Cola

Cola


4. Aproximadamente 2000: Ambiente festival » Edimburgo, Escocia: Miércoles, 8.07 de la mañana

Página 53 de 73

E

D

I

M

B

U

R

G

O

,

E

S

C

O

C

I

A

M

i

é

r

c

o

l

e

s

,

8

.

0

7

d

e

l

a

m

a

ñ

a

n

a

AEROGRAFÍALO

Franklin se encontraba deshecho. ¿Dónde puñeta podía haberse metido? El bolo era mañana por la noche. Tenía que impedir que aquello llegara a la prensa o Taylor la dejaría tirada sin más. Cogió la cubierta del elepé en la que aparecía una fotografía aerografiada de una Kathryn vigorosa y saludable. Vio un bolígrafo sobre el escritorio de su habitación y garabateó sobre él, con gran resentimiento y ponzoña, las palabras ZORRA IMBÉCIL.

«Una oveja vestida de oveja», le dijo amargamente al retrato sonriente.

Y ahora tocaba aquella recepción de mierda, la que le habían montado los organizadores del Festival de Edimburgo. ¿Qué les diría?

UN MITO URBANO

Kathryn se mostró recelosa cuando Terry paró un taxi. Una cosa era tomarse una copa en el pub de enfrente, pero meterse en un taxi con aquel tío ya era mucho liar el petate. Pero la expresión de su rostro era tan entusiasta y tan amigable mientras le abría la puerta del taxi que Kathryn no pudo hacer otra cosa que entrar. Él charlaba sin parar mientras ella intentaba orientarse al dejar atrás una calle bulliciosa. Para gran alivio suyo, cuando bajaron, aquello seguía pareciendo la zona del centro urbano, a pesar de ser un barrio menos acomodado.

Habían tomado el taxi hasta Leith y se habían metido en un pub de Junction Street. Terry era de la parte oeste de la ciudad y estimó que aquí abajo había menos posibilidades de encontrarse con algún conocido. Pidió más pintas. Kathryn se emborrachó enseguida y se dio cuenta de que la cerveza la hacía balbucear.

«Ya no quiero ir más de gira ni grabar más discos…», se quejó, «siento como si mi vida no me perteneciera.»

«Sé lo que quieres decir. El capullo ese de Tony Blair; el muy gilipollas es peor que la Thatcher. Nos viene con una mierda de New Deal. Tienes que hacer dieciocho horas o los cabrones te dejan sin paro. Dieciocho horas de curro a la semana que algún cabrón te saca por la puta cara. Putos trabajos forzados. ¿De qué va todo eso? Ya me dirás.»

«No sé…»

«Pero vosotros no le tenéis a él. Tenéis al cabrón que se lo tira, el de los pelos…»

«El presidente Clinton…»

«Ése. Vaya, como la Mónica esa le hizo una mamada, él coge y le dice a Tony Blair: tú puedes ocupar el lugar de Mónica si me apoyas en lo de bombardear al cabrón de Milosevic.»

«Eso son bobadas», dijo Kathryn sacudiendo la cabeza ante lo que había dicho Terry.

Terry creía más en la fuerza que en los detalles de la argumentación. «De eso nada, eso es lo que todos esos cabrones quieren que creas. Me lo contó todo en el garito un gachó cuya hermana se casó con un alto funcionario de Londres. Todas las noticias que intentan ocultarte. Esos gilipollas no sabrían hacer ni un recado. Qué New Deal ni qué pollas. El caso es que yo también odio el trabajo. Sólo estoy haciendo lo de las ventanas para ayudar a Post Alec, eh. Las furgonas de reparto de refrescos, eso era lo mío. Mi cargo exacto era el de representante de aguas carbonatadas. Me dieron el finiquito allá por el ochenta y uno. Solía llevar todas las furgonas de las barriadas: Hendry’s, Globe, Barrs…, creo que Barrs son los únicos que quedan. Siguieron funcionando gracias al Irn Bru. Así que los cabrones estos del paro, los de Restart, cogieron y me dijeron: Te conseguiremos un trabajo en el que puedas vender refrescos.»

Kathryn miró a Terry con una expresión de desconcierto total. Para ella era como el motor bronco de un fuera borda, sólo que él hacía mucho más ruido.

