Cola

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4. Aproximadamente 2000: Ambiente festival » Montañas Azules, NGS, Australia: Miércoles, 9.14 por la mañana

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MONTAÑAS AZULES, NGS, AUSTRALIA
Miércoles, 9.14 por la mañana

De lo único de lo que soy consciente es de los latidos del bajo, de ese pulso vital, del continuo bum-bum-bum del ritmo. Estoy vivo.

Casi he tenido conciencia de ello durante un rato. Existe una clase de inconsciencia que no es oscuridad, que se aposenta fríamente en el centro del sol, tratando de asomarse más allá de sus fuegos cegadores por encima de las imperfectas suntuosidades del universo, una mierda, una mierda, una mierda…

Levanto la vista y veo el tapiz verde. No puedo moverme. Oigo las voces a mi alrededor pero no logro ver con claridad.

«¿Qué se ha metido?»

«¿Cuánto rato lleva inconsciente?»

Conozco las voces pero no consigo recordar los nombres. Puede que entre ellas esté uno de mis mejores amigos o una antigua amante; qué fácil ha sido acumular montones de integrantes de ambas categorías a lo largo de la última década o así, qué auténtico parecía todo en su momento, y qué frívolo y vacío parece ahora. Pero ahora están todos a mi alrededor, todos fundidos en una única fuerza de buena voluntad humana. Quizá me esté muriendo. Quizá sea esto lo que se siente durante el trayecto hacia la muerte. La combinación de las almas, la fusión, la comunión en una única fuerza espiritual. Quizá sea así como termina el mundo.

Un dulce olor se agudiza y distorsiona hasta convertirse en rancio pestazo químico en mis fosas. Me estremezco, el cuerpo se me convulsiona una, dos veces, y se acabó. Pero la cabeza se me hincha tanto que parece como si el cráneo y las mandíbulas fueran a estallar, hasta que se contraen y vuelven a la normalidad.

«¡Hostia puta, Reedy! Lo último que necesita es que le metan amilina por la puta tocha», protesta la voz de una chica. Empiezo a enfocarla; dreadlocks dorados, sólo rubio sucio en realidad, pero yo los veo dorados. Sus rasgos me recuerdan a una versión femenina de Ray Parlour, el jugador del Arsenal. Celeste, se llama, y es de Brighton. De Brighton, Inglaterra, no del Brighton de aquí. Tiene que haber uno aquí. Sin duda.

Hay algo que no se me va de la cabeza; algo que me da vueltas como un aro. Supongo que eso es lo que quiere decir volverse tarumba: obsesiones multiplicadas por obsesiones.

Reedy empieza ahora a tomar forma ante mis ojos. Sus grandes ojos azules, su pelo rapado, su piel castigada por la intemperie. Aquellos trapos viejos cosidos unos con los otros de manera tan caprichosa que resulta casi imposible discernir cómo cojones era la prenda originaria. Son todo remiendos. Todo. Aquí todo se sostiene a base de remiendos. Se mantiene unido a base de nada, a la espera de caerse a trozos. «Perdona, Carl, colega», se disculpa Reedy. «Sólo intentaba resucitarte.»

Debería llamar a Helena, pero por fortuna mi móvil está jodido. De todos modos aquí arriba no hay cobertura. No estoy en condiciones de disculparme, de reconocer que he sido un capullo. Eso es lo que tiene quedar hecho polvo: suspende el tiempo, te coloca en un lugar donde intentar disculparte sólo puede empeorar las cosas, así que ni lo intentas. Ahora estoy bien, noto cómo se me esboza una sonrisa retorcida. Pero pronto estaré en esa solitaria sala de espera del horror y de la ansiedad.

Ansiedad.

Mis discos.

«¿Dónde están mis putos discos?»

«No estás en condiciones de pinchar, Carl.»

«¿Dónde están los putos discos?»

«Relájate…, están aquí mismo, colega. Pero tú no vas a poner ninguno. Tranquilízate», me insiste Reedy.

«Los voy a dejar alucinados que te cagas…», me oigo decir a mí mismo. Simulo una pistola con el dedo índice e imito una detonación penosa.

«Mira, Carl», dice Celeste Parlour, «quédate aquí sentado un rato y ponte las pilas. Te has hecho un chichón en la cabeza.»

Celeste de Brighton. Reedy de Rotherham. Miles de ingleses, irlandeses y, por supuesto, escoceses, donde quiera que vaya. Todos legales, además. California, Tailandia, Sydney, Nueva York. No sólo de marcha, ni siquiera están aquí para divertirse y pasárselo bien. Llevan la voz cantante; de forma legal o ilegal, en plan multinacional o en plan tirado; una montaña de talento empresarial echado a perder, libres del todo, los acentos no importan, enseñando a los lugareños cómo se hacen las cosas.

Australia era distinto, era realmente la última frontera. Tanta gente de primera había acabado aquí, después de que el sueño quedara hecho añicos por la policía antidisturbios y los chalados traficantes de la economía sumergida que los años de la Thatcher hicieron surgir. Gran Bretaña me resultaba un lugar extraño y mezquino, curiosamente, más aún con su Nuevo Laborismo y su modernización, sus bares especializados en vinos, sus medios de comunicación llenos de cocainómanos y sus chulos publicitarios por todas partes. Bastaba con un monocorde «caballeros, es la hora», para enviar a toda prisa a sus casas a los ciudadanos de Cool Britannia a pillar el último autobús o metro antes de que diera la medianoche. El viejo puño de la represión seguía acechando bajo la adulona banalidad de la vida cotidiana.

Pero no en Australia, allí las cosas volvían a parecer reales y vivificantes.

