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2. Los 80: La última cena (de fish and chips) » Andrew Galloway

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RETRASO

En cierto modo, la culpa de que llegáramos tarde fue de Caroline Urquhart. Ayer cuando pasaban lista llevaba puesta esa falda marrón con los botoncitos a los lados y esas medias con agujeros que le suben por dentro y fuera de la pierna. Pensaba en ello cuando mi madre me despertó para traerme el desayuno. «Date prisa, Andrew, los chicos llegarán enseguida», me dijo, como siempre.

Dejé enfriarse el té, porque pensaba en si los agujeros de sus medias daban la vuelta completa entonces habría uno justo donde tenía el coño, y si no llevaba bragas lo único que tendría que hacer sería levantarle la falda, atizarle un pollazo y follármela sobre el pupitre en clase de inglés mientras nadie más era capaz de ver o de oír, como en una de esas películas o sueños en que se quedan mirando la pizarra; el pañuelo que guardo debajo del colchón ya está fuera y alrededor de mi polla tiesa; Caroline lleva el maquillaje de ojos y el lápiz de labios, y la cara dispuesta en aquella expresión estricta y altanera, como cuando fuimos en bici por Colinton Dell y la vimos haciendo manitas con aquel guarro afortunado que tendrá unos treinta o por ahí, pero nah, ahora está conmigo y lo está deseando, ya lo creo y…

… aaahh…

… beuh… beuh… beuh…

… el pañuelo vuelve a estar lleno.

Me costó un minuto volver en mí. Todavía llevaba puesto el pendiente nuevo de la noche anterior. Me lo volví a poner en el club cuando jugamos al ping-pong. De todos modos, el viernes pasado me acordé de quitármelo porque la señorita Drew te manda al cabrón ese de Blackie si llevas uno puesto en clase. Desempolvé mis chinos (el cabrón también ha prohibido los Levis), las botas de piel vuelta, el Fred Perry azul y la cazadora de béisbol de cremallera amarilla y negra.

Bebiéndome el té a grandes tragos fui al baño a realizar un breve lavado de cara. Podía oírles abajo, en la puerta; Billy y Carl. Mi madre está protestando otra vez, así que me di una mojadita rápida; cara, sobacos, huevos y culo; me puse la ropa sin dejar de comerme la tostada. «¡Venga, chiquitín!», gritó ella. Miré dentro del cajón que hay junto a la cama para asegurarme de que la navaja seguía allí. Recuerdo que lo cogí y apuñalé al capullo ése de los Jam del póster de la pared. Me arrepentí un poco, porque es un buen póster y el tío es legal. Los capullos esos de los Jam llevan una ropa guapa. Aunque sean unos maricones ingleses.

No puedo dejar de sacar la navaja para mirarla. Aquel viernes me tentaba llevarla al colegio, pero no quería tener más problemas. La guardo en el cajón. Mamá vuelve a gritarme. Bajo corriendo las escaleras y casi me tropiezo con el perro; estaba ahí tumbado en medio del camino y no se apartó. «¡Joder, Cropley, quita de en medio!», le rugí y se levantó de golpe; salí por la puerta y bajamos por la calle.

Aquella mañana Billy llevaba una prisa que te cagas y no estaba en absoluto contento, pero al principio no dijo ni pío. Cruzamos la calzada de doble sentido. «¿No puedes darte un poco de caña?», me soltó Carl, pero a ése en realidad no le importa llegar tarde, sólo intentaba tomarle el pelo a Birrell.

«Como Blackie esté de servicio…», suelta Billy, mordiéndose el labio inferior.

«¡Blackie nunca está de servicio los viernes! Estaba de servicio ayer, cuando pescó a David Leslie», le conté.

Hacía una mañana gris pese a ser verano, y tenía aspecto de ir a llover a mares más tarde. Aun así, hacía un bochorno que te cagas y sudaba como un cerdo sólo a causa del ritmo al que caminábamos.

Oímos la bocina de una camioneta nada más cruzar la vía de acceso. Levantamos la vista y era la camioneta de los refrescos; ahí estaba Terry, en el asiento del copiloto, con aquella pelambrera rizada asomando por la ventana. «¡Dense prisa, muchachos, o llegarán tarde a la escuela!», suelta con una aguda voz de pijo, en plan de cachondeo.

Nosotros le respondimos con la señal del dedo corazón. «¡Tú procura estar mañana para el partido!», gritó Billy. Terry le hizo el signo del gilipollas onanista desde la ventanilla.

