Cola

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4. Aproximadamente 2000: Ambiente festival » Edimburgo, Escocia: Miércoles, 8.07 de la mañana

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Resultó difícil encontrar un taxi, y pasaron tres por delante de él antes de que Franklin lograra parar uno y dirigirse hacia Leith. Le dio instrucciones al conductor, que a él le pareció hosco, para que se detuviera en el primer bar de Leith con licencia de apertura tardía.

El conductor le miró como si estuviera loco. «Hay montones de ellos que abren hasta tarde. Estamos en pleno festival.»

«El primero de Leith que tenga licencia de apertura tardía», repitió.

El taxista había hecho un turno largo y agotador, cogiendo a tontos del culo que no sabían lo que querían hacer ni dónde, ni cuándo, por toda la ciudad. Esperaban que él tuviera conocimientos enciclopédicos acerca del festival. El número treinta y ocho, dirían para identificar el local, como si estuvieran en un restaurante chino. O eso o daban el nombre del espectáculo. El taxista estaba hasta las narices de todo. «Hay más de un Leith, amigo», explicó. «Lo que tú entiendes por Leith puede que no sea lo que yo entiendo por Leith.»

Franklin parecía perplejo.

«¿Quieres decir por el muelle, el Foot of the Walk o Pilrig, donde Edimburgo se convierte en Leith? ¿A qué parte de Leith?»

«¿Estamos ya en Leith?»

El taxista echó una mirada al Boundary Bar. «Aquí es donde empieza. Bájate aquí y empieza a caminar. Hay montones de pubs.»

Franklin salió y le entregó con gesto cansino el dinero a aquel hombre. La verdad es que no estaba nada lejos. Hizo un cálculo rápido y estimó que podría haber cruzado Manhattan por la misma tarifa. Iracundo, Franklin entró en un bar de aspecto espartano, pero no se veía a Kathryn por ninguna parte. Más aún, le resultaba imposible imaginarla en un lugar semejante. No se quedó.

Pasando frente a otro bar, descubrió que el conductor tenía razón; ella podría estar en cualquier parte. Parecía que todos tuvieran licencia de apertura tardía.

En el siguiente, seguía sin haber rastro de Kathryn, pero pidió una copa.

«Un scotch doble», le indicó al camarero.

«Ese acento es americano, ¿no, colega?», le dijo una voz al oído. Se había percatado vagamente de que alguien estaba de pie junto a él. Al volverse, vio a dos hombres, ambos con el pelo cortado al rape. Los dos tenían el aspecto convencional de los tipos duros, uno de ellos con ojos mortecinos, totalmente incongruentes con su gran sonrisa.

«Sí…»

«América, eh, Larry. Me lo pasé que te cagas allí. Nueva York, allí estuve yo. ¿Has venido aquí por el festival, colega?»

«Sí, estoy…»

«El festival», bufó aquel hombre. «Un montón de mierda si te digo la verdad. Es desperdiciar una pasta en nada. ¡Eh!», le gritó al camarero, «otro puto whisky para nuestro amigo americano. Para mí y Larry también.»

«No, de verdad…», empezó a negarse Franklin.

«Sí, de verdad», dijo aquel hombre en un tono tan fríamente insistente que Franklin Delaney tuvo que hacer el máximo esfuerzo para no estremecerse.

El camarero, un hombre grande, rubicundo y corpulento, con gafas de pasta negra y una mata de pelo de color arenoso y en punta canturreó alegremente: «Marchando tres whiskies grandes, Franco.»

El otro, el que se llamaba Larry, dejó que se le arrugase la cara con expresión conspirativa. «Aunque te diré una cosa, colega, las tías americanas se mueren de ganas. Están por la labor. Eso es lo que hago yo durante la temporada del festival, entrarle a cualquier cosa con acento americano. A las australianas y neocelandesas también. Se mueren de ganas», dijo, llevándose la copa a los labios.

«No le hagas caso, colega, es un maníaco sexual», dijo el hombre llamado Franco, «no piensa más que en mojar.»

«Nah, pero Franco, hay quien dice que es la cosa colonial, romper con las inhibiciones del viejo mundo. ¿Tú qué piensas, colega?»

«Bueno, la verdad es que yo no…»

«Eso es una puta mierda», saltó Franco, «las tías son tías. No importa de dónde coño son. Unas follan que te cagas y otras no.»

Larry levantó las manos en un gesto apaciguador, y después se volvió hacia Franklin con los ojos encendidos. «Te digo una cosa, tío, resuelve tú esta disputa entre colegas.»

Franco le lanzó una mirada desafiante.

«Nah, venga, este tío es un hombre de mundo, habrás viajado un poco, ¿no, colega?», preguntó Larry, con una sonrisa malévola. «Así que dinos, ¿las americanas follan más que las europeas?»

«Mira, no lo sé, sólo quiero tomarme una copa tranquilamente y largarme», replicó Franklin.

Larry miró a Franco y a continuación se lanzó hacia delante cogiendo a Franklin por las solapas y arrinconándolo contra la barra. «¿Conque no somos lo bastante buenos para beber contigo, eh, puto yanqui cabrón? ¡Encima de que invitamos!»

Franco se metió por medio y empezó a apartar lentamente a Larry. Pero Larry se aferraba a Franklin, cuyo corazón palpitaba aceleradamente.