Los raves que había detrás de Sydney Central Station no eran más que un pasatiempo mientras ibas a por suministros. Después de eso, se volvía a los matorrales, a los improvisados campamentos estilo Mad Max. Asilvestrarse, llegar al punto en que entrabas en trance bajo el sol entre el sonido híbrido del didgeri-doo y el tecno. Pasando y perdiéndose, sin autoridades de las que preocuparse, libres de experimentar mientras el capitalismo se devoraba a sí mismo.

Ésa no era la cuestión.

Que siguieran jodiendo la marrana, acumulando riquezas que nunca podrían gastar aunque se lo propusieran. Aquellos tristes capullos no se daban cuenta de que los tiros no iban por ahí. Cincuenta de los grandes semanales para un futbolista. ¿Diez de los grandes por noche para un DJ?

A tomar por culo.

A tomar por culo y a comportarse.

Pero aquí me siento seguro, este lugar está lleno de gente tranquila. Mejor que la última peña con la que me lié allá en el Megalong. Durante un tiempo estuvo bien, aunque nunca fui nada del otro mundo escogiendo a mis amigos. Dicen que siempre aparece algún líder, independientemente de los ideales o los sistemas democráticos que se pongan en práctica. Pues puede que sea cierto o que no, pero lo que está claro es que siempre aparecerá algún gilipollas.

El aire estaba fresco y ligero, y estaba húmedo, y a pesar de eso recuerdo que aquello era como una caldera. El Territorio Norteño, el verano pasado. Un calor que te freía y te sacaba todos los jugos. Breath Thomson mirándome a pesar de ello.

Tenía una cara que parecía como la de una morena, de verdad. Buceando por los arrecifes me encontré cara a cara con una de esas hijas de puta. Son unas cabronas que te cagas.

Soy una amenaza. Dice sin palabras: tú eres el DJ, pon la música. No me pongas a prueba, no pienses, abandona todo pensamiento, puedo lograr ese efecto para todos. Soy un gran líder carismático que te cagas.

No, lo siento, Breath. No eres más que un apestoso costroso con pelas que tiene un sistema de sonido. Te has follado a unas cuantas chicas bobas que no tenían las cosas demasiado claras, pero ¿acaso no lo hemos hecho todos?

Joder, menos mal que soy de barrio. Demasiado cínico para quedarme boquiabierto ante un idiota que habla como un hada madrina.

Las vibraciones de paz y amor desaparecieron rápidamente, en cuanto se cuestionó a la autoridad. Ya no era el Territorio Norteño, era el Valle Megalong, pero aquel verano hizo tanto calor que podría haberse tratado de Alice Springs. No. Estaba húmedo.

Joder, no consigo pensar…

Pienso en cómo me he sentido siempre un bicho raro, un inadaptado. Incluso con la pandilla, la tribu, la cuadrilla, siempre fui un inadaptado. Entonces vuelvo a verle, a Breath, ese capullo manipulador y controlador. Siempre te dice: «No tengo un orden del día», e incluso cuando estabas hecho puré es sutil como un patada en los huevos. Vuelvo a verle. Me está soltando paparruchas bíblicas, acerca de cómo perderé mis fuerzas como Sansón, por haberme cortado mi cabello blanco, que se me estaba cayendo de todas maneras, hostias.

Eso le gustaría a él. Hago la mejor sesión de mi vida. Deslumbrante que te cagas. Después se le ve enfurruñado. Acto seguido, es incapaz de controlar su rabia. Dice según qué cosas y yo me alejo caminando de su sermón. Sale detrás de mí y me tira del brazo. «¡Te estoy hablando!», me chilla. Ya está. Me vuelvo y le doy un puñetazo, un puñetazo de boxeo como el que una vez me enseñó Billy Birrell. Tampoco es que fuera un puñetazo tremendo, de la categoría de los de Birrell, pero es suficiente para Breath. Se tambalea hacia atrás y entra en shock, empieza a gimotear y a soltar amenazas al mismo tiempo.

Pero no va a hacer nada.

Otra movida chunga en la que me meto. Eso es lo que tiene la política: hace que le vuelvas la espalda a forrarte tocando en los clubs para hacerlo por una puta mierda para capullos que te odian.

Diré una cosa a favor de Breath: el capullo sabía montar una hoguera, o más bien, sabía montárselo para que nosotros montáramos una hoguera. Sus hogueras eran iniciativas enormes y trascendentales, llenas de rituales pomposos y ceremonias. Iluminaban el puto interior australiano y todo, desprendiendo una luz brillante, que se abría camino entre la oscuridad desértica. Vuelvo a pensar en la barriada, y en lo mucho que le habría gustado aquello a Billy Birrell. A ese cabrón le encantaban las hogueras. En efecto, Breath sabía montar una hoguera y sabía cómo conseguir que chavalas tímidas y confundidas se quitaran la ropa y bailasen delante de ella para él antes de volver con ellas a su tienda.

Resultó satisfactorio soltarle un puñetazo al muy cabrón, muy Schadenfreude. ¿Quién fue el que dijo eso? Gally. Las clases de alemán.

Pero a Breath que le den. Allí conocí a Helena. Ella tomaba fotos y yo la tomé de la mano. Cuando sacó la que quería nos alejamos de todo aquello. Nos metimos en su viejo jeep y condujimos. Disponíamos de un espacio para que no nos molestaran. Siempre el espacio.

Me limitaba a observar su rostro, la concentración que reflejaba mientras cruzaba desiertos. Hasta yo conduje por algunos tramos, aunque jamás en mi vida había estado al volante de un coche.

Vas hasta allí y lo ves todo, todo ese espacio, toda esa libertad. Ves cómo se están agotando el espacio y el tiempo.

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