Pensar en mañana nos hizo sentir bien, así que nos reímos un rato durante el resto del camino que nos quedaba para llegar al cole. ¡Mañana, sábado! ¡Guapo que te cagas!

Pero resultó que Blackie sí estaba de servicio cuando llegamos al colegio. Echamos un vistazo para comprobarlo desde detrás del seto que crecía junto a la valla del colegio. Allí estaba, el muy cabrón; paseando por las escaleras con las manos detrás de la espalda. Billy no pudo resistirlo: le dio un empujón a Carl para que lo viera. Carl dio un salto hacia atrás pero el cabrón nos guipó y gritó: «¡Vosotros! ¡Venid aquí! ¡Carl Ewart! ¡Ven aquí!»

Carl se volvió para mirarnos y se adelantó de forma asustada y disimulando, como el perro cuando se escapa y se queda por ahí durante siglos persiguiendo a todas las perras. ¡Sé cómo se siente el pobre cabrón, pero espero que tenga más suerte que yo!

«¡Hay otros! ¡Sé que hay más! ¡Venid aquí o tendréis serios problemas!»

Billy y yo nos miramos y nos encogimos de hombros. No había nada que pudiéramos hacer salvo atravesar las vallas del colegio y cruzar el recreo asfaltado hasta la puerta principal, donde se encontraba aquel cabrón con pinta de Hitler. Hijo de puta y medio que está hecho, con su bigotito y sus gafas. Gracias a San Peo que me quité el pendiente.

«No pienso tolerar la impuntualidad», suelta Blackie, mirando a Carl a continuación. «Señor Ewart. Debí suponerlo.» Me mira a mí un rato, como si tratara de situarme. Después se dirige a Billy: «Se llama usted Birrell, ¿no es así?»

«

Aye!», dijo Billy

«

Aye? Aye?», dijo medio chillando, señalándose las gafas. Hablaba como si alguien lo tuviera agarrado por los huevos. «¡Los

eyes son los que tienes en la cabeza, mozalbete estúpido! Aquí se habla el inglés de Su Majestad. ¿Qué se habla aquí?»[9]

«El inglés de Su Majestad», dijo Billy.

«¿De veras es así?»

«Sí.»

«¿Sí, qué?»

«Sí, señor.»

«Eso está mejor. Bien, adentro todos», soltó Blackie, y desfilamos por el recibidor y el pasillo del colegio.

Cuando llegamos a las puertas del despacho del cabrón, nos hace parar cogiéndome con fuerza por el hombro. Mira a Billy y suelta: «Birrell. Birrell, Birrell, Birrell, Birrell. El deportista, ¿no es así?»

«Eh…, sí, señor.»

«El fútbol. El boxeo, sí. Fútbol y boxeo, ¿no es así, señor Birrell?» Aún me sujeta con fuerza por el hombro, hincándome los dedos.

«Sí, señor.»

Blackie contemplaba a Billy con expresión de auténtica tristeza. Me soltó el hombro. «Es tan decepcionante. Precisamente usted tendría que dar muestras de liderazgo, Birrell», dice Blackie, lanzándonos a Carl y a mí una mirada furtiva, como si fuéramos basura. Volvió a mirar a Billy, que se limitaba a mirar al vacío. «Liderazgo. El deporte, Birrell; el deporte y el tiempo son conceptos inseparables. ¿Cuánto dura un partido de fútbol?»

«Noventa minutos…, señor», suelta Billy.

«Un asalto de boxeo, ¿cuánto dura?»

«Tres minutos, señor.»

«Así es, y también la escuela funciona sobre la base del concepto del tiempo. ¿A qué hora se pasa lista?»

«A las ocho horas y cincuenta minutos, señor.»

«A las ocho horas y cincuenta minutos, señor Birrell», dice, volviéndose hacia Carl. «A las ocho horas y cincuenta minutos, señor Ewart.» Después me mira a mí. «¿Cómo se llama usted, muchacho?»

«Andrew Galloway, señor», suelto yo. El rapapolvo que nos estaba echando el cabrón era humillante que te cagas, porque había gachos de otras clases pasando por delante, y chavalas también, y todos se reían.

«¿Sería tan amable de deletrear la palabra

sir, señor Galloway?»

«Eh…», empiezo yo.

«¡Mal! No lleva

e. Deletree

sir».

«S-I-R.»

