Cola

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2. Los 80: La última cena (de fish and chips) » Billy Birrel

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Entonces nos llevamos un susto; otro perro, más grande, sale disparado hacia delante, saltando por encima del que gruñía en el suelo y lanzándose contra Doyle. Éste levantó su muñeca acolchada y el perro le hincó el diente. Yo corrí hacia el otro perro, que saltó hacia atrás, tensando el cuerpo, volvió a agazaparse y empezó a gruñir mientras le temblaban las fosas nasales. Doyle seguía luchando con el perro grande, pero Gentleman se acercó y se colocó a espaldas del perro, dejándose caer con todo su peso sobre él. Éste soltó un gañido y se hizo lentamente una bola aplastada contra el suelo bajo su mole.

Terry está junto a mí y mantenemos la vista fija en el otro perro. «No sé, Billy, no sé», suelta.

«Nah, este gili se ha cagado», digo yo. Doy un paso adelante y el perro retrocede.

Gentleman sigue encima del otro perro, inmovilizándolo, y le sujeta el hocico con ambas manos mientras Doyle forcejea para liberar su brazo.

Brian sujeta un bate de béisbol, mientras yo y Terry seguimos encarados con el otro perro. «Tú vigílale la boca a ese cabrón», dice Brian. «No son más que dientes y mandíbulas. No pueden pegar puñetazos ni patadas, sólo pueden morder. Venga, cabrón…»

Polmont ha vuelto a entrar y le ha pasado las cizallas a Doyle. Gent sigue montado encima del perro, manteniendo cerradas sus mandíbulas con esas manazas y echándole el cuello hacia atrás, con la cabeza apretada contra su pecho. Doyle coloca la cizalla alrededor de una de las patas delanteras del perro y se oye un chasquido espantoso seguido de un gañido amortiguado. Cuando hace lo mismo con la segunda, se oye un extraño aullido como de eco. Gentleman suelta al perro y éste intenta incorporarse pero suelta gañidos y parece que estuviera bailando sobre brasas al rojo; cojea, chilla y se cae. Pero sigue gruñendo y va reptando con las patas traseras, intentando alcanzar a Doyle. «Chulo de mierda», suelta Doyle antes de patearle con fuerza el hocico. Después le pisotea la caja torácica un par de veces y el gruñido se convierte en gañido y se nota que el espíritu del perro está quebrantado.

Gentleman empieza a cerrar el hocico del perro con cinta adhesiva de color marrón, de esa que se usa cuando te cambias de casa, en las mudanzas y tal, y hace lo mismo con las patas traseras.

Doyle se ha acercado hasta nosotros y el segundo perro, le tira el abrigo y el mamón lo aferra. Antes de que pueda soltarlo nos abalanzamos todos hacia delante, arrollando al hijoputa, inmovilizándolo mientras yo le aplasto la cabeza contra la hierba mullida. Terry tiembla como una hoja mientras lo mantiene sujeto a medias con Brian, y Polmont le ha pegado una patada en el costado, haciendo que se revuelva y casi logre soltar mi presa. «¡No le patees, sujétalo!», le grito al muy gilipollas, y se agacha y lo agarra.

Polmont se levanta y le suelta un chute en el estómago al segundo perro. Este suelta un gran gemido y de una de las fosas nasales sale una burbuja enorme. «Merece morir, joder», dice. Entonces se acerca Gentleman y se coloca a horcajadas sobre él, sellándole la boca con cinta aislante, después juntándole las patas delanteras y después las traseras.

«Aún no hemos terminado con vosotros, cabrones», sonríe Dozo, mientras cruzamos en la oscuridad los terrenos, dejando a ambos perros allí tumbados, indefensos.

A medida que nos alejamos de la valla del perímetro la hierba bajo nuestros pies se va saturando de agua turbia. «Mierda», salgo yo, notando cómo la fría humedad empapa mis zapatillas.

«Chist», susurra Terry, «ya casi estamos.»

Estaba oscuro como la boca de un lobo, y es un alivio ver la luz encendida en la oficina al fondo de la colina. La pendiente empieza a notarse a medida que el terraplén desciende hacia el aparcamiento que está junto a la carretera de la playa. De pronto oí un grito. Me preparé pero sólo era Polmont, que se había caído. Gentleman puso silenciosamente en pie al sacomierda de un tirón.