«Calma, muchachos», dijo el camarero.

«Suelta a ese tío, Larry, te lo estoy diciendo», dijo Franco en voz baja.

«No. Éste sale a la calle conmigo. Se va a enterar.»

«Si alguien va a salir a la calle, seremos tú y yo. Estoy harto de tu actitud.»

«Sólo quería tomar una copa», suplicó Franklin.

«Vale», dijo Larry, soltando a Franklin. Señaló al americano por encima del hombro de Franco. «Tú te vas a llevar lo tuyo», gruñó, antes de salir por la puerta. Franco le siguió, volviéndose rápidamente hacia el visitante y diciendo: «Tú espera aquí.»

Franklin no tenía intención de ir a ninguna parte. Aquellos tíos eran unos animales. Se fijó en la forma con que aquel tipo, a lo pistolero y con malas intenciones, salía por la puerta de detrás de su examigo.

El camarero entornó los ojos.

«¿Quiénes eran esos tíos?», preguntó Franklin.

El camarero sacudió la cabeza. «No sé. No son de la parroquia. Daban mal rollo, así que pensé que lo mejor sería seguirles la corriente.»

«Me tomaré otro scotch; doble», dijo Franklin con nerviosismo. Lo necesitaba para dejar de temblar.

El camarero regresó con un whisky doble. Franklin echó mano al bolsillo en busca de su cartera. Había desaparecido.

Salió fuera a la carrera donde estarían peleando los dos bronquistas, pero no estaban peleando. Habían desaparecido. Miró de un lado a otro de la vía pública a oscuras. Le habían dejado sin todas sus tarjetas y sus billetes grandes. Comprobó el dinero que llevaba en los bolsillos del pantalón. Treinta y siete libras.

El camarero apareció en el umbral de la puerta. «¿Me vas a pagar esa copa o qué?», le dijo agriamente.

STONE ISLAND

Davie Creed se había abastecido de pastillas y polvos para el fin de semana, pero aquella noche parecía que todo el mundo quería. Así era el festival. La tal Lisa molaba. Su amiga también tenía un polvo, aunque tenía cara de pocos amigos. Creedo intentó que se quedaran pero estaban ansiosas por marcharse. Habría intentado localizarlas más tarde, pero el teléfono no paraba de sonar. Más tarde aparecieron Rab Birrell y Johnny Catarrh con un gordo cabrón de pelo rizado y una bruja delgaducha con acento americano. Parecía una versión envejecida, más a lo Belsen, de Ally McBeal, esa de la tele. Quizá tuviera un polvo si ibas bolinga.

El capullo de los rizos tenía una pinta de lo más dudosa. A Creedo no le gustó la forma con la que miraba las torres y la tele. Si ése no era mangui, no lo era nadie… Vaya tirado. ¡Y Rab Birrell con una camiseta de los Hibs! Creedo acarició la etiqueta desabrochable de Stone Island de su camisa; su reconfortante presencia le aseguraba que el mundo no había enloquecido, o si lo había hecho, él había logrado quedar al margen de su locura.

Terry había oído hablar de Davie Creed. No se había dado cuenta de las cicatrices tan evidentes que tenía. Lo cierto es que era una impronta de lo peorcito. Catarrh había dicho que alguien le tumbó, le colocó una caja de botellas de leche en la cara y le saltó encima. Normalmente, uno se tomaba las historias de Catarrh con un grano de sal, pero en este caso parecía que eso fuera exactamente lo que había sucedido.

Por más que lo intentara, Terry no podía dejar de mirar las cicatrices de Creedo. Creedo se dio cuenta y lo único que pudo hacer Terry fue sonreír y decir: «Gracias por el suministro, colega.»

«A estos chicos les suministraré siempre», dijo, tomando buen cuidado de dejar a Terry fuera de juego del modo más frío posible.

Rab Birrell miraba a Davie. No había engordado, y tenía la misma mata de pelo rubio, pero la cara se le había hinchado y enrojecido de forma incongruente, probablemente debido al alcohol y la perica. A alguna gente le hacía ese efecto. Captando las tensas vibraciones que había en la habitación, Rab dijo lo primero que se le vino a la cabeza. «La otra noche vi a Lexo…», pero perdió la convicción con que lo decía al recordar que Creedo y Lexo habían reñido hacía mucho tiempo y nunca volvieron a llevarse bien, «en el Fringe Club».

Terry dijo algo así como: «¡Así que ahí es donde beben ahora todos los chicos elegantes!»

Creedo contuvo su rabia silenciosa. Birrell y Catarrh habían traído a su puta casa a un borrachín callejero sobradillo y ahora iban mentando al puto Lexo Setterington. «Bien, tengo cosas que hacer, ya nos veremos.» Creedo indicó la puerta con la cabeza y Rab y Johnny estuvieron encantados de marcharse.

Al final de la escalera, Terry dijo: «No me digáis que no estaba picajoso ese cabrón…»

«Tenemos las drogas, Terry, eso es lo único que queríamos.»

«No cuesta nada tener modales, ¿qué clase de impresión de los escoceses es ésa para darle a una visitante americana?»

Rab se encogió de hombros y abrió la puerta. Vio un taxi por el rabillo del ojo y se metió en la calzada de un salto, parándolo.

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