«Los cabrones lo único que querían era que trabajara en un R. S. McColl’s», le explicó Terry, al parecer totalmente ajeno a la falta de comprensión de Kathryn, «pero eso hubiera supuesto vender chucherías y periódicos además de refrescos y no estaba por la labor. Así es como me pusieron el apodo de

Juice Terry, ¿sabes? Además, el tipo que fundó lo de R. S. McColl jugó para los hunos, así que de ningún modo iba yo a trabajar allí. Escucha, nena, no pensaba pedírtelo, pero tú debes estar forrada. ¿Podrías subvencionarme para pillar?»

Kathryn se lo planteó. «Qué… sí… llevo dinero…»

«Guay… joder…» Juice Terry miró a su alrededor y se sintió enojado de ver entrar a Johnny Catarrh y Rab Birrell. Se preguntaba qué estarían haciendo por aquellos lares cuando se fijó en el polo verde-amarillo fluorescente de los Hibs que llevaba puesto Rab. Había un partido de entre semana en Easter Road y Catarrh y Birrell debían de haberse hecho con algo de pasta si habían ido y ahora pensaban ir de marcha por el viejo puerto histórico. Terry siempre se sentía intrigado cuando cualquiera de sus socios parecía andar boyante.

Rab Birrell y Johnny Catarrh estaban igualmente sorprendidos de ver a Juice Terry bebiendo fuera de ambientes más familiares, como The Gauntlet, Silver Wing, Dodger, Busy Bee, Wheatsheaf y demás garitos de la parte oeste frecuentados por él. Se aproximaron a la mesa de Terry pero se detuvieron al ver que tenía compañía femenina. Catarrh sintió un rencor instantáneo. Un gordo cabrón como Juice Terry siempre rodeado de mujeres. Zorras viejas, de acuerdo, pero un polvo era un polvo y no era para hacerle ascos. Ésta estaba demacrada y era flaca, pero iba mejor arreglada que la mayoría de las conquistas habituales de Terry. Claro está que la tal Louise a la que había estado tirándose Terry estaba buena que te cagas, pero apestaba a conexiones gangsteriles. Se la habían metido unos cuantos tipos dudosos, uno de ellos Larry Wylie. Uno nunca iba a por chochos de ese tipo, que se metían esa clase de pollas, salvo que estuviera seguro de que ya no tenían derecho a atracar allí. Aunque era de risa: un dios griego como él, que en la actualidad no conseguía echar un polvo ni pagando.

«¿Todo bien, John Boy?», dijo Juice Terry al sentarse Catarrh. Catarrh odiaba que Terry se refiriese a él de aquella forma, ya que sólo era un par de años más joven que aquel cabrón gordo y desaliñado. Era casi tan malo como que le llamaran Johnny Catarrh.

El verdadero nombre de Johnny era John Watson, bastante difundido en Escocia. Su hermano mayor, Davie, era un fan del blues y el rock and roll y empezó a llamarle Johnny Guitar por Johnny «Guitar» Watson. Por desgracia para Johnny, estaba aquejado de problemas de sinusitis y catarros, y pasó muchos años sin saber que su apodo había sido corrompido.

Rab Birrell se había detenido ante la máquina de tabaco para comprar unos Embassy Regal antes de unirse a ellos. Terry hizo las presentaciones. Catarrh había oído hablar de Kathryn, por supuesto: «Mi madre es tu fan número uno. Tiene toneladas de discos tuyos. Te adora. Piensa ir al concierto mañana. Leí algo acerca de ti en el

Evening News. Decía que habías cortado con el tío aquel de Love Sindicate.»

«Así es», replicó Kathryn con mirada acerada, pensando en aquella habitación de hotel en Copenhague, «pero de eso hace un tiempo.»

«Prehistoria, eh», confirmó Juice Terry. Catarrh carraspeó y tragó unas mucosas. Ojalá se hubiese acordado de traer sus comprimidos de ajo. Eran el único remedio.

«Yo me conformaría con vivir como tú», opinó Rab Birrell, declinando la oferta de un cigarrillo que le hizo Juice Terry. Johnny tampoco quiso. Eran Silk Cut y Catarrh era un purista cuando de cigarrillos se trataba. «Soy un acérrimo de los Regal», sonrió, sacando un Embassy.

«Sí», dijo Rab, que seguía dirigiéndose a Kathryn, «el estilo de vida roquero podría soportarlo. Mogollón de tías…, claro está que tú no tienes que preocuparte por eso, con eso de que eres tía, claro, a menos que seas, eh…, sabes lo que quiero decir, ¿no?…»

Juice Terry se había sentido levemente cabreado por la intrusión de sus amigos en su rollo con Kathryn; ahora las divagaciones de Birrell empezaban a irritarle de veras. «¿Qué cojones intentas decir, Rab?»

