Cola

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3. Debió de ser en 1990: El local de Hitler » Terry Lawson

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«Sí…», dice temblando Spud, tratando de cambiar de tema. «Entonces, ¿por cuánto tiempo van a estar fuera los tíos de este queo?»

«Dos semanas.»

Ahora Spud está tumbado en la cama, hecho un ovillo, sudoroso y con aspecto de que vayan a empezar a darle los retortijones. «A lo mejor podría pasar unos días aquí, tío…»

«Venga, colega, aquí no puedes quedarte», digo medio riéndome.

Ahora respira con dificultad. «Escucha, tío, sólo pensaba que a lo mejor éste podría ser el sitio para desengancharme…, una casa guapa como ésta… las vibraciones del mono…, sólo un par de días…, hibernar y hacer lo del mono…»

Este capullo vive en el mundo de los sueños. «Como quieras, Spud, pero no esperes que yo te haga compañía. Tengo asuntos que resolver, jefe.»

Bajo las escaleras con todo el botín que soy capaz de llevar, deseoso de alejarme del tontolculo este e irme a tomar por saco de aquí. Alec apesta; todavía huele a la mierda escurridiza del pequeño hijo de puta ese y la ha estado extendiendo por toda la casa. Ha intentado limpiársela él mismo, pero ahora que ha encontrado el armario de las bebidas le está pegando al whisky. Esto ya empieza a mosquearme. «Venga tú, puto bolinga, ¿de qué cojones vas?»

«No es más que para despejarme», resuella Alec, intentando sentarse derecho en un enorme sillón forrado de cuero, «un chupito dorado», sonríe. Entonces mira al chavalín, que está rebuscando entre los vídeos y los compacts. «Que te ayude, el muchacho a cargar, ¡es lo menos que puede hacer después de llenarme de mierda!»

El chavalín parece totalmente abatido. Entonces se le ilumina la cara y nos enseña la de

Toro salvaje. «¿Os parece que me quede con ésta?»

«Ya veremos, colega, pero de momento échanos una mano con la tele», le digo, y no le hace gracia pero la coge por un extremo y salimos por la cocina, tratando de evitar esa mierda resbaladiza. «¿No te ha dicho nadie que la cagada es lo

último que haces, después de haberte llevado todo lo que quieras mangar?»

Parece ausente.

«Además, uno no se caga en el camino por donde tiene pensado salir», le advertí.

De todos modos, es buen currante, y pronto tenemos llena la furgona. Pobre cabroncete. Hace años, cuando había mogollón de trabajos manuales para las clases trabajadoras, un capullín como éste habría currado a tope, trabajando para el almacén de la empresa hasta caer redondo metiendo muebles en casa de algún rico cabrón. Pero habría sido un ciudadano respetuoso con la ley. Ahora, aparte del suicidio, el crimen es la única opción abierta para los de su cuerda.

Veo dos alfombras en la pared por el rabillo del ojo. Sé que eso es cosa de ricos cabrones, pero pienso que deben de ser valiosas si no quieren que las pisotee cualquiera. Parecen de la mejor calidad, así que les echo el guante y las enrollo, mientras el viejo apestoso de Alec llena una bolsa de deporte con alpiste. Lo suyo con la priva ya pasa de castaño oscuro. Si ese cabrón pudiera colarse en Fort Knox, juro que saltaría por encima de las pilas de lingotes de oro para llegar al armario donde algún segurata guarda sus bebidas.

«¿Dónde está Danny?», pregunta el chavalín. Casi me había olvidado; ése es el verdadero nombre de Spud.

«Arriba, está chungo», le explico, señalando después el extremo de todas esas alfombras que he reunido, y diciéndole: «Coge por ese extremo, macho.»

«Vale», dice, y lo levanta. Me suelta una sonrisilla. «Siento lo de la cagada en el suelo y tal. Es que me ha emocionado por estar aquí…, no lo he podido remediar.»

«Todo el mundo lo hace la primera vez, normalmente en mitad del suelo. Ésa siempre es la manera de saber si el palo te lo ha dado un novato o un aficionado, la presencia de mierda en el suelo.»

«Danny… eh, Spud también dijo eso. Me pregunto por qué, ¿eh?»

Ésta ha sido una cuestión debatida entre los chorizos desde los tiempos del Antiguo Testamento. «Alguna gente dice que tiene que ver con la lucha de clases. Un poco del tipo vosotros tenéis la guita pero nosotros os hemos ganado, hijos de puta. Pero yo considero que más bien tiene que ver con una cuestión de reciprocidad.»

Este capullín parece empanao otra vez. Nunca trabajará como diseñador para la NASA, eso es seguro. «Dejar algo a cambio», le explico. «Por lo mismo que a nosotros nos incomoda darle dinero a un borracho en la calle, incluso si en ese momento vamos forrados. Dicen que en una transacción uno no se siente feliz si uno recibe y el otro da. Aunque a mí nunca me ha incomodado, siempre y cuando fuera yo el que recibía. Pero eso dicen.»

El capullo asiente, pero te das cuenta de que no se entera.

«Así que quieres dejar atrás un regalito, una tarjeta de visita», le explico, haciendo una pedorreta. El chavalín se ríe con eso; ése es su nivel, eh. «Aunque te diré una cosa, colega, tendrías que cambiar de dieta, comer menos fibra y un poco más de hierro, si quieres estar en condiciones para este negocio. Prueba a pasarte de la lager a la Guiness.»

