Cola

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4. Aproximadamente 2000: Ambiente festival » Edimburgo, Escocia: Miércoles, 11.14 de la mañana

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EDIMBURGO, ESCOCIA
Miércoles, 11.14 de la mañana

POST MADRE, POST ALEC

Terry tenía problemas. Graves problemas. Siempre había tenido una mujer que le cuidase. Ahora su madre se había marchado. Su madre había hecho lo mismo que su mujer. Y ella seguía siendo amiga de su ex, por el bien de su nieto Jason, o al menos eso es lo que la vieja pelleja siempre decía. Pero probablemente habría hablado de todo el asunto con Lucy, las dos conspirando contra él y apoyadas por el enorme gilipollas con el que se había juntado Lucy. Si tuviera que ser sincero consigo mismo tendría que reconocer que nunca había tomado aquella relación en serio. No era más que un polvo con una tía elegante que sabía arreglarse para salir por las noches. Duró un año, aproximadamente un año más de lo que habría durado de no haber aparecido el crío. Vivian era diferente. Era una joyita y él la había tratado como una mierda. La única novia duradera que había tenido. Tres años. La quería, pero la trataba como una mierda y ella siempre le perdonaba. La quería y la respetaba lo suficiente para darse cuenta de que él era mercancía en mal estado: lo suficiente como para dejarla, para dejarla seguir adelante sin él. Tras la noche del puente, él se había apartado del buen camino. Nah, pero ¿qué decía? Él jamás había estado en el buen camino.

Hubo otras cohabitaciones anecdóticas y de corta duración. Una serie de mujeres le había acogido esporádicamente, hasta que se daban cuenta de que los problemas que les habían conducido al empleo del Valium, el Prozac y otros tranquilizantes palidecían de insignificancia en comparación con el nuevo statu quo. En la imaginación de Terry, sus rostros se fusionaban en un solo y vago mohín de desaprobación. No tardaban nada en ponerse las pilas y echarle, devolviéndole a casa de su madre. Pero ahora su madre había desaparecido. Terry meditó acerca de las repercusiones de todo aquello. A todos los efectos prácticos, había sido abandonado. Por su propia madre. ¿Qué les pasaba a las mujeres? ¿Cuál era su problema? Pero a Terry no le habían abandonado del todo. Sonó el teléfono, era su viejo colega Post Alec.

«Terry…», dijo Alec con voz ronca por el auricular. Terry conocía a Alec lo suficiente como para reconocer una resaca fenomenal. Por descontado que aquello no requería grandes poderes de deducción, pues Alec sólo tenía dos modalidades de funcionamiento: bolinga y resacoso. En realidad, la continuidad de la existencia de Alec en este planeta durante los cinco últimos años había supuesto un gran revés para las ciencias de la fisiología y la medicina. A Alec le habían adjudicado el apodo de «Post» a causa de un breve período de ocupación legal en el Servicio Real de Correos.

«¿Qué pasa, Alec? Los cuatro jinetes del Apocalipsis pisándote los talones otra vez, colega, ¿es eso?»

«Ojalá no hubiera más que cuatro de esos cabrones», se quejó Alec. «Tengo la cabeza a punto de reventar. Escucha, Terry, necesito que me eches una manita con un curro. Legal y tal», añadió casi en tono de disculpa.

«Vete a la mierda», dijo Terry con incredulidad, «¿cuándo en la vida has hecho tú algo legal, vejestorio oportunista?»

«En serio», protestó Alec, «pásate por Ryrie’s dentro de media hora.»

Terry fue a cambiarse de ropa. Mientras subía a su dormitorio por las escaleras, evaluaba el estado de la casa. Tendría que pagar el alquiler, lo cual no sólo era un rollo, sino un agobio de primera. Con todo, cabía la posibilidad de que la vieja recapacitara.

Efectuando una rápida inspección del piso, Terry llegó a la conclusión de que las ventanas modulares instaladas por el ayuntamiento habían supuesto una gran diferencia. Ahora se estaba mucho más calentito y más tranquilo. Eso sí, había una mancha de humedad que seguía atravesando el alféizar; vinieron a hacerle un apaño un par de veces y se lo habían currado, pero seguía reapareciendo. Aquello le recordaba a Alec. Tenía que reconocer que el piso necesitaba que lo pintaran y empapelaran. Su habitación estaba hecha un caos. El póster de la tenista rascándose el culo y el de la tía desnuda que traza el perfil de Freud, «en qué piensan los hombres». Había uno de Debbie Harry de finales de los setenta o comienzos de los ochenta, y uno de Madonna unos años más tarde. Ahora tenía uno de los All Saints. Eran unos polvetes. Las Spice Girls eran iguales que las tías que podrías encontrarte en Lord Tom’s o cualquier mercado de ganado de Lothian Road. En la pared lo que interesaba tener era el tipo de tías inaccesible y de categoría. Terry sólo compraba revistas pornográficas cuando en una de ellas posaba desnuda una estrella inaccesible.

EL BALMORAL

La delgada joven sentada con las piernas cruzadas sobre la cama de la habitación del hotel parecía tensa y pálida cuando interrumpió la lectura de una revista para encender un cigarrillo. Levantó la vista, vagamente distraída, y soltó un aro de humo mientras contemplaba el entorno. Sólo era una habitación más. Levantándose para asomarse a la ventana, vio un castillo descollando sobre ella desde lo alto de una colina. Aunque aquello ya de por sí resultaba desusado, seguía sin impresionarla. Para ella, la vista panorámica ofrecida por la ventana había adquirido el mismo aspecto soso y monótono que uno de los cuadros de la pared. «Otra ciudad», musitó.

Llamaron rítmica e íntimamente a la puerta y entró un hombre fornido. Llevaba el pelo cortado al rape y unas gafas de montura plateada.

