Cola

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4. Aproximadamente 2000: Ambiente festival » Edimburgo, Escocia: 6.21 de la tarde

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¡QUÍTALE LOS ZAPATOS! ¡QUÍTALE LOS PANTALONES!

En el taxi, Rab oyó cómo Terry farfullaba algo acerca de Andy Galloway, el colega de su hermano. Rab había llegado a conocer bien a Gally; era un tío majo. Su suicidio les ensombreció a todos ellos, sobre todo a Terry, Billy y, suponía él, a Carl Ewart. Aunque a Carl las cosas parecían irle bien ahora, al menos así fue durante un tiempo, y probablemente nunca pensaba en ninguno de ellos ni un minuto.

El funeral de Gally había sido muy raro. Vino gente que uno no habría pensado nunca que conociera a Gally. Gareth estaba allí. Había trabajado con Gally en la Consejería de Tiempo Libre. Rab recordó sus palabras: «Tendemos a ser estanques más bien turbios, con multitud de capas de barro y mugre en suspensión, y son las corrientes más extrañas las que agitan lo más hondo de nuestro ser.»

Aquélla, reflexionó Rab, era la forma que tenía aquel capullo de decir que jamás podemos llegar a conocernos unos a otros de verdad.

En la habitación del hotel, una Kathryn agotada se desplomó en la cama y no tardó en deslizarse hacia la inconsciencia. «Venga, Rab, ayúdame a meterla en la cama», dijo Terry. «Quítale los zapatos.»

Accediendo cansinamente, Rab le quitó hábilmente un zapato, mientras Terry la despojaba bruscamente del otro, provocando una mueca de Kathryn tras sus ojos cerrados.

«Ayúdame a sacarle los pantalones…»

Por algún motivo Rab sintió que se alzaba en su pecho cierta indignación. «No le vas a quitar los pantalones a la chica, Terry, limítate a taparle con la manta.»

«No voy a violarla, Rab, sólo quiero que esté cómoda.

Yo no necesito hacer eso para poder echar un polvo», bufó Terry.

Rab se detuvo en seco y miró a Terry directamente a los ojos. «¿Y eso qué se supone que quiere decir?»

Sacudiendo la cabeza, Terry le miró a su vez y sonrió. «Tú y la torda esa, Charlene. ¿A qué jugabas, Rab? Quiero decir, ¿de qué va todo eso? Ya me dirás.»

«Tú ocúpate de tus propios asuntos…»

«Vale. ¿Vas a obligarme tú?»

Rab se adelantó y le dio un empujón en el pecho a Terry, haciéndole caer sobre la cama y sobre una Kathryn atónita que gruñó bajo su peso. Terry se levantó de un salto. Estaba furioso. Hoy ya le había sobao el morro uno de los Birrell y el otro iba a pagar por ambos. Rab captó la onda y se alejó rápidamente, mientras Terry salía detrás de él. Rab Birrell salió corriendo por la puerta y subió por la escalera en lugar de bajar. Kathryn, como grogui, empezó a gritar tras ellos: «¿Qué demonios estáis haciendo? ¿Qué pasa aquí?»

Terry pensaba reventar a patadas a aquel capullo de Birrell. Tendría que haberlo hecho hace años. En su frenético estado de ánimo, los hermanos Birrell se volvieron indistintos mientras subía las escaleras como una exhalación persiguiendo a Rab. Mientras su presa doblaba el recodo de la escalera, Terry se lanzó hacia él para agarrarle, pero su peso se desplazó y perdió el equilibrio, cayendo por encima de la barandilla al hueco de la escalera. Mientras caía, Terry hizo un intento desesperado por agarrarse a los laterales de la barandilla. Afortunadamente para él, el hueco era muy estrecho y quedó encajado en él gracias al perímetro de su barriga cervecera.

