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4. Aproximadamente 2000: Ambiente festival » Edimburgo, Escocia: 2.02 de la madrugada

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EL BUSINESS BAR

El Business Bar estaba abarrotado. Los clientes festivaleros y los oficinistas se confundían con facilidad en una complicidad probablemente infundada pero autocomplaciente, imaginándose que se encontraban en un lugar que durante aquellas tres semanas del año era el centro del mundo. Billy Birrell estaba en la barra, rodeado de admiradores, bebiendo un agua Perrier. Al tener ante la vista a su hermano, su mirada expresó sorpresa aunque no hostilidad. Vestido con una puta elástica de los Hibs para los partidos de fuera de casa. Aun así, era una prueba suplementaria de que no andaba por ahí con alborotadores. Entonces Billy vio a Terry y se le torció visiblemente el gesto. Pero iba con alguien…, esa chica… ¡era Kathryn Joyner! ¡Allí, en el Business Bar! Había gente mirándola, además, pero ¿qué hacía con ellos?

«¡Billy! ¿Cómo te va?» Juice Terry le tendió una mano que Billy Birrell aceptó con cautela. Terry estaba en mala forma. Obeso. Se había abandonado de verdad.

«Bien, Terry», dijo Billy Birrell. Le lanzó una mirada a su hermano Rab. Rab se encogió tímidamente. Lisa miró a Billy Birrell de arriba abajo, con una mirada calculadora que echaba más chispas que la de Don King.

Terry condujo a Kathryn hacia Billy. «Vilhelm, quiero presentarte a una buena amiga mía. Ésta es Kathryn Joyner», dijo Terry; se le estremecieron los hombros al añadir: «Se la conoce por canturrear de tanto en tanto. Kathryn, éste es un antiguo socio mío. El hermano de Roben, Billy… o “Business”, de acuerdo con el título que acostumbramos a darle los de aquí.»

Billy Birrell sabía que Terry iba hasta el culo y en plan sobradillo. En realidad no cambia nunca, pensó Billy, con un desprecio tan fiero que le ardían las entrañas y casi se estremeció. Al atender a la cantante americana, Billy no pudo evitar pensar: Dios, qué cascada está esta mujer. «Kathryn», dijo sonriendo y tendiéndole la mano. Se volvió hacia una chica que estaba detrás de la barra: «Lena, ¿puedes ponernos un poco de champán? Una botella de Dom Perignon, me parece.»

Terry miraba una fotografía de Business Birrell con el futbolista Mo Johnston colgada en la pared. «Mo Johnston: vaya un figura, ¿eh, Billy?»

«Sí», dijo Billy con recelo.

Miró algunas fotografías más que había tras la barra. «Darren Jackson. John Robertson. Gordon Hunter. Ally McCoist. Gavin Hastings. Sandy Lyle. Stephen Hendry. Figuras, ¿eh, Billy?»

Business Birrell se mordió el labio inferior y le lanzó una mirada rápida a su hermano, mientras una expresión acusadora tomaba forma sobre sus rasgos afilados.

Mientras todo el mundo tanteaba con vacilación a los demás, Post Alec ya había arrasado con la mitad del champán y hablaba con dos mujeres con veleidades artísticas y aire de turistas festivaleras. «… claro que no puedo trabajar por culpa de mi espalda…, pero estoy limpiando las ventanas para un amigo…» La estridencia de este comentario se le hizo patente y Alec se interrumpió un momento, atolondrado por la culpa y la bebida. Hizo frente a esta parálisis prorrumpiendo en una canción. «¡Una cancioncilla!

Cause your mine… me aw my… spe-shil laydee…»

Lisa soltó una risita ante esto, levantando una copa de champán con entusiasmo y pasándoles otras a Rab y a Charlene.

