Cola

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3. Debió de ser en 1990: El local de Hitler » Andrew Galloway

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Alec parece jodido. Camina encorvado mientras se acerca a nuestra mesa.

«¿A qué viene esa cara?», pregunta Terry.

«He ido a verla hoy…», dice hoscamente. «A Ethel», jadea en voz baja.

«Ah», suelta Terry.

Alec quiere decir que ha estado en el cementerio, o la capilla del eterno descanso, como la llaman en el crematorio. Ethel era su esposa, la mujer que murió en el incendio. Inhalación de humos. Eso fue hace siglos, la primera vez que lo vi. El hijo de Alec no le habla porque cree que fue culpa suya. Hay quien dice que fue Alec con la sartén, borracho, y otros que fue un fallo eléctrico. Independientemente de lo que fuera, fue un mal asunto para él y para ella.

«¿Qué queréis tomar?», le pregunta Terry primero a Alec y después a mí. Yo me encojo de hombros y Alec también. «Confía en mí para mezclarme con la gente más marchosa», suelta él.

PESADILLA EN ELM ROW

Mientras pensaba en coger el autobús hasta casa para relajarme un poco antes de que abriera el club de Carl, llevaba la cabeza como un bombo y la boca más seca que el coño de una monja. Mientras observaba cómo se separaban las farolas a medida que me iba acercando a ellas, me di cuenta de que estaba al lado del queo nuevo de Larry Wylie y me pregunté si querría que le pasara unos éxtasis. El portero automático está estropeado pero la puerta de la escalera está abierta. Mientras subo los escalones soy consciente de que el rollito del éxtasis empieza a apagarse y que sigo jodido por lo que bebí ayer.

El cabrón de Terry sabe beber, desde luego. Entrenamiento para el festival de la cerveza, dice. Pues el capullo ha seguido con dedicación un largo programa de entrenamiento, de unos quince años aproximadamente. Si Billy se dedicase al boxeo con la misma determinación, a estas alturas ya habría unificado en su persona el título mundial de todas las asociaciones.

Pulsé el timbre, sabiendo de antemano que iba a ser un error. Me dirijo automáticamente hacia el desastre; no puedo hacer una mierda al respecto. Lo peor ya ha pasado, el resto no son más que detalles.

¿A quién le importa un carajo?

Cuando por fin abrió la puerta, después de gritar desde detrás de ella «¿Quién es?», Larry estaba aún más mordaz de lo habitual.

«Gally», le dije.

Larry me miró apremiantemente, comprobando que no subía nadie más por la escalera detrás de mí. Al cabrón se le ve alteradísimo, desborda paranoia por todos lados de una forma tan palpable que podrías meterla entre dos rebanadas de pan. «Entra, rápido», me dice.

«¿Qué pasa?» Le hago la pregunta mientras me mete en su casa y cierra la puerta a mis espaldas, corriendo dos enormes cerrojos de tamaño industrial.

Señaló la habitación con el dedo. «Tengo montado un mogollón que te cagas», dijo gesticulando y mirando al vacío, con la mirada perdida. «Phil el Gordo, le he apuñalado», dijo con amargura.

Me entraron ganas de dar media vuelta allí mismo, pero había que atravesar demasiada ferralla y el estado de ánimo de Larry era evidentemente volátil, incluso medido con sus propios y horrendos criterios. Además, no tengo miedo, sólo curiosidad. Pero decidí que aquél no era el momento de preguntarle

por qué había apuñalado a Phil. «¿Se encuentra bien?»

Por un segundo Larry me miró como si me estuviera sobrando, y después estalló en una enorme, hermosa y radiante sonrisa. «Y yo qué coño sé», soltó, pasando en un santiamén a la actitud de negocios. «¿Querías base de speed?», soltó con aire algo más que impaciente.

He venido aquí a vender, no a comprar. «Eh, sí, pero llevo unos buenos éxtasis encima, Larry…», le dije, pero el cabrón no me escuchaba.

Seguí a Larry hasta el cuarto de estar y después hasta la cocina a la que daba. Phil el Gordo estaba sentado ante la mesa de la cocina. Le saludé con una inclinación de la cabeza, pero tenía la mirada fija en la distancia, aparentemente centrado en algo. Llevaba un rollo de lencería para sábanas apretado contra el estómago. Estaba un poco ensangrentada, pero en realidad no estaba saturada ni nada de eso.