«¿Te encuentras bien, cariño?», inquirió.

«Supongo.»

«Tendríamos que llamar a Taylor e ir a cenar.»

«No tengo hambre.»

Sobre aquella inmensa cama parecía tan pequeña, pensó aquel hombre, concentrándose en sus brazos desnudos. No tenían apenas carne y el mero hecho de contemplar su escasez hacía que sus propias y abundantes carnes se estremecieran. Su rostro era una calavera con la piel estirada sobre ella como si de un plástico se tratara. Al estirarse ella para echar la ceniza de su cigarrillo en el cenicero, pensó en la vez en que se la había follado, sólo una vez, hacía muchísimos años. Ella había dado la impresión de estar distraída y no logró llegar al orgasmo. Él fue incapaz de suscitar en ella pasión alguna y después del acontecimiento él se sintió como un lamentable sujeto dependiente de la beneficencia después de recibir una dádiva. Un maldito insulto, pero fue culpa suya por intentar mezclar los negocios y el placer, y no es que hubiese experimentado mucho de este último.

Todo empezó aproximadamente en aquella época, el puñetero problema este de la comida. Franklin se detuvo por un momento, tenso, consciente de que estaba a punto de volver a pasar por la misma escena por la que había pasado tantas veces antes y que siempre resultaba de una futilidad absoluta.

«Mira, Kathryn, ya sabes lo que dijo el médico. Tienes que comer. De lo contrario, te quedarás seca…» Se detuvo, evitando decir «como la mojama». No parecía correcto.

Ella levantó brevemente la vista para observarle antes de apartar su mirada vacía. Cuando había cierta luz, su semblante parecía ya una mascarilla mortuoria. Franklin notó el familiar reflujo de la resignación. «Voy a llamar al servicio de habitaciones…» Levantó el auricular y pidió un sándwich de dos pisos y una cafetera llena.

«Pensaba que Taylor y tú ibais a salir a cenar por ahí», dijo Kathryn.

«Es para ti», le dijo él, tratando de disimular el enojo de su tono de voz con una capa de apaciguamiento tranquilizador y fracasando por completo.

«No me apetece.»

«Inténtalo, nena, ¿quieres? Inténtalo por mí», imploró él, señalándose a sí mismo.

Pero Kathryn Joyner estaba a muchos kilómetros de distancia. Apenas se dio cuenta cuando su viejo amigo y mánager Mitchell Franklin Delaney Jr. abandonó la habitación.

SACÁOSLAS PARA QUE LAS VEAN LAS CHICAS

«Sacáoslas para que las vean las chicas», les gritó Lisa a los dos jóvenes con pinta de estudiantes con los que se cruzó en los pasillos del tren. Uno de ellos se puso colorado, pero el otro respondió con una sonrisa. Angie y Shelagh se rieron en voz baja mientras sus víctimas se metían en el compartimiento de al lado. Charlene, más joven que las otras tres, que tenían veintitantos, esbozó una sonrisa forzada. Siempre estaban bromeando acerca de la «Pequeña Charlene» y de la influencia corruptora que ejercían sobre ella. Charlene opinaba que ellas ejercerían una influencia corruptora sobre cualquiera.

«No son más que unos putos críos», dijo Angie sacudiendo la cabeza y echando hacia atrás un mechón de sus rizos castaños. Aquella enorme y redondeada cara, cubierta de maquillaje, aquellas grandes manos con extensiones de uñas rojigualdas e inverosímilmente largas que se había hecho en Ibiza. Hacía que Charlene se sintiese como una cría, y había ocasiones en las que sentía ganas de acurrucarse entre la seguridad de aquellos inmensos pechos que parecían llegar a una habitación unos diez minutos antes que su amiga entrase en ella.

Lisa se incorporó mientras Angie y Shelagh tocaban a rebato. «No iréis detrás de esos capullines, ¿verdad? Eres una puta asaltacunas, guapa», se burló Shelagh.

Shelagh, alta y desgarbada, rubia oxigenada con cabellos cortos y en punta, tan delgados y delicados como el resto de su cuerpo. Comía y bebía como un pez y aun así tenía una percha delgadísima. Juraba y maldecía y bebía tanto que dejaba atrás a los chicos más lanzados. A Angie no le gustaba el modo en que las demás eran capaces de comer y beber cualquier cosa, en tanto que a ella le bastaba con mirar una bolsa de patatas fritas para que lo notara en cuanto se subiese a una balanza.

«Y una mierda», dijo Lisa, pero sumando un gesto ladino de asentimiento, añadió: «Sólo pensaba ir a echar un pitillo a los servicios», y se alejó con movimientos exagerados, parodiando a una modelo de pasarela. Lanzó una rápida mirada a sus amigas a la espera de su reacción, maravillándose ante sus morenos mediterráneos, ante el buen aspecto que le proporcionaban a una y lo bien que le hacían sentir. Valía la pena correr el riesgo de contraer un cáncer de piel, valía la pena pasarse la mediana edad con aspecto de ciruela pasa. Ya nos preocuparemos del mañana cuando llegue.

Angie le guiñó un ojo a Charlene. «Ya, querrás decir más bien que vas a ponerte un poco de lápiz de labios», gritó a espaldas de Lisa. Volviéndose hacia Shelagh y Charlene, preguntó: «¿Creéis que esa guarra habrá ido a echar una meada?»

«Sí, y pasará largo rato hasta que regrese a tierra después de lo de Ibiza. Guarra asquerosa», se rió Shelagh.

