Cola

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4. Aproximadamente 2000: Ambiente festival » Edimburgo, Escocia: Miércoles, 11.14 de la mañana

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«Sólo porque los

jocks están tan apartados de la civilización que no se han enterado de la noticia: Kathryn Joyner ya no es lo que era. En algún momento la noticia se filtrará a través del muro de Adriano. Pero fue una buena jugada conseguir que actuara aquí, en el Festival de Edimburgo. Aquí aceptan cualquier mierda. Cualquier figura acabada puede reaparecer y los capullos que organizan la programación lo llamarán “atrevido” o “un acierto” y el caso es que la gente está tan acostumbrada a salir que se lo creen. A la semana siguiente podría estar haciendo el mismo bolo en el garito de mala muerte del barrio y ni se les pasaría por la puta cabeza ir a verla.» Los ojos de Taylor echaban chispas maliciosas mientras sacaba un recorte de prensa y se lo pasaba a Franklin. «¿Has visto esta crítica de lo de anoche?»

Franklin no dijo nada, tratando de mantener impasibles sus rasgos, pendiente constantemente de la mirada burlona que Taylor le echaba mientras leía el recorte:

Demasiado Condimento, Señorita Joyner

Kathryn Joyner

City Hall, Newcastle Upon Tyne

La técnica de vibrato vocal es un recurso cuando menos controvertido. A menudo es el último cartucho del cantante bribón, de la

chanteuse destartalada cuya voz ya no alcanza su anterior registro. En el caso de Kathryn Joyner resulta triste, casi hasta doloroso, ser testigo de la humillación pública de un talento vocal que fuera una vez, si no santo de la devoción de todos, cuando menos un fenómeno verdaderamente inconfundible.

Ahora Joyner, cuando resulta audible, interpreta todas las canciones como una oveja enganchada a los tranquilizantes, deslizándose con frecuencia hacia estos lamentables gorgoritos ante el menor obstáculo. Es casi como si nuestra Kath hubiese olvidado

cómo cantar. Un público bebido y de mediana edad que estuviera realizando un viaje nostálgico en el tiempo podría haber mostrado cierta comprensión por una intérprete más simpática, pero Joyner, como su voz, parece encontrarse en otra parte. Su grado de comunicación con el público es nulo, como demuestra su obstinada y perversa negativa a ofrecer una interpretación de su mayor éxito transatlántico de todos los tiempos,

Sincere Love. Las repetidas peticiones desde las gradas para que interpretara este viejo clásico fueron deliberadamente ignoradas.

En fin de cuentas, sin embargo, no importa lo más mínimo. Éxitos como

I Know You’re Using Me y

Give Up Your Love recibieron un tratamiento dudoso por parte de una Joyner extremadamente delgada, que en la actualidad rezuma la clase de

sex appeal que haría que Ann Widdecombe parezca Britney Spears. La actuación apesta a condimento y, por el bien de la música, esperemos que este trozo de oveja que se quiere hacer pasar por cordero caiga muy pronto en las garras de algún Hannibal Lecter.

Franklin se esforzaba por contener su ira. Aquella artista necesitaba apoyo, y aquí la tenías, dada por perdida y ridiculizada por su propia compañía.

«Consigue que coma, Franklin», sonrió Taylor, llevándose a la boca un tenedor lleno de pollo grasiento. «Sencillamente consigue que coma. Que se ponga fuerte otra vez.»

Franklin sintió cómo remitía el dolor de su boca mientras su indignación aumentaba todavía más. «¿Acaso crees que no lo he intentado? He probado con todas las clínicas, dietas especiales y terapeutas conocidos por el hombre…, ¡todos los días hago que le suban sándwiches de dos pisos!»

Taylor se llevó la copa de vino tinto a los labios. «Necesita que le echen un buen polvo», musitó, mirando con complicidad a Franklin, que justamente entonces se dio cuenta de que el ejecutivo de la discográfica iba un poco borracho. «¿Salsa de menta, eh? ¡Qué buena!»

