Cola

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4. Aproximadamente 2000: Ambiente festival » Edimburgo, Escocia: Un martes, 11.28 de la noche

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ABANDONO

Juice Terry Lawson se sintió impulsado a maldecir a su viejo colega Post Alec Connolly mientras estiraba los pies más allá del extremo inferior de la cama, sacándolos de debajo del edredón. Notó cómo el frío los atacaba, haciendo que encogiese los dedos de los pies. El muy tontolculo. Sí, claro, no pasaba nada con la enorme televisión último modelo de pantalla plana que había mangado para Terry. De puta madre, Alec. Pero el muy gilipollas, inútil, vejestorio y borrachín se había olvidado de levantar el mando a distancia de aquella casa de Barnton que por lo demás había limpiado de forma tan profesional. Terry notó cómo aumentaban su incomodidad y sus niveles de sudoración al estirar los dedos de los pies e intentar pasar de la BBC1 a Channel 4. Echaban una película francesa y era inevitable que se viese algún vistazo de alguna teta y algún culo. Olvídate del Channel 5: era lo que hacía todo el mundo.

Resultaba curioso, especuló Terry, pensando en los pijos que habían venido a la ciudad a cuenta del festival. Si ponías unas tetas y un culo en un periódico leído por arrabaleros, eso era degradación de la mujer, pero si hacías lo mismo en una película francesa les encanta y se convierte en arte. Así que la verdadera pregunta para determinar lo que constituye una obra de arte debería ser «¿Sirve para hacerse pajas?, y, en ese caso, ¿para que se las haga quién?», pensó Terry, mientras arqueaba la espalda y separaba las nalgas para soltar un pedo con la máxima sonoridad.

Volviendo a ponerse cómodo y paladeando aquella irrupción de olor cálido y acre, Terry se apoyó sobre una de las almohadas, dejando que la pantalla iluminase la habitación. Abriendo la pequeña nevera que había junto a la cama, sacó una lata de Red Stripe y le arrancó la anilla. Se fijó en que ya no quedaban muchas. Terry le dio un sorbo apreciativo a la lager y a continuación sorbió ruidosamente un buen trago. Cogió el teléfono móvil y llamó a su madre, que estaba abajo viendo la serie

Eastenders, que había dejado grabando el día antes mientras estaba en el bingo. A Terry empezaron a picarle las almorranas; era posible que la humedad del pedo las hubiese irritado. Colocándose de costado, apartó una de sus nalgas y bajó el edredón, dejando que el aire frío circulase alrededor de su ojete.

Alice Ulrich levantó el auricular; esperaba que la llamada procediese de su hija, Yvonne. Alice había conservado el apellido de su segundo marido porque a pesar de que Walter, al igual que el primero, se había pirado, en su caso huyendo de serias deudas de juego, al menos no la había dejado con un perdido de hijo como Terry. A Alice le desagradó comprobar que la llamada procedía de arriba, del móvil de su hijo.

«Oye, mami, la próxima vez que subas a mear o algo, súbeme unas cervezas de la nevera grande, que casi se me han agotado las reservas privadas, eh…» Terry escuchó la voz incrédula al otro lado de la línea. «Sólo si subes al cuarto de baño y tal. Quiero decir, que acabo de echarme a descansar, eh.»

Ella esperó a que se cortara la comunicación. Aquélla era una situación frecuente. Pero en esta ocasión algo se quebró en el interior de Alice. Vio su vida con brutal claridad y, deteniéndose durante un instante para hacer balance inmisericorde de su suerte, fue a la cocina y cogió para su hijo seis cervezas frías de la nevera. Subiendo las escaleras lentamente, Alice entró en su habitación con los suministros, como tantas veces había hecho. Se topó con el acostumbrado olor a pedos, calcetines sucios y semen. Normalmente habría protestado ligeramente dejándolas sobre el armario del dormitorio, pero no, esta vez dio la vuelta alrededor de la cama y las metió en la pequeña nevera que había junto a ésta para el muchacho. Veía la silueta de sus cabellos ensortijados. Por lo que a Terry respecta, era vagamente consciente de su presencia distractora en los márgenes de su campo visual. «Gracias», dijo con impaciencia, sin apartar la mirada de la pantalla.

