Cola

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2. Los 80: La última cena (de fish and chips) » Windows 80

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El edificio entero parecía silbar y temblar al atravesarlo las corrientes de aire frío, que lo dejaban atrás, chirriante y lleno de goteras, como si de un bogavante arrojado a una olla de agua hirviendo se tratase. Aquellas ráfagas de viento sucio y frío a alta presión procedentes de la tempestad exterior se colaban implacablemente a través de las grietas en los marcos de las ventanas y por debajo de los alféizares, a través de los respiraderos y los espacios que había entre las tablas del suelo.

De repente, con un trallazo enérgico y desdeñoso, y arrastrando un montón de latas y de basura a su paso, el viento se dignó cambiar de dirección, dándole un respiro a Sandra. En el momento en que las fibras de su cuerpo y de su ánimo parecían a punto de relajarse, en las calles del exterior hicieron acto de presencia unos borrachos, rellenando el vacío silencioso, ocupándolo con sus gritos y sus sonsonetes. El viento y la lluvia habían amainado, así que podían volver a casa. Pero aquellos buhoneros de la miseria siempre parecían detenerse ante su portal, y había un tipo particularmente persistente que, sin darse cuenta, le había enseñado todas y cada una de las estrofas y estribillos de

Hearts Glorious Hearts durante los últimos meses.

Antes todo aquel ruido no le molestaba nunca. Ahora ella, Sandra Birrell, madre y esposa, era la única persona que vivía en este lugar que no dormía por las noches. Los chicos dormían como troncos; a veces ella iba a comprobarlo, para maravillarse de su serenidad y de cómo iban creciendo.

Billy se marcharía pronto, estaba segura. Aunque sólo tenía dieciséis años conseguiría su propio sitio antes de que pasaran un par de años. Se parecía muchísimo a su marido de joven, aunque su cabello estuviera más próximo al tono rubio de ella. Billy era duro y reservado, tenía su propia vida y la custodiaba celosamente. Ella sabía que había chicas revoloteando a su alrededor, pero encontraba difícil lidiar con su falta de expresividad, aun cuando le maravillasen sus detalles de amabilidad no solicitada, no sólo los que tenía con ella, sino también con los parientes y vecinos. Se le podía ver, en un jardín que había donde las casas de los pensionistas de guerra, cortando el césped y negándose rotundamente, con un ademán de su cabeza de pelo rapado muy corto, a aceptar dinero alguno a cambio. Y también estaba Robert: era un potrillo alto y delgado, pero crecía con rapidez. Un soñador, sin el sentido práctico y la voluntad que caracterizaban a Billy, pero al igual que éste, reticente a compartir los secretos de su mente. Cuando él se marchase, ¿qué les quedaría a ella y su marido, Wullie, que dormía profundamente a su lado? ¿Qué sería ella entonces? ¿Sería la vida después de ellos como la vida antes de ellos? ¿Volvería a parecerse a Sandra Lockhart?

Resultaba demencial, pero ¿qué le había sucedido a Sandra Lockhart? La hermosa rubia que sacaba tan buenas notas, que había asistido a Leith Academy mientras el resto de su familia, los Lockhart de Tennent Street, habían ido todos a D. K. —David Kilpatrick’s o «Daft Kids», chicos tontos, según la cruel denominación de los lugareños—. Sandra era la más joven del clan, la única criatura de aquella pandilla de sobrados expulsados de la parroquia que parecía destinada a llegar a alguna parte. Vivaz, chispeante y mimada, siempre pareció tener demasiados humos, y siempre daba la impresión de mirar por encima del hombro a todo el mundo que vivía en aquellas casas de vecinos del viejo puerto de donde era oriunda su familia. A todos menos a uno, y ése estaba tendido junto a ella.

Los borrachos ya se habían marchado y sus voces se desvanecieron en la noche, pero sólo para anunciar el retorno de los vientos flagelantes. Otra ráfaga feroz y la ventana se combó como el

wobble-board, el improvisado instrumento musical del presentador infantil Rolf Harris, insinuando fugazmente el posible drama de la rotura, el único suceso que sin duda despertaría a su amodorrado marido y le obligaría a actuar, a hacer algo. Lo que fuese. Sólo para mostrar que estaban en el mismo barco.

Sandra le miró, dormido tan plácidamente como los muchachos de la habitación de al lado. Ahora era más corpulento y había perdido pelo, pero a diferencia de otros, no se había abandonado, y todavía se parecía al Rock Hudson de

Escrito sobre el viento, la primera película decente que había visto de niña. Trató de pensar en su propio aspecto, y se palpó los michelines y la celulitis. La sensación de sus propias manos sobre su cuerpo le producía consuelo y repulsión a partes iguales. Dudaba de que aún siguiera recordándole a la gente a Dorothy Malone Así es como la llamaban entonces: «La Rubia de Hollywood.»

Marilyn Monroe, Doris Day, Vera Ellen; las había insinuado a todas con un peinado tras otro, pero a ninguna más que a Dorothy Malone en

Escrito sobre el viento. Menuda broma. Por supuesto, ella nunca había sabido lo de aquel apodo en aquel entonces, en el Cappy y sitios por el estilo. De haberlo sabido, no habría habido quien la aguantase, se confesó Sandra a sí misma. Sólo Wullie le había dicho, poco después de que empezaran a salir, que iba con la chica que los demás tíos conocían como «La Rubia de Hollywood».

Con inesperada violencia, la lluvia azotó la ventana como si de piedras se tratase, con tal fuerza que su corazón pareció separarse en dos mitades, una de las cuales salió disparada hacia su boca, mientras la otra lo hacía hacia el estómago. Hubo un tiempo, pensó, en que todo aquello nada significaba: el viento, la lluvia, los borrachos de fuera. Ah, si Wullie se despertara y la abrazara y le hiciera el amor, como antes, a voces durante toda la noche. Ah, si ella pudiera cerrar la distancia que había entre ambos, desperezarle y pedirle que la abrazara. Pero de algún modo, no eran ésas las palabras que ninguno de los dos esperaba oír en sus labios.

¿Cómo se habían convertido los pocos centímetros que había entre ellos en semejante abismo?

Tumbada en la cama mirando un techo anodino mientras el pánico la recorría en oleadas sucesivas, en la mente de Sandra se abrió una fisura deslumbrante. Casi podía sentir cómo, a través de ella, su cordura se deslizaba por un abismo, dejándola hecha una carcasa zombi. Y a punto estaba de abrazar ese estado, sin reticencias, sólo para ser como mi marido, Wullie, que dormía y dormía y dormía a través de todo el bullicio hasta que llegaba la mañana.

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