Cola

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4. Aproximadamente 2000: Ambiente festival » Edimburgo, Escocia: 2.02 de la madrugada

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Aunque sentía un dolor sordo en la mandíbula, Juice Terry desbordaba sensación de victoria mientras se afanaba en cruzar Princes Street con una de las maletas de Kathryn. La llevaría al Gauntlet y todo el mundo vería que él, Juice Terry, seguía siendo EL PUTO AMO, cuando se trataba de…, bueno, cuando se trataba de lo que fuera. Eso sí, reconoció para sus adentros que había sido un error levantarle la mano a Birrell. Había sido un golpe certero y potente, reflexionó Terry con obstinada admiración. Dicen que lo último que pierde un boxeador es su pegada. Los reflejos de Birrell también habían estado impresionantes. Claro está, pensó Terry, que yo iba borracho que te cagas y probablemente mi golpe se veía venir desde la otra punta de Princes Street.

Ahora Terry formaba parte de un convoy de perdidos que porteaba el equipaje de Kathryn. Johnny y Rab también llevaban una maleta cada uno, Lisa y Charlene unas bolsas más pequeñas. Kathryn no llevaba nada. «Debería ayudaros», protestó de forma poco entusiasta. «Quizá deberíamos tomar un taxi…»

A Terry le zumbaba la cabeza. Estaban todos allí dentro, Lucy, Vivían, Jason, su madre, todos disputándose el primer puesto.

Los demás eran causas perdidas, pero seguro que Jason no. ¿Por qué no tenía una relación con Jason? Le había consentido demasiado. Qué zoo ni qué pollas, tendría que haberle llevado al fútbol, pensó. Demasiado caro en los tiempos que corren; además, el chiquitín no había mostrado ningún interés.

Terry tenía que reconocer que era comprensible, pues él mismo empezaba a identificarse con el padre al que siempre había odiado. Antes, lo único que había visto eran los actos de aquel hijo de puta, su egoísmo cruel y negligente, no los motivos subyacentes de dichos actos. Ahora, empezaba a comprenderlos a regañadientes, en términos de sus propias motivaciones. El viejo sólo quería echar un polvo decente, llevar una vida sin agobios, tener dinero fácil y un poco de respeto. Y sí, de resultas había tratado mal a su mujer y a sus hijos. Pero el pobre hijo de puta no había nacido en una situación en la que pudiera reunir los recursos monetarios o sociales para darle el toque financiero satisfactorio a las cosas. Los ricos trataban a sus compañeras igual de bien o de mal que los barriobajeros. La diferencia residía en que aquellos cabrones podían tenerlas contentas con una gran compensación si se daba el caso de que todo empezara a ir mal. Y podían hacerlo de forma impersonal, a través de abogados.

Terry tenía que reconocer que la posibilidad de que el peque saliera distinto quizá no fuera mala cosa. ¿Sería como Terry? Terry intentó imaginarse, veinte años más tarde, a un par de rubias macizas ejecutando un ritual de sexo lésbico frente a un Jason adulto que fuera el vivo retrato de él. Entonces él (Jason/Terry) se sumaría, follándose a una y después a la otra en distintas posiciones antes de vaciar la tubería. Entonces se arrancaría las gafas y los auriculares de realidad virtual y se encontraría sentado ante una polla fláccida y goteante, en una habitación sarnosa con aspecto abandonado, llena de cartones vacíos de comida para llevar, ceniceros rebosantes, platos sucios y latas de cerveza vacías. Terry deseaba empezar el siglo XXI con buen pie.

Pero aquél era el panorama hereditario. En el panorama ambiental se imaginaba al peque como un gafotas viviendo en una casa prefabricada en los suburbios con una mujer aburrida y un par de pequeños agentes consumidores como críos. Y allí estaría ella, Lucy, yendo de visita los domingos con Gawky para comerse un asado. Todo resultaría de lo más agradable e idílico hasta que vieran a un borrachín harapiento y empapuzado de alcohol mirándoles fijamente desde el otro lado de la ventana. Sería Post… Juice Terry… no, a la mierda. Algún día se iban a enterar todos. Se pasó la mano por sus aún abundantes cabellos rizados y se sintió triste de no poder experimentar más que autocompasión y sentimientos empalagosos.