Charlene sintió una pequeña punzada en el pecho ante la idea de que todo estaba acabando. No tanto por el final de las vacaciones o siquiera por la vuelta al trabajo: habría abundantes historias que contar para que resultara soportable durante un tiempo. Era por el hecho de que ya no estarían juntas todos los días. Lo iba a echar de menos y a ellas también. Sobre todo a Lisa. Lo curioso era que Charlene la conocía desde hacía siglos. Habían trabajado juntas en el Departamento de Transportes del Servicio Civil. En aquel entonces, Lisa nunca le hablaba y Charlene supuso que era demasiado joven y demasiado poco enrollada para ella. Pero entonces Lisa dejó el trabajo y se marchó a la India. Sólo después de volver a Edimburgo el año pasado, cuando Charlene se había asociado con Angie y Shelagh, las viejas amigas de Lisa, se hicieron amigas. Charlene pensó que quizá Lisa encontrara difícil aceptarla. Sucedió lo contrario, y rápidamente se convirtieron en íntimas amigas. Menuda máquina era Lisa. «Sí, dijo que le apetecía salir esta noche, porque estamos de festival», dijo Charlene.

«Que le den, yo me voy a la cama», dijo Shelagh, sacándose una legaña del ojo.

«¿Sola?», le provocó Angie.

«Desde luego. Estoy harta. Algunas tenemos un coño normal entre las piernas, guapa, no el túnel del Mersey. Si esta noche se presentara el Leonardo di Caprio ese en mi casa con cinco gramos de coca y dos botellas de Bacardi y dijera: “Vámonos a la cama, muñeca”, me daría la vuelta y le diría: “Otra vez será, colega.”»

Charlene observó con curiosidad malsana cómo Shelagh se sacaba la legaña y la arrojaba lejos de sí, mientras se esforzaba para que las payasadas de su amiga no le repugnasen demasiado. Se maldijo a sí misma por ser tan escrupulosa. Ibiza, con aquella basca, no era un lugar apropiado para los pusilánimes, y a veces todo aquello le resultaba excesivo.

La puntuación lo decía todo: 8, 6, 5 y 1.

El uno correspondía a Charlene, por supuesto. Hubo otros dos rollos, en los que no había llegado hasta el final, y uno de ellos estuvo mucho mejor que la ocasión tensa e irregular en que sí lo hizo. Charlene odiaba los rollos de una noche, incluso estando de vacaciones.

Aquel tío le había sudado y babeado encima por todas partes, y después se quedó sobado en cuanto se corrió dentro del condón que se había quejado de tener que ponerse. Ella estaba borracha, pero en cuanto él empezó, deseó haber estado más borracha aún.

Por la mañana se vistió temprano y dijo: «Luego nos vemos, Charlotte.»

Incluso el tío con el que estuvo magreándose le había llamado Arlene y había dejado una potada en el suelo de su dormitorio del chalé. Aquél fue el que acabó poniéndose desagradable y llamándola rara por no querer follar con él.

San Antonio no había sido un lugar apto para los pusilánimes.

Ahora volvía a casa de su madre.

Angie había perdido uno de sus pendientes de aro, y Charlene pensó que debería decírselo, pero Angie habló primero. «Ya, yo también estoy harta de tíos. Pero Leez no. Ella no se va a ir a la cama, sola no, en todo caso. ¿De qué va?»

«Menuda máquina está hecha. Mira que follarse al chaval ese de Tranent en los servicios volviendo en el avión. ¡Tranent! ¡Te vas hasta allí y te lo acabas haciendo con uno de Tranent!», dijo Charlene, horrorizada. Después se estremeció. El motivo para ir allí era follarse a alguien. Y ella había tenido un solo encuentro de mierda. Y ahora hablarían de ello.

Angie se metió un chicle en la boca. «Ya, pero eso fue culpa tuya, por llevártela al Manumission ese la última noche y ponerla cachonda.»

«Ya, cuando la pareja aquella se puso a follar, no sabía dónde esconder la cara», dijo Charlene, aliviada de que no la tomasen con ella.

Shelagh la miró y, dándole un sorbo a la mezcla de vodka y Coca-Cola que habían preparado en el aeropuerto de Newcastle, se rió: «Yo sí: ¡justamente debajo del culo del geordie[46] aquel!»

En los servicios, Lisa se estiraba los pelos rubios sobre el cuero cabelludo para exponer las raíces morenas que necesitaban un retoque. Nunca lo hacía ella misma, y Angie iba a intentar encontrarle un huequito la semana entrante. Tenía que ser un trabajo profesional, arreglar las puntas abiertas y asegurarse de acondicionarlo. Evítense a toda costa los extremos grasientos o secos de las chapuzas caseras.

El sol le había acentuado las pecas. Lisa se subió el top, para examinar la franja de la morenez. Le había costado un par de días animarse a quitarse el top. Había empezado justamente a ponerse morena cuando hubo que volver a subirse al puto avión y vuelta el trabajo la semana que viene a los putos cubículos de la centralita en Scottish Spinsters. Hasta el año que viene.

El año siguiente iba a sacarse las tetas desde el primer día. Lisa siempre había querido tener unas tetas más grandes. El gilipollas aquel que le dijo: «Si tuvieras unas tetas más grandes tendrías un cuerpo perfecto.» Se supone que aquello era un jodido piropo, encima. Ella replicó diciéndole al tío que si su polla fuera tan grande como su nariz entonces él tampoco estaría mal. El triste cabrón se puso paranoico y cohibido perdido. A algunos se les daba muy bien repartir, pero odiaban que les tocara encajar. Los guapos eran los peores: narcisistas, egocéntricos, aburridos y sin personalidad. Pero el problema estaba en que si te follabas demasiados fetos, se te iba erosionando poco a poco la autoestima. Y ése era un problema, pero uno de los que merece la pena tener.