YA ESTÁ JODER

ASÍ ES COMO ACABA

Apretujado boca abajo entre los pasamanos, con el corazón bombeando salvajemente, Terry vio el lustroso suelo de madera del recibidor del hotel, a unos treinta metros debajo de su cabeza.

YA ESTÁ

ASÍ ES COMO ACABA

Entonces Terry tuvo una visión fugaz de marcas de tiza alrededor de un cuerpo más pequeño y más menudo sobre el suelo de abajo, mostrándole dónde debía caer, dónde se hallaba la posición óptima para acceder a la muerte. Era la silueta de Gally.

VOY A UNIRME A ÉL

TENDRÍA QUE HABER SIDO YO

Arriesgándose a bajar las escaleras, Rab Birrell se detuvo, estudiando la gravedad del aprieto en que se hallaba Juice Terry: la cara de su amigo estaba apretujada boca abajo contra los tablones de madera de la barandilla. «Rab…», resolló Terry, «¡ayúdame!»

Mirando fríamente a Terry, lo único que Rab podía sentir era su propia ira reflejada a través de la lente de más de diez años de mezquinas humillaciones, lente que estaba constituida por el rostro sudoroso y lleno de rizos de Terry. Y Charlene, una chica joven que se merecía algo mejor, que necesitaba comprensión, y cuyo sino en la vida sería que sus problemas fueran objeto de las burlas de capullos intolerantes como él, que juzgaban a las mujeres con el criterio exclusivo de la rapidez con que se abrían de piernas. ¿Ayudarle? ¿Ayudar al puto Lawson? «¿Quieres ayuda? Yo te ayudaré, joder. Aquí tienes mi mano», dijo Rab tendiéndosela.

Desde su distorsionada perspectiva bocabajo, Terry observó desconcertado cómo la mano de Rab se aproximaba a él. Pero tenía los brazos atrapados. ¿Cómo iba a cogerla? Cómo iba a… Terry estaba a punto de intentar explicar su situación, cuando comprobó horrorizado que la mano formaba un puño y que atravesaba los barrotes para estrellarse con considerable fuerza contra su rostro inmovilizado.

«¡AHÍ TIENES MI MANO, CACHO CABRÓN! ¿QUIERES OTRA?», chilló Rab.

«PUTO… PUTO…»

«¿Qué quiere decir Birrell? Birrell quiere decir

business. ¿Te acuerdas de ésa? ¿No? ¡Pues el

business en cuestión es éste!», dijo Rab, volviendo a estrellar el puño contra el rostro enmarcado de Terry.

Terry sintió cómo su nariz reventaba y su cabeza se inundaba de una sensación de mareo nauseabunda. Vomitó, y el líquido cayó por el hueco de la escalera y salpicó en el suelo. «Rab…, para…, soy yo…, me estoy resbalando, Rab…, voy a caerme…», resolló Terry, tosiendo desesperadamente.

«¿¡AY, DIOS MÍO, QUÉ LE HA PASADO!? ¿QUÉ LE ESTAS HACIENDO A TERRY?», gritó Kathryn desde la escalera de abajo.

La evidente preocupación de Kathryn y el tono suplicante e indefenso de Terry hicieron que Rab entrara en razón. Sobrecogido por el pánico, cogió a Terry de las caderas y la cintura y tiró de él. Kathryn se acercó para cogerle de las piernas, tanto para mantenerse erguida a sí misma como para sostenerle a él. Terry logró apoyar los brazos sobre los peldaños de la escalera y empezó a empujar hacia arriba. Luchó y se retorció denodadamente hasta liberarse. Encaramándose para llegar seguro al otro lado, se enderezó y se apoyó en el lado derecho del pasamanos, jadeando con fuerza.

Terry dio las gracias al cielo por todos aquellos años de consumo excesivo de cerveza y comidas para llevar. Sin ellos habría hallado una muerte segura. Un hombre de menor entidad, con un cuerpo tallado por el ejercicio y la dieta en lugar de por la pereza, la indolencia y el exceso ya estaría muerto, meditó. Un hombre de menor entidad.