«Correcto. No S-U-R»,[10] dice él. «Andrew Galloway…», dice mirando el reloj. «Bien, señor Galloway, según me cuentan sus compinches, aquí se pasa lista a las ocho horas y cincuenta minutos. No a las ocho horas cincuenta y uno.» Me pone el reloj en las narices y le da golpecitos con el dedo. «Y mucho menos a las nueve horas y seis minutos.»

Durante un rato pensé que el cabrón nos dejaría marchar sin darnos con la correa, porque estuvo pavoneándose como si hubiese demostrado algo. Uno de nosotros debería haber dicho «disculpe, señor» o alguna mierda de ésas, porque parecía como si esperase que dijéramos algo. Pero nah, no íbamos a decir nada por el estilo, para ese soplapollas no. Así que nos hizo desfilar hasta su despacho. Ahí estaba la correa sobre la mesa, fue lo primero que vi. Noté que se me revolvían las tripas.

Blackie juntó las manos de una palmada y se las frotó. Llevaba grandes marcas de tiza en su chaqueta de traje azul. Nosotros permanecemos de pie y en fila. Coloco las manos sobre el radiador que tengo a mis espaldas, preparándolas para lo que viene. Los correazos de Blackie escuecen a tope. Se le considera uno de los tres mejores, después de Bruce, el de técnicas y quizá Masterton, el cabrón de Ciencias, aunque Carl considera que Blackie le ha zurrado más duro que Masterton. «Nuestra sociedad está basada en la responsabilidad. Una de las piedras angulares de la responsabilidad es la puntualidad. Los tardones nunca llegan a nada», dice mirando a Billy, «ni en el deporte, Birrell, ni en ninguna otra cosa. Una escuela que tolera la tardanza es, por definición, una escuela fracasada. Es una escuela fracasada porque ha fracasado en preparar a sus alumnos para una vida de trabajo.»

Carl iba a decir algo. Ese capullo siempre dice algo en su defensa, eso hay que reconocérselo. Se le notaba, vacilando más o menos, preparándose. Entonces Blackie le miró, adelantando el mentón y con los ojos desorbitados. «¿Tiene usted algo que decir, Ewart? ¡Entonces dígalo, muchacho!»

«Disculpe, señor», suelta Carl, «es sólo que ahora en realidad no hay empleos. Donde trabaja mi padre, en Ferranti’s, acaban de darle el finiquito a un montón de obreros.»

Blackie miró a Carl con asco absoluto. El puto careto que llevaba el gafotas; se nota que piensa que los de nuestra ralea no somos nadie. Eso me incitó a mí. «Los de United Wire también han despedido a gente, señor. Y Burton’s Biscuits, en el barrio.»

«¡Silencio!», dijo Blackie bruscamente. «¡Hable cuando se le hable, Galloway! Jovencito insolente», dijo, mirándome de arriba abajo, como si fuéramos soldados que hubiésemos regresado a la base. «Sobra trabajo para aquellos que están dispuestos a trabajar. Siempre lo ha habido y siempre lo habrá. Los vagos y los refractarios, por otra parte, siempre hallarán una excusa para su indolencia y su pereza.»

Es curioso, pero la mención de la indolencia y la pereza me hizo pensar en Terry, y él es casi la única persona que conozco que esté trabajando, aunque no sea más que en las furgonetas de reparto de refrescos. Intenté no mirar a Billy y a Carl, como si me hubiera dado cuenta de que a Carl le había empezado a dar la risilla. Lo sabía. Sentí cómo a mí también me daba. Mantuve la cabeza gacha.

«¿Qué habría sucedido», nos preguntó Blackie, que ahora caminaba de un lado a otro de la habitación y miraba distraídamente por la ventana, recogiendo después la correa de la mesa y blandiéndola, «si Jesús hubiese llegado tarde a la última cena?»

«Que no se habría comido una puta mierda», escupió Carl por lo bajini.

A Blackie le dio un siroco. «¡¡QUÉÉÉ!! Quién… quién ha dicho eso… so… so… so… ¡animales!» Los ojos se le salían de las órbitas como los personajes de los dibujos animados cuando ven un fantasma, como en

Casper. Empieza a perseguirnos alrededor de la mesa blandiendo la puta correa. Era como la puta parte del final de

Benny Hill, y todos nos reímos que te cagas, cagados en cierto modo pero riéndonos, pero entonces agarró a Carl y empezó a darle latigazos, y Carl se cubre el rostro, pero Blackie está como loco. Billy dio un salto y cogió a Blackie por la muñeca. «¡Suélteme, Birrell! ¡Quíteme las manos de encima, muchacho idiota!»