«De acuerdo», dice, como si pensara en serio que sería una buena opción profesional.

Alec se tambalea hacia la furgona con la bolsa a punto de estallar por el peso de las botellas que lleva dentro.

Agarro al viejo bolinga e intento levantarle, ayudarle a subir a la parte delantera de la Transit, detrás del volante. Se esfuerza denodadamente, pero se agarra a esa bolsa como si llevara dentro las putas joyas de la corona. Por fin consigue entrar. «¿Quieres que conduzca yo?», pregunto, porque él está bien jodido.

«Nah, nah, estoy bien…»

Acercándome por detrás, cierro la puerta trasera y abro la verja. El chavalín se queda mirándome y después me pregunta: «¿Y Spud y yo qué? ¿Cuándo recibimos nuestra parte?»

Me río del capullín empanao y me subo al asiento del copiloto. Cojo un ejemplar del

Daily Record que estaba sobre el salpicadero. Es de hará una semana. «¿Tú de qué signo eres, colega?»

Me mira durante un instante. «Eh… Sagitario…»

«Sagitario…», suelto yo, haciendo como que lo busco en el periódico. «Como Urano está muy activo, en el área laboral tus actividades serán lucrativas, en particular si haces caso a compañeros con más experiencia…, ¡ahí lo tienes, colega! Fíjate en esto: los discos compactos y las cintas de vídeo constituyen una inversión muy buena en esta época del año, y es probable que pregonar estos bienes por los pubs del barrio a cambio de la moneda de curso legal vigente te proporcione un dinerito guapo.»

«Eh…»

«Lo que dice el periódico, colega, es que tu parte sigue dentro de la casa. ¡Esos vídeos y demás valen un fortunón! Y en cuanto a los compacts…»

«Pero…», balbucea.

«¡Nosotros nos estamos jugando el cuello! Todo esto», digo haciendo un gesto a mis espaldas, «lo vamos a tener que colocar, y todo es localizable. Nosotros somos los que corremos los riesgos. La próxima vez que te vea, te invitaré a una pinta y a unas gelatinas de metadona por las molestias.»

«Pero…»

«No, colega, vete ahí dentro y mete esos compacts y vídeos en esas bolsas de deporte. ¡Date prisa o la cagarás!»

Lo medita un poco y entonces sale disparado hacia dentro, mientras nosotros salimos a toda prisa de la entrada y a la calle. «Pringaos», me río, mientras me llega el tufillo de Alec, aún más hediondo que de costumbre.

Esta furgona es un poco como Alec; puede que esté llena de combustible, pero está cansada y resuella. Además, hace un estruendo que te cagas. Mientras Alec gira la esquina un poco justo, se oye un traqueteo en la parte trasera que indica que no hemos apilado la mercancía tan bien como yo había pensado. «¡Hostia puta, Alec, ralentiza o preséntate otra vez al examen de conducir! Conseguirás que la policía se nos eche encima. ¡Espabila!»

Eso parece enderezarle un poquito, pero para cuando llegamos al polígono ya está tomando las curvas a la carrera y se oye otro estruendo en la parte trasera.

Esta vez decido no decir nada. El blanco de sus ojos se ha puesto amarillo y eso no es buena señal. Es como si de aquí a un minuto fuera a empezar a abatir demonios imaginarios. Llegamos hasta el local, metemos la furgona y la descargamos; soy yo el que hace casi todo el curro, puesto que Alec, entre sudores y quejidos, vomita dos veces. Las paletas esas están abarrotadas hasta tocar el techo, parecemos un puto almacén de descuentos. «Este local está casi lleno del todo Alec, tendremos que llevarle parte de este mogollón a Peasbo.»

«Su tienda todavía está hasta arriba de cosas», dice Alec, reposando sobre un gran amplificador Marshall.

Ya empiezo a estar mosqueado con todo esto. «Pues empieza a ser ridículo que te cagas, Alec, parece que sólo demos golpes para pagar el alquiler de un local lleno de mercancía que ni siquiera somos capaces de vender.»

«El problema es que ahora, Terry», carraspea Alec, «… si tienes unos electrodomésticos durante más de seis meses, nadie los quiere… depreciación de bienes… se quedan obsoletos… la tecnología y eso…»

«Lo sé, pero no se puede tener mercancía robada en las tiendas, Alec, la policía sólo necesita localizar un artículo, algún capullo se caga y larga y ya estamos jodidos.»

«… cambio… se queda obsoleto… tecnología…»

El mito de los chivatos consiste en decir que la gente chota sobre todo por malicia y por rencor, o bien por interés. Quizá suceda así en los niveles más altos de delincuencia, o en el otro extremo, a algún pobre cabrón que está pintando y decorando un poco y le cortan el subsidio por culpa de algún hijo de puta ponzoñoso. Pero para los de nuestra cuerda, la mayoría de chivatos no son más que burros que te chotan por estupidez. No es su intención, pero se van de la boca en el pub, les confunden y les intimidan en la sala de interrogatorio y a los polis experimentados les resulta fácil conseguir que se desmoronen.

«… las cosas están cambiando… los bienes se quedan obsoletos… en un periquete… las cosas están empeorando», advierte Alec. «Y se van a poner peor…»

De eso puedo estar seguro, si sigo por ahí con un bolinga inútil como él.

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