Al cabo de un rato, chapoteamos por el barro y para cuando llegamos al asfalto del área de descarga, tengo los pies completamente mojados. De todos modos me siento guay, como en una peli de Bond o una de comandos cuando penetran en el cuartel general enemigo.

Llegamos a la oficina y Pender no quiere dejar entrar a Doyle. «Abre la puta puerta, viejo capullo», le grita éste a la ventana.

«No puedo, si te dejo entrar a la oficina sabrán que estoy en el ajo», protesta Pender.

Gentleman se aparta un poco y se lanza corriendo hacia la puerta, abriéndola de dos patadones. «Eso», suelta, «será mejor hacer que parezca que entramos desde el exterior.»

«¡No hace falta que entréis aquí!», chilla Pender, cagado. «¡Todo lo que necesitáis lo tenéis fuera!»

Aun así, Gentleman entra sin dudarlo, mirando a su alrededor como el Lurch ese de la Familia Addams. Polmont tira un montón de papeles de la mesa al suelo, e intenta arrancar el teléfono por el enchufe, como en las películas, sólo que el aparato cabrón ni se cantea, una, dos veces. Gentleman sacude la cabeza, se lo quita de las manos y lo arranca de un tirón.

Terry inspecciona todos los cajones. El viejo Pender está que se sale de sus casillas. «No lo hagas, Terry… ¡Me buscarás la ruina!»

«Ahora además tendremos que atarte», suelta Doyle, «para que no sospechen.»

El viejo se da cuenta de que no bromea y casi le da un ataque de pánico. «No puedo…, tengo problemas de corazón», gimotea, y vi la expresión de desdén con la que Polmont acogió aquello.

Salí a hablar en defensa del abuelo, porque estaba aterrado. «Dejadle», solté.

Doyle se volvió lentamente para mirarme. Gent también. Terry dejó de revolver y me puso la mano en el hombro. «Nadie va a hacerle daño al bueno de Jim, Billy, lo hacemos para ahorrarle problemas», dijo, volviéndose hacia Pender. «No lo haremos hasta que no estemos listos para marcharnos, Jim, y los tíos de Securicor te encontrarán al poco rato, cuando vengan a recoger a los perros.»

«Pero la puerta está rota…, los perros podrían entrar y atacarme…»

Aquello nos hizo reír a todos. «Nah», dijo Doyle, «no habrá perros por medio.»

Terry mira a Pender: «Entonces, ¿no hay pasta por aquí, Jim?»

«Nah, aquí no. Esto es todo administrativo. Como os dije, aquí ya no trabaja casi nadie.»

Terry y Doyle parecieron creerle. Terry guipa mis playeras, y la pista de barro que llega hasta la oficina atravesando el aparcamiento. «¿Qué le tengo dicho acerca del calzado cómodo y práctico, Birrell, del calzado correcto para cada tarea? No jugaría al fútbol con las zapatillas de andar por casa, ¿verdad que no, muchacho?», me suelta con voz de maestro, esa que siempre ponen él y Carl.

Doyle le ríe la gracia, y el soplapollas de Polmont también. Todos los demás mamones llevan botas, sólo yo llevo playeras; me siento un poco pringao y me da mal rollo. Recuerdo que aquello me jodió, que Terry se sobrara para fardar delante de Doyle. Si llega a seguir por ese camino, a lo mejor le habría partido la boca.

Pero ya estábamos dentro. Lo habíamos hecho, y eso era lo que contaba.

Gentleman y Brian empezaron a cargar los fardos; logramos meter dos en la parte trasera de la furgoneta Transit. Cortamos algunos trozos más de otro y eso también lo cargamos. Después Gent se cargó la cadena de la puerta de acceso con las cizallas, que estaban cubiertas con la sangre de los perros. Abrimos las puertas. Antes de marcharnos, escoltamos adentro al viejo Jim.