La pequeña Charlene había estado un poco rara durante las vacaciones. Lisa sospechaba que todo aquello le había resultado algo excesivo. A Lisa le sorprendía lo protectora que se sentía respecto de su amiga más joven. Cuando salían por el West End de San Antonio le echaba miradas, como una gallina madre, cada vez que una selección variopinta de camisetas de tonos pastel y pantalones cortos se acercaba pavoneándose hasta ellas, todo sonrisas esperanzadas y expresiones llenas de ironía. Siempre había un tipo de tío sórdido que iba directamente a por Charlene. Su amiga era menuda y morena: aquel aspecto «irlandés oscuro», decía ella, casi gitano. De la parte de su madre. El rostro convencionalmente hermoso de Charlene y su abundante escote deberían sugerir una sexualidad vivaz, pero había en ella algo serio y vacilante. Se daba una cuenta de que todo aquel rollo le avergonzaba, y que sin embargo hacía grandes esfuerzos por encajar.

Asomándose fuera del vagón, observaron cómo Berwick pasaba por debajo de ellas. Charlene lo había visto desde el tren muchísimas veces y le seguía pareciendo impresionante. Se acordaba de una ocasión en que volviendo desde Newcastle tras una noche de marcha, se sintió impulsada a salir y explorarlo. Resultó ser una ciudad bastante agradable, pero se la apreciaba mejor desde el tren.

Angie codeó ligeramente a Charlene mientras le cogía la botella a Shelagh. «Está loca que te cagas», dijo lanzándole una mirada a Shelagh, «es casi tan mala como tú. ¿Te acuerdas de aquella vez que te largaste con el tío aquel en Buster’s?»

«Sí…, vale, guapa», dijo Shelagh con recelo. Era incapaz de recordar qué ocasión fue aquélla, pero había captado el estado de ánimo de Angie.

«¡El tío iba bolinga!»

Ahora Shelagh se acordaba. Era mejor contarlo ella misma que tener que sufrir la versión de Angie. «Ya, me fui con él a su casa, pero no se le levantaba. Por la mañana me estaba vistiendo y él todo retozón, intentando montárselo conmigo. Le mandé a tomar por culo.»

«Eso es una faltada», dijo Angie, dándose cuenta de que no era aquélla la historia a la que se había referido. Pero iba un poco bolinga, y como había olvidado la primera, ésta podía valer. «No pasa nada si estás borracha, pero no por la mañana, cuando están sobrios, sobre todo si la noche anterior no se le levantaba.»

«Lo sé. Eso hace que sea como enrollarse con un desconocido. Como si fueras una puta guarra o algo. Le dije que se fuera a tomar por culo; tuviste tu oportunidad, hijo, y no estuviste a la altura. Ya sabes lo que dijo ella», explicó Shelagh, señalando el vagón al que había ido Lisa. «Va y me suelta, te lo tendrías que haber tirado por la mañana. Yo le dije vete a la mierda, tuve que tomarme ocho Diamond Whites[47] para morrearme con él. No voy a follar con un feto al que no conozco sin más protección que una resaca.»

Fue entonces cuando volvió Lisa y alzó la vista en un gesto dubitativo, deslizándose en el asiento que estaba al lado de Shelagh.

Charlene lanzó una mirada nostálgica por la ventana mientras el tren recorría la costa de Berwickshire. «Aunque puede que tuviera razón. Es cuestión de diurética. El tío puede quedarse empalmado más rato tras una noche de pedo. Lo he leído y me empapé de todo. Por eso mi madre tardó tantos siglos en dejar a mi padre, a pesar de ser un alcohólico. Se levantaba por las mañanas y le echaba un polvo con la erección de priva que tenía. Ella pensaba que significaba que la seguía queriendo. Era simple necesidad química. La habría metido en un bridie de Gregg’s[48] si hubiera estado lo bastante caliente y húmedo.»

Les dio la impresión de que Charlene había hablado más de la cuenta. Se produjo un largo y tenso silencio mientras ella daba nerviosos botes en el asiento hasta que Lisa dijo con calma: «Entonces ya no sería un bridie de Gregg’s.»

La risa era demasiado estruendosa para ser humor pero idónea para hacer de catarsis. En ese momento, en la mente de Lisa, embotada por el alcohol, empezaron a configurarse pensamientos confusos y repugnantes acerca de Charlene y su padre.

Lisa miró los ojos oscuros de Charlene. Estaban hundidos, como los de Shelagh y Angie y los suyos mismos al inspeccionarlos en el water. Por qué no iban a estarlo, habían estado castigándose durante todas las vacaciones. Pero los de Charlene eran distintos, estaban algo más que angustiados. Aquello la asustaba y la preocupaba.

COMPAÑÍA DE DISCOS

Franklin Delaney estaba sentado con Colin Taylor en un concurrido café bar de Market Street, en Edimburgo. El estilo de aquel sitio no le agradaba: un local lúgubremente pendiente de su condición de garito moderno que habría podido estar situado en un barrio pijo de cualquier ciudad de Occidente. «Kathryn está volviéndome loco», le confió.

Franklin se arrepintió de aquella confesión en cuanto la hizo. Taylor era hombre de pocas palabras; no era precisamente un tipo receptivo y comprensivo. Su ropa parecía cara, pero tenía un aspecto demasiado impoluto y deshabitado para que la llevara una persona auténtica. Era como un maniquí cuyos trapos confirmaban su condición de esclavo empresarial anodino y prefabricado. Pero su voz sí que era auténtica. «Tiene que comer o la palmará», dijo sacudiendo despreocupadamente la cabeza. «¿Por qué no nos hace a todos un favor y se mete una puta sobredosis?»

El mánager de Kathryn Joyner lanzó una mirada áspera al ejecutivo de la discográfica. Nunca se sabía cuándo aquel saco de mierda limey[49] estaba tomándote el pelo. Había intentado entender la obsesión británica con la ironía y el sarcasmo pero nunca lo había logrado del todo.