Rab Birrell se echó atrás, aliviado y avergonzado a la vez, mientras contemplaba la incipiente hinchazón de la cara de su amigo, sudoroso y ensangrentado. «¿Estás bien, Tez?»

Terry cogió a Rab Birrell del pelo y le bajó la cabeza, soltándole una patada en el careto. «¡De puta madre! ¡Ahora veremos quién es el que va en serio, Birrell!» Terry le soltó a Rab otra dura pulla en la cara con su bota. Se escuchó un sonido como el quebrarse de una verdura al partírsele la boca, seguida por un reguero constante de gotas de sangre sobre la mullida alfombra de la escalera.

Kathryn se había subido a las espaldas de Terry y daba tirones de su mata de rizos. «¡Basta! ¡Basta los dos, maldita sea!» Terry intentó entornar los ojos hacia atrás con la esperanza de que Kathryn los viera y se diera cuenta de que tenía controlada la situación, pero no logró mirarla a los ojos. Cuando vio a dos hombres de uniforme, uno de los cuales le sonaba vagamente, subiendo por la escalera hacia ellos a razón de dos peldaños por zancada, Terry obedeció, soltando a Rab, cuyo ojo ya se estaba hinchando por la zona donde la bota de Terry había hecho contacto con él y que intentaba restañar la sangre que fluía de su boca. Rab levantó la cabeza cuando el morro de Terry se le puso a tiro. Cuando estaba a punto de soltarle una, los dos porteros que habían venido a investigar el altercado, uno de los cuales ya lo tenía situado Terry como un tipo bastante cachas de Niddrie, le agarraron y le condujeron a empujones a un recodo de la escalera.

BABERTON MAINS

Había estado hablando en una de las cabinas de la estación casi desierta de Haymarket durante lo que se le antojaron horas enteras; ya estaba prácticamente destrozado por el desfase horario y el bajón de las drogas. Tenía la nariz bloqueada por completo, lo que le forzaba a respirar por la boca, y cada vez que inspiraba se le abrían pasadizos nuevos, como hechos por cristales rotos, al pasar por su garganta, seca y ulcerada.

La parada de taxis estaba vacía. No se veía ningún taxi con la bandera levantada. El festival.

Las compañías de taxi le trataban como si fuese una especie de humorista, alguien que quisiera gastarles una broma. Exhausto, Carl Ewart dio comienzo al ritual desmoralizador de amontonar el equipaje sobre la escalera. Por el rabillo del ojo vio un brazo fuerte y moreno agarrando una de sus bolsas. Un puto ladrón: ¡lo que le faltaba!

«Hiede usted, señor Ewart», dijo el ladrón. Era Billy Birrell. Lo único que quería Carl eran unas cuantas horas para recuperarse antes de pasar por el horroroso trago de enfrentarse a su madre angustiada y su padre convaleciente. Pero no había taxis y gracias a Dios que había aparecido Billy. «Estoy hecho polvo, Billy, es por el desfase horario. Estaba tocando en un

rave cuando me enteré…»

«Ni una palabra más», le dijo Billy. Carl se acordó de lo cómodo que Billy se sentía con el silencio.

«Bonito coche», comentó, arrellanándose en la cómoda tapicería del BMW de Billy.

«No está mal. Aunque antes tenía un Jaguar.»

Al otro lado de la calle, en el Clifton Hotel, algo ocurría. Carl escuchó el griterío desde la calle.

«Borrachos», dijo Billy, centrándose en la conducción.

Pero se les podía reconocer.

Era…

No jodas, venga ya

Era el hermano de Billy Birrell, Rab, y estaba siendo amonestado por un agente de policía. Carl y Billy estaban arrellanados en el coche, a sólo unos seis metros de donde todo aquello estaba teniendo lugar.