Rab dio marcha atrás, cayendo en la cuenta de que estaba un poco borracho y bastante colgado a cuenta de todos los porros que se había fumado en Easter Road, y que Juice Terry podía ser un capullo bastante picajoso, notorio por ser capaz de poner su considerable peso detrás de sus puñetazos. ¿Cómo cojones habría ligado un mangui tocino como ése con una tía como aquélla? Treinta y seis años y todavía vivía en casa con su madre. «Sólo quería llegar a la conclusión, Terry», dijo a la defensiva, «de que los tíos que están en un grupo pueden elegir las tías que quieran. Si son famosos y tal. Pero cualquier tía puede elegir entre tíos…, ¿no es así, Johnny?» Se volvió hacia Catarrh en busca de apoyo.

Catarrh se sintió debidamente halagado. Aquello significaba que Rab reconocía o bien su currículum como músico o su pericia con las mujeres, a los que nunca se había dignado aludir con anterioridad. Estaba desconcertado por aquella adulación confusa pero bienvenida. «Eh, sí…, más o menos. Una vieja pelleja no, pero cualquier tía joven sí.»

Sopesaron aquella afirmación durante un rato y después miraron a Kathryn para recabar su opinión. A ella sus acentos le resultaban casi impenetrables, pero el hecho de estar borracha ayudaba. «Lo siento, no acabo de entenderlo.»

Juice Terry le explicó lentamente el argumento.

«Supongo que sí», respondió con recelo.

«No hay nada que suponer», se rió Catarrh, «las cosas son así. Siempre lo han sido y siempre lo serán. Y punto.»

Kathryn se encogió de hombros. Juice Terry tamborileó con el vaso vacío sobre la mesa. «Vete a buscar algunas más, Kath, anda, guapa. Ahí está la barra», dijo señalando a unos pasos de distancia. Kathryn lanzó una mirada de desasosiego a la multitud de cuerpos que había entre la barra y ella. Pero sin duda el alcohol ayudaba. El médico le había dicho que no bebiera si tomaba antidepresivos, pero Kathryn tenía que reconocer que estaba disfrutando. No por la compañía en particular, aunque desde luego era distinta de aquellas a las que estaba acostumbrada, sino por la falta de inhibiciones, la sensación de escapar y dejarse ir. Sentaba bien alejarse de los directivos, el grupo, la plantilla y los gilipollas de las discográficas durante un rato. Se estarían preguntando dónde estaba. Kathryn sonrió para sus adentros y se abrió paso hasta la barra.

Juice Terry levantó la vista y la observó mientras se daba de empellones para llegar. «En todas sus canciones le va el rollo feminista, así que puede levantarse e ir a por la priva.»

Catarrh hizo un gesto de asentimiento categórico. Rab Birrell se guardó deliberadamente de toda reacción, cosa que enojó un poco a Terry.

Mientras esperaba que sirvieran las pintas de lager, Kathryn fue descubierta por una mujer corpulenta con brazos gruesos, cabellos como de nanas y gafas. «¿Eres tú?», preguntó.

«Eh, me llamo Kathryn…»

«¡Sabía que eras tú! ¡Qué haces aquí!»

«Eh, he venido con unos amigos…, eh, Terry, ahí atrás…»

«¡Me tomas el pelo! ¡El puto perdido de Juice Terry! ¡Amigo tuyo!» A aquella mujer le temblaba la voz de incredulidad. «Justo le llega para levantarse de la cama una vez cada quincena para firmar en el paro. ¿De qué le conoces?»

«Simplemente nos pusimos a hablar…», dijo Kathryn, y su propio asombro reflejaba el de aquella mujer mientras meditaba acerca de la pregunta.

«Ah, claro, eso sí que sabe hacerlo. Eso es lo único que sabe hacer. Igualito que su padre», escupió ella con auténtica hostilidad. «Escucha, guapa», dijo la mujer sacando una tarjeta de taxista, «¿me firmarías esto?»

«Sí…, claro…»

«¿Llevas un boli?»

«No…»

La mujer se volvió hacia el camarero. «¡Seymour! ¡Pásame un puto boli! ¡Pásamelo! ¡Aquí!»