SÉ QUE ME ESTÁS UTILIZANDO

A Juice Terry no le gustaban las alturas. No estaba hecho para esa clase de trabajo. Lo de limpiar ventanas no le importaba, pero estar a tanta altura no era lo suyo. Y sin embargo aquí estaba, suspendido sobre una plataforma desde la que se dominaba la ciudad, limpiando las ventanas del Hotel Balmoral. No entendía cómo cojones se había dejado convencer por el viejo bolinga de Alec para aquella movida. Alec le había dicho que sería dinero en efectivo, ya que Norrie McPhail estaba en el hospital operándose del hombro. Norrie no quería perder el lucrativo contrato con el hotel así que le confió a Post Alec la misión de rematar la faena.

«Pero si aquí hay una vista que te cagas, Terry», carraspeó Alec, desprendiendo un pegote de mucosa del fondo de la garganta y escupiéndolo. Pese a estar a tanta altura y con el ruido del tráfico, Alec imaginó que oía el japo chocando contra el pavimento.

«Ya, guay», respondió Terry, sin mirar hacia delante y abajo a Princes Street. Bastaba con poner los pies fuera del andamiaje y soltar. Tal cual. Demasiado fácil. Era increíble que no le pasara a más gente. Una mala resaca lo haría oscilar bastante. Uno sólo tendría que experimentar la futilidad de todo durante una fracción de segundo y ya se habría acabado. Era demasiado tentador. Terry se preguntó cuál sería la tasa de suicidios entre los limpiadores de edificios altos. Una imagen del pasado se le incrustó en la cabeza y Terry se sintió mareado. Se agarró con fuerza a la valla protectora, notando el entumecimiento y el sudor de sus manos en contacto con el metal. Respiró hondo.

«Pues sí, no todos los días se ve un panorama como éste», se maravillaba Alec, mirando hacia el castillo. Se sacó una botella de tamaño mediano del whisky The Famous Grouse del bolsillo interior del mono. Desenroscando el tapón, le dio un soberano lingotazo. Lo pensó dos veces antes de tendérsela a desgana a Juice Terry, sintiéndose contento cuando Terry rehusó, notando el placentero ardor del alcohol en sus entrañas. Miró a Terry, con su melena rizada ondeando al viento. Había sido un error meter en aquella historia a aquel capullo gorrón, decidió Alec. Pensó que le haría compañía, pero Terry se había quedado completamente silencioso, lo cual no era habitual en él. «Una vista que te cagas», repitió Alec, tropezando un poco y haciendo bambolearse la plataforma. «Hace que uno se alegre de estar vivo.»

Terry sintió cómo se le helaba la sangre en las venas mientras intentaba recuperar la compostura. No estaré vivo por mucho tiempo más, subido aquí arriba con este viejo capullo, pensó. «Sí, ya, Alec. ¿Cuándo es el descanso? Tengo un hambre que me muero.»

«Acabas de desayunar en el café ese, insaciable gordo cabrón», dijo Alec con sorna.

«De eso hace siglos», dijo Terry. Estaba asomándose al dormitorio que había al otro lado de la ventana que limpiaba. Había una mujer tirando a joven sentada sobre la cama.

«Deja de controlar a los chochos, guarro cabrón», escupió Alec con preocupación, «como se queje alguno de los huéspedes, nos jugamos el sustento de Norrie.»

Pero Terry estaba mirando el sándwich de dos pisos que había sobre la mesa, intacto. Llamó a la ventana.

«¡Estás loco o qué!» Alec le cogió del brazo. «¡Norrie está en el hospital!»

«No pasa nada, Alec», dijo Juice Terry en tono tranquilizador, mientras la plataforma se bamboleaba, «sé lo que estoy haciendo.»

«Acosando a los putos huéspedes…»

La mujer tuvo que acercarse a la ventana. Alec se encogió de vergüenza, se echó a un lado de la plataforma y pegó otro lingotazo a la botella de Grouse.

