Cola

Cola


4. Aproximadamente 2000: Ambiente festival » Edimburgo, Escocia: Miércoles, 8.07 de la mañana

Página 54 de 73

Pasaron a la sala de estar y las depositaron en el suelo. «Siéntate», le indicó Lisa. «¿Qué pasa? ¿No había nadie en casa?»

A Lisa la mirada de Charlene le pareció extraña y salvaje, y la joven soltó una risa como de bruja, mientras un espasmo intermitente aparecía en uno de los lados de su rostro. «Uy, sí. Ya lo creo que había alguien en casa. Ya lo creo, joder.»

Lisa sintió cómo se tensaban los músculos de su propia cara. Charlene rara vez juraba; era una chiquita muy puritana en muchos aspectos, pensó. «Entonces qué…»

«Por favor, déjame hablar», dijo Charlene. «Algo pasó…»

Lisa puso rápidamente agua a hervir y preparó un té. Se sentó en la silla que estaba frente al sofá en el que Charlene se había desmoronado, y escuchó mientras su amiga le relataba el recibimiento que había tenido al volver de Ibiza. Mientras hablaba, Lisa vio el reflejo de la luz que golpeaba las paredes de seda que enmarcaban a Charlene, tan pequeña en el sofá frente a ella.

No me lo cuentes, guapa, no me lo cuentes…

Y Charlene siguió hablando.

Sobre las paredes veía las trazas oscuras del diseño viejo, que chocaba con la novedad. Era el papel pintado, aquel viejo y horrible papel pintado; parecía atravesar la pintura. Tres capas, con pintura de seda y vinilo, además. Pero la mierda aquella aún traslucía, aún se distinguía el viejo y asqueroso diseño.

Para, por favor…

Entonces, justo cuando pensaba que su amiga había terminado, Charlene reanudó bruscamente su discurso, pasando a un monólogo frío. A pesar de todo el terror y la náusea que le provocaba, Lisa no se sintió con fuerzas para interrumpirla. «Sus dedos rechonchos manchados de nicotina, con las uñas mugrientas empujando y aporreando mi vagina casi pelada. El aliento a whisky y el jadeo que lo acompañaba en mis oídos. Yo estaba rígida y temerosa; trataba de permanecer en silencio, no fuera que ella se despertara. Ahí estaba la gracia. Ella habría hecho lo que fuera con tal de

no despertarse. Yo trataba de permanecer en silencio. Yo. Ese cerdo asqueroso. Si él fuera otra persona o lo fuera yo, quizá incluso sintiera lástima por él. Si hubiera sido otro el coño en el que tenía metido el dedo.»

Tendría que haber arrancado el papel. Haberse deshecho de aquella mierda. No importa cuántas capas le pongas por encima, siempre acaba transparentándose.

Lisa estaba a punto de hablar, pero Charlene levantó la mano. Lisa se sintió paralizada. Le resultaba tan duro escuchar; apenas podía imaginar lo difícil que debía de ser para su amiga empezar a hablar, pero ahora la pobre chica no podría parar aunque así lo hubiera querido. «

Debería ser virgen y frígida, o ninfómana; debería ser, ¿cómo dicen?, sexualmente disfuncional. Ni hablar. Mi venganza última sobre él, el dedo metafórico que opongo al suyo, es que no lo soy…» Charlene se quedó mirando al vacío. Cuando continuó, su tono había subido una octava; era como si le hablara a él. «Y me alegro del odio y el desprecio que siento por ti porque sé recibir y dar amor, so gilipollas, porque nunca fui yo la rara o la reprimida y nunca lo seré…» Se volvió hacia Lisa y dio un respingo en el asiento, como si regresara al espacio que ocupaba. «Lo siento, Lisa, gracias.»

Lisa se sentó en el sofá y abrazó a su amiga con todas sus fuerzas. Charlene aceptó brevemente el consuelo y luego se apartó un poco, mirándola con una sonrisa tranquila. «¿Qué era todo aquello que decías de que íbamos a emborracharnos, drogamos y follar?»

