Cola

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3. Debió de ser en 1990: El local de Hitler » Carl Ewart

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ICH BIN EIN EDINBURGHER

La cuadrilla habitual está presente y en estado de incorrección: yo, Juice Terry, Gally y Billy Birrell. Habíamos estado en Munich para el Oktoberfest pero necesitábamos descansar un poco del recinto ferial, pues las cosas no estaban saliendo del todo de acuerdo con lo planeado.

Sí, todas las noches nos poníamos de priva como ratas de alcantarilla, y se supone que ése había sido el motivo fundamental de aquella pequeña excursión. El propósito declarado era alejarse, volver a la cerveza y dejar los éxtasis, porque allá en casa les habíamos estado pegando de mala manera. En parte había sido cosa mía; desde que me metí en serio a esto de ser disc-jockey he tenido mucho acceso, al verme inmerso en esa vida. No nos habían hecho ningún mal, pero nada tan bueno deja de tener su coste, así que pensamos, dejémoslas un rato, volvamos a la priva y veamos qué pasa.

Por supuesto, pasó lo mismo que antes de que aparecieran los éxtasis; todo quisque con ganas de darse de hostias y ni uno capaz de comerse un torrao. Aquello resultaba de lo más previsible, pero aquello era como la ciudad de los chochos. Si no consigues echar un polvo aquí, más te valdría cortártela con una puta navaja y vendérsela a los franceses como

delicatessen. La verdad era que aunque todos habíamos crecido bebiendo y toda nuestra cultura estaba saturada de aquella puta droga, simplemente ya no estábamos acostumbrados a esta clase de movida.

Por supuesto, cada cual tenía sus prioridades. Las cosas nunca son tan sencillas como que se junten una cuadrilla de mamones para irse de bolinga durante una quincena, aunque así pueda parecer visto desde fuera. Billy tenía una pelea por el título en perspectiva y quería alejarse de los clubs y mantenerse en forma. Su mánager, Ronnie Allison, se mostró muy remiso a dejarle irse de vacaciones dos meses antes de la pelea, pero jugó mal sus cartas diciéndole a Billy que «no» de entrada. Billy podía ser un capullo terco y obstinado y si le decías «miel» te decía «mierda». Que es exactamente lo que le dijo a Ronnie.

Juice Terry era harina de muy distinto costal. Era un privoso, así de claro, y la Gran Esperanza Blanca de la Venta Ambulante de Aguas Carbonatadas no le había cogido el gusto a la nueva cultura del éxtasis y de los clubs con el mismo ardor que los demás. El Oktoberfest de Munich era un Lourdes de los bolingas, y Terry estaba decidido a tomar las aguas curativas a golpe de Steiner. De modo que podría decirse que Juice Terry Lawson era el

alma mater de estas vacaciones.

Andy Galloway, como de costumbre, se dejaba llevar por la corriente. Con Gally no había nada de lo que no se pudieran sacar resultados positivos. Hacía poco había tenido ya su parte de problemas. Gally era un tío majo que parecía atraer la mala suerte. Si alguien se merecía unas buenas vacaciones, era él.

¿Y yo? Bueno, si soy sincero, me encontraba bien; de hecho, me encontraba como una mosca entre la mierda más deliciosamente tóxica disponible, pavoneándome por las tiendas de discos e investigando todo el rollo eurotecno. La movida estaba en pleno florecimiento y ésa era mi prioridad. Llevábamos una semana por ahí y sobre todo había husmeado en las tiendas de discos, pero una noche logré colarme en un par de clubs con Billy, que estaba ansioso por alejarse del bebercio. Terry y Gally nos echaron la bronca por aquello, pero no nos metimos ninguna pastilla, manteniéndonos fieles al pacto priva-nada-más que habíamos establecido, y pusimos a Dios Todopoderoso por testigo.

