Cola

Cola


3. Debió de ser en 1990: El local de Hitler » Andrew Galloway

Página 29 de 73

A

N

D

R

E

W

G

A

L

L

O

W

A

Y

ENTRENAMIENTO

Esperé tres semanas a que me dieran la noticia. Pensé que me quedaría hecho polvo, pero estaban sucediendo tantas cosas, tantas otras mierdas, que apenas le di importancia. Cuando pensaba en ello, cosa que hacía sobre todo por la noche, no podía determinar hasta qué punto se alimentaba la ansiedad que ya llevaba sintiendo desde quién sabe cuánto tiempo.

Putos años.

Te hacen pasar, te dicen que te sientes y que te prepares. Saben lo que se hacen y lo hacen bien. Pero sólo tienen un número limitado de formas de decirlo. «Has dado positivo», me dijo la mujer de la clínica.

Tan bobo no soy. Conozco la diferencia entre el VIH y el sida. Sé casi todo lo importante que hay que saber del tema. Es extraño que uno pueda hacer caso omiso de algo de forma tan concienzuda, que su omisión acabe convirtiéndose en aquello que indica su presencia y que el conocimiento al respecto se filtre de forma subrepticia, inconsciente. Un poco como el propio virus. Sin embargo, me oigo decir a mí mismo: «Así que ya está, entonces tengo el sida.»

Y dije eso, escogí decirlo, porque una parte de mí, alguna parte inteligente y optimista que nunca abandona, anhelaba oír todo el discurso aquel de que no es una sentencia de muerte y que si me cuidaba y seguía los tratamientos y patatín y patatán.

Pero lo primero que pensé fue: Bueno, ya la hemos jodido. Y me produjo una extraña sensación de alivio, porque hacía ya algún tiempo que sentía que la habíamos jodido; era como si lo único que hubiera descubierto fuese cómo. El resto del tiempo que pasé en la clínica no supuso más que ruido de fondo. Así que me fui a casa y me senté en el sillón. Empecé a desternillarme de risa hasta que empezó a salirme desquiciada, se me quedó atascada en la garganta y se transformó en sollozos atroces.

Intenté pensar en quién, los cómo, qué, dónde y por qué. No se me ocurría nada. Pensé en cómo me sentía. Me pregunté cuánto duraría.

Lo mejor era resistir.

Me quedé un rato embotado, pensando en asuntos pendientes.

Sí, lo mejor era resistir. Hasta que pudiera resolverlo todo y tal.

Dejé de repetirme a mí mismo que podía hacer algo útil. Saqué la botella de Grouse y me serví una copa. Me quemó el gaznate y me supo amargo hasta el final. La segunda me sentó mejor, pero el miedo no me abandonaba. Tenía la piel fría y húmeda, y poca capacidad en los pulmones.

No paraba de repetirme que aquél sólo era un día más y que la noche sólo sería una más en una larga y oscura sucesión que se prolongaría hasta lo desconocido, mucho más allá de donde a uno le alcanzara la vista. Continuaría viviendo, me dije a mí mismo, puede que por mucho tiempo. Lejos de resultar reconfortante, el terror que me inspiraba esa idea casi aplastó lo poco que me quedaba dentro.

Puede que mi vida continuara, pero no iba a mejorar.

Uno no se da cuenta de la clase de ancla que es la esperanza hasta que sabe que ha desaparecido del todo. Te sientes eviscerado, vacío por dentro, y es como si ya no pertenecieras a este mundo. Es como si no hubiese ya masa que te retuviera en este mundo.

En la desintegración de la realidad, la vista se difumina primero, y a eso le sigue una concentración desesperada en lo extremo y lo mundanal. Te agarras a cualquier cosa, no importa lo boba que sea, que parezca suministrar la respuesta, e intentarás encontrarle significado con todas tus fuerzas.

La pared que tenía enfrente parecía albergar las claves secretas de mi futuro. El sable samurái, la ballesta. Allí en la pared, mirándome de frente.

El futuro: me miraba directamente a la cara.

Ocúpate de esos asuntos pendientes, ocúpate de ellos.

Bajé el largo sable de samurái de la pared. Extrayéndolo de la vaina, observé cómo refulgía bajo la luz. Pero la hoja estaba mellada, no habría podido cortar ni mantequilla. Me lo consiguió Terry; lo robó de algún sitio.

Sin embargo, qué fácil resultaría afilar esa hoja.

