, si le contaba a Gally… no habría podido soportarlo.»

«Maldito… asqueroso…», resollaba Billy. Carl le puso la mano en el hombro.

«Cálmate, Billy, escucha lo que está diciendo Terry.»

«Había rollos entre Gail y yo», carraspeó Terry. «McMurray y ella cortaron porque yo…, pero llevábamos años en ese plan. No quería que Gally lo supiera. ¡Gally era mi amigo!»

«Eso tendrías que haberlo pensado cuando te follabas a su mujer cada vez que volvía la espalda, so cabrón», le espetó Billy.

Terry levantó la cabeza hacia el cielo. Parecía experimentar un dolor inmenso.

«Escucha», le suplicó Carl a Billy. «Terry», le instó.

Pero ahora Terry ya no podía parar. Habría sido como tratar de reintroducir pasta de dientes en un tubo. «Gally cogió la ballesta y la envolvió en una bolsa de basura negra. Iba a acabar con McMurray. Quiero decir acabar con él de verdad. Era como si nada más le importara. Como si no tuviera nada que perder.»

Carl tragó con fuerza. Le había dicho a Gally que jamás le contaría a nadie lo del sida.

«Desde luego», tosió Terry, «Gally había cambiado. Algo se le había roto por dentro. ¿Os acordáis de cómo estuvo en Munich? Aquella noche estaba peor, estaba desquiciado que te cagas», dijo dándose un golpecito con el dedo en la cabeza. «Según veía él las cosas, McMurray le quitó la libertad, la mujer y la cría. Hizo que le hiciera daño a la cría. Intenté convencerlo para que no lo hiciera», dijo Terry, gimiendo ahora, «pero ¿sabéis una cosa? ¿Sabéis qué clase de cabrón soy? Una parte de mí pensaba que si va y se carga a McMurray, entonces estupendo. Sería un puntazo.»

Billy apartó la mirada.

Terry apretó los dientes. Clavó las uñas y rascó la pintura verde del banco. «¿Sabéis en qué estado estaba entonces? ¿Os acordáis del estado de ánimo de aquel pobre cabrón? Nosotros, chavales empanaos, estábamos de broma y de copas, mientras el pobre cabrón se volvía loco… por mi culpa.»

Carl cerró los ojos y levantó la mano. «Por culpa de Polmont, Terry. Ella no le dejó por ti, fue por Polmont. Acuérdate. No estuvo bien lo que tú hiciste, pero ella no le dejó porque tú te la estuvieras follando. Le dejó por Polmont.»

«Eso es, Terry, mantén la perspectiva», dijo Billy, estirándose y tirándole de la manga, y apartando la vista antes de preguntar: «¿Qué pasó allí, colega?»

«Lo curioso», empezó Terry, «es que pensamos que tendríamos que echar la puerta abajo. Pero no, Polmont abrió sin más y nos dejó pasar. Como si nos estuviera esperando. “Ah, sois vosotros”, nos soltó. “Adelante.”

»Nosotros nos quedamos mirándonos el uno al otro. Yo esperaba que estuvieran allí los Doyle, esperaba que aquello fuera alguna clase de trampa. Como una gran emboscada o algo así. Gally se quedó de piedra. Le cogí la bolsa de basura. Dame eso, le dije.

»Polmont…, eh, McMurray, estaba solo en la cocina, haciendo café. Tranquilo que te cagas; ni siquiera tranquilo, más bien resignado. “Me alegro de que os acercarais”, nos dijo. “Ya era hora de que aclaráramos todo esto”, soltó, pero mirándome más a mí que a Gally.

»Gally me miró a mí, totalmente perplejo. Aquello no era lo que él esperaba. No era lo que esperaba yo. Me estaba cagando. Era la sensación de culpa, pero también era algo más que eso. Era la idea de que Gally me odiara, que dejáramos de ser amigos. Él empezaba a coscarse de que algo pasaba.

»Entonces McMurray le miró. “Cumpliste condena por algo que hice yo y nunca te chotaste”, le dijo a Gally. “Después me lié con tu tía…”

»Gally le miró; se quedó ahí lanzándole miradas encendidas, conmocionado. Era como si el tío le hubiese quitado las palabras de la boca, como si le hubiera robado el discurso.