Había contemplado montones de fantasías de venganza, que le horrorizaron y le repelieron incluso a él. Lucy vestida con una camiseta de los Hearts con el número 69 y la palabra GUARRA en la espalda, mientras él le daba lo suyo sin vaselina. Pero ella no tenía nada de Jambo, odiaba el fútbol. Probablemente fuese en su viejo en quien pensaba; en efecto, cuando en su imaginación Terry bombeaba a toda máquina, no dejaban de intercalarse en la escena imágenes de su padre con una ridícula escarapela granate durante un partido de la copa escocesa entre los Hearts y los Rangers en los setenta. A la mierda; uno no debe nunca analizar en exceso sus propias enfermedades; así lo único que se conseguía era exacerbarlas.

Si alguien se merecía una paliza era el desgarbado, el puto técnico de laboratorio que se la follaba. Y se la habría dado además, de no ser porque en aquel entonces Terry estaba tirándose a Vivian y porque la intervención de aquel tío les había dado la oportunidad de montárselo juntos. Pero aquella estaca con pelo largo, granos y nuez saliente: parecía uno de aquellos vírgenes heavy-metal de Bonnyrigg o algún sitio de ésos, que escuchan discos de fantasías de dominación masculina y que con sólo hablarle a una chica les entra el soponcio y el tartamudeo. De hecho, Terry se enteró más tarde de que fue Lucy quien se lo ligó a él, durante una noche de marcha con la gente del trabajo en Kirkaldy, en el Almabowl.

Terry casi se parte de risa cuando ella se acercó acompañada de aquel capullo, con las manos junto a los costados, abriendo y cerrando los puños como si fuera a armarla. Ella estaba recogiendo y preparando al chico. Tendría que haber hecho papilla a aquel tipo por llevarse a su mujer y su hijo. Pero no pudo, porque sólo podía pensar en Vivian, en cómo había precipitado la situación para que Lucy le abandonara y se hiciera cargo del crío a fin de que él pudiera hacerse el dolido y abandonado. Y le habían hecho el juego a la perfección. Ahora se vería libre de las facturas impagadas, del contrato de alquiler, de los silencios gélidos que estallaban convertidos en disputas feroces, de las quejas, de sus deseos de tener una casa en los suburbios y un jardín para el crío para que no tuviera que jugar en las calles del barrio como había hecho Terry. Ah, cómo iba a paladear el verse libre de tanto feo engaño. Sí, al cerrarse la puerta, meditó sobre su pérdida y se quejó un poco ante sí mismo, y a continuación recogió sus propias cosas, y ante el absoluto horror de su madre, se trasladó directamente a casa de ella.

Un quejido de Johnny le distrajo de sus reflexiones. Sí, aquel peso pluma estaba currando que te cagas. «No veo por qué no podrías haberte limitado a reservar otra habitación en el Balmoral», le insinuó con voz lastimera a Kathryn.

«Quiero estar lo más lejos posible de ese gilipollas de Franklin», maldijo Kathryn. Les costó siglos encontrar una habitación en un hotel céntrico, incluso a nombre de Kathryn Joyner. Ahora iban recorriendo Princes Street hasta Haymarket, hacia un alojamiento más pequeño, pero cómodo y acogedor.

Mientras Kathryn firmaba en el libro de registros, Terry cavilaba. «Eras perfectamente bienvenida en mi casa, sin pegas de ninguna clase», le dijo a Kathryn.

«Terry, tú eres un tío. Siempre hay pegas.»

La chavala yanqui no era tan boba como parecía. «Se me ocurre una cosa», se aventuró Terry, «esto está al lado del Gauntlet. Para lo del karaoke, ¿sabes?»

«Tengo que ir a Ingliston a hacer ese bolo», le dijo Kathryn.

«Pero si has despedido al tío…», gimotéo Terry.

«Es algo que tengo que hacer», le dijo con brío.

Rab Birrell empezó a arrastrar escaleras arriba una maleta mientras el recepcionista le entregaba su llave a Kathryn. «Entérate, Terry, es Kathryn quien decide.»