«Se supone que no debe pegarle de ese modo», dijo Billy, manteniéndose firme.

Blackie miró fijamente a Billy, después bajó los brazos, y Billy le soltó. «Extienda las manos, Birrell.»

Billy le miró un ratito. Blackie le suelta y Billy extiende las manos. Blackie le dio tres golpes, pero no demasiado fuertes. Billy ni se inmutó. Después me hace lo mismo a mí, pero no a Carl, que se está frotando la pierna a través de su Staprest Jam Tart donde Blackie le pilló con la correa.

«Bien hecho, muchachos. Han soportado su castigo como hombres», dijo, todo nervioso. El capullo sabía que se había extralimitado. Señaló la puerta con un gesto de la cabeza. Mientras salíamos, le oímos decir: «Como habría hecho Jesús.»

Y nos fuimos a tomar por culo de allí y a la clase de inscripción antes de volver a desternillarnos. Lo primero que vi allí fue a Caroline Urquhart saliendo por la puerta. No llevaba la falda marrón, sino una negra, larga y ceñida. La observé mientras bajaba por el pasillo con Amy Connor. «Pero qué par de polvos», salió Birrell. La señorita Drew nos miró y apuntó nuestros nombres en la lista. Le levanté los pulgares y nos largamos a clase.

LA VIDA DEL DEPORTISTA

La primera oleada se bajó en Waverley. Nosotros estábamos sentados en el Wimpy de enfrente, sin los colores, salvo Billy, que se había sacado la bufanda del bolsillo e insistía en montar el número de ponérsela. Carl era un Jambo,[11] le daba igual, pero Terry y yo nunca nos poníamos las bufandas. «Quítate la bufanda, Billy, esos cabrones vendrán por aquí», le dije.

«Vete a tomar por culo, gilipollas acojonao. A mí no me dan miedo esos soplapollas de Glasgow.»

Birrell está jodiéndole el rollo a todos. Aquello no era lo que habíamos acordado. Le lancé una mirada a Terry. «Eso no es lo que dijimos, Billy», le dice Terry. «Estos cabrones tienen superioridad numérica. Son todos unos cagaos hijos de puta cuando los pillas solos, uno contra uno. Pero nunca buscan eso.»

«Así es como se hace», dijo Carl. «Como los chavales esos del West Ham que conocieron mi primo Davie y sus colegas después de lo de Wembley. Nos contaron que cuando subían a sitios como Newcastle o Manchester, nunca llevaban sus colores. Eso es lo que tenemos que hacer: mezclarnos entre la multitud de hunos,[12] encontrar a una cuadrilla de bocazas e inflarlos.»

«Sólo los cobardes no llevan sus colores», suelta Birrell, «hay que llevarlos con orgullo, incluso con todo en contra.»

Terry sacude la cabeza mientras enciende y apaga el mechero. Se le nota el bebercio en el aliento. Dice que se tiró a esa Maggie, y eso le cerró el pico a Carl durante un rato, porque él intentaba hacérsela. «Escucha, Billy, ¿quién inventó esa puta regla? Los de Glasgow, con todo su mierda irlandesa anaranjada y verde.[13] A ellos les conviene porque son más. Es muy fácil ser un sobrao cuando tienes quince mil gilipollas con bufanda detrás de ti. Fijo. Pero ¿cuántos de esos capullos querrían llegar a conocernos en condiciones de igualdad? Contéstame a eso si puedes.»

Por una vez en su vida Terry dice algo sensato. Me doy cuenta de que Billy le escucha. Se acaricia el mentón. «Vale, Terry, pero no es sólo un rollo irlandés, es un rollo escocés, procede de cuando lo de Culloden,[14] de cuando los ingleses no nos dejaban llevar los colores de cada clan. Eso es lo que decía tu viejo, Carl; acuérdate.»

Carl asiente, frotando el logotipo de la bolsa de plástico que sostiene. Su viejo siempre nos habla de historia y tal cuando vamos a su casa. Pero no es como la historia que te enseñan en el cole, que va toda de reyes y reinas ingleses y de toda esa mierda que a nadie le importa.