»Pero Polmont no se regodeaba, era más bien como si tratara de explicarse. Pero yo no quería que se explicara. Quería taparle la boca. Pero empezó con que si su madre, hablándole a Gally de aquella noche hacía todos esos años, en la puerta del Clouds. Su madre había muerto algún tiempo antes, ese mismo año, dijo. De cáncer. Sólo tenía treinta y ocho años. A ver, dijo Terry, que yo tendré esa edad el año que viene. Pero no paraba de rajar al respecto. Nos dijo que se fue de la olla. Que había perdido los papeles. Que no le importaba una mierda nadie…, que era un chavalín…

»Y por fin habló Gally y dijo: “Cumplí condena por tu culpa. ¡Mi mujer y mi hija están contigo!”, chilló dolorido.

»“Tu mujer no está conmigo. Se ha largado. Se llevó a la cría”, dice, mirándome a mí a los ojos.

»Gally le suelta: “¿Qué me dices…?”

»Yo agité la bolsa de basura. “Te está vacilando, Gally”, le dije. “¡Te está vacilando a tope! ¡Cárgatelo!”

»Polmont pasó de mí y se volvió hacia Gally. “Yo la quería. Era una arpía, pero la quería. La sigo queriendo. También quiero a la chiquilla, es una cría estupenda. La quiero como si fuera mía…”

»Aquello sacó a Gally de sus casillas. “¡No es tuya!” Dio un paso adelante.»

Terry se detuvo y tragó con fuerza. Carl empezó a temblar, llevándose las manos a la cabeza. Más que mirar a Terry, Billy le escrutaba, tratando de verle el alma, tratando de ver la verdad.

Terry respiró hondo. Las manos le temblaban. «Polmont iba a decirlo entonces, sabía lo que le iba a decir a Gally delante de mí. ¡Puede que no, no lo sé! ¡No lo sabía! No sé si quise asustarle o cerrarle el pico o si fue un accidente, pero le apunté con la ballesta y con el dedo en el gatillo. No sé si se disparó sola o disparé yo, y sigo sin saber si fue queriendo o no, sólo noté una ligera presión.»

Billy intentaba desmadejar aquello. ¿Qué era lo que McMurray iba a decirle a Gally? Sin duda que Gail le había dejado por Terry. Seguro que era eso. O que Terry había estado follándose a Gail durante años. Cuando se casaron, Carl fue el testigo. Billy se acordaba de su discurso. Dijo que Terry tendría que haber sido el testigo, porque fue él el que había juntado a Gail y Gally. Terry.

Las palabras que había empleado fueron: Terry fue Cupido.

«Ay, joder», dijo Terry, tragando aire y continuando en un tono de voz débil y quejumbroso. «Se oyó un ruido siseante y el dardo salió disparado de la bolsa. Se le clavó directamente en el cuello. No gritó, sólo se tambaleó e hizo un ruidito como de ahogo. Gally se apartó. Polmont se llevó las manos a la garganta, después cayó de rodillas y la sangre salió a chorros sobre el suelo de la cocina.

»Gally estaba pasmado. Le cogí del brazo y le saqué por la puerta. Nos largamos. Limpié la ballesta, la rompí en varios trozos y la tiré al mar en Gullane.»

Juice Terry Lawson hizo una pausa, notando cómo una leve sonrisa se esbozaba en sus labios al acordarse de Gullane, y le lanzó una breve mirada a Billy, que permaneció inexpresivo. De modo que Terry prosiguió. «Paramos por el camino y Gally llamó a una ambulancia para Polmont. Eso le salvó la vida. ¡Lo hizo Gally! ¡Le salvó la vida! ¡Todo dios pensaba que él le había disparado a Polmont pero fui yo! ¡Fui yo! Él le salvó la vida. Yo habría dejado morir desangrado a ese cabrón. El dardo le dio en la nuez; no le alcanzó ni la columna, ni la carótida ni la yugular. ¡Pero si por mí hubiera sido se habría asfixiado con su propia sangre! Llegó la ambulancia y le subieron y le hicieron una intervención de urgencia. Le destrozó la laringe, y ahora lleva en la garganta uno de esos cacharros robot que se pulsan. Pero nunca dijo nada, el tío nunca se choto. Después de morir Gally, pensé que lo haría.»