El pobre capullo está como en estado de shock, mientras le atamos a la silla con la cinta aislante. Se nota que cuando estaba sentado en el Busy, mientras Terry y Doyle le invitaban a pintas, nunca había contado con algo así. Es un mal rollo total para el pobre tío. Está venga a babear acerca de la cantidad de hombres que habían trabajado allí, cuántos eran, de dónde y así.

«Bueno, pues todo eso se acabó, Pender», dice Doyle, «¡junto con el cable de cobre! ¿Verdad, chicos?»

Nosotros asentimos, y Terry y Polmont están que se mean de la risa.

Polmont cogió el bate de béisbol y lo blandió en plan kung-fu, acercándose lentamente al viejo Jim. «Haremos que parezca de lo más realista, Pender, como si hubieras sido un puto héroe que opuso resistencia…»

Cojo por el brazo a ese soplapollas aunque, todo hay que decirlo, Gentleman también se había adelantado. «¿Quieres que te demos con ese bate a ti?», le digo.

«Sólo bromeaba», suelta él.

Y una puta mierda. A la menor señal de ánimo por nuestra parte le habría abierto la cabeza al viejo Pender. Dozo me miraba como si fuera a decir algo; después miró a Polmont, como si hubiese debido hacerse valer. En realidad había mirado a Polmont como diciendo que el soplapollas le había dejado en evidencia.

«Jim», le dice Dozo a Pender, «cuando vengan esos capullos de Securicor, si preguntan dónde están los perros, diles que se han escapado.»

«Pero…, pero… ¿cómo van a escaparse?», suelta él.

«Por el agujero que hemos hecho en la valla, so mamón», le dice Doyle.

«Pero todavía están atados ahí detrás», suelta Brian, indicando la carretera superior.

«Ya, de momento sí», guiñó Dozo Doyle.

Vi lo que Dozo había querido decir según volvíamos sobre nuestros pasos. Terry, Brian y Polmont salieron directamente por la puerta de acceso, siguiendo la carretera de Shore Road con el cable. Ésa era la salida más arriesgada, supuse, pero a mí, Gentleman y Doyle nos tocaba lo más complicado, pues teníamos que atravesar el terreno entre la oscuridad y el barro. Los perros estaban donde los habíamos dejado, forcejeando aún; el más fiero sangraba abundantemente por las heridas de sus patas. Podíamos oír los gemidos de ambos a través de la cinta aislante.

Doyle se agachó junto al pastor alemán ileso y lo acarició con ademán tranquilizador. «Calma, calma, muchacho. Cuantísimo alboroto», susurró, y, como hablándole a un niño, añadió: «Cuatísibo abodoto.»

Entonces se acercó Gentleman, y Doyle y él cogieron al perro por un extremo cada uno, de las patas delanteras y de las traseras, y atravesaron la valla con él. Gent había aparcado la furgoneta Ford blanca y soltó su extremo del perro para abrir las puertas traseras. Después arrojaron al perro al interior de la furgoneta, y éste aulló de dolor a través de su mordaza al chocar contra el suelo.

Yo esperé mientras volvían para buscar al segundo perro; Gent lo llevaba cogido por el cuello para evitar sus patas delanteras heridas y Doyle lo sujetaba por las patas traseras. Lo metieron dentro con el otro.

Aquello no me molaba. Lo que me mosqueaba es que nadie me hubiera dicho de qué iba toda aquella mierda con los perros. «¿Qué cojones pasa aquí?», pregunté. «Esto es fuerte que te cagas. ¿A qué jugáis?»

«A los rehenes, colega», dijo Doyle con un guiño. Después, empezó a reírse mientras miraba a Gent, que empezó a descojonarse. Gentleman tenía un aspecto de lo más marciano cuando se reía, como de verdadero maníaco homicida. Suelta Doyle: «Estos cabrones saben demasiado. Podrían irse de la lengua y delatarnos. Lo único que tendrían que hacer es asignarle el caso a uno de esos Doctor Dolittle de mierda y todos al trullo. Venga, Birrell, tú siéntate delante con Marty, que yo les haré compañía a mis muchachos aquí detrás.»

Me subo y Gentleman me dice: «Nunca me han gustado los alsacianos. No es un perro al que se le pueda coger cariño. Si yo me comprara un perro, sería un pastor escocés.»