La ballesta no era tan decorativa. La retiré, la sopesé, coloqué el dardo de cinco centímetros, apunté y lo clavé en el centro rojo de la diana que estaba en la pared de enfrente.

Volví a sentarme; pensé en mi vida. Intenté pensar en mi padre. Las visitas fugaces a lo largo de los años. «¿Cuándo vuelve papá?», solía preguntarle a mi madre con impaciencia.

«Pronto», decía ella, o en otras ocasiones simplemente se encogía de hombros como diciendo: ¿Cómo coño quieres que lo sepa yo?

Los intervalos entre sus apariciones se hicieron más largos, hasta que acabó convirtiéndose en ese forastero cuya presencia no deseada no hacía más que alterar tu rutina.

Aunque me acuerdo de un día, un día de fuegos artificiales cuando éramos críos. Nos llevó a mí, a Billy, a Rab y a Sheena al parque; todos bien abrigados para hacer frente al frío de noviembre. Los cohetes que había comprado, los metió sin más dentro de la tierra helada por la parte de los estabilizadores. Se suponía que había que meterlos en una botella, pero nosotros pensábamos que sabía lo que se hacía, así que no dijimos nada.

Yo y Billy sólo teníamos siete años, y lo sabíamos. ¿Cómo cojones no lo sabía él?

Se supone que los cohetes surcan los cielos y después explotan, pero nosotros vimos cómo aquellos se consumían y explotaban sin despegar de la tierra fría y dura. Él no sabía nada porque siempre estaba encerrado. Cuando yo era adolescente, lo peor que podía decirme mi madre es que era tan malo como mi padre. Me dije a mí mismo que nunca jamás sería como él.

Entonces también me encerraron a mí.

Dos temporadas en el trullo, una como inocente, la otra como culpable. No sé cuál de las dos me dejó más hecho polvo; el delito de estupidez es el mayor de todos los delitos. Ahora estoy en este piso de protección oficial, otra vez en el barrio, subarrendado por un colega llamado Colin Bishop, que está en España currando. Es curioso, pero la gente dice, mira, has terminado aquí otra vez. Pero así será, aquí terminaré.

La lluvia ha estado cayendo con fuerza todo el día, pero ahora veo que ya no puede más. En la calle hay un arco iris.

No paro de darle vueltas a la cabeza. Ahora pienso: ¿Cuánta gente tiene la oportunidad de saldar viejas cuentas pendientes antes de partir? No mucha. La mayoría de la gente continúa viviendo mucho tiempo, así que tiene demasiado que perder; o eso, o están demasiado débiles para actuar cuando saben que se acabó la función. Pensar de esta forma hace que me sienta fuerte.

De modo que sentí que el mundo me había pasado la mano más mierdera posible y que, ¡qué cojones!, aún seguía aquí. Cuando salí a caminar bajo el sol para aclararme la cabeza, me encontraba tan estrafalariamente eufórico que de veras llegué a pensar que nada haría que volviera a sentirme triste jamás.

Pero por supuesto me equivocaba.

Quedó probado que me equivocaba en cosa de cinco minutos.

Cinco minutos, la distancia entre aquí y el supermercado. Cuando la vi con la cría, saliendo de la papelería, el corazón me saltó contra el centro del pecho y a punto estuve de cruzar la calle sin más. Pero iban solas,

él no andaba por ahí. Sencillamente no tenía ganas de encontrármelo, no en ese momento; lo haría cuando

yo estuviese listo.

Pero ahora no.

Eché una mirada alrededor; me sentía bien. Había hecho lo que tenía que hacer con los tipos del centro y trataba de arrinconarlo en alguna parte de mi cabeza. Intentaba mirar hacia delante, pensar en la Fiesta de la Cerveza de Munich y los pirulos que tendría que vender para llegar hasta allí. Los vuelos estaban todos reservados, así que sólo necesitaba dinero para alojamiento y gastos. Además, hacía un día estupendo: hacía un rato había estado lloviendo a cántaros, pero ahora hacía calor y todo el mundo salía de casa. Se avecinaba la hora de comer, y de los autobuses empezaba a descender una marea humana procedente del centro. Yo iba caminando, mirando las paredes cubiertas de grafitis, tratando de localizar nuestros viejos esfuerzos. Allí estaban, desvaneciéndose de forma lenta pero segura:

G

A

L

L

Y

B

I

R

O

A

U

P

A

E

L

H

F

C

Debía de tener más de diez años. Biro. Ése era el viejo apodo de Birrell, que ahora nadie usaba. Yo debí haberme puesto uno mejor, más discreto. Mi madre se coscó de que había sido yo y me zurró. El cabrón de Terry solía acercarse a buscarme hace siglos y le decía a mi madre: «Hola, señora Galloway, ¿está Gally, eh, quiero decir Andrew?»