«Eso, ya subiremos al Gauntlet en taxi para tomar la última después del bolo», dijo Johnny, y se preguntó por qué hablaba con Terry, pues estaba absolutamente follao y sólo quería echar una cabezada.

Después de quedarse esperando por ahí mientras Kathryn se vestía, se metieron en la limusina que Rab había llamado para que desviase la trayectoria desde el Balmoral y salieron en dirección a Ingliston. Johnny se despatarró en un lado del coche y se quedó sobado. Le hacía ilusión viajar en un coche como aquél, pero ahora la experiencia le dejaba atrás con la misma certeza con que lo hacía el autobús urbano de al lado.

Charlene estaba hecha un ovillo y apretada contra el costado de Rab, y disfrutaba. Lisa y Terry se sirvieron unas copas del mueble-bar. Ahora Lisa podía olerse a sí misma; su top estaba sucio y tendría los poros bloqueados, pero no le importaba. Terry le balbuceaba al oído a Kathryn, y se dio cuenta de que la cantante americana se sintió agradecida cuando ella intervino. «Deja en paz a Kathryn, Terry, tiene que prepararse. Cierra la puta boca.»

Terry la miró boquiabierto en señal de protesta.

«Te he dicho que te calles», le exhortó ella.

Terry se rió y le dio un apretón en la mano. Le gustaba aquella chavala. A veces podía resultar bastante agradable recibir órdenes de una tía. Durante unos cinco minutos más o menos.

Las casas de vecinos de las zonas deprimidas dieron paso a grandiosos chalets, que a su vez dieron paso a insípidos suburbios y vías de acceso a las autopistas. Entonces pasó un avión rugiendo por encima de ellos y se encontraron parando en el aparcamiento del recinto ferial de Ingliston. Les costó despertar a Johnny, y al equipo de seguridad de Kathryn no le hizo demasiada gracia ver a su séquito, pero estaban tan aliviados de verla que surtieron incondicionalmente a todos los miembros de aquella partida con pases de entre bastidores.

En el vestuario, se pusieron las botas con la comida y la bebida gratuitas mientras Kathryn se ocultaba en el cuarto de baño, vomitaba y se daba ánimos.

Kathryn Joyner salió al escenario de forma vacilante en Ingliston. Fue el recorrido más largo hasta el micrófono que nunca realizara; bueno, puede que no fuera tan malo como aquella vez que subió tambaleándose en Copenhague tras salir de aquella habitación de hotel después de haber pasado por el hospital donde le acababan de sacar las pastillas mediante un lavado de estómago. Pero esto era suficientemente malo en sí mismo: pensó que perdería el conocimiento por el calor de los focos, y era consciente de hasta la última gota de mugriento dolor que las drogas habían dejado en su cuerpo malnutrido.

Haciéndoles un gesto a los músicos, dejó que el grupo empezara a tocar

Mystery Woman. Cuando cantó, durante la primera mitad del primer tema, su voz apenas era audible. Entonces sucedió algo a la vez perfectamente ordinario y encantadoramente místico: Kathryn Joyner sintió la música y se puso las pilas. A decir verdad, no fue más que una interpretación aceptable, pero era mucho más de lo que ella y su público habían llegado a acostumbrarse, de modo que en ese contexto constituía un pequeño triunfo. Más importante: una multitud nostálgica, agradecida y bastante borracha quedó deleitada.

Al final de la actuación, pidieron que volviera a salir a hacer unos bises. Kath pensó en aquella habitación de hotel en Copenhague. Hora de soltarse, pensó. Se volvió hacia Denny, su guitarrista, que era un veterano músico de estudio. «

Sincere Love», dijo ella. Denny le hizo un gesto al resto del grupo. Kathryn apareció entre grandes aplausos y cogió el micrófono. Terry bailaba entre los bastidores.

«Me lo he pasado estupendamente en Edinboro. Ha sido estupendo. Esta canción se la dedico a Terry, Rab y Johnny de Edinboro, con Amor Sincero.»

Fue un broche final digno, aunque Terry se sintió un poco ofendido de que no se hubiese referido a él con su nombre completo, Juice Terry. «Habría significado mucho más para toda la gente del barrio», le explicó a Rab.