Larry estaba de lo más tenso y animoso. Me pregunté si iría de speed. «Y otra vez ya viene el do…», canturreó en plan Sonrisas y lágrimas, con satisfacción histriónica y los pulgares metidos en unos tirantes imaginarios. Después sacó unos vasos de un armario de la cocina, y después una botella de Jack Daniels, sirviendo dos grandes chupitos, uno para mí y otro para él. «¿Dónde está la puta Coca-Cola? ¿Eh?», dijo. Entonces gritó hacia la habitación de al lado: «¿QUIÉN HA COGIDO LA PUTA COCA-COLA?»

Escuché unos pasos procedentes de uno de los dormitorios y apareció Muriel Mathie con unas vendas y unas tijeras. Llevaba la camisa a cuadros de un tío que quizá fuera Larry, y me echó una mirada crispada mientras se acercaba a Phil.

«¿No queda Coca-Cola?», preguntó Larry, con una sonrisa desafiante en el rostro.

«No», suelta ella.

«¿Bajas a la gasolinera a por más?», urgió él. «Fuisteis vosotros los que os la bebisteis. ¿Cómo voy a ofrecerle algo de beber a mis invitados?»

Muriel se dio la vuelta, amenazando a Larry con las tijeras. La chica estaba completamente fuera de sí. «¡Ve tú a por ella! ¡Ya me tienes harta, Larry! ¡No pienso repetírtelo!»

Larry me miró con una sonrisa burlona. Extendió los brazos y mostró las palmas de las manos. «Sólo preguntaba por el estado de las existencias de Coca-Cola», dijo. «Tendrá que ser a palo seco, Gally. Chin, chin», brindó y ambos echamos un trago.

Sharon Forsyth salió del mismo dormitorio y echó un vistazo al panorama, más emocionada y pasmada que una aspirante a estrella que acabara de obtener un papel en una gran producción. «Esto es una locura… Hola, Andrew», dijo sonriéndome. Sharon llevaba una camiseta de algodón sin mangas de color verde botella. Le dejaba el ombligo al descubierto y se había hecho un

piercing. Jamás había visto algo así antes. Quedaba guay, sexy, guarro. «Guapo, Sharon. Te queda muy sexy», le dije, señalándolo.

«¿Te gusta? A mí me parece de lo más chachi», dijo entre risitas. Su pelo tenía un aspecto grasiento y descuidado. No le iría mal lavárselo. A lo mejor me ofrezco para lavárselo si piensa subir al Fluid. Aunque a Carl no le gusta ver a esta peña por ahí. Los llama «elementos barriobajeros». Mucha jeta por su parte, aunque sólo sea una broma. A mí siempre me ha ido Sharon y me enrollé con ella cuando salí del trullo, el de verdad, hace unos años. Cuando estaba dentro sólo pensaba en el sexo, pero cuando salí, tenía montones de mierda en la cabeza por culpa de esa vacaburra de Gail y no se me levantaba. Pero Sharon nunca me hizo sentir mal por eso. Eso es lo que yo llamo una tía con clase. Parecía aceptar mi discurso de que la-cárcel-produce-ciertos-efectos-en-un tío.

«¿Dolió cuando te lo hicieron?»

«En realidad no, pero hay que mantenerlo limpio. Pero hace mucho que no nos vemos…, ven aquí.» Nos dimos un eufórico abrazo de pista de baile. Una chavala estupenda, Sharon, aunque notase la grasa de su pelo en la cara, obstruyéndome los poros. Me pregunto si Larry se la estará follando. Probablemente. Se está follando a Muriel, desde luego.

Vi a Muriel por encima de su hombro, atendiendo a Phil, lanzándole una mirada fugaz a Larry, que le devolvió una mirada desafiante como diciendo «¿qué?» antes de empezar a revolver en un cajón.

Mientras Sharon y yo rompimos nuestro abrazo Phil el Gordo gruñó algo. Respiraba con dificultad, y Muriel hablaba en voz baja consigo misma.

«Tengo un jaco cojonudo», sonrió Larry. «¿Quieres un chutecito?»