Pero el festival de la cerveza era algo impresionante. El sitio entero era una rampante tierra de Sodoma y Gomorra, desinhibida y empapada en alcohol, y aun así nuestra capacidad de ligoteo seguía siendo una mierda. Había dos problemas fundamentales: primero, que habíamos perdido la capacidad de soltar todas las insinuaciones de mierda en clave de borracho que constituyen la mayor parte de las chorradas que se dicen para ligar y el rollo más abierto y más sincero asociado al éxtasis no parecía indicado. El segundo problema era que simplemente no éramos capaces de controlar la priva. Nos pusimos borrachos hasta la inconsciencia en un santiamén. Así que la primera semana transcurrió aclimatándonos al nuevo

statu quo. Hubo, por supuesto, oportunidades para los encuentros de naturaleza sexual; la primera noche yo pensé que follaría con una tía belga, pero estaba demasiado bolinga para que se me empalmara como es debido y tuve que conformarme con una mamada con condón y una eyaculación débil con una polla insensible y semierecta. Terry ligó una noche, borracho que te cagas, y se entretuvo tanto con los juegos preliminares que se fascinó a sí mismo y se quedó dormido, dejando a una pobre

Fraülein a dos velas. Gally y Billy, sorprendentemente, no llegaron ni a eso. Eso me hizo pensar que mucho hablar de la explotación colonial, de la devastación económica y de la inmigración, pero quizá la verdadera razón de que la población de Escocia sea tan reducida es que todo dios está demasiado bolinga para que se le levante.

Así que al final de las vacaciones probablemente hayamos conocido más hoteles de mierda que tías. Nuestro campamento base era un garito turco con una escalera estrecha que conducía a una gran habitación con dos literas. Había un bar en la parte de abajo del garito y cuando volvimos moraos del recinto festivo, me asomé por encima del mostrador y choricé una botella de Johnny Walker Etiqueta Roja. Nos tumbamos en las literas y nos la bebimos hasta perder el conocimiento.

Lo siguiente que recuerdo es despertarnos cuando entraron en nuestra habitación aquellos cabrones de turcos. Nos chillaban y nos gritaban y uno de ellos se metió en el servicio. Lo que había pasado es que Terry se había levantado en mitad de la noche a echar una cagada, pero en lugar de la taza, el capullo embolingao había utilizado el bidé ese que tenían allí. Yo daba por supuesto que esos cacharros sólo se encuentran en Francia, pero en este albergue tenían uno. De todos modos, el Hombre de los Refrescos se dio cuenta de que había cagado en el sitio equivocado así que abrió ambos grifos para hacer desaparecer la cacota antes de tirarse en el colchón y quedarse dormido. El problema era que la mayor parte de ella se quedó atascada en el desagüe, lo que hizo que el agua se desbordara y llegara hasta la habitación de abajo, donde una pareja que estaba de luna de miel intentaba quilar tranquilamente, pero acabó cubierta de yeso mojado desprendido del techo y las mierdosas aguas fecales de Terry.

De modo que nos vimos en la calle, con toda la ropa y los cacharros embutidos en nuestras bolsas. «Cochinos hijos de puta ingleses», nos gritó el turco. Billy iba a protestar por lo de ingleses, pero Terry va y le suelta con acento cockney: «A la mierda, Birrell, lo asumiremos. Siento todo eso, viejo amigo», le dice al turco mientras bajamos tambaleándonos por la calle, a eso de las cinco de la mañana, destrozados y delirando. Dormimos en la estación y pasamos todo el día siguiente abatidos, resacosos y buscando nuevos aposentos.

Se trataba de una situación en la que había que coger lo que hubiese, y los nuevos aposentos eran mucho más caros. Gally protestó diciendo que estaba pelado y que no se lo podía permitir, pero por lo que a los demás se refería la actitud era que ante una tormenta cualquier puerto es bueno.

Billy no paraba de hablar de la necesidad de centrarse, como lo llamaba él. «Tengo que centrarme, tengo una pelea importante en perspectiva», se quejó. A mí me preocupaba que se quejara tanto, porque Birrell no solía quejarse por nada. Siempre se limitaba a seguir adelante.