Yo no dije palabra, porque Doyle volvió a la carga. «No son alsacianos, son pastores alemanes, ¿eh, chico?», ronroneó un rato, antes de decir con sorna: «Aunque son unos cagaos, a un puto rottweiler o a un pit-bull no se los hace prisioneros tan fácilmente.» Ha estado pegándole al speed y reparte. Yo no me meto más que una miajilla porque mañana es día de colegio, pero la mayor parte se desprende del papel de plata y se pega en los húmedos dedos de Gentleman.

Condujimos hacia Gullane, todavía muy ufanos pero teniendo que aguantar el rollo enfermizo de Doyle con los perros en la parte trasera. Era un psicópata. Desde mi punto de vista estaba mal de la cabeza. «¿Sabes lo que dicen las putas tribus africanas esas y tal?», suelta, haciendo rechinar los dientes y con los ojos saliéndosele de las órbitas. «Que si matas a alguien, absorbes su poder. Es el puto rollo de los cazadores. ¡Eso significa que absorberemos el poder de estos putos perros! ¡Les dimos un palizón!»

Gentleman no dijo ni pío; siguió conduciendo sin apartar la vista de la carretera. El tema ese de

Police and Thieves me da vueltas en la cabeza. Era como si Doyle nunca esperase que dijera nada y me dirigía a mí todo lo que decía, lo cual no me gustaba. «Tú eres un tío legal, Birrell, no dices gran cosa, como Marty. Sí, no dices gran cosa pero conoces el puto paño. No vas de vacile. Lawson, por otra parte, es harina de otro costal. Sé que es tu colega, y no me entiendas mal, el tío me cae bien, pero es un vaciletas. ¿Cómo se llama tu coleguilla ese, el cabrón que le metió un tajo en la mano al tío ése en el cole?»

«Gally», suelto yo. Y yo no le llamaría a eso meterle un tajo a nadie. Sólo puso en su sitio a un capullo que se estaba sobrando. Esas cosas siempre se exageran.

«Gally, eso es. Parece buen chaval. Parece echao palante. Le vi en el fútbol una vez. Dentro de un par de semanas hay partido de los Hibs contra los Rangers en Easter Road. Tendríamos que ir todos, un montón de peña del barrio y cualquier otro capullo que tenga ganas. Conozco a unos tíos de Leith. Sería guapo reunir a unos cuantos tíos cachas y darnos de hostias con los de Glasgow.»

«Vale, trato hecho», dije yo, porque efectivamente lo sería. Uno necesita divertirse; de lo contrario la vida resulta demasiado aburrida.

Gentleman, que sigue conduciendo en silencio, me pasa un trozo de chicle.

Dozo empieza a contar chistes. «¿Cómo se le llama en Glasgow cuándo dos tipos que van hasta el culo de drogas se lían a navajazos?», pregunta, haciéndole un gesto a Gent. «No se lo digas, Marty.»

«No sé», suelto yo.

«Una pelea limpia», se ríe estrepitosamente Doyle, levantándole la cabeza a uno de los perros y mirándole a los ojos. «¡Una pelea limpia, muchacho! Ésa sí que es buena, ¿eh, amigo? Buena que-te-cagas…»

Fue un alivio llegar a Gullane y reunirnos con los demás. Estaban descargando el cable de cobre; Terry y Polmont hacían rodar una de las ruedas hasta la playa.

Se quedaron de piedra cuando bajamos a los dos perros y los arrastramos entre gimoteos por el aparcamiento. Uno de ellos, creo que el echao palante de las patas quebradas, se había meado y cagado en la furgoneta. Doyle estaba furioso. «Vas a morir, cacho guarro», carraspeó, inclinándose sobre él. Entonces cambia bruscamente, imitando a la tía esa que entrenaba perros en la tele, Barbara Woodhouse, y suelta: «¡A pasear!»