Terry se rió. «¡Alerta bolinguera!» Después se volvió hacia Kathryn y le rodeó la cintura con un brazo mientras le pasaba otro alrededor del hombro a Billy Birrell. «Mi viejo amigo Billy Birrell, Kath. Fuimos amigos, muchísimo antes de que yo me hiciera amigo de Rab», le explicó. «Claro que ya no le gusta que le recuerden aquellos tiempos. ¿Verdad que no, Billy?»

«No hace falta que me los recuerden, Terry. Me acuerdo perfectamente», le dijo Billy con aplomo.

A Terry este Billy Birrell formal le resultaba tan inflexible que parecía hecho de bronce. El cabrón tenía buen aspecto, pero ¿por qué no iba a tenerlo? Probablemente estaba apuntado a todos los programas de ejercicios y dietas saludables y especiales y estilos de vida moderados imaginables. Por supuesto, había envejecido un poco; tenía menos pelo, y la cara un poco más arrugada. Birrell. ¿Cómo podían salirle arrugas en la cara a ese cabrón si nunca la movía?

Pero

era Billy, tenía buen aspecto, y Terry sintió una punzada de nostalgia. «¿Te acuerdas cuando fuimos al National en Aintree? ¿El Mundial de Italia, en el noventa? ¿El Oktoberfest de Munich, Billy?» «Sí», dijo Billy, con más recelo de lo que había sido su intención. «He visto mundo, sabes. En realidad es igual en todas partes, ¿eh, Kath?», dijo Terry. Entonces, sin esperar a su reacción, añadió: «Antes nuestro Billy Boy boxeaba, Kath. Eso sí, ahora no podría boxear huevos»,[66] dijo Terry, formando un puño y apretándolo suavemente contra la barbilla de Billy. «Podrías haber aspirado al título, ¿eh, campeón?» Billy apartó la mano de Terry. Instintivamente, Terry se aferró con más fuerza a la cintura de Kathryn. Si Business pensaba tumbar a Terry, entonces ella se venía con él. A ver cómo le sentaba eso a ese capullo obsesionado por la imagen. Menuda punta le sacaría el

Evening News:

La cantante y celebridad internacional Kathryn Joyner fue derribada durante un incidente que tuvo lugar en un pub del centro de la ciudad. Se cree que el conocido personaje deportivo Billy «Business» Birrell estuvo involucrado.

Billy Birrell. Su amigo. Terry pensó en Billy y él con sus respectivos bolsos marineros, sudaderas de rayas, vaqueros de naytex y parkas. Después llegaron los Ben Shermans y los Staprest, y de ahí pasaron a las camisetas de manga ranglán, las Adidas y Fred Perry. Un acceso de patetismo le recorrió, metamorfoseado instantáneamente en melancolía. «Bajé a Leith Victoria contigo aquella vez, Billy…, tendría que haber aguantado mecha. Acuérdate, Billy…, acuérdate…» La voz de Terry fue bajando de tono y volviéndose desesperada; casi se quebró al recordar a Andy Galloway, inerte sobre el asfalto, N-SIGN en Australia o donde estuviera, su madre, Lucy, su hijo Jason, un extraño para él, Vivían…, entonces se abrazó con más fuerza a Kathryn.

Jason. El nombre lo había elegido él. Se acabó. Le dijo a Lucy que él nunca sería como aquel viejo cabrón, el hijo de puta que les abandonó a él y a Yvonne, que él iba a ser un buen padre. Se obsesionó tanto con parecer diferente a aquel cabrón, que no se había fijado en que todas las características que le preocupaban eran superficiales y que habían salido como dos gotas de agua.

Terry recordó la época en que intentó hacer un esfuerzo por formar parte de la vida de Jason. Lo recogió en casa de Lucy y le llevó a ver un partido en Easter Road. El chico se aburría y tratar de conversar con él era como tratar de sacarle muelas. En una ocasión, cediendo a un impulso emotivo, intentó abrazar a Jason. El chico se mostró tan tenso y avergonzado como Birrell lo estaba ahora. Su propio hijo hizo que Terry se sintiera como un recluso de la galería de los pederastas de Saughton.