«Vale, pero ¿quiénes lo fomentan?», digo yo. «Terry tiene razón, Billy. Es hacerles el juego. Esos cabrones anaranjaos y del Celtic van vestidos de mamones, con sus colores, sus insignias y sus banderas. Como nenitas desfilando durante las fiestas de Leith. Van a saco a por ti porque saben que todo quisque les respaldará. A ver quién quiere saber algo cuando vamos como equipo y estamos dispuestos a montarla en condiciones de igualdad numérica con una cuadrilla suya. Tíos contra tíos, sin esconderse entre la multitud. ¡Y lo mejor de todo es que los demás no sabrán que somos de los Hibs!»

Billy me miró y se rió. «Nosotros podemos calar a un gilipollas de Glasgow a un kilómetro de distancia y sin que vaya con los colores. Ellos nos podrán calar a nosotros exactamente igual.»

«No sé cómo puedes comprobar que tienen liendres desde tan lejos», se rió Terry, y todos nos sumamos, y a continuación dice: «Eso sí, estoy seguro de que la tía de la película de anoche tenía ladillas.»

«Vete a la mierda», le suelto yo.

«Te lo digo en serio, Gally, tendrías que haber visto qué callo. Hostia puta. Y el tamaño de la tranca del tío que le estaba dando lo suyo…»

Terry siempre iba los jueves por la noche a ver películas guarras al Classic, en Nicolson Street. Yo intenté entrar una vez, pero no me dejaron porque parecía demasiado joven. «¿Qué ponían?», pregunté.

«La primera se llamaba

Hard Stuff, la segunda

I Feel It Rising. Pero nos quedamos a ver la última sesión,

Soldado azul. Qué peli más guapa.»

«A mí me han dicho que

Soldado azul es una mierda», dijo Billy.

«Nah, Birrell, tienes que ir a verla, tío. La escena donde le cortan la cabeza a la tía y salta desde la pantalla; pensé que me aterrizaba en el puto regazo.»

«Te haría perder el ritmo mientras te la machacabas tú solo en la última fila», dijo Carl, y todos nos reímos.

Pero Terry le cierra la boca de inmediato cantando un trozo de la canción esa de Rod Stewart. «

Oh Maggie I couldn’t have tried any mo-ho-hore…» Después señala a Carl: «

She made a first-class fool outah you…»

Ahora nos reímos de Carl, que mira por la ventana a un grupo de hunos que pasan por delante. «Ahí fuera hay bastante soldado azul», suelta, tratando de cambiar de tema.

Terry pasa de Carl y empieza a reírse de mí. «Siempre tengo que contarle a este capullín las películas del Classic. Y tengo para rato, porque pasarán siglos antes de que aparente la edad suficiente para entrar.»

Billy se ríe de mí, y Carl también, aunque me doy cuenta de que él nunca ha intentado entrar en el Classic.

«Váyase a paseo, señor Lawson», le digo a Terry, «puedo entrar en el Ritz.»

«¡Pues vaya, señor Galloway! Dentro de nada, empezará usted a afeitarse. ¿Y después qué? ¿Testosterona?»

«Aquí hay testosterona de sobra, señor Lawson.»

«Pues a ver si encuentras un sitio donde meterla», suelta él, y todo dios se ríe. Menudo caradura. Siempre fue divertido hablarnos unos a otros como nos hablaban los maestros. Aunque eso me ha recordado lo del Ritz; es buen momento para cambiar de tema. «¿A nadie le apetece ir al Ritz esta semana? Ponen

Zombies. Sesión doble con

El gran strip-tease británico

«Vete al peo», se ríe Terry, echando un vistazo por la ventana, «¿para qué queremos hacer eso? Ahí fuera tenemos a todos los zombies del mundo si queremos darnos de hostias», dice señalando a unos hunos que pasaban. «Luego esta noche atacamos a los chochos del Clouds y ya está montado el gran striptease británico. ¡A la mierda con el cine, hagámoslo todo en la realidad!»

Eso me dio que pensar, y a continuación estalló al alirón un coro del «No Surrender» desde la calle que me revolvió las tripas. ¡No tenía demasiado claro si todo aquello me iba! «¿Qué hay de Dozo y compañía?, ¿dónde están esos cabrones? ¡Fíjate en eso!» Un tipo alto con melenas y un jersey de cuello en pico envuelto en una bandera del Ulster. El cabrón tenía aspecto antediluviano. «No pienso darme de hostias con un tipo de cuarenta tacos», dije yo.

Joder, todavía tenía quince años.