La mayor parte de las culpas por la debacle turca se las estaba llevando Terry, y las discusiones fueron interminables. A la mañana siguiente durante el desayuno todavía seguían con el mismo rollo. Yo ya no podía con tanta bronca, así que me fui a dar una vuelta y a ver unos discos. Encontré una tienda de discos excelente, y enseguida acaparé unas torres y unos cascos. El primer disco que escojo lo pongo tres veces. No consigo decidirme. Empieza en plan cosa seria, pero después no parece que vaya a ninguna parte. Nah. El segundo está muy bien, de un sello belga del que nunca había oído hablar, ya no digamos poder pronunciar el nombre. Éste va acumulándose y acumulándose y después parece estabilizarse un poco antes de desencadenar una tormenta que te cagas otra vez. Un tema estupendo para subir el nivel en la pista. La mejor melodía que haya escuchado en mi vida. Encuentro otro tema guapo del mismo sello, y después un tema loco y estrepitoso de FX que decido que sería apocalíptico que te cagas si le quitaras el bajo y lo hicieras sonar por encima del tema de fondo cuando llegue al punto álgido.

Me pongo a hablar con un tío que está en la tienda entregando unos volantes. El tío se llama Rolf y debe de tener nuestra edad o un poco menos; es un tipo de piel oscura con una sonrisa descarada. Lleva una camiseta que anuncia a un sello tecno alemán. Los capullos alemanes estos parecen de lo más frescos y cachas; es difícil adivinar su edad. Me cuenta algo de una noche de fiesta, después señala unos temas, uno de los cuales es perfecto, así que también me lo pillo. Después de un rato, aparece una tía que está muy buena, delgada y de largos cabellos rubios, con una camiseta blanca pero sin sujetador, que viene a encontrarse con Rolf. «Ésta es Gretchen», dice. Le doy una palmadita en el brazo y le digo hola. Rolf me pasa su teléfono antes de que se marchen juntos. Les observo mientras se marchan, esperando que esta tía tenga una hermana en casa, o quizá unas amigas que se le parezcan: chochos Bundesliga, que diría Terry.

Después de mirar algo más de música, me pongo a cascar con el tío de detrás del mostrador, Max, y algunos de sus colegas. Hablamos de música y los tíos parecen verdaderamente interesados en lo que sucede allá en casa, como lo estoy yo en lo que sucede por aquí. Lo cierto es, y me siento culpable por ello, que lo que más me gusta ahora es cascar con unos adictos sobre música, comprobar qué escucha la peña y coscarme de qué es lo que pega. Aparte de las torres, es con lo que más disfruto. Evidentemente, también me gusta salir de marcha con los chicos, pero últimamente todo el mundo está más tranquilo. Podemos reunimos todos y echar unas risas sin tener que estar juntos a todas horas.

Así que me pasé la mayor parte del día en la tienda. Es lo que tiene la música, si realmente te va, puedes ir a cualquier parte del mundo y al cabo de pocas horas sentirte como que has encontrado a unos colegas a los que perdiste la pista hace mucho.

Por supuesto, el Otrora-Esbelto Lawson todavía habla de permanecer unidos, pero eso es sólo cuando a él le viene bien. En cuanto hay algún chocho que da muestras de interés, sale disparado como una puta bala. Como esta mañana, después del desayuno, quería que nos quedáramos a cascar hasta que fuera hora de que él se largara a olisquear por ahí por cuenta propia. Así es Terry: encuentra a una tía que le gusta trabajando en un pub o una tienda, y entonces va y le da la brasa hasta que sale a tomar una copa con él. No tiene la menor vergüenza y es evidente que ha localizado unos cuantos objetivos. Terry no soporta estar solo, salvo que haya un televisor para hacerle compañía. Pero Billy quería volver y entrenar un poco, mientras que a Gally le apetecía privar.

