Cola

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3. Debió de ser en 1990: El local de Hitler » Carl Ewart

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No hay nada que yo pueda decirle a ese capullo estúpido y me mantengo al margen. Al pequeño hijo de puta parece que le siente de maravilla crear dramas idiotas. Tras eso, cosa que nada tiene de sorprendente, la noche decae. Nadie puede culpar realmente a Wolfgang y a Marcia cuando dicen basta. A mí me alivia alejarme de Gally, y cuando Elsa me pregunta si quiero volver con ella a casa de Rolf y Gretchen, no tiene que hacer nada en absoluto para convencerme.

El piso de Rolf está a muy poca distancia. Apenas hemos atravesado la puerta cuando Rolf levanta la mano y suelta: «Me voy a la cama», secundado por Gretchen, dejándonos así a Elsa y a mí en el cuarto de estar.

«¿Quieres que nos vayamos a la cama?», pregunto, indicando con la cabeza el sitio donde Rolf me dijo que había una habitación para los invitados.

«Primero tienes que poner algo», dice ella.

Ahora no me apetece poner más música. «Eh… prefiero irme a la cama ya. Además, me dejé todos mis discos en casa de Wolfgang.»

«No, poner algo en el pene para el sexo. La goma», me explica, mientras yo me río y me siento idiota.

Siento que me deprimo. «Me los he dejado en casa de Wolfgang», le digo. Ella me explica que Rolf tiene algunos. Llamo a la puerta: «Rolf, siento molestarte, colega, pero eh, necesito unos condones…»

«Aquí… dentro…», jadea Rolf.

Entro tímidamente; los dos están follando encima de la cama, ni siquiera bajo el edredón, y aparto la mirada.

«Encima del armario», resuella.

No parece que les moleste, así que me acerco y cojo dos, y después otro por si acaso. Miro alrededor y capto un vistazo de Gretchen, que me lanza una sonrisa malévola y abombada mientras Rolf empuja; su única concesión es ponerse una mano sobre un pequeño pecho. Yo miro para otro lado y me retiro con rapidez.

Resultó que aquella noche sólo necesité un condón, y aun así no pude correrme. Eran las pastillas, a veces me ponían así. Nos llevó un rato hasta quedar agotados, pero no estuvo mal intentarlo. Finalmente, me aparté de ella. «Abrázame», dijo ella. Lo hice, y nos quedamos dormidos.

Después de dormir de forma un tanto extraña nos despertó Gretchen. Como está vestida, supongo que debe de ser bastante tarde. Ella y Elsa se ponen a hablar en alemán. No entiendo pero capto la idea de que alguien llama a Elsa por teléfono. Ella se levanta y se pone mi camiseta.

Cuando vuelve, estoy deseando que se meta otra vez en la cama. Hay pocas cosas tan sexys como una tía desconocida que lleva puesta tu camiseta. Levanto el edredón.

«Tengo que marcharme, tengo que asistir a un seminario», explica ella. Estudia arquitectura, recuerdo que me lo dijo.

«¿Quién llamaba?»

«Gudrun, desde casa de Wolfgang.»

«¿Qué tal está Gally?»

«Es raro tu amigo, el pequeño. Gudrun dijo que ella quería estar con él, pero que no tuvieron relaciones sexuales. Dijo que él no quería mantener relaciones sexuales con ella. Eso no es habitual, ella es muy bonita. La mayoría de hombres querrían tener relaciones sexuales con ella.»

«Desde luego», digo yo, cosa que, por su reacción, me doy cuenta de que no es lo que ella quería oír en realidad. Tendría que haberle dicho: sí, pero no tanto como contigo, pero ahora quedaría fatal. Además, habíamos estado follando la mayor parte de la noche, y ahora me empezaba a deslizar hacia ese estado de ánimo depresivo. La parte sexual de mi cerebro estaba saciada y separada del resto. Lo que me apetecía era tomarme unas cuantas cervezas con los chicos.

Ella se marcha a la universidad dejándome su número de teléfono. No logro sentirme cómodo sin ella; la cama parece grande y fría. Me levanto sólo para descubrir que Rolf y Gretchen también han desaparecido. Rolf ha dejado una nota con un mapa cuidadosamente trazado de cómo volver a casa de Wolfgang.

Al salir a la calle, decido caminar un rato, y salgo desde una calle menor a una gran avenida. Vuelve a hacer bastante calor; el veranillo de San Martín este no piensa abandonar así como así. Llego a un gran centro comercial suburbano y encuentro una pastelería. Me tomo un café y un plátano. Como necesito azúcar, me doy el gusto de comerme una gran tarta de chocolate, que no logro terminar, ya que resulta excesivamente empalagosa.