Lisa estaba desconcertada. «No podemos…, quiero decir…», tartamudeó, incrédula, «… lo que quiero decir es que, eh, quizá no sea el mejor momento para ti…, quiero decir, hemos estado haciendo todo eso durante dos semanas y no te ha librado de él.»

«Sólo fui porque pensé que él se había largado definitivamente. ¿Por qué le dejaría volver a casa? Es culpa mía, culpa mía por marcharme. No tendría que haberme marchado», dijo Charlene con un escalofrío, sujetando una taza de té con sus dedos llenos de anillos dorados. «Pero vamos a salir, Lisa. Otra cosa más, ¿puedo quedarme a dormir aquí unos días?»

Lisa estrechó a Charlene con más fuerza: «Ya sabes que puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras.»

Charlene forzó una sonrisa. «Gracias…, ¿alguna vez te he hablado de mi conejo?» Tiritaba mientras sostenía la taza con ambas manos pese a que en el piso hacía calor.

«Nah», dijo Lisa, preparándose, volviendo a mirar las paredes. No había duda, necesitaban más pintura.

UNA ALTERNATIVA BIENVENIDA AL SEXO Y LA VIOLENCIA

El Festival Club le resulta infernal a Franklin, pero los organizadores del acto habían insistido en que acudieran él y Kathryn. Un hombre vestido con colores chillones, con una chaqueta de pana azul y unos chinos amarillos se acercó de un salto a Franklin y le estrechó lánguidamente la mano. «Señor Delaney, soy Angus Simpson, del comité organizador del festival. Me alegro de verle», dijo con un acento de escuela pública inglesa. «Ésta es la concejala Morag Bannon-Stewart, que representa al ayuntamiento en el comité. Eh… ¿dónde está la señorita Joyner?»

Franklin Delaney dejó que su rostro se deformase hasta conformar una sonrisa empalagosa. «Tenía una ligera tos y le picaba la garganta, así que decidimos que era mejor que se quedara en el hotel y se acostara temprano.»

«Ah…, qué lástima, ha venido alguna gente de la prensa y de las radios locales. Por lo visto, Colin Melville, del

Evening News, acaba de recibir una llamada al móvil diciendo que había sido vista en Leith esta misma noche…»

Leith. Franklin ardía en deseos de preguntarle: ¿Dónde cojones está eso? En vez de hacerlo, dijo con aplomo: «Creo que antes salió un rato, pero ahora está recogidita y en la cama.»

Morag Bannon-Stewart invadió el espacio personal de Delaney y cuchicheó con un aliento que apestaba a whisky: «Espero que se encuentre bien. Es fantástico tener a una artista pop con la que puede disfrutar toda la familia. Antes el festival era maravilloso. Ahora es una exaltación del sexo y la violencia…» Franklin escrutó los capilares reventados de su rostro de cartón piedra mientras ella despotricaba.

Sintiéndose tenso, Franklin apuró su whisky doble e hizo señas para que le sirvieran otro. Aquella inútil de Kathryn… Ahora aquella vieja cabra loca del ayuntamiento intentaba ligar con él. Pero el tío de la radio dijo que la habían visto en Leith. Eso no podía quedar demasiado lejos en taxi. En cuanto pudo, Franklin se excusó haciendo ver que tenía que ir al retrete. En lugar de eso, se escabulló por la puerta y salió a respirar el aire nocturno.

MEDÍCAME

Algo extraño le sucedía a Kathryn Joyner en el restaurante indio. La cantante americana experimentaba una auténtica, profunda y violenta sensación de hambre. La cerveza, y uno de los porros de Rab Birrell que se habían fumado mientras iban de camino, le habían provocado gusa y los aromas de los currys resultaban embriagadores. Por más que lo intentara, Kathryn no podía impedir que una bola de hambre se le atascara en la garganta, casi asfixiándola. Los crujientes e incitantes

bhajis, la salsa picante y aromática que cubría los tiernos pedazos de ternera adobada, pollo y cordero, el colorido de las verduras friéndose en las sartenes, hicieron que sus papilas gustativas palpitasen a dos mesas de distancia.