Efectivamente, cuando volví ya muy entrada la tarde, Terry no estaba, Birrell había salido a correr en chándal, y Gally estaba sentado en el balcón del hotel medio pedo y con una bolsa de la compra llena de priva. «Excelentes cervezas artesanas», dijo arrastrando teatralmente la voz. «Vaya», suelta, enfocándome con aquellos enormes faros de ojos, «si me quedo en un garito como éste, no voy a tener dinero para salir a tomar copas por ahí.»

No me gusta la idea de que se quede ahí embolingándose solo. Eso no es priva vacacional, para mí no, pero si es eso lo que quiere hacer, allá él.

De modo que esa noche nos damos un garbeíllo hasta la zona universitaria para hacernos cargo de la situación. Habíamos ido al metro y nos bajamos en la Estación Universidad, supongo que por el solo hecho de que mogollón de tías se bajaron allí. Dimos unas vueltas durante un rato y acabamos en un sitio llamado el Schelling Saloon. Era un bar grande con montones de mesas de billar. Tenía mucha personalidad; de hecho, puede que tuviera demasiada; nos dijo un gachó alemán que era el bar de la parroquia de Hitler y que cuando vino a vivir a Munich iba mucho por allí.

De todos modos, allí estábamos. Embolingándonos otra vez, pero ahora lejos de las enloquecidas multitudes del recinto ferial, simplemente sentados en el viejo bar de Adolf. Sí, pronto le pegamos a base de bien, aunque Billy se controlaba un poco a causa de la gran pelea que se avecinaba. Por supuesto, Juice Terry le estaba haciendo pasar un mal rato.

«Venga Birrell, puto sarasa, se supone que estás de vacaciones. Métete un chupito» le suelta, mirando desdeñosamente el zumo de naranja de Billy.

Billy se limita a sonreírle. «Luego, Terry. Tengo que andar con ojo, colega. Pelearé dentro de pocas semanas, ¿te acuerdas? Ronnie Allison se pondrá como un energúmeno si no me mantengo en forma.»

«Escuchad al muy cabrón. El puto Kid Rembrandt. Siempre sobre el tapiz», se rió el caballero de los cabellos ensortijados.

«Chorradas, Terry. En la vida me han tumbado, aunque lo habrían hecho si mi entrenador fueras tú», replicó Billy, mirando altaneramente a Terry.

Aquello era cierto. Todos estábamos realmente orgullosos de Billy. Ronnie Allison le había advertido acerca de salir con nosotros: bebida, clubs y fútbol, pero a Billy se la traía floja. Birrell tenía lo que hay que tener. Podía dar un puñetazo y encajarlo también, aunque con los reflejos que tenía no debía de hacerlo muy a menudo. Supongo que había asumido que yo iba a ser la voz de su conciencia, así que intervine. «No, tienes razón, tú tranquilo, Billy», le animé, volviéndome hacia Terry. «No querrás que Billy eche a perder sus posibilidades, Terry, no por cuestión de unos tragos. Ése ha sido el problema de esta escapadita, demasiado alpiste y muy pocos polvos», sugerí. Aunque en realidad nadie me escuchaba; Terry y Billy estaban perdidos en el billar, y Gally estaba mirando a las chavalas que trabajaban detrás de la barra.

«Menos mal que ese cabrón de Hitler no está aquí esta noche», me reí después de que Billy fallara una de las rayadas, «o el mamón podría tratar de anexionarse esta puta mesa.»

«El cabrito nazi se iba a llevar este taco en los morros si lo intentara», soltó Terry, golpeando el extremo más grueso contra la palma de su mano.

«Aunque en tiempos de Hitler aquí no habría mesas de billar», observó Billy, «las trajeron los yanquis, después de la guerra.»

Eso me dio bastante que pensar. «El caso es que», solté yo, «imaginaos que hubiera habido billares en este sitio cuando Hitler estuvo aquí, cuando bebía aquí y tal. Podría haber cambiado el curso de la historia. A ver, sabemos lo obsesivo que era el cabrón, ¿no? Supongamos que el cabroncete hubiera orientado todas sus energías hacia el dominio de la mesa de billar.»

«Billarenführer Hitler», dijo Terry, haciendo el saludo nazi y entrechocando los tacones.