«Infla a cualquiera que se meta, nano», suelta Billy.

«¿Qué tal os fue esta mañana?», le pregunté, tratando de cambiar de tema otra vez. Odio que me llamen nano.

«Cuatro a uno», dijo él.

«¿Quién ganó?», pregunté.

«¿Tú quién crees?», dijo en voz baja.

Billy había bajado desde el partido de los sábados. Jugaba para Hutchie Vale y era el capitán del equipo escolar. Pero creo que se sentía un poquito celoso de gente como Alan Mackie porque los Hibs lo habían fichado para la cantera hacía siglos, pero a él nadie le había ofrecido un contrato. «¿Te ha dejado Dougie Wilson las cosas en casa?»

«Nah, se las di a mi hermano y me vine directamente aquí, no quería perderme nada», dice, haciéndome un gesto con la cabeza para que mire a la mesa de al lado y después a Terry y Carl que están mirándola fijamente.

Se trataba de dos chavalas sentadas en la mesa de enfrente de la nuestra. Una no está mal, tiene dientes grandes y cabello marrón largo. Una chavala bastante alta. Lleva una sudadera Wrangler con capucha roja. La otra es más pequeña, pero con pelo negro y corto. Lleva una chaqueta de polipiel y está fumando. Terry las está mirando. Ellas le devuelven la mirada, riéndose entre sí. «Eh, a mi amigo le gustas», le grita a una de ellas mientras señala a Carl con el dedo. Pero Carl se mantuvo tranqui, no se puso colorao. Yo sí lo habría hecho.

«Tan desesperada no estoy», contesta ella.

Terry se pasa la mano por su cabello ensortijado. Lo lleva realmente rizado y espeso, incluso más de lo normal, así que estoy seguro de que el cabrón se ha hecho la permanente sin decir nada. De todos modos no tiene mal aspecto, con esa camiseta Adidas azul y los Wrangler marrones esos.

Noto un golpecito en las costillas. «No se te ocurra rajarte, Gally», me dice Birrell en voz baja.

Tendrá jeta el cabrón. «Vete a paseo, Birrell. Eres tú el que se está lujando…»

«¿Cómo es eso?»

«… rajándote del plan que habíamos acordado. Íbamos a ir a por un par de sobraos y forrarlos. Hasta íbamos a comprar una bufanda de los hunos y llevarla como disfraz, ¿te acuerdas?», le dije. «Ése fue el plan que habíamos acordado.»

Billy sacudió la cabeza. «Yo no pienso llevar ninguna bufanda de huno.»

«A la mierda con eso», dijo Terry.

Carl está ahí sentado, esperando su ocasión. «A mí no me importaría ponérmela. No quiero llevar una bufanda de huno, pero traje esto en plan camuflaje y tal», dice, sacando una bandera con la Mano Roja del Ulster de su bolsa de plástico.

Terry me mira a mí, después a Billy, que se lanza como el rayo, arrancándole la bandera de las manos a Carl y sacando el mechero. Se produjeron dos chasquidos infructuosos antes de que Carl lograse recuperarla tras un forcejeo que empezaba a volverse un poco desagradable. «Menudo cabrón eres, ¿eh, Billy?», suelta Carl, cuya cara estaba tan roja como la puta mano que había en la bandera.

«Delante de mí no se te ocurra sacar una bandera de los hunos», dijo Birrell, completamente mosca.

Carl dobla la bandera, manteniéndola fuera del alcance de Birrell, pero no la guarda. «No es una puta bandera de los Rangers, es una bandera protestante. Tú ni siquiera eres católico, Birrell, ¿por qué te rebotas conmigo por una bandera protestante?»

«Porque eres un gilipollas forofo de los Hearts, y un pelopaja caradura al que le van a partir la boca, por eso.»

La cosa se está poniendo un poco gélida por aquí. Billy se ha pillado uno de sus mosqueos. Terry ha dejado de prestar atención a las tías y se le queda mirando. «Tranquilo, Birrell, cacho cabrón, aquí tienes a todos los hunos del mundo con los que darte de hostias, no empecéis a pelear unos con otros.»

«Este Jam Tart gilipollas no tendría que estar aquí», soltó Billy. «Me juego lo que quieras a que Topsy y todos tus colegas del autobús que no están fuera con los Hearts estarán aquí con los hunos», se burló.

«Pues yo estoy aquí con vosotros, ¿no?», le contesta Carl.

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