El domingo siguiente, pensó en llevar a Jason al zoo. Había asumido que quizá el chico quisiera estar acompañado de gente de su edad. Había oído que algunos fines de semana la madre de Gally se quedaba con Jacqueline, y ella no era mucho más pequeña que Jason.

Fue a la puerta de la señora Galloway. «¿Qué quieres?», preguntó ella con una frialdad espectral, mientras sus grandes ojos —idénticos a los de su hijo— se ensanchaban, absorbiéndole a uno.

Terry no pudo soportar su mirada, le dejó absolutamente cortado. Bajo aquella mirada se sentía como un candidato a fugarse de un campo de concentración, cegado por los haces de luz de los reflectores. Tosió nerviosamente. «Eh…, oí que algunos fines de semana se queda usted con la chiquilla…, eh, sólo pensaba que, como voy a llevar a mi chico al zoo el domingo…, si quiere usted tomarse un descanso, podría llevar a Jacqueline también…»

«Debes estar de broma», le dijo ella gélidamente, «¿dejar yo a mi nieta contigo?»

No tuvo que añadir «después de lo que pasó con mi hijo», lo llevaba escrito en la cara.

Terry iba a decir algo, notó cómo las palabras se le atascaban en la garganta mientras la emoción amenazaba con abrumarle. Se obligó a sí mismo a mirar de forma deliberada a Susan Galloway, comprendiendo su dolor a través del suyo propio. Si él pudiera luchar contra ese dolor y aguantar aquella mirada, quizá a ella se le pasara y pudieran hablar como es debido, compartir el dolor. Como habría hecho el puto Billy Birrell. Una vez vio a Billy en su vistoso cochazo, a la señora Galloway saliendo de él y a Billy ayudándole a llevar la compra. Sí, claro, la modesta asistencia práctica de Billy sería bienvenida, por supuesto, no vendría nada mal. Pero Birrell era un «personaje deportivo de la capital» y ahora un empresario de éxito. Incluso Ewart, aquel capullo aturrullado por las drogas, era un disc-jockey de primera y se rumoreaba que era millonario. Nah, hacía falta un chivo expiatorio, y en nuestros tiempos el tío que se quedó atrás en el barrio era el que reunía los requisitos. Entonces fue cuando cayó en la cuenta de que ése era su destino. Y él había querido a Gally tanto como los demás. Apartándose de la madre de su amigo muerto, Terry se alejó en estado sobrio de modo tan vacilante como el lamentable borrachín sin remedio que ella le consideraba.

Ahora vacilaba todavía más. Se aferró a Kathyrn aún con más fuerza, y miró a Lisa, quien le dedicó una radiante sonrisa. Era una chavala estupenda, una tía guapa y sexy a la que le encantaban beber cócteles y follar. No podría ser más de su tipo; un sueño hecho realidad, a decir verdad. A lo largo de los años había bajado el listón, pero ahora estaba con Lisa. Tendría que ser más que suficiente…, y así fue como Juice Terry reafirmó su ego y restauró su equilibrio. Tendría que montárselo mejor. Salir más. Tomarse las cosas con interés. Estaba deprimido de aspirar a una Edad de Oro que nunca había existido y la vida le estaba dejando de lado.

Billy, mientras tanto, se había cansado de él. Ya estaba harto de aquel payaso, meciéndose entre brisas inexistentes y tirando de Kathryn Joyner como si la pobre mujer fuera una muñeca de trapo. «Terry, ya has bebido suficiente, tío. Llamaré a un taxi para que te lleve a casa.»

«No necesito un taxi, Birrell», dijo Juice Terry con irritación, levantando su copa de champán y dándole unos sorbos con mucha pompa, «me tomaré una copa de espumoso aquí, y luego me iré.»

