Cola

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Reestreno 2002: La era dorada

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Reestreno 2002:
La era dorada

Carl sacó la repisa deslizante de debajo de la mesa de mezclas, dejando el teclado a la vista. Sus dedos revolotearon sobre él una, dos, tres veces, efectuando modificaciones menores pero cruciales cada vez. Era consciente de que Helena había entrado en la habitación. De no haber estado tan absorto, se le habría caído el alma a los pies al percatarse de que Juice Terry venía detrás. Terry se dejó caer pesadamente en el gran sofá de la esquina, gruñendo ruidosamente de forma distraída y desinhibida, estirándose y soltando un rugido que alcanzó proporciones orgásmicas a medida que su cuerpo alcanzaba los límites de su elasticidad. Satisfecho, empezó a rumiar entre un surtido de periódicos y revistas musicales. «No te molestaré, jefe», dijo guiñando el ojo.

Carl captó la expresión de Helena, que decía «lo siento» antes de que ella abandonara la habitación con sigilo felino. Ése era el problema que tenía estar de vuelta en Edimburgo y tener el estudio en tu propia casa. Podía llegar a ponerse como la estación de Waverley y Terry en particular parecía haber fijado su residencia en aquel puto sofá.

«A ver», continuó Terry, «me refiero a lo de los jugos creativos y todo eso. No puede haber cosa peor que tener una buena racha y que venga algún capullo y empiece a darte la brasa.»

«Sí», dijo Carl, agachándose y repitiendo su riff de teclado.

«Aunque te diré una cosa, Carl, la tal Sonia me está dando una guerra que te cagas. Las dos: chungo. Me voy a mantener bien alejado. Un polvo en plan equipo de SWAT; entras, haces lo que tienes que hacer, y te largas lo antes posible. Estilo SAS», explicó, y a continuación, simulando un encopetado acento de rancio abolengo, añadió: «… tantos de aquellos espléndidos muchachos se quedaron en la cuneta…»

«Mmm», ronroneó Carl, casi perdido entre la música y sólo vagamente consciente de lo que Terry le decía.

Quizá el silencio fuera dorado para algunos, pero para Terry una vía respiratoria vacía constituía un desperdicio. Mientras pasaba las páginas del Scotsman, sostuvo: «Aunque te diré una cosa, Carl, el puto Jubileo Dorado de la Reina empieza a tocarme los cojones, no hablan de otra cosa.»

«Ya», dijo Carl distraídamente. Clavó los talones en la moqueta y se arrastró a sí mismo y a su silla con ruedas hasta el otro lado de la torre, en la que puso un viejo single de Northern Soul. Entonces se volvió hacia su gigantesca mesa de mezclas y su ordenador, mientras el sample que acababa de tomar daba vueltas y más vueltas en el platillo. Movió el ratón con destreza y saqueó unos bajos.

Se le superpuso un pitido agudo e intermitente. Acababa de sonar el móvil de Terry. «¡Sonia! ¡Qué tal, cariño! Qué casualidad, estaba a punto de llamarte. Las grandes mentes funcionan de forma parecida», dijo entornando los ojos mientras miraba a Carl. «A las ocho, por mí chachi-piruli. ¡Claro que acudiré! Sí, vale. Cuarenta y dos libras. Pero tiene buena pinta. Te veo luego. ¡Chao, muñeca!»

Terry leyó una de las críticas en una revista de música.

N-SIGN: Gimme Love (Last Furlong)

Desde su dramática resurrección, parece que N-SIGN es incapaz de equivocarse. El año pasado fuimos testigos de la estrafalaria colaboración con la estrella del MOR Kathryn Joyner, que dio lugar al himno de Ibiza del siglo, Legs on Sex, seguido del elepé número 1 de las listas, Cannin It. En su nuevo single, nuestro hombre está de un humor más soulero, pero es una ofrenda irresistible por parte del sátrapa de los surcos dado por desaparecido y hecho polvo durante demasiado tiempo. Más allá de lo alucinante: sigue a tus pies y a tu corazón hasta esa pista de baile. 9/10

Lo mejor que le ha pasado a Carl, pensó Terry, y estaba a punto de compartir aquella reflexión cuando volvió a sonar el móvil. «¡Vilhelm! Sí, aquí estoy, con el señor Ewart. No para de segregar jugos creativos, ¿no le oyes?», preguntó, orientando el teléfono hacia Carl y haciendo ruidos orgásmicos. «Oooohhh… aaagghhhh… oooh la la… Sí, está perfectamente. ¿Confirmado pues? Estupendo, se lo comunicaré en persona», dijo volviéndose hacia Carl. «La despedida de soltero de Rab es el fin de semana del quince en Amsterdam. Confirmado. ¿Te va bien?» «Supongo que sí», contestó Carl.

«¡Eh! ¡Nada de suponer! Apúntatelo», ordenó Terry, señalando la gran agenda de escritorio negra de Carl.

Carl se acercó al libro y cogió un boli. «El quince has dicho…»

«Sí, para cuatro días.»

«Tengo que terminar este tema…», se quejó Carl, escribiendo de todos modos: DESPEDIDA DE RAB EN A’DAM, y ocupando cuatro casillas.

«Deja de quejarte. Mucho trabajo y poca diversión, ya sabes lo que dicen. Si Billy puede tomarse cuatro días de fiesta del bar… ¿Billy? ¡Billy! ¡BIRRELL, SO CAPULLO!», le gritó Terry por el auricular. «¡Ese capullo ignorante acaba de volver a colgarme!»

Carl sonrió discretamente. El entusiasmo recién hallado de Terry por el teléfono móvil había sido una cruz para todos sus amigos. Pero el que mejor técnica de gestión tenía era Billy. Simplemente transmitía el mensaje requerido y colgaba.

«De todos modos, Carl, tienes que reconocerlo», se aventuró Terry, volviendo a unas reflexiones anteriores, «fui yo el que te puso en relación con Kathryn Joyner al conocerla en el Balmoral e invitarla a salir, de forma que acabamos haciéndonos amigos.»

«Sí…», admitió Carl.

«Sólo quería decir eso, Carl.»

Carl se colocó uno de los cascos. Eso era todo lo que Terry quería decir. El día que eso fuera cierto…

Terry se frotó su cabellera cortada al uno. «El caso es que eso hizo que las cosas volvieran a irte de vicio…, quiero decir, después del éxito del single, estaba garantizado que el elepé funcionaría bien…»

Carl se quitó los cascos, hizo un par de clics con el ratón para salir de la aplicación y cerrarla. Hizo girar la silla. «De acuerdo, Terry, sé que te debo una, colega.»

«Bueno», empezó Terry, «hay una cosilla que…»

Carl se agarró, respirando profundamente. Una cosilla. Siempre había alguna cosilla. Y menos mal, hostias.

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