Al abandonar la habitación, Alice fue a su propio dormitorio, se subió encima de la cama y bajó la vieja maleta de encima del armario ropero. Hizo la maleta lenta y meticulosamente, poniendo cuidado en no aplastar la ropa, y después la bajó por las escaleras. Llamó a una amiga, y después a un taxi. Mientras esperaba que llegara buscó algo de papel para escribir una nota. No pudo encontrarlo, así que abrió un paquete de

cornflakes y lo volvió del revés. Con su boli del bingo pergeñó una nota que dejó en el aparador.

Querido Terry:

Durante años he esperado que abandonaras esta casa. Cuando te juntaste con Lucy pensé: Gracias a Dios. Pero no, aquello no duró. Después la tal Vivian…, otra vez que no.

Así que me voy

yo. Cuida la casa. Diles a los del ayuntamiento que me he suicidado. Dios sabe que he tenido deseos de hacerlo muy a menudo. Cuídate. Intenta comer bastante verdura y no sólo comida basura. Los basureros pasan los martes y los viernes.

Cuídate,

con cariño, mamá.

P. D.: No intentes encontrarme.

Aquella mañana, Terry se despertó con el programa televisivo

Big Breakfast. La Denise Van Ball esa, fua cabrón. Cómo estaba. Estaba siempre en la tele;

Gladiators, Holiday…, toda la pesca. Buen chollete. Aunque nunca debió teñirse el pelo; a él le gustaba más rubia. Aunque al parecer últimamente había engordado un poco. Pero el pelo tendría que volver a su estado anterior. Los caballeros las prefieren rubias. Él y Rod Stewart. El tío ese, Johnny Vaughan, era legal, pero cualquiera podría hacer ese tipo de trabajo, meditó. Pero que le den por culo a levantarse a esas horas de la mañana. Levantarse temprano y soltarle chorradas a todo el mundo. ¡Igual que cuando él trabajaba en el reparto de refrescos! Pero ahora no. Ni de coña. Terry intentó llamar a su madre con el móvil para que le hiciese té y tostadas. Un huevo pasado por agua podría ser una buena idea. El teléfono sonó abajo, dos, tres veces, pero nada. La vieja habrá salido de compras.

Levantándose, rodeó su amplia cintura con una toalla y al bajar las escaleras vio la nota. La sostuvo en una mano, sujetando la toalla con la otra y mirando incrédulamente la cartulina.

Se ha ido de la puta olla, se dijo a sí mismo.

Terry se vio espoleado a actuar. Tuvo que salir por provisiones. Hacía mucho frío fuera y nunca había sido una persona mañanera. El frío le calaba, atravesando su descolorida y raída camiseta con el lema «Sonríe si te sientes sexy». El verano había sido una vergüenza total: en agosto parecía que era noviembre. A tomar por culo las tiendas de mierda del barrio, se daría un paseo vigorizante. Stenhouse quedaba en una dirección y Sighthill en la otra. Sighthill, pensó, escabullándose carretera abajo hacia los pisos grandes. Nunca le había molestado Sighthill, es más, siempre le había gustado.

Pero aquella mañana le estaba volviendo loco que te cagas. Mientras cruzaba la autovía por debajo y entraba en el centro comercial le pareció ver el barrio a través de los ojos de una maricona consentida educada en un colegio de pago que escribía esporádicos artículos de denuncia social para los periódicos serios. Cagadas de perro, cristales rotos, pintadas de aerosol, jóvenes mamás aturdidas por el Valium empujando carritos con críos chillones, borrachines con sus latas moradas y jóvenes aburridos en busca de pastillas y polvos. Terry se preguntaba si era porque estaba deprimido o porque hacía demasiado tiempo que no iba de compras en persona.