Franklin Delaney trató de saludarla cuando bajó del escenario, pero fue interceptado por Terry. «Tenemos un bolo», le dijo, mientras apartaba de un empujón a su anterior mánager. Kathryn disuadió a los de seguridad, que estaban listos para intervenir.

Terry iba el primero, cruzando el aparcamiento a grandes zancadas hasta llegar a los taxis preparados para llevarles hasta el Gauntlet en Broomhouse. Kathryn veía las cosas venir con abrumadora claridad, no a nivel intelectual —estaba tan hecha polvo que apenas podía pensar con claridad—, pero tenía claro que se acabó, que aquél sería su último bolo en mucho tiempo.

Para el mundo exterior su vida había sido un éxito fenomenal, pero para Kathryn Joyner, los años de su juventud pasaron volando en una serie de giras, habitaciones de hotel, estudios de grabación, chalets con aire acondicionado y relaciones insatisfactorias. Tras el aburrimiento embrutecedor de aquel pueblecito cercano a Omaha, había vivido una vida siguiendo un programa establecido por otros, rodeada de amigos que tenían intereses creados en la continuidad de su éxito comercial. Su primer mánager, antes de su áspera ruptura, había sido su padre. Kathryn pensó en cómo murió Elvis, no en un hotel de Las Vegas vestido con un mono, sino en casa, sentado en la taza del

water en Memphis, rodeado de los suyos. Hay tantas posibilidades de que sea la gente que te quiere los que precipiten tu fallecimiento como que sean tus nuevos adláteres. Es menos probable que éstos se fijen en los progresos de tu deterioro.

Pero a ella le vino bien. Durante un tiempo. No se había dado cuenta de la vorágine en la que estaba metida hasta que fue demasiado tarde para salir. La historia esta de pasar hambre no iba sobre otra cosa que el ejercicio del control. Por supuesto, todo el mundo se lo había dicho, pero ahora podía sentirlo e iba a hacer algo al respecto. E iba a hacerlo sin la figura de la fantasía del rescate que siempre aparecía justamente en el momento en que las cosas se ponían excesivas, que le recomendaría una persona o un

look nuevos, o unos bienes de consumo duraderos, o unos bienes inmobiliarios, o un libro de autoayuda, una dieta revolucionaria, o unas vitaminas, o un psiquiatra, un gurú o un mentor, religión, consejero, cualquier persona o cosa que sirviera para tapar las grietas para que Kathryn Joyner pudiera volver a meterse en el estudio y salir de gira. Para que volviera a ser la vaca productora de pasta que servía de sostén a la infraestructura de aprovechados.

Terry, Johnny, incluso Rab: no podía fiarse de aquellos tíos más que de los demás. Eran iguales, no podían remediarlo; estaban devorados por aquella enfermedad que cada día que pasaba parecía afectar más a todo el mundo: la necesidad de utilizar a los vulnerables. Eran agradables, de todos modos; ahí estaba el problema, siempre lo eran, pero había que poner fin a su dependencia de los demás y, a la inversa, a la de ellos respecto a ti. Aunque le habían demostrado algo, algo útil e importante, durante aquellos últimos días de insensatez y confusión inducida por las drogas. Por extraño que pareciera, las cosas les importaban. No estaban hastiados de la vida ni se mostraban indiferentes. Las cosas les importaban; a menudo se trataba de cosas estúpidas y triviales, pero les importaban. Y les importaban porque pertenecían a un mundo ajeno al mundo artificioso de los medios de comunicación y el espectáculo. A uno no podía importarle ese mundo, en realidad no, porque no le pertenecía y nunca podría hacerlo. Era un mundo de comercio sofisticado, y no hacía más que seguir su propio curso.

Iba a dormir durante unos cuantos días, y después volvería a casa y desconectaría el teléfono. Tras eso, alquilaría un apartamento discreto en alguna parte. Pero primero cantaría ante un público. Sólo una vez más.