Pero Taylor no estaba tomándole el pelo. «Estoy harto. Al menos si cascara colocaríamos unos cuantos vinilos. Estoy hasta el gorro de esa puta prima donna», se mofó, lanzando una mirada de desaprobación a la ensalada que la camarera le había puesto delante. Había tratado de alimentarse de forma sana pero aquello no tenía un aspecto demasiado apetitoso. El bistec de Franklin tenía mucha mejor pinta, aunque el cabrón yanqui ni se había dado cuenta, pues era muy dado a quejarse de la calidad de la comida en Gran Bretaña. Taylor observó a Delaney. Los norteamericanos nunca fueron una de sus debilidades. La mayoría de los que había conocido a través del negocio de la música eran gilipollas homogeneizados que querían que todo fuera como en los Estados Unidos.

«Sigue siendo la mejor cantante blanca del mundo», dijo Franklin mientras notaba cómo su tono de voz se agudizaba, cosa que ocurría siempre que se ponía a la defensiva. No le gustaba Taylor. Aquel tipo era intercambiable con casi cualquier otro maricón de discográfica de los que se había topado. Independientemente de los problemas que tuviese aquella zorra loca, debería mostrar algún respeto por su talento. Le había hecho ganar a la compañía de aquel soplapollas mucha pasta y a él mucho prestigio. A pesar de que ya hiciera algún tiempo de aquello.

«Sí, claro», dijo Taylor encogiéndose de hombros. «Pero ojalá tuviera un perfil de ventas que lo demostrara.»

«El nuevo elepé tiene algunas canciones estupendas, pero fue un error empezar con Betrayed by You. Ni de coña iba a sonar esa canción en las ondas. Mystery Woman habría sido la opción idónea para un primer single. Ése era el tema con el que ella había querido arrancar.»

«Este debate ya lo hemos tenido en otras ocasiones, Franklin, más veces de las que me gustaría recordar…», dijo Taylor cansinamente, «… y tú sabes tan bien como yo que su voz está tan hecha polvo como su cabeza. Apenas se la oye en el elepé, de manera que cualquiera que fuese el single que sacáramos de él iba a ser un montón de mierda.»

Franklin sintió cómo se acumulaba la ira en su interior. Masticó su filete poco hecho y, con gran dolor y enojo, se mordió la lengua con fuerza. Sufrió en silencio mientras los ojos le lagrimeaban y las mejillas se le enrojecían. Su sangre y la de la vaca se mezclaron en su boca, lo que le hizo sentir como si estuviese devorando su propia cara.

Taylor interpretó aquel silencio como una señal de conformidad. «Está contratada para hacer un elepé más con nosotros. Te seré sincero, Franklin, si no se redime con ése me sorprendería mucho que grabara otro, con esta compañía… o con cualquier otra. Casi todos los periódicos que se molestaron en cubrir el bolo de Newcastle de anoche lo pusieron por los suelos y el público es cada vez más escaso. Estoy seguro de que mañana será la misma triste historia aquí en Glasgow.»

«Esto es Edimburgo», afirmó Franklin.

«Lo que sea. Para mí es todo lo mismo, el bolo jock obligatorio del final de la gira. La cuestión sigue siendo la misma. Culos en los asientos, colega, culos en los asientos.»

«Las entradas para este concierto se están vendiendo bien», protestó Franklin.

«Sólo porque los jocks están tan apartados de la civilización que no se han enterado de la noticia: Kathryn Joyner ya no es lo que era. En algún momento la noticia se filtrará a través del muro de Adriano. Pero fue una buena jugada conseguir que actuara aquí, en el Festival de Edimburgo. Aquí aceptan cualquier mierda. Cualquier figura acabada puede reaparecer y los capullos que organizan la programación lo llamarán “atrevido” o “un acierto” y el caso es que la gente está tan acostumbrada a salir que se lo creen. A la semana siguiente podría estar haciendo el mismo bolo en el garito de mala muerte del barrio y ni se les pasaría por la puta cabeza ir a verla.» Los ojos de Taylor echaban chispas maliciosas mientras sacaba un recorte de prensa y se lo pasaba a Franklin. «¿Has visto esta crítica de lo de anoche?»

Franklin no dijo nada, tratando de mantener impasibles sus rasgos, pendiente constantemente de la mirada burlona que Taylor le echaba mientras leía el recorte:

Demasiado Condimento, Señorita Joyner

Kathryn Joyner

City Hall, Newcastle Upon Tyne

La técnica de vibrato vocal es un recurso cuando menos controvertido. A menudo es el último cartucho del cantante bribón, de la chanteuse destartalada cuya voz ya no alcanza su anterior registro. En el caso de Kathryn Joyner resulta triste, casi hasta doloroso, ser testigo de la humillación pública de un talento vocal que fuera una vez, si no santo de la devoción de todos, cuando menos un fenómeno verdaderamente inconfundible.

Ahora Joyner, cuando resulta audible, interpreta todas las canciones como una oveja enganchada a los tranquilizantes, deslizándose con frecuencia hacia estos lamentables gorgoritos ante el menor obstáculo. Es casi como si nuestra Kath hubiese olvidado cómo cantar. Un público bebido y de mediana edad que estuviera realizando un viaje nostálgico en el tiempo podría haber mostrado cierta comprensión por una intérprete más simpática, pero Joyner, como su voz, parece encontrarse en otra parte. Su grado de comunicación con el público es nulo, como demuestra su obstinada y perversa negativa a ofrecer una interpretación de su mayor éxito transatlántico de todos los tiempos, Sincere Love. Las repetidas peticiones desde las gradas para que interpretara este viejo clásico fueron deliberadamente ignoradas.