Qué cojones le pasaría a la vieja, reflexionó. Había estado un poco rara últimamente, pero es que acababa de aterrizar en mitad de la cincuentena, lo cual, suponía Terry, era una edad peligrosa para las mujeres.

UN CLUB DEL FESTIVAL ALTERNATIVO

Rab Birrell se encorvó para salir del taxi y casi mantuvo la misma postura durante el corto trayecto que había entre el bordillo y la puerta del Fringe Club. Se sentía como un alcohólico entrando a hurtadillas en una licorería. Si alguien se enterara de que pasaba por ahí…, como que lo iban a hacer. Pero últimamente los muchachos aparecían en cualquier parte. Los

casuals de Acid House y del fútbol tenían gran parte de culpa. Ahora había una clase de peña normal superinformada que inexplicablemente aparecía cuando menos lo esperabas, por lo general pasándolo en grande. Birrell tuvo una extravagante visión del Fringe Club lleno de chavales, amantes secretos de la cultura. Aunque el propio Rab sabía poco de cultura, le encantaba el ambiente del festival, la forma en que la ciudad echaba chispas.

Su compañero de piso, Andy, siguió a Rab hasta el interior del club. Rab mostró las dos tarjetas de socio que su hermano Billy había logrado conseguirles. Su hermano también le había conseguido a Rab dos entradas para el preestreno de una película que les había gustado a ambos. Rab Birrell miró en torno al gentío del mundo mediático y artístico londinense allí presente. Aquellos capullos incluso habían abierto sucursales de sus propios clubs aquí arriba mientras durase el festival, de forma que pudiesen aguantar las tres semanas sin correr el riesgo de abandonar accidentalmente la vera de los gilipollas de los que chismorreaban sin cesar durante el resto del año. A Birrell le amargaba que fuera esta clase de gente la que en general decidiera lo que leías, oías y veías. Lanzó miradas críticas y escrutadoras a su alrededor. Como un erudito en lucha de clases, paladeaba una perversa y satisfactoria sensación de autoafirmación cuando una determinada mirada, gesto o acento coincidía con sus expectativas.

Andy se percató de su desdén y le hizo una mueca. «Tranquilícese, señor Birrell.»

«Claro, a ti no te importa, tú fuiste a la Edinburgh Academy», se burló Rab, fijándose en una pareja de mujeres elegantemente vestidas que había en la barra.

«Exacto. Eso me lo pone peor. Yo fui al colegio con capullos como éstos», respondió Andy.

«Pues entonces deberías tener más capacidad de comunicarte con ellos, así que pide tú y después vete a donde están esas dos tías y empieza a ligártelas.»

Andy levantó la vista en señal de conformidad y Rab estaba justamente a punto de moverse cuando sintió un brazo sobre su hombro. «No me habían dicho que aquí dejasen entrar a los arrabaleros», dijo aquella enorme figura con una sonrisa. Rab medía un metro ochenta pero se sentía como un enano junto a aquel gigante. Era todo músculo, sin un gramo de grasa.

«Hostia puta, Lexo, ¿qué tal estás, tío?», sonrió Rab.

«No estoy mal. Ven a tomarte una copa de champán», dijo Lexo, indicando una esquina donde Rab vio a un tipo con pinta de chulo y dos mujeres, una de veintitantos y otra de treinta y tantos. «Los mamones estos son de una productora de televisión. Están haciendo un documental sobre los

casuals y me han contratado como asesor técnico.»

Rab se fijó con aprobación en la chaqueta de regatista amarilla Paul and Shark que lucía Lexo. Era de ésas reversibles que venían al dedillo en los viejos tiempos para fines de identificación. Recordaba las representaciones del abogado Conrad Donaldson en aquel entonces: «Dice usted que uno de los acusados llevaba una chaqueta roja, y después que era negra, en tanto que otro llevaba una chaqueta negra que se volvió azul. Admite usted haber ingerido alcohol. ¿Tomó usted alguna otra sustancia tóxica aquella tarde?»