¿Jaco? Está de broma. «No, no es lo mío», le digo.

«No es eso lo que he oído», dijo, guiñándome un ojo.

«De eso hace bastante», le digo.

Sharon miró a Larry. «No nos dejarán entrar en un club si vamos hasta arriba de jaco, Larry.»

«Quedarse mirando las paredes es la nueva forma de salir de clubs. Lo dice en

The Face», dijo Larry sonriendo maliciosamente.

Muriel intentó quitarle la camisa a Phil, pero él la apartó con la mano, movimiento que le causó más dolor que ella. Muriel persistía: «Has perdido mucha sangre, será mejor que te llevemos al hospital. Llamaré a una ambulancia.»

«No», jadeó Phil, «nada de hospitales ni de ambulancias.» Sudaba profusamente, sobre todo por la frente, formando gotas que le punteaban el rostro.

Larry hizo un gesto de asentimiento.

Aquélla era la clase de movida en donde todo el mundo oficial, incluso el más benigno de los servicios de urgencia, suscitaba una desconfianza instintiva. Nada de policía. Nada de ambulancias, aunque pudiese estar desangrándose. Parecía haber un poco más de sangre en la lencería ahora. Podía imaginarme a Phil el Gordo en una casa en llamas a punto de venirse abajo gritando: ¡Nada de bomberos!

«Pero tienes que hacerlo, lo tienes que hacer», dijo Muriel y entonces empezó a chillar, como si le estuviera dando un ataque de pánico, y Sharon fue a tranquilizarla.

«No te pongas histérica o podrías pegárselo a Phil…» Sharon se volvió hacia Phil, quien seguía mirando al vacío con la sábana pegada a la barriga. «… Perdona, Phil, pero ya sabes lo que quiero decir, si ella hace que parezca peor de lo que es, te preocuparás y entonces te subiría la presión sanguínea y sangrarías más rápido…»

Larry asintió con un gesto de aprobación. «¡Eso es! A ver si te aclaras, Muriel, lo único que vas a conseguir así es empeorar las cosas», bufó. Cogió sus herramientas y me hizo pasar a la otra habitación. «Estos capullos me revientan la cabeza. Hay gente que no tiene remedio», dice, como si fuera un asistente social con una gruesa agenda de trabajo que ya no da más de sí.

Había decidido que me apetecía un chute cuando me lo volvió a preguntar. No es que dijera que sí, sólo que no pude decir «no» o al menos decir «no» con convicción. El cuerpo parecía habérseme enfriado y los pensamientos se habían vuelto inconexos y abstractos. Fue un poco tonto, pues había pasado toda la noche de pedo con Terry y no estaba en el mejor estado para aquello.

Mientras Larry sacaba las herramientas y empezaba a preparar el material, yo iba a decir «yo me espero un poco», pero parecía completamente idiota y sin objeto.

Así que allí estaba, golpeándome una vena. Larry me arponeó. En cuanto la mandanga se apoderó de mi organismo, me desbordó por completo; perdí el control y me desvanecí.

Pensé que sólo había estado jodido unos minutos, pero Muriel me estaba sacudiendo y abofeteando y era evidente el alivio que sintió cuando empecé a volver en mí. Olí primero, y a continuación vi el vómito que tenía en el pecho. Larry estaba sentado viendo un vídeo de Jacky Chan. «Estoy rodeado de putos mariquitas», se carcajeó sin humor. «Encima me dices que eres capaz de aguantar la

brown.»[28]

Intenté hablar, decir que había pasado mucho tiempo, pero en mi garganta notaba la tos amordazante de pota acerba y le hice un gesto a Muriel, quien tenía a su lado un vaso de agua. Sorbí, casi asfixiándome, pero no resultó incómodo, fue como una caricia lenta, suave y cálida en la garganta y los pulmones porque la mandanga estaba haciendo su tarea.

Sharon está sentada en el sofá pasando sus dedos entre mis cabellos, y después me masajeó el cuello como si estuviera puesto de éxtasis. «Eres un chico muy malo, Andrew Galloway. Nos tuviste a todos muy preocupados hace un ratito. ¿No es así, Larry?»

«Sí», gruñe Larry distraídamente, sin apartar la vista de la caja tonta.