Tras decidir que estoy demasiado follao para seguir caminando, localizo un taxi y le muestro la dirección al conductor. Él señala al otro lado de la calle e instantáneamente reconozco la calle. Estoy aquí, sólo que he venido en dirección contraria. Siempre odié la geografía cuando iba al colegio.

Gally está de solateras. Wolfgang y Marcia han salido, y Billy y Terry han ido al centro. Me imagino que habrán quedado con Hedra y ese pedazo de hembra del vestido tras la que andaba Billy.

Nos marchamos, caminando en silencio hasta el bar de la esquina. Vuelve a hacer un poco de frío, así que me pongo la chaqueta de borrego que llevaba anudada alrededor de la cintura. Gally lleva puesto una con la capucha en la cabeza. Estoy temblando, aunque no haga mucho frío. Me acerco a la barra y saco dos pintas. Las llevamos hasta una mesa junto a un gran fuego. «¿Dónde está Gudrun?», le pregunto.

«Quién cojones sabe, eh.»

Miro a Gally. Sigue con la capucha puesta. Tiene círculos oscuros bajo los ojos y parece como si fueran a salirle granos por la cara, pero sólo por uno de los lados. Como una especie de sarpullido. «Era una tía de lo más sexy. Pero ¿qué pasó con la tía grande del vestido a rayas, esa detrás de la que iba Billy? ¿Crees que se la habrá tirado?»

Gally escupe un chicle al fuego. Una mujer que está detrás de la barra nos mira con cara de asco. Aquí llamamos un poco la atención; el sitio está lleno de viejos, familias y parejitas.

«Y yo qué coño sé», dice, todo picajoso, echándole un gran trago a su pinta. Después se quita la capucha.

«No te pongas así», le digo. «Tú te fuiste con una chavala majísima, a la que le ibas mogollón. Estás de vacaciones. ¿Qué cojones te pasa?»

No dice nada, y se queda con la mirada puesta en la mesa. Sólo puedo ver la parte superior de ese enmarañado cabello marrón oscuro. «No podía…, con ella… quiero decir…»

«¿Cómo que no? Ella estaba por ti.»

Gally levanta la cabeza y me mira directamente a los ojos. «Porque tengo el puto virus, por eso.»

Noto un golpe sordo en el pecho y mi mirada se traba con la suya durante lo que parece una eternidad, pero probablemente no fuera más que un par de latidos, mientras él dice, aterrado: «Tú eres el único que lo sabe. No se lo digas a Terry o a Billy, ¿vale? No se lo digas a nadie.»

«Vale…, pero…»

«¿Lo prometes? ¿Lo prometes, hostias?»

La cabeza me da vueltas de forma febril. Esto no puede ser cierto. Éste es Andrew Galloway. Mi colega. El pequeño Gally, de Saughton Mains, el hijo de Susan, el hermano de Sheena. «Sí…, sí…, pero ¿cómo?»

«Las agujas. El jaco. Sólo lo hice un par de veces. Parece que bastó. Me enteré la otra semana», dice, y echa otro trago, pero tose y escupe un poco de cerveza sobre el fuego, que chisporrotea.

Miro alrededor, pero la maruja de detrás de la barra no está. Hay un par de capullos mirándonos, pero les aguanto la mirada hasta que la apartan. El pequeño Andy Galloway. Los viajes que hicimos de críos y más tarde de jovencitos, ya por nuestra cuenta: Burntisland, Kinghorn, Ullapool, Blackpool. Yo, mi madre, mi padre y Gally. El fútbol. Las discusiones, las peleas. Cuando él escalaba de crío; siempre estaba escalando. Como no había árboles en el barrio, tenían que ser balcones de hormigón, colgarse de los pasos inferiores, toda esa mierda. Monicaco, solían llamarle. Un monicaco descarado.

Pero ahora observo su estúpida y sucia cara y su mirada ausente y es como si se hubiera convertido en algo distinto sin que yo me haya dado cuenta. Es el cochino mono que lleva justo en la chepa. Vuelvo a mirarle desde mi bajón, mi propia lente cutre, y no lo puedo remediar, pero Gally parece sucio por dentro. Ya no parece Gally.

¿De dónde proceden esas reacciones?

Doy sorbos a mi pinta, y miro un lado de su cara mientras él mira fijamente el fuego. Está roto, está destrozado. No quiero estar con él, quiero estar con Elsa, en esa cama otra vez. Mientras le miro, lo único que soy capaz de desear es que no estuvieran aquí ahora mismo: él, Terry y Billy. Porque ellos no encajan con este lugar. Yo sí. Yo encajo en todas partes.

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