El hermano de Billy llevaba una extraña camisa verdeamarilla salpicada de sangre. Carl se sintió tentado de gritar «Rab», pero estaba demasiado hecho polvo, demasiado agotado. Y tenía que llegar a casa ya. Volvió a mirar y vio a una mujer que le sonaba vagamente…, pero también pudo ver una mata de rizos y un rostro sudoroso, cantando las cuarenta, como de costumbre. Era Terry. ¡El gordo cabrón de Juice Terry! La mujer parecía estar levantando la voz y defendiendo a Terry y a Rab. Incluso aquel poli con cara concienzuda y de más bien pocos amigos la trataba con deferencia.

Entonces el BMW atravesó la luz ámbar a toda velocidad y dio la vuelta a la rotonda de Haymarket para volver a subir por Dalry Road.

Acomodándose en el asiento del pasajero, Carl se sintió como un perfecto cabrón por no haberle dicho a su viejo amigo que su hermano tenía problemas, pero no podía desperdiciar más tiempo. Casa; cambio de ropa; hospital. Pensó en la palabra EWART voceada en tono estentóreo por Terry. No. Tenía que ser Baberton y luego el Royal Infirmary.

Baberton.

No era su antigua casa, era la de su madre. Siempre la odió y de hecho sólo vivió allí un año antes de trasladarse a su propia casa.

Terry.

Es estupendo saber que las cosas siguen apasionándole lo suficiente como para ser un completo gilipollas.

Estúpido capullo de mierda.

Billy.

Aquí mismo, junto a él, llevándole en coche al hospital; Terry, en la calle, metido en líos con la pasma. Aquel viejo cliché que dice que cuanto más cambian las cosas, más permanecen iguales, se filtró por la cansada mente de Carl.

Terry. ¿Cuándo fue la última vez que lo vio? Después del funeral. Durante el combate de Billy. Carl iba con Topsy y Kenny Muirhead. Terry iba con Post Alec y algunos tíos más.

El combate de Billy, su no combate, pensó, mientras observaba a su amigo de perfil. La cicatriz del hachazo de Doyle se había ido difuminando con los años. Pero aquella noche en el Leith Town Hall, Carl siempre pensó que había habido algo más que la tiroides. Billy parecía embrujado; era como si todas las dudas que jamás hubiese tenido acerca de todas los aspectos de su vida le hubiesen inundado la mente en ese instante, paralizándole por completo.

Se acordaba de Terry, riéndose y escarneciéndole cuando se marchó y emprendió camino en Ferry Road. Hubo una bronca en la calle cuando algunos tíos atacaron a los fans de Morgan, que habían venido en autobús. Un chaval de Gales resultó herido de gravedad con un vaso roto.

Y había oído a Terry, el gordo cabrón de Lawson, gritando en dirección al Town Hall: «¡Así se hace, Birrell!», al hermano de Billy, Rab, que estaba en las escaleras, y supo entonces que nunca más quería volver a ver a aquel cabrón.

Billy esperó abajo con Sandra, su madre, mientras Carl subía arriba a darse una ducha rápida. Podría haberse quedado bajo aquel chorro acogedor durante siglos, y después haberse dejado caer sobre la cama, pero las circunstancias seguían azotándole, así que salió apresuradamente y se puso algo de ropa nueva.

«Estás hecho un fideo, chiquitín», dijo Sandra, abrazándose a su silueta mientras él la besaba, y después haciendo lo mismo con la hermana de su madre, Avril. Se alegraba de volver a verlas.

Billy y Carl se dirigieron en el coche al hospital. Carl no paraba de largarle cosas a Billy. «Nunca vi a los Hearts ganar la copa, Billy. Ni siquiera lo supe hasta unos meses después de que la ganaran…» Ahora parecía algo singular que no le hubiera importado. ¿Dónde cojones había tenido la cabeza? «¿Cuánto hace que no la ganan los Hibs, pues, Birrell? ¿Eh?»