Kathryn no pudo remediarlo. Pidió al mismo tiempo que los demás y cuando llegó la comida, atacó los platos con una ferocidad que podría haber hecho enarcar una ceja en compañía más quisquillosa pero que a Rab, Terry y Johnny les pareció perfectamente natural.

Kathryn quería llenar su vacío interior: no con medicamentos, sino con curry, cerveza y pan

naan.

Terry y Rab habían reanudado la discusión de antes. «Es un mito urbano», declaró Rab.

«Si yo te partiera la boca de una hostia, ¿sería un mito urbano?»

«No…», replicó cautelosamente Rab.

«Pues entonces deja ya ese puto rollo de los mitos urbanos», dijo Terry mirando fijamente a Rab, que desplazó la mirada a su tenedor.

Rab estaba enfadado. Con Terry evidentemente, pero también consigo mismo. Había acumulado un montón de jerga en aquel curso de estudios sobre medios de comunicación al que se había apuntado en la universidad local para mayores de veinticinco y tendía a utilizarla cada vez más en sus conversaciones cotidianas. Sabía que irritaba a sus amigos y les distanciaba de él. No eran más que fanfarronadas, pues podía expresar adecuadamente los mismos conceptos con palabras corrientes. Entonces pensó, a la mierda, ¿es que no tengo derecho a emplear palabras nuevas? Aquello parecía una coacción cultural contraproducente. Pero en realidad era irrelevante, porque estaba enfadado sobre todo porque era hermano de Billy «Business» Birrell. Ser hermano de «Business» Birrell acarreaba determinadas expectativas, una de las cuales era que uno no se achantaba ante tipos como Juice Terry.

Business tenía pegada y había ganado sus primeros seis combates como profesional en los primeros asaltos, por K. O. o abandono del rival. Su séptima contienda, sin embargo, fue un desastre. Con todas las apuestas a su favor, Steve Morgan, un habilidoso zurdo de Port Talbot, le abrumó y le venció por puntos. Durante el combate, el habitualmente explosivo Business parecía apático y lento; rara vez acertó a colocar un golpe y fue presa fácil para el punzante jab de Morgan. El consenso general era que de haber tenido Morgan pegada, Business se habría visto en serios apuros. Los jueces y el médico se dieron cuenta de que algo fallaba.

Un examen médico posterior al combate y varias pruebas subsiguientes revelaron que Billy Business Birrell padecía problemas de tiroides que afectaban adversamente sus niveles de energía. Aunque esto podía controlarse mediante fármacos, el British Board of Boxing Control se vio obligado a retirarle la licencia.

Sin embargo, Business gozaba de respeto y tenía la reputación de ser un hombre con el que no se jugaba. El hecho de haber sido derrotado por su estado de salud en lugar de por su adversario, y de haberse negado a caer o capitular de cualquier otra forma aumentó más aún su reputación de héroe local. En lugar de maldecir la suerte cruel que le había arrebatado la posibilidad de grandeza, Billy Birrell sacó provecho de su fama local y abrió un bar de copas popular y lucrativo llamado, inevitablemente, The Business Bar.

El problema que tenía Rab Birrell era que, en tanto hombre reflexivo y especulativo, carecía del dinamismo explosivo con el que competir con la habilidad pugilística o el brío empresarial de su hermano. Rab sentía que siempre iba a desempeñar un papel secundario ante Business y se vio atrapado entre tratar de establecerse por cuenta propia o dejarse llevar por la estela de su hermano. Sentía, fuera cierto o imaginado, que la clase de gente que idolatraba a su hermano le miraba a él por encima del hombro.