En fin de cuentas, sin embargo, no importa lo más mínimo. Éxitos como I Know You’re Using Me y Give Up Your Love recibieron un tratamiento dudoso por parte de una Joyner extremadamente delgada, que en la actualidad rezuma la clase de sex appeal que haría que Ann Widdecombe parezca Britney Spears. La actuación apesta a condimento y, por el bien de la música, esperemos que este trozo de oveja que se quiere hacer pasar por cordero caiga muy pronto en las garras de algún Hannibal Lecter.

Franklin se esforzaba por contener su ira. Aquella artista necesitaba apoyo, y aquí la tenías, dada por perdida y ridiculizada por su propia compañía.

«Consigue que coma, Franklin», sonrió Taylor, llevándose a la boca un tenedor lleno de pollo grasiento. «Sencillamente consigue que coma. Que se ponga fuerte otra vez.»

Franklin sintió cómo remitía el dolor de su boca mientras su indignación aumentaba todavía más. «¿Acaso crees que no lo he intentado? He probado con todas las clínicas, dietas especiales y terapeutas conocidos por el hombre…, ¡todos los días hago que le suban sándwiches de dos pisos!»

Taylor se llevó la copa de vino tinto a los labios. «Necesita que le echen un buen polvo», musitó, mirando con complicidad a Franklin, que justamente entonces se dio cuenta de que el ejecutivo de la discográfica iba un poco borracho. «¿Salsa de menta, eh? ¡Qué buena!»

SÉ QUE ME ESTÁS UTILIZANDO

A Juice Terry no le gustaban las alturas. No estaba hecho para esa clase de trabajo. Lo de limpiar ventanas no le importaba, pero estar a tanta altura no era lo suyo. Y sin embargo aquí estaba, suspendido sobre una plataforma desde la que se dominaba la ciudad, limpiando las ventanas del Hotel Balmoral. No entendía cómo cojones se había dejado convencer por el viejo bolinga de Alec para aquella movida. Alec le había dicho que sería dinero en efectivo, ya que Norrie McPhail estaba en el hospital operándose del hombro. Norrie no quería perder el lucrativo contrato con el hotel así que le confió a Post Alec la misión de rematar la faena.

«Pero si aquí hay una vista que te cagas, Terry», carraspeó Alec, desprendiendo un pegote de mucosa del fondo de la garganta y escupiéndolo. Pese a estar a tanta altura y con el ruido del tráfico, Alec imaginó que oía el japo chocando contra el pavimento.

«Ya, guay», respondió Terry, sin mirar hacia delante y abajo a Princes Street. Bastaba con poner los pies fuera del andamiaje y soltar. Tal cual. Demasiado fácil. Era increíble que no le pasara a más gente. Una mala resaca lo haría oscilar bastante. Uno sólo tendría que experimentar la futilidad de todo durante una fracción de segundo y ya se habría acabado. Era demasiado tentador. Terry se preguntó cuál sería la tasa de suicidios entre los limpiadores de edificios altos. Una imagen del pasado se le incrustó en la cabeza y Terry se sintió mareado. Se agarró con fuerza a la valla protectora, notando el entumecimiento y el sudor de sus manos en contacto con el metal. Respiró hondo.

«Pues sí, no todos los días se ve un panorama como éste», se maravillaba Alec, mirando hacia el castillo. Se sacó una botella de tamaño mediano del whisky The Famous Grouse del bolsillo interior del mono. Desenroscando el tapón, le dio un soberano lingotazo. Lo pensó dos veces antes de tendérsela a desgana a Juice Terry, sintiéndose contento cuando Terry rehusó, notando el placentero ardor del alcohol en sus entrañas. Miró a Terry, con su melena rizada ondeando al viento. Había sido un error meter en aquella historia a aquel capullo gorrón, decidió Alec. Pensó que le haría compañía, pero Terry se había quedado completamente silencioso, lo cual no era habitual en él. «Una vista que te cagas», repitió Alec, tropezando un poco y haciendo bambolearse la plataforma. «Hace que uno se alegre de estar vivo.»

Terry sintió cómo se le helaba la sangre en las venas mientras intentaba recuperar la compostura. No estaré vivo por mucho tiempo más, subido aquí arriba con este viejo capullo, pensó. «Sí, ya, Alec. ¿Cuándo es el descanso? Tengo un hambre que me muero.»

«Acabas de desayunar en el café ese, insaciable gordo cabrón», dijo Alec con sorna.

«De eso hace siglos», dijo Terry. Estaba asomándose al dormitorio que había al otro lado de la ventana que limpiaba. Había una mujer tirando a joven sentada sobre la cama.

«Deja de controlar a los chochos, guarro cabrón», escupió Alec con preocupación, «como se queje alguno de los huéspedes, nos jugamos el sustento de Norrie.»

Pero Terry estaba mirando el sándwich de dos pisos que había sobre la mesa, intacto. Llamó a la ventana.

«¡Estás loco o qué!» Alec le cogió del brazo. «¡Norrie está en el hospital!»

«No pasa nada, Alec», dijo Juice Terry en tono tranquilizador, mientras la plataforma se bamboleaba, «sé lo que estoy haciendo.»

«Acosando a los putos huéspedes…»

La mujer tuvo que acercarse a la ventana. Alec se encogió de vergüenza, se echó a un lado de la plataforma y pegó otro lingotazo a la botella de Grouse.

«Perdona, muñeca», dijo Terry mientras Kathryn Joyner levantaba la vista y veía lo que ella pensaba que era un tipo gordo que estaba de pie, al otro lado de su ventana. Claro, estaban limpiando las ventanas. ¿Cuánto rato llevaría mirándola? ¿La estaba espiando? Un colgao. Kathryn no pensaba aguantar aquella mierda. Se acercó a él. «¿Qué quieres?», le preguntó con dureza, abriendo aquellas enormes dobles ventanas.