Solté una pequeña carcajada ante la ocurrencia de que a Larry le preocupara cualquiera que no fuera él.

Debí de estar allí tirado más de una hora recobrando y perdiendo la conciencia mientras los dedos de Sharon me trabajaban el cuello y los hombros y la voz de Larry entraba y salía de mi radio de autonomía auditiva, como una señal entrante que aparecía y después se perdía.

«… esta mandanga es la mejor… podrías ganarte unas cuantas libras colocándola por ahí… todo dios está asustado con el sida pero si tienes cuidado no hay problema… mezcla el caballo y el speed… la base no, ojo, a la mierda con eso… Phil empezó a sobrarse… empezó a dejar caer nombres… odio cuando la gente empieza a soltar nombres creyendo que vas a arrugarte… habló de los Doyle… de la tal Catriona… le dije que yo conozco a Franco y a Lexo y tal, así que a mí no me vengas con los Doyle… entonces montó un número de mierda con el dinero… ni puta idea… no le pasa nada… creo que Muriel acabará sintiendo lástima por él y que así el muy tocino conseguirá tirársela…»

Sharon se levanta y vuelve cambiada de ropa, paseándose delante de mí como si fuera una modelo de pasarela. Lleva puestos un par de pantalones blancos ceñidos y un top a rayas blanco y negro. Consigo hacerle la señal de los pulgares para arriba. Se va hacia la cocina mientras Larry perora interminablemente acerca de sus atrocidades menores más recientes de una forma que resulta extrañamente tranquilizadora y reconfortante.

«… esa que estaba en Deacon’s… se cree que puede ir calentando pollas todo lo que quiera… pues a éste no… le colé un par de gelatinas de metadona para que se las bajara con el vodka y se apagó como una bombilla… je je je… todavía tengo las fotos… ahí detrás de la parada del autobús donde las tiendas; como esa guarra vuelva a pasarse de la raya…»

Y ya no importa. Eso es lo que tiene de hermoso. Nada importa una mierda.

«… el coño más apestoso del mundo… le dije: ¿Es que tú nunca te lavas el coño?… y tu colega, Gally, ese cabrón de Juice Terry… no me digas que no es un sobrao de mierda…»

Muriel entró gritando y Phil avanzaba dificultosamente detrás de ella. Llevaba la cara blanca de espanto y de pánico y se tambaleaba; ahora le chorreaba sangre sobre la sábana. «Voy a llevarle en coche al hospital», dijo ella.

Larry, para sorpresa mía, se levantó. «Vámonos. Mantengámonos juntos.» Después añadió canturreando: «Sabes que hicimos voto de amarnos el uno al otro para siempre…»

Yo hice un ademán de protesta, pero Larry me levantó y me puso en pie. «Quiero oír qué historia le cuentan a los del hospital…, asegurarme de que no haya choteo…», dijo arrastrando las palabras.

Nos metimos todos en el coche, que estaba aparcado en Montgomery Street; Sharon conducía y Phil iba en el asiento del copiloto; el resto íbamos detrás. Larry estaba jodido, se había metido otro chute antes de salir de casa e iba a la deriva. «No digáis nada, ojo…», dijo antes de desvanecerse.

«Intenta apartarte todo lo que puedas de las calles principales, Sharon», dijo Muriel, agarrando uno de los Bartholomew’s Edinburgh City Plan, «no queremos que nos paren con estos dos hasta arriba de jaco.»

Mientras Sharon arrancaba el coche Phil empezó por primera vez a dar muestras del pánico que sentía. «¡ESE CABRÓN DE WYLIE!», gritó. «¡NO PUEDO CREER QUE LO HICIERA!»

Yo me encontraba en ese estado en el que no sabía si lo decía o sólo lo pensaba, «Créetelo.»

«¡NO PUE…!» Phil farfulló las últimas palabras. Se dio media vuelta en el asiento y estrelló su voluminoso puño contra la cara de Larry. Larry se despertó diciendo: «De qué va todo esto», en una especie de súplica de tono nasal.

Muriel echó a Phil hacia atrás y le cogió por los hombros. «Phil, hostia puta, estate quieto, estás perdiendo sangre», le suplicó.

«Esto es una locura total», dijo Sharon.