Billy sonrió, sacó un teléfono móvil y marcó un número. No hubo respuesta. «Vámonos al hospital», dijo.

Carl las estaba pasando negras en el coche. No podía soportar ver a su padre, no con el aspecto que temía que tuviera el viejo. Avril y Sandra eran grandes y fornidas caricaturas de las mujeres que había conocido de niño. ¿Qué aspecto tendría su padre, y ya puestos, su madre? ¿Por qué importaba tanto? Es porque estoy enamorado de la juventud, meditó tristemente. Pasaba el tiempo rodeado de chicas a las que doblaba en edad, alimentando su ego, negando el proceso de envejecimiento; era su forma personal de rehuir la responsabilidad. ¿Acaso aquello era forzosamente algo malo? Hasta ese momento no; pero ahora, puesto que quería a su padre y a su madre y necesitaba estar allí para ellos, lo era sin lugar a dudas. Aquello no le preparaba a uno en absoluto para momentos como éste.

La mente de Carl trabajaba a pleno rendimiento. Si pudiera armonizarla con su cuerpo destrozado… La verdadera tortura de las resacas de alcohol y drogas era ésa: el modo en que empujaban la mente y el cuerpo en direcciones distintas. Ahora Carl meditaba acerca de lo ilusorio del romance, que se evapora al pasar la juventud. La fealdad del pragmatismo y la responsabilidad te desgastarán como las olas a una roca si les dejas. Cuando les ves en la pantalla diciéndote que seas así o asá, y te quedas en casa, confundido, satisfecho contigo mismo, cansado y temeroso, sabes que han ganado. La gran idea ha desaparecido y ya sólo se trata de vender más producto y controlar a aquellos que no se pueden permitir ese lujo. Nada de utopías, ni de héroes. No era una época emocionante, como pretendía el ininterrumpido bombardeo publicitario; era aburrida, exasperante y carente de sentido.

La enfermedad de su viejo había hecho que se lo replanteara todo.

Le habían trasladado. Ahora estaba en una habitación donde había otras tres camas, pero ella le vio a la primera. Maria no se fijó en la gente de las camas, fue directamente hacia su marido. Al aproximarse a Duncan, escuchó su respiración; poco profunda e irregular. Observó cómo las gruesas venas azules de su muñeca desaparecían dentro de su mano. La mano que ella había cogido tantas veces desde que él le deslizara el anillo de compromiso en el dedo en el Jardín Botánico de Inverleith. Ella volvió al despacho del abogado donde trabajaba, exultante y a punto de desvanecerse cada vez que lo miraba. Él cogió un autobús para regresar a la fábrica. Le contaba todas las canciones que sonaban en su cabeza.

Ahora estaba sometido a observación por un electrocardiógrafo; una línea luminosa verde registraba los latidos de su corazón en el tubo catódico. Sobre la taquilla había unas tarjetas que ella había abierto y colocado junto a él:

PONTE BIEN PRONTO

SIENTO HABER OÍDO QUE ESTABAS PACHUCHO

y otra en la que una enfermera pechugona, vestida con medias y minifalda, se inclinaba sobre un hombre que suda y que babea en la cama, con una erección manifiesta bajo las sábanas. En ella, un diminuto médico con gafas dice:

HMM, AÚN SIGUE USTED CON LA TEMPERATURA UN POCO ALTA, SEÑOR JONES, sólo que habían tachado «Jones» y garabateado EWART a su lado. Estaba firmada por dentro «de parte de la Pandilla los Perturbadores, Gerry, Alfie, Craigy y Monty».

Los muchachos de la vieja fábrica, cerrada desde hacía muchos años. La banalidad de aquella tarjeta resultaba más que ridícula. Lo más probable era que no supieran hasta qué punto era grave la situación. Los médicos le habían advertido de que podía temerse lo peor.