Carl miró a Terry. «El cabrón no podía hablar para chotar a nadie.» Soltó una extraña risa forzada.

Sin embargo, aquello no consoló a Terry. «Gally saltó porque sabía lo mío con Gail… y al morir se llevó la culpa con él, lo que evitó que los Doyle fueran por mí… ¡Yo le disparé a Polmont, y yo maté a Gally!»

Carl era el único que sabía que Gally era seropositivo. Gally le había hecho jurar que no lo contaría. Pero lo habría entendido. Estaba seguro de que Gally lo habría entendido. «Escucha, Terry; tú también, Billy. Tengo algo importante que contaros. Gally era seropositivo. Por el jaco. Solía chutarse con Matty Connell y toda la peña esa de Leith, unos tíos que llevan años muertos.»

«Eso es un pasote, es…», dijo Billy, tratando de asimilarlo.

Terry permaneció en silencio.

«Sólo lo hizo porque estaba hecho polvo por lo de Gail, Polmont y la cría, Terry», dijo Carl. Levantó la voz. «¡Terry! ¿Me escuchas, joder?»

«Sí», dijo Terry mansamente.

«Así que fue Polmont el que le dejó hecho polvo al privar al pobre cabrón de su libertad», dijo con los ojos enrojecidos. «A ver, que siento lo de su madre, y lo digo de verdad, porque acabo de… mi padre. Pero un error no quita otro, y no tenía ningún derecho a hacerle eso a Gally.»

Billy le despeinó los rizos a Terry. «Perdona por haberte hecho pasar un mal rato antes.» Aquello dejó atónito a Terry, pese a su abatimiento. Sin embargo, meditó Terry, en realidad ahora no le conocía. Habían pasado siglos. ¿Cuánto podía uno llegar a cambiar? «Hiciste lo correcto, Terry», añadió Billy. «Puede que lo hicieras por los motivos equivocados, pero aun así hiciste lo correcto, le apoyaste, como debí haber hecho yo.»

«No», dijo Terry estremeciéndose. «Si hubiera impedido que fuera, ahora estaría aquí…»

«O si lo hubiera hecho yo, cuando me lo pidió antes», dijo Billy.

«Eso no son más que chorradas», dijo Carl, «no habría supuesto ninguna diferencia. Gally se suicidó porque estaba hecho polvo por lo que le pasó con Polmont y Gail. Nunca supo lo tuyo con Gail y fuiste lo bastante buen colega como para intentar ahorrárselo. Te expusiste a que los Doyle te dejaran para el arrastre y a una larga pena por agresión o algo peor, sólo para impedir que Gally lo supiera. Pero lo del sida fue la gota que colmó el vaso. Se habría suicidado de todas maneras.»

«Todo esto a cuento de que Polmont rajara a aquel chaval», dijo Billy.

«¿Cuánto quieres remontarte? ¿Debería Gally haber sacado la navaja en la puerta del Clouds

«Es culpa mía. Viene a cuento de que soy incapaz de guardarme la puta polla en los pantalones», dijo Terry con abatimiento.

Carl sonrió. «Mira, Terry, tú y Gail estabais metidos en un rollo de folleteo. Pues qué bien. Nunca se logrará que la gente deje de querer follar. Siempre ha sucedido y siempre sucederá. No se puede evitar. Andar por ahí surtido es algo que sí se puede evitar. Gally se suicidó porque era seropositivo. Fue su decisión. No habría sido la mía, pero sí fue la suya.»

Fue culpa de Polmont, consideró Carl. Pensó en su padre, en la influencia que había ejercido sobre Gally mientras crecía. Las reglas: no chotar jamás. No, a la porra con ésa. Pero ahí está el problema con los códigos morales, todo el mundo tiene que asumir el mismo para que la cosa funcione. Si unos cuantos se lo pasaban por el forro y se salían con la suya, todo se venía abajo.