Ahora nos vamos de vacaciones juntos; yo, Terry, Carl y Billy. Puede que por última vez.

Son unos tíos de puta madre, sobre todo Birrell: un gachó de primera. Me apoyó aquella vez con Doyle. Hasta el final. Tenía muchas razones para no hacerlo, además. El combate quedó pospuesto. El

Evening News se enteró de la historia, le pintó como un matón descerebrado y sacó a relucir una vieja condena que le habían echado unos años antes por pegarle fuego al almacén aquel. Aunque Billy lo llevó todo muy bien. Cuando por fin se celebró la pelea destrozó al tío de Liverpool. Después de eso todos volvieron a lamerle el culo como antes.

Pensé en ello, en aquellos tiempos, y volví a sentirme un poco triste. Después pensé, venga Gally, no dobles, pórtate. Sí, cuando salí me sentía estupendamente.

Entonces les vi.

Les vi, y me sentí como si me acabaran de golpear con fuerza en el estómago.

¿Cuándo fue la primera vez? Hace años. Ella iba con Terry. Pensé que era una chavala maja, encima. Sabía ser encantadora cuando quería. La segunda vez fue distinto. Lo único que yo quería era follar, y follé. Me sentí de puta madre hasta que me dijo que estaba embarazada. No podía creerlo. Entonces llegó Jacqueline. Nació unas semanas después de que Lucy, la mujer de Terry, tuviese a Jason.

Cuando salí de la cárcel lo quería todo. Sobre todo una tía. Conque sí, tenía donde meterla; el precio fue un anillo de boda y la responsabilidad de una esposa y una cría. Era demasiado, incluso aunque ella y yo hubiésemos hecho mejor pareja. No podía esperar a salir de casa para alejarme de ella y de sus amigas, como Catriona, la hermana de Doyle. Se quedaban sentadas en casa fumando todo el día. Quería alejarme de ellas, de ellas y de sus críos. Sus críos chillones y llorones.

Quería marcha dondequiera que la hubiese. En realidad era demasiado mayor para ser un

casual; la mayoría de los tíos tendrían al menos cinco años menos que yo. Pero me había perdido cosas y siempre aparenté bastante menos edad de la que tenía. Me metí en ese rollo un par de temporadas. Después empecé a ir a los clubs con Carl.

Quería alejarme de ellas, de Gail y de su peña, pero también, supongo, de Jacqueline. Así que es cierto, gran parte de lo que pasó fue culpa mía, porque no pasaba demasiado tiempo en casa. Pero él sí. Él. Entonces ella empezó a verse con ese cabrón. Con él.

Cuando le pedí cuentas, ella se me rió a la cara. Me dijo cómo se lo hacía en la cama. Era mejor que yo, mucho mejor que yo, dijo ella. Un auténtico animal, me contó. Podía follar toda la noche. Con una polla como un martillo pilón. Pensé en

él y no podía creerlo. Debía de estar hablando de otro. No podía ser McMurray, Polmont no; no ese capullo nervioso y fofo que te cagas, aquella marioneta acojonada de Doyle.

Ella no paraba de insistir y quería que cerrara el pico. Le dije que cerrara su puta boca de guarra, pero fueron tantas las veces que se lo había dicho…, lo único que hacía era abrirla más y más. No lo pude aguantar. La cogí por los pelos. Ella me cascó; nos pegamos. La tenía cogida por el pelo y que Dios me ayude, pensaba darle su merecido. Cerré el puño, lo alcé y

y y y

y mi hija estaba detrás de mí; se había levantado de la cama para ver a qué venía el follón. Mi codo se estrelló contra su cara, aplastándole un lado de la cara, sus frágiles huesecitos…

nunca quise hacerle daño

a la pequeña Jacqueline no.

Pero el tribunal no lo vio así. Volví a la cárcel, a Saughton, un talego de verdad, nada de reformatorios esta vez. Otra vez dentro, con tiempo para pensar.

Tiempo para odiar.