Algunos alemanes de las demás mesas se volvieron, cosa que a él le importaba un carajo. A mí también, porque no había fotógrafos para inflar una broma inofensiva hasta convertirla en un mitin de Nuremberg. «Pero en serio», suelto yo, «es la clase de juego que te engancha. Mirémoslo de otra forma, ¿cuántos dictadores en potencia habrán visto frustrados sus planes de dominación del mundo por una puta mesa de billar en el bar de la esquina?»

Pero Terry ya no escuchaba; estaba admirando a la camarera que nos traía otra ronda de copas. Todas llevaban los trajes regionales bávaros esos, los que apretujan y realzan las tetas para que los tíos las vean.

«Ese traje es precioso», le dice Terry mientras sirve las copas. La chavala se limita a sonreírle.

No me gustó la forma en que él le miraba fijamente el escote. He trabajado en restaurantes y en bares y odio a los capullos que piensan que no eres nadie, sólo un objeto o un sirviente que sólo está en esta tierra para gratificarles. Cuando ella se marchó le solté: «Tú cierra la puta boca, vete a tomar por culo con tus trajes preciosos.»

«¿Pero tú de qué vas? Sólo le estaba echando un piropo a la chica», suelta Terry.

Eso no cuela, porque Lawson, uno de los capullos más ordinarios de la tierra del Señor, se ha estado dando demasiados aires con todas las tonterías esas de los nazis. Ese cabrón es a la talla moral e intelectual lo que los Moranco son al humor. «Escucha, tío, la chica se ve obligada a llevar esos trapos. No es lo que ella ha elegido. Está a la entera disposición de cabrones como nosotros toda la noche; nosotros agitamos nuestros cazos de vagos y ella se acerca volando. Encima está emperifollada de esa forma, con las tetas asomando sólo para darles gusto a los de nuestra calaña. Si la chavala hubiera elegido los trapos ella misma entonces sí, adelante, échale un piropo de verdad, no tengo nada en contra, pero no cuando le han obligado a vestirse así.»

«Mira», me dice Terry, «tú aún no has mojado el churro aquí y te está poniendo picajoso. No empieces a pagarlo con todos los demás. De todos modos, la chica ni siquiera entiende una puta palabra de lo que decimos», suelta él, preparando la bola.

Terry siempre ha sido muy hábil a la hora de reducir una cuestión de principios a los instintos más viles.

«Lo del idioma no importa, tío, las chavalas saben cuándo algún tiparraco medio bolinga les está lanzando miradas lascivas. Ése es un idioma internacional.»

El señor Indignado de Saughton Mains no quiere saber nada. «

no empieces. Tú nunca les quitas las manos de encima a las chavalas allá en casa. Sobón de mierda. ¿Quién es el tiparraco lujurioso entonces?» La cara se le entorna acusadoramente y la mandíbula inferior se le adelanta unos centímetros de más. Nadie acusa como ese cabrón. Tendría que haber sido fiscal de la corona.

«Es distinto», suelto yo, «porque eso es cuando voy de éxtasis. Entonces no le quito las manos de encima a nadie. Me pongo táctil…, son los putos éxtasis. Hasta estuve sobando tu chaqueta de terciopelo negro una noche, ¿te acuerdas?»

Pero no me hace caso, porque está agachado sobre la mesa y el taco pasa junto a su mandíbula al golpear la bola y meterla con un golpe suave. Tengo que reconocer que el cabrón sabe jugar al billar. Claro está que con todo el tiempo que pasa en los billares de los pubs, si no supiera jugar, algo iría mal.

«Mirad vosotros», corta Gally, «estamos aquí de safari, no nos engañemos. Personalmente, nunca me he follado a una alemana y no pienso volver a casa sin haberlo hecho, aunque sea una vieja pelleja. Este cabrón», dice señalando a Billy, «nos trajo aquí engañados. Nos dijo que las alemanas se mueren de las ganas. Peores que las inglesas, nos decía.»