Su tono estridente espoleó al camarero, ya agotado, para que asumiera aún más actividad. Terry escuchó aquello, reconoció la voz y levantó la vista lentamente, reconociéndola poco a poco. Era la vacaburra aquella con la que había estado su viejo después de dejar a la madre de Juice Ferry. Paula la Gorda, de Bonnington Road. La que antes llevaba el pub. ¡Y además Kathryn estaba hablando con ella! Aquello no tenía ni pies ni cabeza, pensó Terry; te bajas a Leith para evitar a la gente que conoces y te encuentras rodeado de ellos.

Kathryn estuvo encantada de firmar y de volver con Terry y los chicos con las bebidas. Terry había decidido preguntarle qué había dicho de él Paula la Gorda pero se había enzarzado en una discusión con Rab Birrell, que se volvía más acalorada por momentos. «Cualquier cabrón que haga eso merece la muerte, joder. Así lo veo yo», dijo Terry con brusquedad, desafiando a Rab.

«Pero eso es una chorrada, Terry», argumentó Rab, «eso es lo que se denomina un mito urbano. Los

casuals no harían algo así.»

«Esos cabrones de

casuals son unos putos zumbaos», afirmó Terry. «¿Cuchillas de afeitar en los tubos de desagüe? Pero ¿de qué va eso? Ya me dirás.»

«He oído esa historia», asintió Catarrh. De hecho, era la primera vez que la oía. Catarrh había andado con los

casuals hacía años pero se largó cuando la cosa se empezó a poner un poco peliaguda. A pesar de todo, hizo todo lo que estuvo en su mano para darles notoriedad y de paso aumentar su propia celebridad por asociación de ideas.

Aquello molestó a Rab Birrell. Él había disfrutado siendo un

casual, aunque aquello ya pertenecía a un pasado muy lejano para él. Ahora era demasiado fuerte, con toda la mierda de vigilancia que había, pero le había encantado. Una peña estupenda, unos ratos estupendos, unas risas estupendas. ¿A qué cojones jugaba Johnny soltando todas esas chorradas? Rab Birrell odiaba la forma en que la gente se mostraba ansiosa por creerse los vaciles pasados de rosca. En su opinión, sólo mantenía entre los demás un estado de temor y servía como mecanismo de control social. Detestaba pero comprendía el modo en que la policía y los medios de comunicación se regodeaban en ese tipo de insensateces; a fin de cuentas, lo hacían en interés propio. Pero ¿qué hacía Johhny dando crédito a esa clase de chorradas? «Si no es más que eso, una puta historia… inventada por unos gilipollas…, a ver, ¿para qué iban a querer hacer eso? ¿Para qué querrían los denominados

casuals, a pesar de que ya no existan, meter cuchillas de afeitar en los tubos de desagüe de las piscinas municipales?», razonó Rab Birrell, mirando a Kathryn en busca de apoyo.

«Porque son unos zumbaos», dijo Juice Terry.

«Mira, Terry, tú ni siquiera vas a la piscina.» Rab Birrell se volvió hacia Kathryn otra vez. «¡Ni siquiera sabe nadar, hostias!»

«¡No sabes nadar!», acusó Kathryn, riéndose levemente ante la imagen de los michelines de Terry desbordando un bañador ajustado.

«Eso no tiene nada que ver. Se trata de la mentalidad de los cabrones que colocan cuchillas en los tubos de desagüe de una piscina pública donde hay críos pequeños. ¿Qué me contestas a eso?», le interrogó.

Kathryn meditó sobre aquello. Era obra de gente enfermiza. Pensaba que esa clase de cosas sólo pasaba en América. «Supongo que es bastante espantoso.»

«No hay nada que suponer», vociferó Terry, volviéndose hacia Rab Birrell otra vez, «está fuera de lugar.»

Rab sacudió la cabeza. «Estoy de acuerdo. Estoy de acuerdo con que hacer eso está fuera de lugar, pero no han sido los

casuals, Terry. Ni de coña. ¿A ti te parece que les pega eso? Sí claro, hemos montado una peña para ir al fútbol a currarnos, así que vámonos todos a la piscina municipal a colocar cuchillas en los desagües. Es una chorrada. Conozco a muchos de los chicos: no es su estilo, joder. Además, ahora ni siquiera hay

casuals. Estás viviendo en el pasado.»

«Zumbaos», dijo Terry con insolencia. Aunque tenía que reconocer que lo que decía Rab Birrell tenía lógica y probablemente fuera cierto, odiaba que le vencieran en una discusión y se puso aún más agresivo. Incluso aunque no fuesen los

casuals quienes lo hiciesen, Birrell tendría que tener la madurez suficiente para admitir el principio más general de que eran unos zumbaos. Pero no, el capullo universitario amariconado de Birrell, no. Lo cual probaba para Terry la validez de otro principio: nunca le proporciones una educación a un arrabalero. Apuntas a Birrell a algún piojoso cursillo del Stevenson College durante diez minutos y ya se cree que es el puto Chomsky de los huevos.