Una puta yanqui, pensó Juice Terry. «Eh, perdona la molestia, muñeca…, eh, ¿ves ese bocata de allí?», dijo señalando el sándwich de dos pisos.

Kathryn se apartó el pelo de la cara y se lo colocó detrás de la oreja. «¿Qué…?», dijo mirando la comida con aversión.

«¿Tú no lo quieres?»

«No, no me…»

«Entonces dámelo a mí.»

«Eh, claro…, vale…» A Kathryn no se le ocurría ninguna razón por la cual no darle el sándwich a aquel hombre. Incluso era posible que Franklin pensase que ella se lo había comido y a lo mejor eso hacía que dejara de darle la murga un rato. El tío aquel era un prepotente, pero qué coño, se lo daría. «Claro… por qué no… es más, ¿por qué no pasas y te tomas un café también?», dijo ella de modo mordaz, enojada de que la molestaran.

Terry sabía que Kathryn estaba mostrándose sarcástica, pero decidió entrar a saco de todas formas. Uno podía hacerse el tonto, hacer como que le tomabas la palabra a la gente. Casi era eso lo que los ricos esperaban por parte de las clases subalternas, de modo que todo el mundo quedaba complacido. «Muy amable de tu parte», sonrió Terry, entrando en la habitación.

Kathryn retrocedió un paso y echó una mirada al teléfono. Aquel tío estaba majara. Debería llamar a los de seguridad.

Terry se dio cuenta de su reacción y puso las manos en alto. «Sólo he entrado a tomar un café, no soy uno de esos chalaos que hay en América, que te cortan en pedacitos y todo ese rollo», explicó, desplegando una gran sonrisa.

«Me alegra oír eso», contestó Kathryn, recuperando un poco la compostura.

A Post Alec le sorprendió ver a su amigo desaparecer en el interior de la habitación. «¿Qué pasa aquí, Lawson?», gritó, cada vez más aterrorizado.

Terry le sonreía radiantemente a Kathryn, que seguía calculando la distancia que había entre ella y el teléfono; después Terry se volvió y asomó la cara por la ventana. «La chica me ha pedido que pasara a echar un bocado. Es una chavala americana. Hay que ser amables, eh», cuchicheó ante el mohín contrariado de Alec antes de cerrar la ventana.

Kathryn enarcó las cejas mientras la silueta de Juice Terry, vestida con mono de trabajo, permanecía de pie frente a ella en su dormitorio. Es un empleado. Un limpiador. Sólo quiere un café. Tranquilízate.

«Se está alterando a tope. El trabajo ya se hará, eso digo yo. No voy a aguantar el estrés. El estrés mata. Ése es el problema de Alec», dijo Terry, indicando con un gesto de la cabeza al hombre de cara colorada que frotaba la gamuza contra la ventana de Kathryn, «demasiado estrés de ejecutivo. Se lo dije; Alec, le digo, eres un hombre con dos úlceras haciendo el trabajo de un hombre de una sola.»

Desde luego, el gilipollas este le echaba huevos. «Ya… supongo. ¿Tu amigo no querrá café?», preguntó Kathryn.

«Nah, tiene lo suyo y piensa continuar.» Terry se sentó en una silla que parecía demasiado delicada y decorativa para soportar su peso, y empezó a devorar el sándwich. «No está mal», espetó entre bocados mientras Kathryn observaba con una fascinación que bordeaba el horror. «Siempre me había preguntado cómo serían los bocatas en los sitios pijos éstos. Eso sí, estuve en la boda de un amigo en el Sheraton la semana pasada. No estuvo mal el banquete. ¿Conoces el Sheraton?»

«No, no podría decir que sí.»

«Está en la otra punta de Princes Street, en Lothian Road y tal. A mí no me gusta demasiado esa parte de la ciudad, pero ya no hay tantos problemas como antes. O eso dicen. Aunque últimamente no bajo demasiado por el centro, eh. Acabas pagando precios del centro. Pero el garito les tocaba elegirlo a Davie y Ruth… Ruth es la tía con la que se ha casado mi colega Davie. Una chavala muy maja, ¿sabes?»

«Ya…»

«No es mi tipo, un poco tetuda y tal», dijo Terry, llevándose las manos ahuecadas al pecho y acariciando unas grandes tetas invisibles.

«Ya…»

«Pero ésa fue la elección de Davie, ¿eh? No se puede andar por ahí diciéndole a todo el mundo con quién cojones tiene que casarse, ¿eh?»

«No», dijo Kathryn de forma tajante y gélida. Pensó hacia atrás, en todos aquellos años, cuatro, cinco, cuando él estaba en la cama con ella. Con ellas.

La gira. Y ahora otra puta gira de mierda.

«Entonces, ¿tú de dónde eres?».

El lacónico interrogatorio de Terry sacó a Kathryn de la habitación de hotel de Copenhagen y la devolvió a los maizales de su infancia. «Bueno, nací en Omaha, Nebraska.»

«Eso está en América, ¿no?»

«Sí…»

«Siempre he querido ir a América. Mi colega Tony acaba de volver de allí. Eso sí, a él le pareció que aquello está muy sobrevalorado. Todo dios…, eh, disculpa, todo el mundo detrás de esto», dijo Terry frotando el pulgar contra el índice. «El puto dólar yanqui. Claro que aquí las cosas se están poniendo igual. ¡En la estación de Waverley esa te cobran treinta peniques por ir al tigre! ¡Treinta peniques por una meada! ¡Por ese precio ya puedes asegurarte de que sea larga! ¡Si a ti te da igual, colega, también me echaré una puta cagada! ¡Ya me dirás de qué va eso, si lo entiendes!»