A quien más odiaba, sin embargo, no era a ella; ni siquiera a él. Era a mí: a

, el pringao estúpido y débil. A

ese cabrón sí que lo machaqué. Lo machaqué con todo; alcohol, pirulos, jaco. Golpeé las paredes hasta que los huesos de las manos se me rompieron y se me hincharon hasta ponerse del tamaño de guantes de béisbol. Me hice asquerosas quemaduras rojinegras en los brazos con cigarrillos. A ese cabrón sí que le ajusté las cuentas, le meé encima. Y lo hice tan discretamente, tan disimuladamente, que fueron pocos los que vieron más allá de la descarada sonrisa de golfo.

Me mantuve alejado de los otros cabrones. Orden judicial. Me he mantenido alejado hasta ahora. Ahora esa guarra está aquí mismo, a sólo unos pasos.

No fue tanto el verla a ella como el ver a la pequeña Jacqueline: había que ver cómo iba la cría. El hecho de ver así a la chiquilla, con gafas, me entristeció muchísimo. Una chiquilla de esa edad con gafas. Pensé en el colegio, en lo cabrones, burlones y crueles que podemos llegar a ser de pequeños, y en cómo yo no podía hacer nada para protegerla de todo aquello. Pensé en cómo algo tan simple, estúpido, superficial y sin valor como un par de putas gafas podría cambiar la forma en que la gente la viese y la forma en que crecería.

Aquello venía de la parte de su madre; la muy guarra era más ciega que un puto topo. Eso sí, podía ver una polla a un kilómetro de distancia, con eso nunca tuvo ningún problema. Siempre hablaba de hacerse unas lentillas cuando estábamos juntos. Por la calle nunca llevaba gafas; solía agarrarse a mí cuando salíamos, como si fuera su puto perro-guía. Aunque la puta perra era ella. En casa la cosa era distinta; se quedaba sentada por ahí como la puta gorda ésa de

On the Buses. Ahora parece que vea, así que probablemente haya invertido en un par de lentillas: será por eso que la pequeña lleva una ropa tan evidentemente de segunda mano. Eso deja claro cuáles son las prioridades de esa vacaburra vanidosa. Ahora le ha quitado las gafas a Jacqueline y les saca brillo con un pañuelo; ahí de pie, ataviada con esa chaqueta barata, sacándole brillo a las gafas de baratillo de mi cría. Y yo pensando: ¿Por qué no podrás llevar un trapo como es debido…?

… ¿por qué no puedo hacerlo yo?…

No hay pelas.

Y aunque tendría que haberme marchado, crucé la calle directamente hacia ellas. Si esa vacaburra lleva lentillas, debería devolverlas, porque son una mierda. Casi le había pasado por encima para cuando levantó la vista. «¿Qué tal?», le digo a ella, mirando después a Jacqueline. «Hola, cariño.»

La cría sonríe, pero se aparta un poco.

Se aparta de mí.

«Es papá», le digo sonriendo. Oigo como las palabras me salen de la boca y suena lamentable; me quedo empanao y con cara de pocos amigos al mismo tiempo.

«¿Qué quieres?», pregunta la puta infrahumana. Me mira como si yo fuera un trozo de mierda blandita y, antes de que pueda responderle, añade: «¡No quiero más problemas, Andrew, ya te lo he dicho, joder! Debería darte vergüenza enseñar la cara delante de ella.» Después mira a la pequeña.

Aquello fue…

Aquello fue un puto accidente…

Fue su puta culpa…, su puta boca, las putas cosas que decía…

Me entran ganas de darle un puñetazo en esa boca retorcida de guarra, jurando como la puta guarra que es, ahí delante de la cría, pero eso es exactamente lo que ella quiere, así que hago un gran esfuerzo, un esfuerzo desesperado que te cagas para mantener la calma. «Sólo quería quedar en algo para poder verla de vez en cuando, para que podamos acordar algo…»

«Ya está todo arreglado», dice ella.

«Ya, arreglado por vosotros, sin que yo pudiera decir nada…» Noto que estoy perdiendo los estribos, y no quiero que la cosa sea así. Sólo quiero hablar.

«Si no te gusta díselo a tu abogado, el asunto está zanjado», repite de forma lenta y precisa.

Un puto abogado, ¿de qué va? ¿De dónde saco yo un puto abogado? Entonces ella mira a un tipo que baja por la calle, sí, ya lo creo, es

él, y tira del brazo de la cría. «Venga, ahí está papá…», dice poniéndome cara de asco. Sus palabras me producen la sensación de un cuchillo en las entrañas. ¿Cómo pude nunca enrollarme con ella? Debía de estar loco.