Mientras Rab meditaba sobre aquello, Juice Terry trataba de no dar crédito a sus oídos. Se había colocado en el mismo lado de la mesa que Kathryn y quedó atónito cuando ella tiró de él hacia ella y le cuchicheó al oído: «Escucha, Terry, hay una cosa que quiero que sepas, no nos vamos a ir a la cama juntos. Eres un tío estupendo y me gustas como amigo, pero no vamos a follar. ¿Vale?»

«Te va Catarrh… o Birrell…» Terry sintió que su mundo se venía abajo. Sus opciones sexuales se estaban clausurando más rápido que los hospitales, mientras que las de Rab y Johnny, por contraste, se abrían como cárceles. Lo de la tal Louise también se había acabado. Era una chavala por su sitio, pero un poco joven para él y, más importante, andaba por ahí con Larry Wylie, que estaba fuera de la cárcel otra vez. Así que punto y final. Louise, de todos modos, nunca había tenido discos suyos en la gramola del Silver Wing o el Dodger.

Kathryn se sentía repelida y al mismo tiempo atraída por lo que consideraba el monstruoso ego de Terry y sus amigos. Allí estaban, tres semivagabundos de una parte mierdera de una ciudad de la que ella apenas había oído hablar y se comportaban como si estuvieran en el centro del universo. Jamás había conocido a ninguna de las vacas sagradas del rock and roll que tuviera un ego de esas dimensiones. La mera idea de que ella, Kathryn Joyner, que había recorrido el mundo entero, que había ocupado las portadas de las revistas de estilo y de moda, saliera con uno de aquellos gandules echados a perder era ridícula.

Absolutamente ridícula.

Kathryn se aclaró la garganta. Agarró suavemente por el brazo a Terry, tanto para orientarse ella misma como para consolarle a él. Y le había gustado cuando Johnny Catarrh hizo lo mismo con ella.

«No, no me va ninguno de ellos. Somos amigos, tú, yo y los chicos. No es más que eso, y nunca podrá ser más que eso», dijo sonriendo y mirando a su alrededor. «Tengo que ir al lavabo», anunció, levantándose y tambaleándose ligeramente en dirección a los retretes.

«¿Cómo es que los yanquis llaman

restroom[55] al servicio? Uno no entra ahí para reposar», se rió Rab Birrell.

«Ahí sólo se entra para mear o meterse drogas», reflexionó Johnny.

Terry esperó en silencio hasta que ella hubo desaparecido tras las puertas giratorias de los servicios y después se volvió hacia Rab. «Será creída la puta pija americana escuchimizada esta…»

A Rab Birrell se le esbozó una amplia sonrisa entre los bocados que le estaba dando a su pollo

jalfrezi. «Has cambiado de canción. ¿Qué ha pasado con Kathryn esto y Kathryn aquello?»

«Bah, yanqui de mierda», refunfuñó Terry sombríamente. Poca gente lleva bien el rechazo, pero Terry lo llevaba peor que la mayoría.

Los ojos de Birrell se iluminaron al caer en la cuenta. «Te ha dado calabazas. ¡Pensabas que te la ibas a hacer y te ha dado calabazas!»

«La puta guarra se cree que puede pavonearse con los de nuestra cuerda cuando le venga en gana…»

«Ahora no empieces a odiarla sólo porque no vas a mojar con ella. ¡Si odiaras a todos los capullos que no quieren follar contigo la lista sería larga que te cagas!» Rab se echó un placentero trago de Kingfisher, apuró la copa e hizo señal de que sacaran otra ronda mientras Catarrh asentía con un gesto de entusiasmo sombrío.

«Es porque para las de su ralea yo soy un don nadie, eso es lo que pasa», dijo Terry, ligeramente animado ante la perspectiva de que Kathryn invitara a unas cuantas cervezas más.

«Terry, eso no tiene nada que ver», dijo Rab desechando su explicación, «a la chica sencillamente no le vas.»