Billy miró estoicamente a Terry. No había amistad alguna ni historia compartida en su mirada, y Terry notó su frialdad. No le consideraba más que como un potencial borrachín problemático. El pasado no contaba. Andrew Galloway no contaba. Como si nunca hubiera pasado. Como si el tío nunca hubiera estado vivo. Sí, claro, se habían dicho unas cuantas cosas durante el funeral, pero ambos se encontraban todavía bajo los efectos de la impresión. Después de aquello, Billy nunca dijo una puta mierda. Después de que pasara, se centró en su combate. El caso es que antes de aquella pelea, Terry estaba muy orgulloso de Billy. «Business» era un apelativo que empleaba abundantemente, sin ironía ni ánimo de tomarle el pelo. Su colega iba a ser campeón del mundo. Billy era una máquina. Pero más tarde, cuando el tío ese de Gales le metió, Terry sintió una satisfacción malévola a través de su orgullo herido.

Billy apartó la mirada. Terry era un perdido. Había ido cuesta abajo. Sí, claro, seguía siendo un vacilón de cuidado pero ya con un punto de amargura. Se arrepentía de haberse aislado de Terry de aquella forma, hacía todos esos años, pero el tipo era un lastre. Mucha gente decía que nunca logró asimilar la muerte de Gally. Sin embargo, él, Billy Birrell, quedó tan afectado como cualquiera por lo sucedido. Pero había que superar esas cosas y seguir viviendo. Gally lo habría querido así; amaba la vida, hubiera querido que los demás siguieran adelante con sus vidas, que les sacaran el máximo partido. Terry se comportaba como si él fuera el único que estaba dolido por lo que había sucedido, como si eso le diera una excusa, una licencia para ir de puto sobrado con todo el mundo. Uno sospechaba que si no hubiera sido por Gally, habría encontrado alguna otra justificación para hacer el capullo.

Por supuesto que quiso decirle a Terry que cuando subió al cuadrilátero con Steve Morgan, de Port Talbot, Billy Birrell estaba dispuesto a hacerle pedazos. Alguien iba a pagar por lo que le había sucedido a Gally.

Cuando subió al cuadrilátero sencillamente no podía moverse.

Se culpó a lo de la tiroides, y fue uno de los factores, pero Billy sabía que podría haber zumbado a Morgan desde su lecho de muerte. El choque de cabezas durante el primer asalto, la sangre de la nariz de Morgan. Entonces ocurrió. Había algo en Morgan que le resultaba de lo más familiar. Nunca se había fijado antes, pero ahora lo veía con punzante claridad. El cabello negro cortado a cepillo, los ojazos marrones, la piel cetrina y aquella nariz ganchuda. Los gestos espasmódicos y la expresión preocupada y cautelosa. Y la sangre que caía en un hilito de la nariz. De repente Billy cayó en que el boxeador galés era el vivo retrato de Gally.

No, Billy no se podía mover.

No podía lanzar un solo golpe.

Billy sabía que algo iba mal. La primera vez que lo notó fue justo antes de ir a Munich. Intentó ocultárselo a Ronnie, quien a su vez intentó ocultárselo a los patrocinadores. La forma física lo era todo. Billy opinaba que si no estabas en forma, no podías hacer lo esencial para poder ganar en cualquier deporte individual —se tratara del boxeo, el tenis o el squash—, y eso era imponer el ritmo. En un enfrentamiento uno a uno, tener que competir al ritmo dictado por el otro resultaba desmoralizador e insostenible. Ése era el motivo de que Billy considerase que cuando dejara de poder dictar el ritmo al otro, habría acabado con el deporte de las doce cuerdas. Pero seguía pendiente la cuestión de aquel combate particular con Morgan. Sus oportunidades futuras dependían totalmente de él. Lo que llevó a un Billy Birrell exhausto al cuadrilátero fue el orgullo en estado puro. Imponer el ritmo era impensable; la única posibilidad que le quedaba ahora a Billy era su pegada. Y cuando el fantasma de Gally se le aproximó bailando, esa posibilidad se desvaneció.