«Perdona, muñeca», dijo Terry mientras Kathryn Joyner levantaba la vista y veía lo que ella pensaba que era un tipo gordo que estaba de pie, al otro lado de su ventana. Claro, estaban limpiando las ventanas. ¿Cuánto rato llevaría mirándola? ¿La estaba espiando? Un colgao. Kathryn no pensaba aguantar aquella mierda. Se acercó a él. «¿Qué quieres?», le preguntó con dureza, abriendo aquellas enormes dobles ventanas.

Una puta yanqui, pensó Juice Terry. «Eh, perdona la molestia, muñeca…, eh, ¿ves ese bocata de allí?», dijo señalando el sándwich de dos pisos.

Kathryn se apartó el pelo de la cara y se lo colocó detrás de la oreja. «¿Qué…?», dijo mirando la comida con aversión.

«¿Tú no lo quieres?»

«No, no me…»

«Entonces dámelo a mí.»

«Eh, claro…, vale…» A Kathryn no se le ocurría ninguna razón por la cual no darle el sándwich a aquel hombre. Incluso era posible que Franklin pensase que

ella se lo había comido y a lo mejor eso hacía que dejara de darle la murga un rato. El tío aquel era un prepotente, pero qué coño, se lo daría. «Claro… por qué no… es más, ¿por qué no pasas y te tomas un café también?», dijo ella de modo mordaz, enojada de que la molestaran.

Terry sabía que Kathryn estaba mostrándose sarcástica, pero decidió entrar a saco de todas formas. Uno podía hacerse el tonto, hacer como que le tomabas la palabra a la gente. Casi era eso lo que los ricos esperaban por parte de las clases subalternas, de modo que todo el mundo quedaba complacido. «Muy amable de tu parte», sonrió Terry, entrando en la habitación.

Kathryn retrocedió un paso y echó una mirada al teléfono. Aquel tío estaba majara. Debería llamar a los de seguridad.

Terry se dio cuenta de su reacción y puso las manos en alto. «Sólo he entrado a tomar un café, no soy uno de esos chalaos que hay en América, que te cortan en pedacitos y todo ese rollo», explicó, desplegando una gran sonrisa.

«Me alegra oír eso», contestó Kathryn, recuperando un poco la compostura.

A Post Alec le sorprendió ver a su amigo desaparecer en el interior de la habitación. «¿Qué pasa aquí, Lawson?», gritó, cada vez más aterrorizado.

Terry le sonreía radiantemente a Kathryn, que seguía calculando la distancia que había entre ella y el teléfono; después Terry se volvió y asomó la cara por la ventana. «La chica me ha pedido que pasara a echar un bocado. Es una chavala americana. Hay que ser amables, eh», cuchicheó ante el mohín contrariado de Alec antes de cerrar la ventana.

Kathryn enarcó las cejas mientras la silueta de Juice Terry, vestida con mono de trabajo, permanecía de pie frente a ella en su dormitorio. Es un empleado. Un limpiador. Sólo quiere un café. Tranquilízate.

«Se está alterando a tope. El trabajo ya se hará, eso digo yo. No voy a aguantar el estrés. El estrés mata. Ése es el problema de Alec», dijo Terry, indicando con un gesto de la cabeza al hombre de cara colorada que frotaba la gamuza contra la ventana de Kathryn, «demasiado estrés de ejecutivo. Se lo dije; Alec, le digo, eres un hombre con dos úlceras haciendo el trabajo de un hombre de una sola.»

Desde luego, el gilipollas este le echaba huevos. «Ya… supongo. ¿Tu amigo no querrá café?», preguntó Kathryn.

«Nah, tiene lo suyo y piensa continuar.» Terry se sentó en una silla que parecía demasiado delicada y decorativa para soportar su peso, y empezó a devorar el sándwich. «No está mal», espetó entre bocados mientras Kathryn observaba con una fascinación que bordeaba el horror. «Siempre me había preguntado cómo serían los bocatas en los sitios pijos éstos. Eso sí, estuve en la boda de un amigo en el Sheraton la semana pasada. No estuvo mal el banquete. ¿Conoces el Sheraton?»