«Oí que había pasado eso con los desagües. Oí que corría sangre desde uno de los toboganes hasta el agua de la piscina», declaró Catarrh con la frialdad de un insecto, estrechando los ojos y apretando los labios. Paladeó el estremecimiento y el mohín de repulsión que creyó ver en Kathryn. «Corría sangre», repitió en voz baja.

«Chorradas», dijo Rab Birrell.

Catarrh, sin embargo, empezaba a entusiasmarse con el tema. «Conozco a esos tíos tan bien como tú, Rab, deberías saberlo», dijo en un tono ominoso, esperando que Kathryn captara lo enigmático y la impresión de peligro que transmitía, quedara adecuadamente impresionada, le diera puerta a Juice Terry y le llevase a él a América con ella. Pasarían por la ceremonia, aunque sólo fuera para conseguir el permiso de residencia y trabajo, y el estatus de residente extranjero sería suyo. Después se instalaría en un estudio con un grupo de acompañamiento de primera y volvería al Reino Unido con una triunfante sucesión de éxitos guitarreros claptonescos a sus espaldas. Era posible, pensó. Mira la Shirley Manson esa que estaba en Garbage, la que antes estuvo en Goodbye Mr McKenzie. Primero la ves de pie, detrás de Big John Duncan y de unos teclados en el escenario de The Venue, y acto seguido se lo come todo en América. Él podría hacer lo mismo. Entonces le llamarían por su verdadero nombre, Johnny Guitar, en lugar de la espantosa degradación con la que lo habían cargado.

Juice Terry tenía una gusa de espanto. Pensaba que no le importaría zamparse un curry. Terry estaba harto del rumbo que tomaba la conversación: directamente hacia los relatos de

casuals de Catarrh. Todos los demás ya los habían oído varias veces, pero eso nunca había detenido a Johnny. Sobre todo ahora, que tenía un nuevo oído que atorar en Kathryn. Terry se imaginó a Catarrh en su lecho de muerte, dentro de un montón de años. Estaría ahí tirado, con noventa años, marchito y con tubos colgándole. Una maruja sedada y titubeante, unos hijos y unos nietos preocupados con los oídos pegados a él para escuchar sus últimas palabras, roncas y sin aliento. Serían éstas: «… y recuerdo aquella vez que estuvimos en Motherwell…, la temporada mil novecientos ochenta y ocho, ochenta y nueve, me parece…, íbamos una peña de unos trescientos…, aaagghhhh…»

La raya del electrocardiograma se volvería continua en ese instante y Catarrh emprendería el camino hacia la gran bulla celestial.

No, Terry no quería saber nada de esa mierda aquella noche. Aquel capullo se olvidaba de que fueron personas como él, Juice Terry, los que echaron horas en las gradas antes de que existiera una cuadrilla grande, dura y conocida para respaldarles. La vieja pandilla de hinchas de aquellos días era, lo reconocía, una banda bastante mierdera. Tenían tendencia a romantizar sus escasas y gloriosas victorias, y a quitarle importancia o hacer caso omiso de las numerosas ocasiones en que tenían que salir por patas; Nairn County (amistoso de pretemporada), Forfar, Montrose. Además, sus batallas más encarnizadas eran las que transcurrían entre ellos antes que con cualquier otro. A decir verdad, una cuadrilla de mierda. Tenía que reconocer que los

casuals se encontraban en otra categoría, pero Birell y Catarrh no. Ellos nunca fueron nada remotamente parecido a los

top boys.

Terry cambió rápidamente de tema. «Pero me juego algo a que tienes toneladas de viruta, ¿eh?, con tantos éxitos en las listas», se aventuró a decirle a Kathryn, volviendo a uno de sus temas favoritos. Que le dieran por culo a Catarrh, aquí el que marcaba la agenda era él.

Kathryn sonrió de forma benévola. «Supongo que soy afortunada. Me pagan bien por lo que hago. Hace un tiempo tuve un encontronazo con los de Hacienda, pero mis discos viejos se venden bien. Tengo unos ahorrillos.»

«¡Joder, ya lo creo que los tendrás!», canturreó Terry, indicando a Catarrh y a Birrell que se arrimaran. «¡John Boy! ¡Birrell! ¡Escuchad esto! ¿De qué va todo ese rollo? ¡Ya me dirás!» Indicó con la cabeza a Kathryn.