Había una tarjeta algo más correcta, enviada por Wullie y Sandra Birrell:

PENSAMOS EN TI.

Y Billy la había llamado, preguntándole si había algo que él pudiera hacer. Era un buen chico y las cosas le iban muy bien, pero nunca olvidaba a la gente a la que conocía.

Allí estaba. Billy. Estaba allí. Con Sandra. Y Avril. ¡Y Carl!

Carl estaba aquí.

Maria Ewart abrazó a su hijo, y por una fracción de segundo se sintió preocupada por su delgadez. Estaba más flaco que nunca.

Carl miró a su madre. Estaba más vieja y parecía muy desgastada, lo cual no era de extrañar. Miró al paquete de carne y huesos arrugado y consumido que estaba hecho su padre. «Sigue bajo los efectos, durmiendo», le explicó ella.

«Nosotros nos quedaremos un momento con él si vosotros dos queréis hablar un poco», dijo Sandra. «Venga, id a tomar un café», le insistió a Maria.

Maria y Carl salieron cogidos del brazo. Carl no sabía quién confortaba a quién: él estaba totalmente hecho cisco. Quería quedarse con su padre, pero también quería hablar con su madre. Se acercaron a la máquina expendedora.

«¿Tan mal está?», preguntó Carl.

«Se nos va, hijo. No me lo puedo creer, pero se nos va», sollozó ella.

«Ay Dios», dijo él mientras la estrechaba. «Siento haber sido tan egoísta. Estaba en un bolo, me vine para acá en cuanto Helena me lo dijo.»

«Parece agradable», dijo su madre. «¿Por qué no he hablado con ella antes? ¿Por qué la mantuviste apartada de nosotros, hijo? ¿Por qué te mantuviste apartado tú?»

Carl miró a su madre e intentó adivinar si lo que veía en sus ojos era un sentimiento de traición o sólo incomprensión. Entonces, por primera vez, lo vio a través de sus ojos: se estaba comportando como si fuera ella la que se hubiera equivocado, como si ella fuera de algún modo responsable de sus meteduras de pata. Ni hablar; podía mirarse en el espejo y decir que en lo que a eso se refería, él era un gilipollas hecho a sí mismo. «Yo sólo…, yo sólo…, no sé. No sé. No sabes cuánto lo siento. No he sido muy buen hijo para él…, ni para ti», gimió, y la hondura de su autocompasión y su autoaborrecimiento le anonadó.

Su madre le miró con una expresión de gran sinceridad. «No. Has sido el mejor hijo que pudiéramos haber deseado. Vivimos nuestra propia vida y te animamos a vivir la tuya. Es sólo que hubiéramos deseado saber un poco más de ti.»

«… Lo sé. Estaba pensando…, siempre se piensa que habrá tiempo para ponerse al día. Para cuadrar las cosas. Entonces pasa esto y te das cuenta de que las cosas no son así. Podría haberme esforzado más.»

Maria observó a su hijo temblando y balbuceando delante de ella. Estaba hecho un desastre. Lo único que ella quería era una llamada de teléfono de vez en cuando para asegurarse de que estaba bien, y ahora se estaba haciendo mala sangre y poniéndose autodestructivo por nada. «Venga, hijo. ¡Venga!», dijo, cogiéndole la cabeza entre las manos. «Lo hiciste todo. Evitaste que nos embargaran la casa, evitaste que nos echaran a la calle.»

«Pero tenía dinero…, podía permitírmelo», empezó él.

Su madre volvió a menearle la cabeza, y a continuación le soltó. «No. No lo menosprecies. No sabes cuánto significó para nosotros. Nos llevaste a los Estados Unidos», sonrió. «Ya sé que para ti no es nada, pero para nosotros fueron las vacaciones de nuestra vida. Significó muchísimo para tu padre.»