«No, no podría decir que sí.»

«Está en la otra punta de Princes Street, en Lothian Road y tal. A mí no me gusta demasiado esa parte de la ciudad, pero ya no hay tantos problemas como antes. O eso dicen. Aunque últimamente no bajo demasiado por el centro, eh. Acabas pagando precios del centro. Pero el garito les tocaba elegirlo a Davie y Ruth… Ruth es la tía con la que se ha casado mi colega Davie. Una chavala muy maja, ¿sabes?»

«Ya…»

«No es mi tipo, un poco tetuda y tal», dijo Terry, llevándose las manos ahuecadas al pecho y acariciando unas grandes tetas invisibles.

«Ya…»

«Pero ésa fue la elección de Davie, ¿eh? No se puede andar por ahí diciéndole a todo el mundo con quién cojones tiene que casarse, ¿eh?»

«No», dijo Kathryn de forma tajante y gélida. Pensó hacia atrás, en todos aquellos años, cuatro, cinco, cuando él estaba en la cama con

ella. Con

ellas.

La gira. Y ahora otra puta gira de mierda.

«Entonces, ¿tú de dónde eres?».

El lacónico interrogatorio de Terry sacó a Kathryn de la habitación de hotel de Copenhagen y la devolvió a los maizales de su infancia. «Bueno, nací en Omaha, Nebraska.»

«Eso está en América, ¿no?»

«Sí…»

«Siempre he querido ir a América. Mi colega Tony acaba de volver de allí. Eso sí, a él le pareció que aquello está muy sobrevalorado. Todo dios…, eh, disculpa, todo el mundo detrás de esto», dijo Terry frotando el pulgar contra el índice. «El puto dólar yanqui. Claro que aquí las cosas se están poniendo igual. ¡En la estación de Waverley esa te cobran treinta peniques por ir al tigre! ¡Treinta peniques por una meada! ¡Por ese precio ya puedes asegurarte de que sea larga! ¡Si a ti te da igual, colega, también me echaré una puta cagada! ¡Ya me dirás de qué va eso, si lo entiendes!»

Kathryn asintió sin demasiado entusiasmo. En realidad no sabía de qué hablaba aquel hombre.

«Entonces, ¿qué te trae por Escocia? Es la primera vez que estás en Edimburgo, ¿no?»

«Sí…» Aquel gordo zoquete no sabía quién era. ¡Kathryn Joyner, una de las cantantes más grandes del mundo! «En realidad», dijo con aires de superioridad, «he venido aquí a actuar.»

«¿Eres bailarina o algo?»

«No. Canto», dijo Kathryn entre dientes.

«Ah…, pensé que quizá fueras una bailarina allá por Tollcross o algo pero después me pareciste un pelín demasiado extravagante para ser una gogó y tal…» Echó un vistazo alrededor de la inmensa suite. «Si no te molesta que te lo diga. ¿Y qué es lo que cantas?»

«¿Has oído alguna vez

Must You Break My Heart Again… o quizá

Victimisedby You… o

I Know You’re Using Me…?» Kathryn se sentía incapaz de decir y

Sincere Love.

Los ojos de Terry se ensancharon, a continuación se concentraron incrédulamente durante un instante para volver a expandirse afirmativamente una vez más. «¡Sí! ¡Las conozco todas!» Se lanzó a cantar:

After we’ve made love

a distant look it often fills your eyes

you aren’t with me

but when I challenge you, you feign surprise

You get dressed quickly

switch on TV for the ball game

I mean so little

You even call me by the wrong name[50]

«… ¡me encantaba esa canción! Es real como la vida misma…, quiero decir, eh, algunos tíos son así, ¿sabes lo que te digo? En cuanto la han me…, quiero decir, después del sexo, es como que se acabó el rollo, ¿sabes?»