Pero era demasiado orgulloso para contarle eso a Terry o a cualquier otra persona, demasiado orgulloso para contarle que seguía conmocionado por la muerte de un amigo. ¡Qué pobre y lamentable habría sonado esa excusa! Un boxeador, un profesional, debería ser capaz de sobreponerse a algo así. Pero no. La tiroides y el desconsuelo habían conspirado; el cuerpo de Billy se había venido abajo y se negaba a moverse. Fue la última vez que estuvo en el cuadrilátero. Aquello le reveló que no estaba hecho para el boxeo. Probablemente estuviera siendo injusto consigo mismo, pero Billy Birrell era un perfeccionista, una de esas personas del tipo todo o nada.

Cuando el médico diagnosticó la insuficiencia tiroidea y dijo que había sido un milagro que Billy hubiera logrado subir al cuadrilátero, se convirtió en héroe de la noche a la mañana. De todos modos, el British Board of Boxing Control no podía permitir que peleara tomando tiroxina. Ellos se convirtieron en los villanos. A petición del público y tras una campaña del

Evening News, se celebró una recepción cívica en el ayuntamiento. Davie Power y los demás patrocinadores se dieron cuenta de hasta qué punto estaba enraizado en el psiquismo escocés la tendencia a ensalzar la derrota gloriosa. Se dio luz verde al proyecto del Business Bar.

Billy miró a su alrededor, en torno a aquel bar bien ventilado y espacioso, y su clientela mayoritariamente acomodada. Mientras meditaba acerca de su parálisis anterior, Johnny Catarrh se sintió espoleado a entrar en acción. Había estado dejando escapar unos pedos gaseosos y químicos, que ya de por sí resultaban lo suficientemente bochornosos en aquel bar atareado. Ahora sospechaba que a continuación se producirían hechos de mayor entidad y se lanzó apresuradamente hacia los servicios para investigar.

Billy aún no había hablado con Johnny, y estaba a punto de saludarle cuando Catarrh pasó volando junto a él. Capullo ignorante, iría hasta el culo. ¿Qué cojones hacía Rab trayendo aquí a esta pandilla? Sobre todo Lawson. Billy miró a Terry, su cara abotargada por el alcohol, la arrogante mueca del cocainómano, vomitando su ampulosidad por todo el bar, haciendo que los parroquianos habituales se volvieran con inquietud. Y ahí lo tenías, paladeando el prohibitivo champán de Billy. Aquel capullo tenía que largarse. Era… La reflexión de Billy se vio interrumpida cuando vio a un hombre acercarse a la barra como una exhalación y agarrar del brazo a Kathryn. «Pero ¿qué puñetas has estado haciendo?», le interrogó con acento americano.

Billy y Terry se adelantaron como un solo hombre.

«Franklin…, ¡tómate una copa de champán!», chilló alegremente Kathryn. Billy se apartó. Ella conocía a aquel tipo.

«No quiero champán…, me he estado volviendo loco, joder…, maldita egoísta hecha polvo…, estás…, ¡estás borracha! ¡Maldita sea, tienes que cantar esta noche!»

«¡Quítale las manos de encima, bobochorra! ¡Esta noche no canta nadie!», gruñó Juice Terry.

«¿Quién coño es éste?», le preguntó Franklin a Kathryn, entre desdeñoso y escandalizado.

«El tipo que te va a partir la boca, ¡so mamón!», saltó Terry mientras golpeaba a Franklin en la mandíbula. El americano tropezó mientras se tambaleaba y cayó. Terry se adelantó para patearlo pero Billy se interpuso entre él y su candidato a víctima. «¡Te estás sobrando, Terry! ¡Lárgate de aquí!»

«Ese cabrón es el que se está sobrando…»

Kathryn ayudó a Franklin a ponerse en pie. Éste se frotó la mandíbula y trató de mantenerse en pie. Entonces empezó a vomitar. Un grupo de tipos con aspecto de jugadores de rugby que estaban en una esquina empezó a vitorearle.