Y él está ahí de pie, mirándome, con la cabeza ladeada. Sigue teniendo el mismo tipo raro, no tanto delgado como plano, como si le hubiera pasado una apisonadora por encima. Por delante parece ancho, pero de lado no: como si pudieras deslizarle por debajo de una puerta. «Papá…», dice la cría y sale corriendo hacia

él. Él la abraza y después la acerca a la puta que el pobre angelito ha aprendido a llamar mamá. Él le cuchichea algo al oído; ella coge a la cría de la mano y se alejan un poco. La pequeña me mira, y me hace un pequeño gesto de despedida con la mano.

Intento decirle Chao, nena, pero no me sale nada. Levanto la mano y le devuelvo el saludo a Jacqueline, viéndoles marchar mientras la pequeña le hace preguntas. Por supuesto, esa vacaburra ignorante sería incapaz de comprenderlas, ya no digamos contestarlas.

Y él se me acerca hasta llegarme casi a la cara. «¿Tú qué cojones quieres?», suelta él, pero no es más que una exhibición para que ella le vea, porque está desconcertado que te cagas, se le nota el miedo en la mirada. Ahora estoy disfrutando que te cagas, disfrutando de este momentito tranquilo entre nosotros, divirtiéndome de verdad por primera vez.

Miro al muy cabrón. Podría cargármelo sin más, aquí y ahora. Él lo sabe, y yo también, pero los dos sabemos lo que pasaría si lo hiciera.

La poli y los Doyle encima de mí. Menuda lotería. Y no puedo pensar sólo en mí, además. Billy me respaldó y le sacudieron con un cuchillo ballenero en la barbilla como recompensa.

«Ya te lo he dicho una vez. No me obligues a volvértelo a decir», dice, señalándome y después rascándose la tocha. Nervios. Se ve cómo se le humedecen los ojos. Uno contra uno no es su estilo para nada. Como la última vez: se cagó entonces y ahora igual.

Sigue siendo un cabrón pecoso. A los veintiséis tacos, o incluso a los veintisiete. «Es curioso, recuerdo que estaba más preocupado la última vez. Puede que fuera la compañía en la que te encontrabas; la compañía en la que no te encuentras ahora», le sonrío, mirándole a él y después, por encima de su hombro, a ella y a la cría, sintiendo un acceso de sentimiento de culpa. La peque, Jacqueline, no necesita esto en su vida. Ella me mira y no puedo devolverle la mirada. Vuelvo a mirarle a él. Después suena la bocina de un coche. Me mira por encima del hombro y dice: «Hasta más ver», mientras se aleja.

«No lo sabes tú bien, pedazo de cagao», me río, preguntándome por qué llevaba tanta prisa. O a lo mejor el capullo se pensó que me había achantado. Durante un segundo de furor, doy un paso al frente antes de detenerme. No, no era el momento.

Me vuelvo para ver quién había pitado y es el coche de Billy con Terry metido junto a él.

Salen del coche y Polmont baja echando leches por la calle, apretando el paso. No me extraña. Cuando llega a donde están ella y la cría, recoge a Jacqueline y se la carga sobre los hombros.

Ese cabrón colocándose a mi puta cría sobre los hombros.

Se marchan calle abajo. La puta de Gail es la única que me mira. Terry llega a mi altura y le sonríe con toda tranquilidad; ella se vuelve.

«¿Aquí qué pasa?», pregunta Billy, saludando con la cabeza a la vieja señora Carlops, que viene por la calle con dos bolsas de compra repletas.

No voy a volver a meter en esto a Billy o a Terry. Ese Polmont no es nadie; va a morir. ¿Y Doyle? Miro la cicatriz de Billy. No tengo nada que perder. Él también puede pringar. «No pasa nada», le digo. Intento sonreírle a la señora Carlops. La pobre viejecita está sudando bajo el calor con esas dos bolsas de la compra.

Billy se acerca a la señora Carlops, le coge las bolsas y las mete en el maletero del coche. Abre la puerta del copiloto. «Métase ahí, señora Carlops, y descanse un poco.»

«¿Estás seguro, hijo?»

«Iba en esa dirección, señora Carlops, a casa de mi madre, así que no es molestia alguna.»