Billy protesta ante aquello. «Pues lo estaban el año pasado en España, tenía que sacudírmelas», dice. Ahora Billy está en plan gruñón porque parece que Juice Terry va a meterle otra somanta. A Billy no se le da demasiado bien el billar, pero odia perder en lo que sea.

«Sí, claro, España. ¡Vaya novedad! Todo el mundo se muere de ganas en España», se burla Gally.

«Claro. Por eso van allí las tías, a follar. Es distinto cuando están en su propio patio trasero; no quieren que las llamen guarras. Aquí hay más posibilidades de enrollarse con cualquiera que con las alemanas», suelta Terry.

Sacudo la cabeza. «No se trata de las putas tías, ni del Oktoberfest. Esto no es más que un gigantesco local de ligues», suelto yo. «Se trata de nosotros. Nosotros somos el problema. Hay que intentar dejar el alpiste un poco más tranquilo. Ahora, con tanto

rave, ya no estamos tan acostumbrados. Y a ti, ¿qué te pasa?» Me volví hacia Billy. «¿Te dijo Ronnie Allison que no podías mojar el churro seis semanas antes de un combate?»

Terry está a punto de meter la negra.

«Y una mierda», dice Birrell. «La razón por la que no he conseguido mojar es porque voy con una pandilla de gilipollas feos y bolingas a remolque.»

Me reí ante aquello, y Gally puso los ojos en blanco con expresión incrédula y exhaló bruscamente, dejando que se le escurriera una pedorreta de entre los labios.

«Oh», dijo Terry haciendo un mohín y metiendo la negra con ademán desdeñoso, «escuchen al puto bobochorra de Birrell. Espero que boxees mejor de lo que juegas al billar, colega», se ríe.

«Nah, es cierto, me cortas el rollo», dice Billy indicando con la cabeza la pelambrera de Terry. «El look Albert Kidd-Bobby Ball ya no está de moda, ¿o es que nadie te lo ha dicho?»

Eso hace que Terry se rebote un pelín. «Vale, entonces nos dividimos», dice, dinámico y gallito. «¡A ver quién liga esta noche! No os quedéis levantados esperándome en el hotel», suelta pavoneándose, dejando el taco en el estante de la pared y apurando la Steiner, «porque me voy de caza, chicos, os lo advierto. Y la cosa va a ser muy distinta ahora que estoy libre de tanto lastre.»

Nos mira de arriba abajo, levanta la cabeza altivamente, y después sale triscando con ademán desenfadado.

«¿Le ha estado pegando ese capullo al speed o algo? Menudo morro, eh», protesta Gally.

«Eso parece, eh», suelto yo.

Gally parece un poco picado. Sacude la cabeza y empieza a enredar con su pendiente. Se sabe cuando ese capullo se trae algo entre manos; no hace más que pellizcarse el pendiente todo el rato. Desde que dejó el tabaco. «No debería comportarse de esa manera con Viv», suelta Gally.

«Vete a paseo, Gally», se ríe Billy. «La cosa cambia cuando estás de vacaciones. Estamos en 1990, cacho mamón, no en 1690.»

«Por desgracia», suelto yo, y Billy me lanza una mirada desafiante.

Gally se limita a sacudir la cabeza con gesto severo. «Nah, Billy, es una pasada. Es una chavala muy maja, demasiado buena para ese gordo cabrón. Igual que Lucy antes que ella.»

Billy y yo nos miramos el uno al otro. No resultaba precisamente fácil disentir con él a ese respecto. El caso es que los tíos se enrollan con las tías con las que se enrollan, no con las que se merecen.

«A ver», continúa Gally, «nosotros no tenemos problema, no tenemos compromisos.»

«Billy sí tiene compromisos, Gally, vive con Anthea», le recuerdo al chaval.

«Sí», dice dubitativamente Billy.

«Entonces, ¿

es que la cosa empieza a perder chispa entre ella y tú, Billy?», pregunta Gally.

«Nunca echó demasiadas para empezar», dice él.