Ésta tenía una expresión ausente. «A veces el dinero no lo es todo…», dijo en voz baja, pero nadie la escuchaba.

«¡Que le pagan bien por su trabajo! ¡Discos de oro! ¡Números uno! ¡Ya lo creo que estarás bien pagada, joder! Venga», dijo Terry frotándose las manos, «ya está. ¡Al Ruby Murray, invitas tú!»

«Qué… Ruby…»

«El curry», sonrió Terry, «un poco de papeo», añadió haciendo gesto de comer.

«No me sentaría mal una puta tripada, eh», reconoció Rab Birrell.

Catarrh se encogió de hombros. No le gustaba desperdiciar el tiempo de beber en comer, pero con un curry se podía pedir cerveza. Se tomaría unos popadoms, eso satisfaría sus requisitos. Johnny desconfiaba instintivamente de cualquier clase de alimentos que no se asemejaran a las patatas fritas.

«Yo no quiero comer nada…», dijo Kathryn con horror. Había salido para alejarse de Franklin y su obsesión con que ella comiera. Su mente embotada por el alcohol captó todas las repercusiones de aquello. Quizá los hubiera contratado aquel maníaco del control para conseguir que ella comiera. Quizá fuera una estratagema minuciosa todo aquel maldito asunto.

«Vale, yo no estoy diciendo que tú tengas que comer, eso es cosa tuya, pero puedes observarnos a nosotros. Venga, Kath, tú tienes la guita. Yo estoy pelado hasta que llegue el cheque del subsidio el martes y no hay manera de que me subvencione ese judío cabrón de Post Alec hasta que haya hecho la semana completa limpiando ventanas.»

«Quiero invitaros a cenar. Eso puedo hacerlo, pero yo no quiero comer nada…»

«Guapo. Me gustan las tías que no se cortan de echar la mano al bolso. No soy uno de esos capullos anticuados, creo en la igualdad de los chochos. ¿Qué es lo que dijo el rojo cabrón aquel?», preguntó Terry, volviéndose hacia Rab. «Tú deberías saberlo, Birrell, con eso de que eres estudiante. De cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades. Eso quiere decir que tú presides. Esto es Escocia, aquí lo compartimos todo», dijo Terry, recordando acto seguido que le picaba la almorrana y el daño que podría hacer un

vindaloo a la mañana siguiente. Pero a la mierda, a veces hay que ir a por todas.

«Vale», dijo Kathryn con una sonrisa.

«Nos vemos», dijo Catarrh arrastrando la voz, «eres legal, ¿lo sabes?», dijo acariciándole suavemente el antebrazo. «Hay cantidad de tordas por ahí a las que nunca se les ocurre echar mano al bolso.»

«Algunas cobran unos sueldazos que te cagas además…, esa que trabaja para el Scottish Office…» Terry sacudió amargamente la cabeza, recordando una noche, hacía algún tiempo, en la que salió con una chavala que había conocido en el Harp. La muy vacaburra se echó al coleto la mitad de su subsidio en Bacardis y desapareció sin darle ni un besito de despedida en la mejilla. Aunque le molestaba la ostentosa demostración de ternura de Johnny, se veía obligado a reconocer que tenía razón.

«¿Qué es eso de tordas?», preguntó Kathryn.

«Eh, chochos…, eh, tías…, pibitas, ¿sabes?», explicó Terry.

«Dios mío. ¿Es que vosotros no habéis oído hablar de lo políticamente correcto?»

Juice Terry y Johnny Catarrh se miraron el uno al otro durante un par de segundos y sacudieron lentamente y a la vez la cabeza. «No», dijeron.

BOLINGAS, DROGAS, FOLLADAS

Charlene estaba en pie, delante de Lisa, que hacía rechinar los dientes, exasperada. Antes de que su amiga pudiera hablar, Lisa dijo: «Ah, eres tú. Vale. Vamos a salir. Nos vamos a emborrachar, a drogar y a follar.»

«¿Te importa que primero entre un rato?», preguntó tímidamente Charlene, mirando directamente a la esencia de Lisa con sus ojos oscuros y angustiados.

Lisa miró el equipaje que su amiga tenía a sus pies, y Richard, el vídeo y el consolador se borraron de su mente como si nada de ello hubiera ocurrido. «Sí…, entra», le rogó apresuradamente, recogiendo una de las bolsas de Charlene.

Ir a la siguiente página

Report Page