Billy cogió a Terry del brazo. «Discutamos esto un poco, colega…» Le escoltó hasta la puerta trasera del pub. Salieron juntos a un pequeño jardín abarrotado de barriles y cajas. El sol deslumbrante brillaba en medio de un cielo azul despejado. «Tú y yo tenemos que hablar, Terry…»

«Es demasiado tarde para eso, Birrell…» Terry le lanzó a Billy un golpe, que éste evitó con facilidad mientras le tumbaba con un gancho de izquierda impecable.

Mientras Terry quedaba tumbado en el suelo cuan largo era, Billy se frotaba los nudillos. Se había hecho daño. ¡Ese estúpido gordo cabrón!

Rab, Charlene, Kathryn, Lisa y Post Alec salieron tras ellos. Alec se acercó tambaleándose a Billy. «¿Estás bien, campeón?» Adoptó una guardia e hizo un poco de sparring, lanzándole golpes cortos a un Billy inmóvil. Entonces le entró un violento ataque de tos y tuvo que apoyarse en la pared mientras carraspeaba flemas. Mientras esto sucedía, Kathryn y los demás atendían a Terry. Franklin se les acercó y empezó a gritarle: «¡Si no vuelves al hotel ahora mismo, estás acabada, maldita sea!»

Kathryn se dio la vuelta y le gritó como una fiera: «¡A mí tú no me dices que estoy acabada! ¡Tú a mí no me tienes que decir nada, gilipollas! ¡Puedes dar por despedido tu culo gordo y sudoroso!»

«¡Eso, ya lo has oído, ahora vete a tomar por culo!», le espetó Lisa, indicando la puerta con el pulgar.

Franklin se quedó un rato de pie y mirándolos. Aquella zorra loca había sido sometida a un lavado de cerebro por una pandilla de delincuentes escoceses…, debían formar parte de alguna secta majara. Sabía que aquello tenía que ocurrir en algún momento. Miró la insignia de la elástica de Rab. ¿De qué cojones iba toda aquella mierda, de algún lavado de cerebro chorras de los Cientólogos Celtas? ¡Tendría que averiguarlo!

«Largo», le dijo fríamente Billy.

Franklin giró sobre sus talones y se marchó como una exhalación.

«No te ofendas, Rab», dijo Billy mirándole a él y después a Kathryn, «pero a lo mejor deberíais ir pensando en dejarlo para otro día y dormir un poco.»

Se miraron unos a otros y después a Billy. Rab asintió y recogieron a Terry. Lisa le gritó algo a Billy, quien se quedó mirándola. Les observó mientras salían dando tumbos, su hermano y uno de sus amigos más antiguos, y sacudió lentamente la cabeza. Billy meditó acerca de la diferencia que había entre él y los de aquella cuerda. Ellos veían el coche, la ropa y la tía buena que llevabas colgando del brazo. Nunca veían el curro, nunca se enfrentaban a los riesgos o experimentaban la ansiedad. Y a veces él les envidiaba el solo hecho de poder dejarse ir y quedarse así de hechos polvo. Hacía mucho tiempo que él no se permitía semejante lujo. Pero no se arrepentía de lo que hacía. El respeto es necesario, y la única forma de obtenerlo en Gran Bretaña, salvo que uno haya nacido en una cuna de oro o tenga el acento adecuado, es a través del dinero. Antes se podía obtener de otras formas, como su viejo, o Duncan Ewart, el padre de Carl. Pero ahora no. Es notorio el desprecio que suscita en la actualidad ese tipo de gente, incluso en sus propias comunidades. Dicen que todo ha cambiado, pero qué cojones va a haber cambiado. En realidad, no. Todo lo que ha ocurrido es… A la mierda.

¿Cómo habría sido Gally ahora, en caso de seguir aquí?