En cuanto colocamos las bobinas en posición, Doyle las roció con queroseno y las prendió. A medida que el núcleo de madera y las ruedas empezaban a arder, el plástico comenzó a derretirse de veras y se produjo una llama enorme y alucinante que procedía del cobre. El aire se llenó de toda clase de vapores tóxicos, y todos nos pusimos de espaldas al viento, salvo Polmont, a quien no parecía molestarle. El fuego empezó a volverse verde; resultaba un espectáculo asombroso, podría haberme quedado mirándolo toda la noche. Era como en el colegio, cuando te dicen que la parte azul de la llama del mechero Bunsen es fría. Tenía la sensación de que podría internarme en la parte verde de la llama y que sería flipante. Trataba de no pensar en lo cansado que estaba, lo notaba a pesar del speed y de la emoción, y que tenía que ir al colegio por la mañana y la bronca que me echaría la vieja cuando entrase a hurtadillas.

Entonces Doyle se acercó a la Transit y volvió con unos trozos de cuerda de tendedor. Se lo pasó alrededor del collar a uno de los perros, después al otro y pasó el otro extremo sobre la rama de un árbol. Los colgó, izándolos con ayuda de Polmont y Gentleman. Mientras se debatían, asfixiándose, Polmont golpeó a uno de ellos con el bate. Terry meneaba la cabeza, pero exhibía una enorme sonrisa. Doyle se acercó con la lata de queroseno. Sentí asco pero también emoción, porque siempre me había preguntado cómo sería ver morir abrasado algo viviente. Los perros pataleaban mientras Doyle les vertía queroseno por encima. Sujetó a uno por las mandíbulas y rasgó bruscamente la cinta aislante con su cutter, sacando sangre al cortar un poco de la encía. «A ver cómo chilla este cabrón», se rió, haciendo lo mismo con el otro.

Los perros aullaban y se asfixiaban. Brian, que había permanecido en silencio, se adelantó y dijo: «Ya basta. Lo digo en serio.»

Dozo se acercó a su primo, mostrándole las palmas, con las manos en alto, como si fuera a apaciguarle. Entonces estrelló su cabeza contra la nariz del chaval. Se escuchó un chasquido y la sangre salió a chorros. Fue un golpe potente y certero. Brian se sujetó el rostro entre las manos. Se le veía en la mirada, escondida detrás de los dedos, el temor y el shock. Sabía que no habría rebote. «¿Basta así, Bri? ¿Basta así?» Caminaba en torno a Brian, por el aparcamiento, y volvió a dar un paso hacia su primo. Terry miró para otra parte, hacia el mar, como si no quisiera ser testigo de nada. Yo miré a Gentleman.

«¿Todo bien?», dijo él, sin inmutarse.

«Sí, estupendo», suelto yo.

«¿Te parece bien a ti, Birrell?», sonríe Doyle, mientras mira a los perros. Uno de ellos ya no forcejeaba. Tiene los ojos abiertos y todavía respira, colgado del collar, amarrado y cubierto de queroseno; es como si ya no le quedaran fuerzas para pelear. El otro, el de las patas rotas, sigue sacudiéndose sin parar. Tiene una de las piernas completamente doblada, completamente deformada. Ahora lo más compasivo sería matarlos. Nadie los acogería ahora, tendrían que matarlos de todos modos.

Me limité a encogerme de hombros. Nadie podía hacer nada para detener a Doyle. Estaba decidido. Cualquiera que lo hiciese probablemente acabaría recibiendo el mismo trato que los perros.

«¿Terry?», suelta Dozo.

«Si tú no llamas a los de la Sociedad Protectora de Animales yo tampoco», sonríe, pasándose la mano por su pelambrera ensortijada.

De todos modos, esto es un mal rollo que te cagas. Brian está sentado en la arena, sujetándose todavía la nariz. Doyle le da la espalda. Le señala con el dedo. «Acuérdate de por qué estás aquí con nosotros. ¡Porque nosotros lo organizamos! Recuérdalo. No le vayas diciendo a los demás lo que tienen que hacer y lo que no. ¡No te pienses que puedes llegar de buenas a primeras y ponerte a cortar el bacalao!»

Doyle le prendió fuego a un perro y después al otro. Chillaron y patalearon mientras las llamas los envolvían. Después de un rato no puedo seguir mirando, así que me sitúo de cara al viento, lejos de ellos y miro la playa desierta. Entonces se oye un crujido. La cuerda también debió quedar bien rociada con queroseno porque se ha quemado y uno de los perros cae al suelo e intenta incorporarse y salir por la arena como puede para llegar al mar. Pero era el echao palante de las piernas quebradas, así que no llegó demasiado lejos.