«Intentaba llevar un poco más de la cuenta», jadea ella, subiéndose al coche. «Viene la familia de Gordon de York, así que pensé que llenaría un poco la despensa…»

Terry observa la situación, como si Billy o la señora Carlops fueran un poco tontos por verse envueltos en ella; después se vuelve bruscamente hacia mí. «¿Te estaban jodiendo otra vez esos cabrones?», me suelta.

«Déjalo, Terry», le digo, pero estoy resollando y clavándome las uñas en las palmas de las manos.

Terry levanta las manos en actitud defensiva. Parece que le haya pillado el chaparrón. Lleva mojados el pelo y la chaqueta. Los ojos de Billy les siguen a ellos hasta el final de la calle. La pequeña montada sobre

sus hombros. Lo peor de todo es que ella le quiere. Hay cosas que no se pueden fingir. Yo respiro profundamente y después intento tragar lo que llevo en la garganta. «¿Qué hacíais?»

Billy dice: «Había acabado de entrenar. Pasaba por la Grange cuando vi a este mamón merodeando por las calles. Casi se caga patas abajo cuando hice sonar el claxon.»

«¿Qué hacías tú merodeando por esas casas grandotas de la Grange, como si no lo supiéramos?», le pregunto a Terry.

«Ocuparme de mis propios asuntos», dice indicando con un gesto de la cabeza el otro extremo de la calle; ahora ya han desaparecido de la vista, «así que me gustaría que fuera usted tan amable de otorgarme el mismo trato, señor Galloway», dice.

«Me parece justo», asiento sin dilación.

«¿Os apetece tomar una pinta?», pregunta.

Billy exhaló bruscamente, mientras miraba a Terry como si éste acabara de sugerir que nos aficionáramos a la pederastia. «Ni hablar, voy a llevar a Jinty Carlops a su casa y después me voy a cenar a casa de mi madre. Tengo que mantenerme en forma, estoy entrenando, tenedlo en cuenta.»

Terry empezó a golpearse el pecho con el índice. «Nosotros también, Birrell, para las vacaciones en Munich y la Fiesta de la Cerveza.»

Pero a Billy no le impresiona. «Bien, pues os dejo en ello. Os veré en el club de Carl mañana por la noche», suelta, yéndose hacia el coche. Entonces se volvió hacia mí y me guiñó el ojo. «Y tú tómatelo con calma, ¿vale, colega?»

Sonrío y le devuelvo un guiño forzado. «De acuerdo, Billy, hasta luego.»

Billy se mete en el coche, dejándonos solos a Terry y a mí. «Billy no pierde el tiempo, desde luego sabe ligar», se ríe Terry mientras Billy y la señora Carlops se marchan. «¿Al Wheatsheaf?», dice.

«Sí. Vale. No me vendría mal un trago», le digo. No me vendrían mal unos cuantos.

Nos vamos hacia el Wheatsheaf. Terry pide las cervezas y programa la sinfonola. Yo sigo aturdido, sólo puedo pensar en el dardo de mi ballesta reventándole la cabeza al cabrón de Polmont; después de que el sable de samurái la haya desprendido de sus hombros, claro está. Le enviaría el contenido metido en una caja a Doyle. Tú también puedes pringar, cacho cabrón. El poderío de que todo te la sude.

Entonces pensé en la cría. En mi madre. En Sheena. No, siempre hay algo que no te la suda.

Terry vuelve con un par de pintas de lager. Terry es un tío de puta madre, uno de los mejores. A veces se comporta como un capullo, pero no tiene mala intención. «¿Vas a quedarte ahí sentado en tu propio mundo?», me pregunta.

«Ese cabrón con mi cría… Él», digo, hirviendo de indignación. «… Y ella, la muy puta. Se merecen el uno al otro. Ya sé que se la tiraron montones de tíos, me lo advirtió todo quisque, se la ha metido todo el mundo, me decían. Pero no les escuché.»

Terry me mira con gesto grave, como si estuviera molesto. «Eso suena un poco machista, señor Galloway. ¿De qué va todo eso? ¿Qué pasa si a una tía le gustan las pollas? A nosotros nos gustan los chochos.»

Por un momento pensé que intentaba quedarse conmigo, pero no, habla en serio.

«Ya, pero yo me refería a cuando se suponía que estaba conmigo.»

Ante eso Terry no dice nada. Echa un vistazo y guipa a Alec entrando al pub. Le suelta un grito: «¡Alec…!»

Ir a la siguiente página

Report Page