«Intenta estarte quieto, Phil», imploró Muriel. «Llegaremos enseguida. Y recuerda. No puedes delatar a Larry.»

«No he delatado a nadie en mi vida», chilló Phil, «pero él…, el cabrón…» Phil se volvió en el asiento otra vez y trató de agredir otra vez a Larry, que se limitó a decir: «Venga, ya vale…» y se rió.

Pero Phil empezaba a superar la impresión de la puñalada. Estaba furioso con Larry. Volvió a darse la vuelta y le martilleó la jeta. Larry se retorció como un muñeco de trapo; su cabeza restalló hacia atrás por el impacto del golpe. Parecía uno de aquellos perros que mueven la cabeza en la parte de atrás de los coches. «Vale, Phil…, ya está bien…», dijo Muriel, casi al mismo tiempo. Yo me empecé a reír. A Larry se le estaba hinchando el ojo, que parecía un trozo de fruta podrida.

«SOBRAO… CABRÓN…», chillaba Phil, y Sharon hizo OHHH, cuando más sangre, sangre

de verdad, empezó a caerle sobre el regazo a Phil. Justo cuando llegamos a Urgencias, Phil se derrumbó sobre Sharon. Ella detuvo el coche a cincuenta metros del patio delantero. Muriel no podía levantarle, así que salió del coche y cruzó el asfalto a la carrera. Larry, aturdido, cayó en mi regazo. «Una mierda estupenda, Gally…, todo hay que decirlo», murmuró, mirándome con su cara de perdido.

Los tíos de la ambulancia salieron inmediatamente y sacaron a Phil del coche y se lo llevaron. Les costó un huevo subirle del suelo a la camilla, incluso con las patas plegadas. Le di un grito a Muriel y se vino hacia acá, apartando a un enfermero que indicaba la mesa.

Se puso delante, al lado de Sharon, que dio marcha atrás hábilmente y nos largamos. «¿Adónde vamos?», preguntó ella.

«A la playa», sugerí. «A Portobello.»

«Yo quiero ir de clubs», suelta Sharon.

«Por mí bien», dije yo, recordando que quería colocar unas pastillas en el club de Carl Ewart, para aprovisionarme con algo de pasta para lo de Munich.

«Esta noche no conseguiremos entrar en ningún club», se mofó Muriel.

«Sí, en el Fluid, el club de mi colega, el Fluid, allí nos dejarán entrar», dije yo arrastrando las palabras.

Larry todavía lleva la cabeza en mi regazo. Me miró y saludó levantando un puño cerrado. «¡Clublandiaaa!…», jadeó ruidosamente.

LIMITACIONES

Larry no consiguió llegar más allá de los seguratas de la puerta y Muriel le llevó a casa. Nos dejaron entrar a Sharon y a mí, y sólo porque soy amigo de Carl y ella iba conmigo. Yo estaba hecho polvo y en realidad no me importaba demasiado lo del club. Billy estuvo hablándome un rato, y creo que Terry dijo algo acerca de la Fiesta de la Cerveza. Sharon me llevó a casa. Recuerdo que me metió en la cama y que después se metió ella. Por la noche me empalmé y casi ni me fijé. Ella debió sentirlo, porque se despertó y empezó a jugar con ella, y después me pidió que me la follara.

Cuando empezó a darme besos con lengua pensé por un rato que yo era otra persona. Entonces recordé exactamente quién era. Le dije que no podía, que no era cosa de ella, que era yo. No había ningún condón y simplemente no podía hacerlo. Ella se mantuvo abrazada a mí con fuerza, mientras yo le decía que andaba por ahí con basura, y que ahí me incluía a mí mismo; le dije que ella era mejor que todo eso y que debería poner un poco de orden en su vida.

Ella apartó su cara sudorosa de la mía y entonces pude enfocarla. «No pasa nada…, no importa. Lo adiviné más o menos. Pensé que lo sabías: a mí me pasa lo mismo», me dijo con una sonrisilla traviesa.

No había temor en sus ojos. Ninguno. Era como si estuviera hablando de formar parte de la puta masonería o algo así. Me dejó acojonado. Me levanté, me metí en el cuarto de estar y me senté en la silla con las piernas cruzadas; me quedé mirando la ballesta que estaba colgada en la pared.

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