«Sí…» Kathryn se sorprendió a sí misma riéndose delicadamente ante la interpretación de Terry. Había sido verdaderamente espantosa. Hacía tanto tiempo desde que algo la hacía reír. «Deberías salir a los escenarios», dijo con una sonrisa.

Terry se erizó como si le hubiesen inyectado con una hipodérmica llena de orgullo puro. «Sí que canto, en el karaoke de The Gauntlet, en Broomhouse. De todos modos, gracias por el bocata. Será mejor que vuelva antes de que ese ca… eh, de que mi colega Post Alec empiece a comerme el tarro.» Miró su silueta de palillo durante un segundo. «Pero te diré una cosa, deberías dejar que te invite a una copa luego. ¿Libras esta noche?»

«Sí, pero…»

Juice Terry Lawson tenía experiencia de sobra en el método apisonadora de ligoteo como para permitir a Kathryn que matizara su situación. «Entonces te llevaré a tomar unos tragos. Te enseñaré algunas de las cosas que hay que ver. ¡El verdadero Edimburgo! ¿Es una cita, como decís en Estados Unidos?», dijo guiñando un ojo.

«Bueno, no sé…, supongo…» Kathryn no podía creer las palabras que le salían de la boca. ¡Iba a salir de juerga con un limpiaventanas obeso! Posiblemente fuera un pervertido, un maníaco o un secuestrador. Nunca cerraba la boca. Era un coñazo…

«Vale, te veré en el Alison. Ahí tienes, un poco de argot del negocio musical, deberías saber lo que es, el Alison Moyet, el vestíbulo, ¿sabes? ¿Te va bien a las siete?»

«Vale…»

«¡De puta madre!» Juice Terry abrió la ventana y salió diligentemente de nuevo a la plataforma, cuidándose de no mirar hacia abajo.

«Ya era hora, joder», se quejó Post Alec. «No pienso hacer esas ventanas yo solo, Terry. Ni hablar. Norrie nos está pagando a los dos para hacerlas, no sólo a mí. Norrie… en el puto hospital, Terry. En una cama de hospital con un tendón calcificado. En el brazo que utilizaba para limpiar ventanas, además. ¿Cómo crees que se sentiría si supiera que estamos jugándonos su medio de vida?»

«Deja de quejarte ya, joder, puto viejo bolinga. ¡Esta noche voy a salir con la puta tía que solía salir en

Top of the Pops

«Y una mierda», dijo Alec, abriendo la boca y exhibiendo unos dientes entre amarillos y ennegrecidos.

«Es la pura verdad. La tía esa de ahí dentro. La que hizo

Must You Break My Heart Again

Alec se quedó boquiabierto mientras Terry cantaba para subrayar lo que decía:

All my life I’ve been in pain

all my days no sunshine, just rain

then you came into my world one day

and all the clouds just blew away

But your smile has grown colder

I feel the chill that’s in your heart

and my soul lives in terror

of the time you’ll say that we must part

Must you break my heart again

must you hurt me to my core

why oh why can you not be

the very special one for me

Must you play those same old mind games

cause I know there’s someone else

whom you think of when we’re together

Must you break my heart again…[51]

«De ésa me acuerdo…, a ver, cómo se llamaba», dijo Alec, echando un vistazo por la ventana y lanzándole una mirada a Kathryn.

«Kathryn Joyner», dijo Terry, haciendo gala del mismo ademán arrogante del que hacía gala en el concurso de adivinanzas del Silver Wing Pub en las ocasiones en las que acertaba. ¿El verdadero nombre de Alice Cooper? Vincent Perrier, joder. Está tirado.

«A ver si consigues entradas para verla.»

«Considéralo hecho, Alec, considéralo hecho. Los que formamos parte de este negocio podemos tirar de unos cuantos hilos. No olvidamos a los viejos socios.»

Tendrá jeta el capullo este; con treinta y seis años y todavía viviendo en casa con su madre, pensó Alec.

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