A Carl le retumbaba la cabeza con el alivio que las palabras de su madre le proporcionaban. Estaba siendo demasiado duro consigo mismo. Menos mal que me los llevé conmigo a Estados Unidos, que me llevé al viejo a Graceland. Le vi junto a la tumba de Elvis con los ojos humedecidos por las lágrimas.

Pero lo curioso, lo que le dejó alucinado de verdad, fue cuando le llevé a un bar en Leeds llamado Mojo. Cuando tocaron aquella versión en directo de American Trilogy antes del cierre y todo el mundo se puso en pie con los mecheros encendidos. Su padre no podía creerlo, porque hasta entonces Duncan nunca había creído que la gente de esa generación, la generación Acid House, pudiera apasionarse tanto por Elvis. Entonces Carl le llevó al Basics y le dio un éxtasis. Y le pilló el punto. Sabía que no era lo suyo, y que nunca lo sería del mismo modo que para su hijo, pero lo pilló.

Carl se preguntó si debía contárselo a su madre. Aquella vez que Avril y ella se fueron a pasar el fin de semana a St Andrews. Él llevó a Duncan al partido del Liverpool contra el Man United, después al Mojo en Leeds, y finalmente al Basics. A ella se lo había contado todo menos lo del éxtasis. No, quizá ahora no fuera el momento más indicado.

Maria miró a su hijo mientras se tomaba el café. ¿A qué estaba jugando? Tenía todo aquello a lo que Duncan y ella habían aspirado durante toda su vida, verse libre de la rutina de nueve a cinco, pero no parecía apreciarlo. Quizá a su manera sí lo hiciese. Maria no entendía a su hijo y quizá nunca lo haría. Pero quizá era así como tenía que ser. Lo único que entendía de él era que ella le quería, y con eso bastaba. «Volvamos adentro.»

Relevaron a Sandra y Billy junto al cuerpo postrado de Duncan. Carl volvió a mirar a su padre, y sintió una estrechez casi insoportable en el pecho. Aguardó a que amainase su intensidad, pero no lo hizo; permaneció allí, como una constricción constante e implacable.

Entonces los ojos de Duncan parpadearon antes de abrirse, y Maria vio en ellos la luz enloquecida de su energía vital. Escuchó una magnífica melodía, vio una gloriosa victoria del Kilmarnock pese a no haber asistido a un partido de fútbol en su vida, y sobre todo le vio a él, como siempre que la miraba a ella. La carne atrofiada y mundanal de su rostro parecía desvanecerse cuando aquellos ojos la absorbían.

Carl se percató de ese momento entre ellos, sintió el flashback de aquella sensación infantil suya de superfluidad, aquella sensación de ser un superávit respecto de lo requerido por la situación. Volvió a acomodarse en la silla. Aquel momento les pertenecía.

Pero Duncan intentaba hablar. Maria observó con horror enfermizo que la línea verde del aparato empezaba a oscilar erráticamente del punto álgido al más bajo. Estaba en peligro. Ella le cogió de la mano y se inclinó sobre él para oírle decir con urgencia mientras expulsaba aire sordamente: «Carl… ¿dónde está Carl?»

«Aquí estoy, papá», dijo él, inclinándose hacia delante y apretando la mano de su padre.

«¿Qué tal Australia?», resolló Duncan.

«Bien.» Era lo único que podía decir. Era de locos, joder. Qué tal Australia. Australia bien.

«Tendrías que dar noticias más a menudo. Tu madre… a veces lo pasa muy mal. De todas formas… me alegro de verte…», dijo, y sus ojos resplandecían cálidamente.

Carl asintió. «Y yo también», sonrió. La sencillez de todo aquello ya no parecía tan banal. Antes al contrario, eran la sofisticación, las florituras, los adornos y la búsqueda constante de profundidad las que ahora parecían una farsa trivial. Estaban contentos por el simple hecho de estar juntos.

JODIDO Y AGOBIADO

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