El otro dejó escapar un aullido casi inaudible y entonces dejó de debatirse; cuando su cuerda se quemó, cayó y ya no se movió.

«No se puede hacer una barbacoa playera como está mandado sin perritos calientes», sonrió Terry, pero no parecía cómodo. A continuación él, Polmont y Doyle empezaron a reírse histéricos. Yo y Gentleman no dijimos palabra, ni tampoco Brian.

Más tarde, cuando todos nos fuimos a casa, Terry y yo acordamos que no le hablaríamos de aquella noche a nadie. El día siguiente me lo tomé de fiesta. Cuando mi madre me preguntó dónde había estado, le dije que en casa de Terry. Enarcó las cejas. Convencí a Rab para decir que había llegado antes de lo que en realidad lo hice. En eso el bueno de Rab es legal.

Pensé un poco en los perros. Fue una vergüenza. Aquellos perros eran unos asesinos, cierto. Entrenados para no tener piedad alguna. Matarlos sí, de acuerdo, pero hacer lo que hizo Doyle demuestra que no estás bien de la cabeza. Pero así es Doyle, eh. Después de aquello quise mantenerme alejado de él, y ojalá no hubiera dicho que iríamos todos juntos al fútbol. La verdad es que nunca me gustó ese hijo de puta. Ni tampoco ese soplapollas retorcido de Polmont. Gentleman, no lo sé. A mí no me ha hecho nada, pero él y Doyle son uña y carne.

De todos modos, estoy en babia y viene el autobús. No le voy a declarar la guerra a un pirao como Doyle por unas cuantas libras de cobre, pero de todos modos me va a oír.

Me subo al autobús y me voy a la parte superior. No ha salido malo el día. Hay una vista guay del castillo desde la parte de arriba de un autobús bajando por Princes Street. Eso sí, el tráfico es alucinante. Se entiende que a la gente de Glasgow les ponga malos Edimburgo, porque ellos no tienen nada que pueda compararse con el castillo, los jardines, las tiendas y tal. La gente dice que en Edimburgo hay barrios bajos, y es cierto, pero es que todo Glasgow es una barriada, y ahí está la diferencia. Por eso son como apaches. Aquí los chalaos como Doyle cantan un huevo, pero en Glasgow nunca te fijarías en ellos.

Sube Ronnie Allison, del club de boxeo. Me doy la vuelta pero me ha visto y se acerca y se sienta a mi lado. Ha guipado a la primera la bufanda de los Hibs que me cuelga del bolsillo.

«Hola, hola.»

«Ronnie.»

Señala la bufanda con la cabeza. «Más te valdría pasarte la tarde en el club que en las gradas. Yo voy para allá ahora.»

«Ya, eso sólo lo dices porque eres un Jam Tart», le digo medio en broma.

Ronnie sacude la cabeza. «Nah, hazme caso, Billy. Sé que también juegas al fútbol, y que te gusta verlo y todo eso. Pero para lo que tienes verdadero talento es para boxear. Ya lo verás.»

A lo mejor.

«Sí, chaval, tienes talento como boxeador. No lo eches a perder.»

Quiero jugar al fútbol. Con los Hibs. Salir ahí con los colores en Easter Road. Alan Mackie nunca lo logrará. Lo calarán. Demasiadas florituras; mucha labia es lo que tiene. «Esta es mi parada, Ronnie», le digo, levantándome y obligándole a él a levantarse para dejarme pasar.

Me mira como si fuera un actor de

Crossroads, de la parte del final, cuando vuelven para los chistes definitivos, después de que creas que ya se ha acabado todo. «Recuerda lo que te digo.»

«Nos vemos, Ronnie», suelto yo, volviéndome y bajando por las escaleras giratorias hasta el piso inferior y la puerta.

En realidad no era mi parada, me habría venido mejor quedarme hasta la siguiente, pero estaba bien quedarme solo. Con todo el tráfico de Princes Street, llegaría casi igual de rápido caminando hasta el Wimpy.

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