«Nah, nah, nah», dijo Terry cansinamente. «A mí no me des conferencias sobre tías, Birell; yo de tías entiendo. Ni dios me puede decir nada sobre los chochos. En todo caso, ninguno de los que están en esta puta mesa», dijo desafiante, tamborileando con los dedos sobre la mesa para mayor efecto.

«Las tías americanas son distintas», se aventuró a decir Catarrh, lamentándolo de forma instantánea.

La sonrisa de Juice Terry se ensanchó como el río Almond al llegar al estuario de Forth. «Vale, pues, John Boy, tú eres el gran experto en chochos americanos. Todas esas tías americanas que te has follado en comparación con todas las escocesas. ¡Dinos tú cuál es la diferencia entonces!», soltó Terry, dejando escapar una risotada estentórea y entrecortada; Rab Birrell notó cómo le temblaban los costados.

Catarrh se movía intranquilo en su silla, mientras su expresión y el tono de su voz adquirían un aspecto avergonzado y defensivo. «No estoy diciendo que me haya follado a montones de tías yanquis. Sólo digo que las tías americanas son distintas…, como las que se ven en la tele y tal.»

«Y una mierda», saltó Terry. «Los chochos son chochos. Iguales en el mundo entero.»

«Escucha», dijo Rab, cambiando de tema para ahorrarle rubores a Johnny, «¿no estará metiéndose los dedos por la garganta y potando todo el curry ese en el tigre?»

«Más vale que no, joder. Menudo desperdicio», afirmó Terry. «¡Con la de críos que se ven muriéndose de hambre, en la tele y eso, y que alguien haga eso!»

«Pero eso es lo que hacen las tías así, bulimia o como se llame», reflexionó Catarrh.

Kathryn regresó de los lavabos. Hubo un momento en que pensó que iba a vomitar, pero se le había pasado. Normalmente, sí iba a vomitar los tóxicos alimentarios antes de que se convirtieran en moléculas de grasa, corrompiendo y atrofiando su cuerpo. Ahora resultaba reconfortante, aquel centro pesado y cálido que en otro tiempo para ella significaba enfermedad.

«Esta noche funciona el club ese del Shooting Gallery, para el festival, ¿sabes?», sugirió Rab.

«Guay. ¿Te apetece que vayamos allí después, Kath? ¿A mover el esqueleto?», se aventuró Juice Terry.

«La verdad es que no voy vestida para la ocasión…, pero no quiero volver al hotel…, pero…, bueno, vale», dijo ella. Parecía importante seguir por ahí, mantenerse en movimiento.

«Pero habrá que hacerse con unas drogas. Speed y unos éxtasis, eh», dijo Rab. A continuación se volvió hacia Catarrh: «¿Vas a llamar a Davie?»

Terry sacudió la cabeza. «A la mierda el speed, pilla un poco de perica para luego. ¿Te parece bien, Kath?»

«Sí, por qué no», consintió Kathryn. No sabía adonde conduciría aquella aventura, pero acababa de decidir que ella iba a hacer el viaje hasta el final.

Rab vio como la expresión de Terry se distorsionaba hasta adoptar un aire petulante. «Kath está metida en el mundillo del rock and roll, Rab. No querrá saber nada de tu speed arrabalero. A partir de ahora, sólo lo mejor.»

«A mí me gusta el speed», protestó Rab.

«Vale, Birrell, juega a hacerte el puto héroe de la clase trabajadora todo lo que quieras. ¡Pero de nosotros no esperes ninguna medalla, colega! ¿Verdad, John Boy?» Se volvió hacia Catarrh.

«Un poco de perica estaría por su sitio», dijo Catarrh, «para variar y tal, Rab», le dijo a Rab para mitigar su traición. Normalmente Catarrh era un maníaco del speed y esnifar coca disparaba su ya maltrecha sinusitis.