Billy se acordaba de aquella vez en que estuvo con los Doyle en la fábrica de cables. En cómo Doyle le había preguntado a Gally por el fútbol unos sábados más tarde, y en lo ansioso que había estado el chaval por impresionarle. En cómo aquello había llevado a lo del Clouds cuando Doyle se estaba pegando con el tío aquel. ¿Qué era lo que había salido de aquello? ¿Todo esto? ¿Seguro? La vida tenía que ser algo más que una serie de misterios irresolubles. Sin duda teníamos derecho a unas cuantas respuestas.

A Carl Ewart el mundo le parecía más brutal e incierto que nunca. La civilización no erradicaba el salvajismo y la crueldad, sólo daba la impresión de volverlos menos escabrosos y teatrales. Las grandes injusticias seguían produciéndose y lo único que la sociedad hacía al respecto era encubrir las relaciones causa-efecto, levantando a su alrededor una cortina de humo hecha de sandeces y bagatelas. Los pensamientos, entre opacos y diáfanos, se agolpaban en su cerebro sobrecargado.

Billy tenía que telefonear a Fabienne a Niza. Iría para allá la semana entrante, a relajarse un poco en la Costa Azul. Había estado trabajando demasiado duro, cargándose con demasiadas responsabilidades. Algún día se independizaría de Gillfillan y Power; siempre había sido su meta y nunca cejaba en sus esfuerzos por conseguirlo. Pero cuando veía a la gente de la cuerda de Duncan Ewart, o cuando pensaba en el desgaste que los años producían sobre sus propios padres, pensaba que bueno, en fin, son cuatro días.

«¿Cómo va… eh… lo de tu tiroides, Billy?», preguntó Carl.

«Muy bien», dijo Billy, «pero tengo que tomar tiroxina. Cuando me olvido y tomo demasiada, parece que vaya de speed.»

Terry quería hablar un poco más. Billy tenía una novia francesa, había dicho Rab. Carl tenía una chavala en Australia, neozelandesa. Quería saber algo acerca de ellas. Había tantas cosas de las que hablar. Más tarde vería a Lisa. Era estupendo volver a ver a Carl, pese a la terrible circunstancia de lo del pobre Duncan.

Y pensar en la ojeriza que le había cogido a Carl tras la muerte de Gally. Había malinterpretado las cosas, pensando que lo que quería Carl era ponerse en plan «tomémonos un éxtasis y digámonos lo mucho que echamos de menos y queríamos a Gally»; pensó que sólo quería rebajar su recuerdo. Pero no era eso. Nunca lo había sido.

Carl pensaba en aquello. El recuerdo de Gally parecía asomarse a la realidad y desaparecer, como él cuando iba en el avión. Morbosamente, veía aquello como signo seguro de que la muerte iba estrechando su cerco. Lo había visto en los ojos de su padre. Iba a cortarse un poco con las drogas y ponerse en forma. Era un hombre de mediana edad, había cumplido ya la mitad de los catorce lustros estipulados; ya no era un niño.

«¿Os puedo invitar a una copa, chicos?», preguntó Terry.

Billy miró a Carl, enarcando un poco las cejas.

«No me vendría mal una cerveza, pero sólo un par, ¿eh, chicos? Estoy hiperjodido y debería volver con mi madre», dijo Carl.

«Mi vieja está con ella, Carl, y tu tía Avril también. Estará perfectamente durante un rato», dijo Billy.

«¿Vamos al Wheatsheaf?», sugirió Terry. Asintieron. Terry miró a Billy. «¿Sabes una cosa, Billy? Ya nunca dices “mal rollo”. Antes lo decías a todas horas.»

Billy meditó acerca de aquello, y después sacudió la cabeza para negar. «No recuerdo haberlo dicho nunca. Solía decir mucho “pasote”. Y sigo haciéndolo.»

Terry apeló a Carl. Éste se encogió de hombros. «Yo no recuerdo que ninguno dijéramos “mal rollo”. A veces Billy decía “alucinante”, de eso sí me acuerdo.»

«A lo mejor pensaba en eso», asintió Terry.

Cruzaron el parque; tres hombres, tres hombres de mediana edad. A uno se le veía un tanto regordete, al otro musculoso y atlético y al último delgado y vestido con una ropa que alguna gente habría considerado un tanto juvenil para él. No se decían gran cosa, pero daban la impresión de estar muy unidos.

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