Fue así como Juice Terry y Kathryn Joyner terminaron por cantar

Don’t Go Breaking My Heart a dúo. Cuando se proclamó que habían ganado el premio consistente en una gama de accesorios de cocina proporcionados por Betterware, hicieron un bis con

Islands in the Stream. Lousie Malcolmson se puso hosca, sobre todo porque ella y Brian Turvey habían dado lo mejor de sí mismos con

You’re All I Need to Get By. «Le están lamiendo el culo a esa cabrona yanqui pastosa», dijo en voz alta y con evidentes señas de estar bebida.

El gesto de Lisa se endureció, pero no dijo nada. Terry tuvo una charla tranquila con Brian Turvey, quien llevó a Louise a casa.

En años venideros se diría que el último bolo de Kathryn Joyner tuvo lugar en Edimburgo, y era cierto. Sin embargo, eran muy pocos los que sabían que tuvo lugar no en Ingliston, sino en el pub Gauntlet, de Broomhouse.

Si el bolo de Ingliston había marcado un hito para Kathryn, el del Gauntlet supuso lo mismo para Terry. Cuando se marcharon, dejó la chaqueta sobre el respaldo de una silla de forma deliberada. Si seguía vistiendo como un gilipollas, de ningún modo seguiría tirándose a chavalas jóvenes y enrolladas como Lisa. Tomó la determinación de hacer un esfuerzo para adelgazar y controlar con los Häagen-Dazs, las cenas a base de salchichas y morcillas y las sesiones masturbatorias. En algún punto del camino, se daba cuenta, había perdido un poco el orgullo de sí mismo. Y aquello no suponía necesariamente que tuviera que vestir como un maricón, porque las Ben Sherman volvían a estar de moda. Había tenido la primera a los diez años. Quizá aquello fuera el indicio de un revival de Juice Terry en la mediana edad. También tendría que cortarse el pelo. Le crecía muy rápido, pero un corte al uno o al dos cada dos sábados molaría, si lograba perder peso. Comprarse unas Ben Sherman, unos vaqueros nuevos. ¡Desvalijar una puta tienda de ropa! Quizá una chaqueta bomber de cuero como la de Birrell. Tenía que reconocer que quedaba elegante. Terry nuevo, trapos nuevos.

Sí, ¡pronto estaría en el gabinete del capullo de Tony Blair! Ese tío se había coscado, no importaba lo que hicieras mientras tu imagen y tus palabras casaran con el papel. Eso era lo único que quería la gente en Gran Bretaña, unas palabras comprensivas por parte de un hombre bien vestido y bien hablado. Alguien que les dijese que todos eran muy importantes. Entonces uno podía apoltronarse tranquilamente cuando todos se cagasen encima de uno y le demostraran que no era nadie. Porque lo importante es el efecto.

Más tarde, se plantearon ir a casa de Terry a celebrar una fiesta. Kathryn estaba agotada y quería ir a dormir a su habitación de hotel. «Necesito ir al maldito hotel…», musitaba sin parar de forma delirante. Johnny estaba en estado comatoso. Aquella noche aquel guarrete no sobaba con ella ni de coña, pensó Terry, dejándole a Lisa y Charlene sus llaves y dándoles instrucciones para que acostaran a Johnny. Rab y él acompañarían a Kathryn al hotel y después volverían directamente a casa.

Rab no estaba demasiado satisfecho, pero Terry paró un taxi y aquello fue un hecho consumado. Lisa y Charlene ya estaban metiendo a Johnny en otro.

Al llegar al barrio, Lisa recordó que una tía y una prima suyas vivían allí. No las conocía bien. Sí recordaba cuando de niña vino a comer aros de espaguetis con tostadas. Uno de sus primos había muerto hacía años; se cayó de un puente cuando iba borracho. Otro tío joven que salía de marcha, rebosante de vida, y regresaba frío y muerto. Su madre y su padre habían ido al funeral.

Desde la última vez que había estado aquí, a los edificios les había salido una erupción de antenas parabólicas. Se habían meado encima de la pared de al lado del armario del cubo de la basura tantas veces que el revestimiento estaba indeleblemente manchado y parecía que se deshacía por momentos. No sabía si el portal de su tía Susan era éste o el de detrás. Puede que Terry la conociese.

Lisa se dio cuenta de que Charlene estaba totalmente hecha polvo y que le convendría echarse a dormir. Y el tal Johnny: él también estaba bien jodido.

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