Kathryn asintió sin demasiado entusiasmo. En realidad no sabía de qué hablaba aquel hombre.

«Entonces, ¿qué te trae por Escocia? Es la primera vez que estás en Edimburgo, ¿no?»

«Sí…» Aquel gordo zoquete no sabía quién era. ¡Kathryn Joyner, una de las cantantes más grandes del mundo! «En realidad», dijo con aires de superioridad, «he venido aquí a actuar.»

«¿Eres bailarina o algo?»

«No. Canto», dijo Kathryn entre dientes.

«Ah…, pensé que quizá fueras una bailarina allá por Tollcross o algo pero después me pareciste un pelín demasiado extravagante para ser una gogó y tal…» Echó un vistazo alrededor de la inmensa suite. «Si no te molesta que te lo diga. ¿Y qué es lo que cantas?»

«¿Has oído alguna vez Must You Break My Heart Again… o quizá Victimisedby You… o I Know You’re Using Me…?» Kathryn se sentía incapaz de decir y Sincere Love.

Los ojos de Terry se ensancharon, a continuación se concentraron incrédulamente durante un instante para volver a expandirse afirmativamente una vez más. «¡Sí! ¡Las conozco todas!» Se lanzó a cantar:

After we’ve made love

a distant look it often fills your eyes

you aren’t with me

but when I challenge you, you feign surprise

You get dressed quickly

switch on TV for the ball game

I mean so little

You even call me by the wrong name[50]

«… ¡me encantaba esa canción! Es real como la vida misma…, quiero decir, eh, algunos tíos son así, ¿sabes lo que te digo? En cuanto la han me…, quiero decir, después del sexo, es como que se acabó el rollo, ¿sabes?»

«Sí…» Kathryn se sorprendió a sí misma riéndose delicadamente ante la interpretación de Terry. Había sido verdaderamente espantosa. Hacía tanto tiempo desde que algo la hacía reír. «Deberías salir a los escenarios», dijo con una sonrisa.

Terry se erizó como si le hubiesen inyectado con una hipodérmica llena de orgullo puro. «Sí que canto, en el karaoke de The Gauntlet, en Broomhouse. De todos modos, gracias por el bocata. Será mejor que vuelva antes de que ese ca… eh, de que mi colega Post Alec empiece a comerme el tarro.» Miró su silueta de palillo durante un segundo. «Pero te diré una cosa, deberías dejar que te invite a una copa luego. ¿Libras esta noche?»

«Sí, pero…»

Juice Terry Lawson tenía experiencia de sobra en el método apisonadora de ligoteo como para permitir a Kathryn que matizara su situación. «Entonces te llevaré a tomar unos tragos. Te enseñaré algunas de las cosas que hay que ver. ¡El verdadero Edimburgo! ¿Es una cita, como decís en Estados Unidos?», dijo guiñando un ojo.

«Bueno, no sé…, supongo…» Kathryn no podía creer las palabras que le salían de la boca. ¡Iba a salir de juerga con un limpiaventanas obeso! Posiblemente fuera un pervertido, un maníaco o un secuestrador. Nunca cerraba la boca. Era un coñazo…

«Vale, te veré en el Alison. Ahí tienes, un poco de argot del negocio musical, deberías saber lo que es, el Alison Moyet, el vestíbulo, ¿sabes? ¿Te va bien a las siete?»

«Vale…»

«¡De puta madre!» Juice Terry abrió la ventana y salió diligentemente de nuevo a la plataforma, cuidándose de no mirar hacia abajo.

«Ya era hora, joder», se quejó Post Alec. «No pienso hacer esas ventanas yo solo, Terry. Ni hablar. Norrie nos está pagando a los dos para hacerlas, no sólo a mí. Norrie… en el puto hospital, Terry. En una cama de hospital con un tendón calcificado. En el brazo que utilizaba para limpiar ventanas, además. ¿Cómo crees que se sentiría si supiera que estamos jugándonos su medio de vida?»

«Deja de quejarte ya, joder, puto viejo bolinga. ¡Esta noche voy a salir con la puta tía que solía salir en Top of the Pops

«Y una mierda», dijo Alec, abriendo la boca y exhibiendo unos dientes entre amarillos y ennegrecidos.

«Es la pura verdad. La tía esa de ahí dentro. La que hizo Must You Break My Heart Again

Alec se quedó boquiabierto mientras Terry cantaba para subrayar lo que decía:

All my life I’ve been in pain

all my days no sunshine, just rain

then you came into my world one day

and all the clouds just blew away

But your smile has grown colder

I feel the chill that’s in your heart

and my soul lives in terror

of the time you’ll say that we must part

Must you break my heart again

must you hurt me to my core

why oh why can you not be

the very special one for me

Must you play those same old mind games

cause I know there’s someone else

whom you think of when we’re together

Must you break my heart again…[51]

«De ésa me acuerdo…, a ver, cómo se llamaba», dijo Alec, echando un vistazo por la ventana y lanzándole una mirada a Kathryn.

«Kathryn Joyner», dijo Terry, haciendo gala del mismo ademán arrogante del que hacía gala en el concurso de adivinanzas del Silver Wing Pub en las ocasiones en las que acertaba. ¿El verdadero nombre de Alice Cooper? Vincent Perrier, joder. Está tirado.

«A ver si consigues entradas para verla.»

«Considéralo hecho, Alec, considéralo hecho. Los que formamos parte de este negocio podemos tirar de unos cuantos hilos. No olvidamos a los viejos socios.»

Tendrá jeta el capullo este; con treinta y seis años y todavía viviendo en casa con su madre, pensó Alec.

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