La acusación protestaba y se admitía, pero el daño ya estaba hecho. Lexo y Ghostie siempre insistían en que los muchachos que iban con ellos fueran bien vestidos. Rab recordaba cuando enviaron a casa a dos renombrados gamberros por el simple hecho de llevar unas camisetas y unos vaqueros de Tommy Hilfiger («Schemie Hilfiger»).[45] «Prefiero que me detengan antes que ir vestido así», había manifestado Ghostie. «Hay que tener principios. Eso cuela si eres de Dundee o algún sitio así.»

Lexo se había retirado más o menos desde el fallecimiento de su amigo Ghostie a manos de la policía. «¿Vas a ir a Easter Road mañana?», preguntó Rab.

«Nah, hace siglos que no voy», dijo Lexo sacudiendo la cabeza.

Birrell asintió pensativamente. Últimamente

era más fácil encontrar a algunos de los integrantes de la vieja cuadrilla en el Fringe Club que en Easter Road.

Rab y Andy se tomaron una copa y después se disculparon por tener que marcharse. Lexo tenía negocios que atender y ya estaba excluyéndoles de la compañía tras montar el numerito de presentarles. Por haber compartido habitación con su hermano mayor Billy durante años, Rab comprendía el período de atención del tipo duro mejor que la mayoría de personas. Daban y tomaban basándose en sus propias condiciones. Obligarles a entrar en discusiones y conversaciones avasalladoras sólo conseguía irritarlos. A Rab Birrell también le resultaba un poco nauseabundo el modo en que la gente de la televisión estaba pendiente de todas y cada una de las palabras de Lexo y se emocionaba visiblemente con sus anécdotas, revisadas selectivamente para presentarle como un gran líder que lograba marcarse espectaculares victorias en combates desiguales contra todo pronóstico. Mientras Rab y Andy se despedían, Lexo dijo: «Dile a tu hermano que he preguntado por él.»

Rab podía imaginarse los comentarios que Lexo les haría ahora a aquellos ansiosos tipos mediáticos. Sería algo así como: «Sí, ése es Rab Birrell; no es mal tipo. Se las dio de

casual un par de temporadas, pero no era uno de los

top boys. Un tipo listo, ahora está en la universidad, o eso dicen. Pero su hermano Billy es otra historia. Fue un buen boxeador…»

Billy siempre fue otra historia. Rab pensaba en el sobre que le había entregado su hermano, unos días antes, en el hogar familiar. Dentro había dos carnés de socio del Fringe Club, dos entradas para el cine y quinientas libras. Bajó la vista para ver y palpar el fajo, que abultaba ostensiblemente en el interior de los bolsillos de sus Levi’s.

«No me hace falta», había respondido Rab, sin hacer ningún intento de devolverlo.

Billy le hizo señal de apartarse, levantando las manos. «Cógelo. Disfruta del festival. Los estudiantes no lo tenéis fácil», añadió. Sandra asintió con la cabeza. Wullie estaba enchufado a su PC, navegando por la Red. Pasaba la mayor parte del tiempo visitando sitios web en el ordenador que les había comprado Billy. Internet y la cocina se habían convertido, desde la jubilación, en sus obsesiones gemelas.

«Venga, Rab, para mí no significa nada. No lo haría si no pudiera permitírmelo», imploró Billy. Y Billy no estaba mostrándose ostentoso; bueno, puede que un poco, pero fundamentalmente estaba siendo Billy. Estaba cuidando de la gente cercana a él sencillamente porque podía hacerlo, y eso era todo. Pero Rab vio la expresión de complacencia empalagosa en el rostro de su madre, y se preguntó por qué aquello no podía haberse hecho en privado, sólo ellos dos. Mientras se guardaba el sobre con un «Gracias» contenido y renqueante pensó en lo extraño que resultaba que tu hermano fuese al mismo tiempo tu héroe y tu némesis.

Billy se sentiría relajado en un lugar como éste, estaría tan en su elemento como lo estaba en ese momento Lexo. Pero Rab no estaba a sus anchas. Pensó que podría ser buena idea irse para Stewart’s o Rutherford’s. Probablemente estarían llenos de tipos festivaleros encanallándose, pensó.

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