Me había fijado en que no vino con ella al Fluid hace un par de semanas, y estoy seguro de que dijo algo acerca de que ella pensaba quedarse unos días más en Londres.

«Sí», suelta Gally, «vale, pero uno no tiene que ir dándole la murga a todo quisque con sus problemas de pareja, Billy. Ninguno de los que estamos aquí lo hace. Terry es distinto. Hace sólo unas semanas no paraba de decir lo especiales que eran las cosas con ella. Hemos tenido que oír esa mierda durante siglos: que si Vivían esto, que si Vivian lo otro. “Adoro a la pequeña Vivvy.” Chorradas.»

«Terry es como es», dije encogiéndome de hombros y volviéndome hacia Gally otra vez. «Conseguirás que el Papa deje de rezar antes que logres que ese cabrón deje de querer mojar.» Gally está a punto de decir algo, pero lo ahoga: «A mí me cae bien Viv, y sí, creo que es una pasada, pero es asunto de ellos. A mí lo que me jode es la forma en que emplea el prefijo “pequeña” cada vez que menciona el nombre de una chavala. Resulta de un condescendiente que te cagas. Pero en lo que se refiere a él y a Viv, insisto, es asunto de ellos.»

«Asuntos internos», sonríe Billy. «Es un chico muy malo, pero todos lo somos en cuanto tenemos oportunidad. Aquí no hay nadie que pueda decir que siempre ha ido de legal con las tías.»

Gally asiente, reconociendo que lleva razón, pero el nano no está nada contento. Los dedos han vuelto a subir al lóbulo.

Hay un gafotas con pinta de estudiante repartiendo volantes por las mesas: un chaval grande, delgado, de pelo claro y con gafas de montura dorada apoyadas en una nariz aguileña. Es curioso la cantidad de alemanes menores de cuarenta años que llevan gafas; es decir, todos y cada uno de ellos. Uno pensaría que sería más propio que lo hiciera gente más mayor: «¡Jamás he visto nada, a ver, míreme los ojos!» Pero no, son todos los jovencitos. Miro el volante que me pone delante. Es una noche de fiesta, para mañana; la misma que repartía el tío ese, Rolf.

Me pongo a hablar con el tío y le invito a una pinta. Wolfgang, se llama. Le hablo de lo de hoy y me dice: «El mundo es muy pequeño, Rolf es mi mejor amigo. Tenemos un sitio que está bien para estar. Tú y tus amigos deberíais venir y todos podremos fumar hachís.»

«A mí me parece muy bien», digo yo, pero Billy y Gally no dan muestras de excesivo interés. La cosa cambia cuando llega la hora de chapar y Gally quiere seguir de marcha. A Billy se le ve dubitativo; sin duda piensa en que tiene que ir a correr mañana. Gally me mira y se encoge de hombros. «Es de bien nacidos ser agradecidos.»

Salimos del pub y vamos por la calle, cambiándonos de la U-Bahn a la S-Bahn. En este tren cuesta unos veinticinco minutos. Cuando bajamos, parece que vayamos pateando por la calle siglos. Es como si estuviéramos en una ciudad antigua que hubiese sido devorada por los suburbios. «¿Adónde vamos por aquí, colega?», pregunta Gally, volviéndose hacia mí acto seguido y gimoteando. «Es un camino muy largo para acabar de marcha en Corstorphine.»[36]

«No», suelta Wolfgang, dando grandes zancadas con sus largas piernas, «no estamos lejos. Sigue…», repite, «sigue…»

Gally se ríe. «Eres un puto huno, de eso no hay duda, colega», y a continuación empieza a cantar: «Seguiremos… seguiremos… a Wolfgang, a cualquier parte, a todas partes…»

Por suerte, parece casi imposible ofender al Wolfgang este. Pone una cara de póquer total, sin comprender de qué va el capullín de Gally, desfilando a toda velocidad, y nosotros nos esforzamos por seguirle el ritmo. Hasta Birrell, hostia puta, y eso que él no ha bebido tanto. A lo mejor quiere conservar energías para correr.

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