EL CONEJO

Lisa recordaba a Angie diciendo algo acerca de Mad Max, el conejo de Charlene. El que había tenido de niña. Se acordaba de que una vez dijo algo mientras estaba de bajada después de una noche metiéndose pastillas por los clubs. Algo raro, cuyos detalles no lograba recordar del todo, aunque sí recordara la sensación fea y perturbadora. Algo que podía ser fácilmente etiquetado y archivado bajo el epígrafe «chorradas drogotas».

Algo le había pasado a su conejo. Algo malo, porque Charlene estuvo sin ir al colegio un tiempo. Era lo único que Lisa lograba recordar.

Entonces Charlene empezó a hablar otra vez. Sobre el conejo.

Charlene le dijo a Lisa que adoraba al conejo, le dijo cómo lo primero que hacía todas las mañanas era bajar a la conejera a ver cómo estaba. A veces, cuando los gritos de borracho de su padre o el ruido de los gritos de su madre se hacía insoportable, se quedaba sentada en el extremo del jardín, abrazando y acariciando a Mad Max y rogando por que pararan.

Un día, cuando llegó a casa del colegio, vio abierta la puerta de la conejera. El conejo se había escapado. Vio algo por el rabillo del ojo y levantó lentamente la vista para mirar el árbol. Mad Max estaba clavado a él. Unos enormes clavos atravesaban su cuerpo. Charlene intentó desprenderle de los clavos, acariciarle, a pesar de que sabía que estaba muerto. No pudo desprenderle. Entró en casa.

Más tarde, aquella misma noche, su padre llegó borracho a casa. Gritaba y lloraba. «El conejo de la cría…, esos cabrones de al lado…, los mataré…» Vio a Charlene sentada en la silla. «Te compraremos otro conejo, nena.»

Ella le miró con aversión y desprecio en estado puro. Sabía lo que le había ocurrido al conejo. Él sabía que ella lo sabía. Abofeteó con fuerza su rostro de diez años y ella cayó al suelo. Su madre entró y protestó y él la envió al hospital, dejándola inconsciente y partiéndole la mandíbula de un puñetazo. Después él se fue al pub, dejando a la cría que llamara al 999 y a una ambulancia. En el estado de shock en el que se hallaba, le daba la impresión de que le costaba siglos marcar los números.

Después de contarle aquella historia, Charlene se incorporó bruscamente y sonrió alegremente. «¿Adónde vamos, pues?»

Ahora Lisa quería meterse en la cama.

UN AMERICANO EN LEITH

Resultó difícil encontrar un taxi, y pasaron tres por delante de él antes de que Franklin lograra parar uno y dirigirse hacia Leith. Le dio instrucciones al conductor, que a él le pareció hosco, para que se detuviera en el primer bar de Leith con licencia de apertura tardía.

El conductor le miró como si estuviera loco. «Hay montones de ellos que abren hasta tarde. Estamos en pleno festival.»

«El primero de Leith que tenga licencia de apertura tardía», repitió.

El taxista había hecho un turno largo y agotador, cogiendo a tontos del culo que no sabían lo que querían hacer ni dónde, ni cuándo, por toda la ciudad. Esperaban que él tuviera conocimientos enciclopédicos acerca del festival. El número treinta y ocho, dirían para identificar el local, como si estuvieran en un restaurante chino. O eso o daban el nombre del espectáculo. El taxista estaba hasta las narices de todo. «Hay más de un Leith, amigo», explicó. «Lo que tú entiendes por Leith puede que no sea lo que yo entiendo por Leith.»

Franklin parecía perplejo.

«¿Quieres decir por el muelle, el Foot of the Walk o Pilrig, donde Edimburgo se convierte en Leith? ¿A

qué parte de Leith?»

«¿Estamos ya en Leith?»

El taxista echó una mirada al Boundary Bar. «Aquí es donde empieza. Bájate aquí y empieza a caminar. Hay montones de pubs.»