Los ojos de Gally obsesionaban a menudo a Billy. Los veía sobre todo si dormía solo, cuando Fabienne estaba en Francia, durante los períodos de interrupción de su relación intermitente; no se había puesto a buscar en serio una versión local con la que reemplazarla. Los ojazos de Andy Galloway: nunca vivarachos e inquietos, sino vacíos y negros por la muerte. Y su boca, abierta en un grito silencioso, mientras la sangre fluía de ella, manchando sus grandes dientes blancos. Le había salido aún más por la oreja, más allá del pendiente dorado del lóbulo, su olor metálico sobre las manos de Billy y la ropa mientras sostenía aquella cabeza sin vida. Y su peso. Gally, tan pequeño y delgado en vida, parecía pesadísimo al morir.

La propia boca de Billy parecía haberse llenado de ese sabor metálico de la sangre, como si hubiera estado chupando una vieja moneda de dos peniques. Más tarde intentó sacárselo cepillándose los dientes, pero siempre volvía. Ahora, en aquel bar, transcurridos todos esos años, parecía haber vuelto. La pérdida y el trauma dejan su propio regusto fantasma; se le encogió el estómago y le dio un retortijón en torno a algo tan maleable como un trozo de mármol.

Y después, la forma en que la sangre manó a borbotones de la boca de Gally, como si respirara sólo por un segundo, tomando aliento por última vez. Pero Billy no se permitió aquella reflexión; sabía que Gally había desaparecido y que sólo era el aire de sus pulmones escapándose.

Se acordaba de los gritos de Carl y de los tirones de pelo de Terry. Billy quiso sacudirles a ambos y decirles que se callaran. Que se callaran por Gally. Que mostraran un poco de respeto por él. Tras un momento, Terry captó su mirada. Se hicieron un gesto. Terry abofeteó a Carl. No, los chicos nunca se abofetean en Escocia. Los cockneys abofetean a la parienta, de ahí venía la expresión una «manita de bofetadas». Aquello fue un tortazo. Terry mantuvo firme la muñeca, no era la bofetada de una chavala o de un maricón. Billy se acordaba de aquello. Parecía tan importante en su momento… Ahora le parecía tan lamentable como repugnante y completamente estrafalario. No eran nuestros malos hábitos los que nos asustaban en realidad; estábamos demasiado acostumbrados a ellos, sólo les preocupaban a los demás. Lo que se luchaba por reprimir eran los impulsos extraños, imprevisibles y brutales, aquellos que los demás ni siquiera percibían y que esperábamos que nunca percibieran.

Pero con Gally sí lo hicieron.

A veces Billy no entendía cómo lograba retener todo aquello en su cabeza. Sabía que la personalidad se consideraba por lo general como acción antes que como palabras o pensamientos. Mucho antes de dedicarse al boxeo había aprendido que el miedo y la duda eran emociones que era mejor no manifestar. A menudo le reconcomían aún más por suprimirlas, pero podía hacerlo. No tenía tiempo para el festín necrófago de la cultura de la confesión íntima; cuando le amenazaban ese tipo de emociones, mordía con fuerza, como si de una pastilla se tratara, y tragaba la energía que liberaba. Era mejor eso que darle a otro el poder de desmantelarte la cabeza. Por lo general funcionaba, pero una vez le había fallado.

Cuando el fantasma de Gally subió flotando al cuadrilátero.

Y últimamente todo había vuelto con demasiada fuerza. Billy estaba pensando en Fabienne, en su sociedad con Gillfillan y Power, y se fue a dar un paseo por el cementerio donde estaba enterrado Gally. Se acercó a la tumba y vio a un tío venga a farfullar junto a ella. A medida que se aproximaba parecía como si el tío estuviera hablando con Gally. Avergonzado, Billy siguió caminando y descartó la idea. El tío no era probablemente más que algún borrachín al cuidado de los servicios comunitarios murmurando chorradas. Aunque no lo parecía, llevaba corbata y parecía que debajo del abrigo llevaba uniforme.

Aquello perturbó a Billy. Estaba casi seguro de que aquel hombre había dicho «Andrew». Con toda probabilidad no era más que la impronta fantasma de su propio dolor, pero le retorcía por dentro como las malas hierbas y enredaderas del cementerio.

ISLANDS IN THE STREAM

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