Franklin salió y le entregó con gesto cansino el dinero a aquel hombre. La verdad es que no estaba nada lejos. Hizo un cálculo rápido y estimó que podría haber cruzado Manhattan por la misma tarifa. Iracundo, Franklin entró en un bar de aspecto espartano, pero no se veía a Kathryn por ninguna parte. Más aún, le resultaba imposible imaginarla en un lugar semejante. No se quedó.

Pasando frente a otro bar, descubrió que el conductor tenía razón; ella podría estar en cualquier parte. Parecía que todos tuvieran licencia de apertura tardía.

En el siguiente, seguía sin haber rastro de Kathryn, pero pidió una copa.

«Un scotch doble», le indicó al camarero.

«Ese acento es americano, ¿no, colega?», le dijo una voz al oído. Se había percatado vagamente de que alguien estaba de pie junto a él. Al volverse, vio a dos hombres, ambos con el pelo cortado al rape. Los dos tenían el aspecto convencional de los tipos duros, uno de ellos con ojos mortecinos, totalmente incongruentes con su gran sonrisa.

«Sí…»

«América, eh, Larry. Me lo pasé que te cagas allí. Nueva York, allí estuve yo. ¿Has venido aquí por el festival, colega?»

«Sí, estoy…»

«El festival», bufó aquel hombre. «Un montón de mierda si te digo la verdad. Es desperdiciar una pasta en nada. ¡Eh!», le gritó al camarero, «otro puto whisky para nuestro amigo americano. Para mí y Larry también.»

«No, de verdad…», empezó a negarse Franklin.

«Sí, de verdad», dijo aquel hombre en un tono tan fríamente insistente que Franklin Delaney tuvo que hacer el máximo esfuerzo para no estremecerse.

El camarero, un hombre grande, rubicundo y corpulento, con gafas de pasta negra y una mata de pelo de color arenoso y en punta canturreó alegremente: «Marchando tres whiskies grandes, Franco.»

El otro, el que se llamaba Larry, dejó que se le arrugase la cara con expresión conspirativa. «Aunque te diré una cosa, colega, las tías americanas se mueren de ganas. Están por la labor. Eso es lo que hago yo durante la temporada del festival, entrarle a cualquier cosa con acento americano. A las australianas y neocelandesas también. Se mueren de ganas», dijo, llevándose la copa a los labios.

«No le hagas caso, colega, es un maníaco sexual», dijo el hombre llamado Franco, «no piensa más que en mojar.»

«Nah, pero Franco, hay quien dice que es la cosa colonial, romper con las inhibiciones del viejo mundo. ¿Tú qué piensas, colega?»

«Bueno, la verdad es que yo no…»

«Eso es una puta mierda», saltó Franco, «las tías son tías. No importa de dónde coño son. Unas follan que te cagas y otras no.»

Larry levantó las manos en un gesto apaciguador, y después se volvió hacia Franklin con los ojos encendidos. «Te digo una cosa, tío, resuelve tú esta disputa entre colegas.»

Franco le lanzó una mirada desafiante.

«Nah, venga, este tío es un hombre de mundo, habrás viajado un poco, ¿no, colega?», preguntó Larry, con una sonrisa malévola. «Así que dinos, ¿las americanas follan más que las europeas?»

«Mira, no lo sé, sólo quiero tomarme una copa tranquilamente y largarme», replicó Franklin.

Larry miró a Franco y a continuación se lanzó hacia delante cogiendo a Franklin por las solapas y arrinconándolo contra la barra. «¿Conque no somos lo bastante buenos para beber contigo, eh, puto yanqui cabrón? ¡Encima de que invitamos!»

Franco se metió por medio y empezó a apartar lentamente a Larry. Pero Larry se aferraba a Franklin, cuyo corazón palpitaba aceleradamente.

«Calma, muchachos», dijo el camarero.

«Suelta a ese tío, Larry, te lo estoy diciendo», dijo Franco en voz baja.

Ir a la siguiente página

Report Page