Cobra

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COBRA I » LA CONVERSIÓN

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LA CONVERSIÓN

La Señora: Vas a Ktazob, hija mía, tan fresca como si fueras al dentista. Crees que, rebasada la benigna extracción, sin más tormento que unas destemplanzas, con un ramo de orquídeas birmanas, un jugo de naranja agria y el certificado de alta, al caer de la tarde una enfermera vizcaína te traerá un espejo de mano, donde, más que tu imagen, sobre fondos crepusculares contemplarás, con su palidez de tísica convaleciente, en close-up a Greta Garbo..., Bájate de esa nube: después de la carnicería y si la aguantas, te espera un aguacero de pinchazos, depilaciones y curetajes, cera en los senos, vidrios en las venas, vapores de hongo en la nariz y levaduras verdes por la boca. Tápate los ojos con uvas. Con bolas Quies los oídos. Un perro amarillo te lamerá los pies.

Más que en el de tu delirio, mírate en el espejo de las otras: huyen cabizbajas, como si acabaran de perder un rubí por la acera, para que el pelo les encubra, como a Verónica Lake, o a leprosas, la cara. Por la escalera de incendio entran en niteclubs de negros. Furiosas se visten de odaliscas. Se emplastan la cara de yeso. Con sangre se pintan los párpados. Mientras los cocineros afilan cuchillos, con chirridos de fondo fatigan a la chusma.

Escrofuloso y calvo como ellas, a su lado desfallece un perro afgán: lo inyectan para que duerma. Hablan solas. Ponen la mesa para una amiga muerta. Con la ropa puesta se pinchan en los urinarios del metro. La criada indonesia las encuentra sentadas en un sofá inflable, vestidas de largo, cubiertas de moscas bajo un poster de la Reina Cristina: “Aire en la aguja, como siempre” —y sigue pasando la escoba.

O en la operación, sientes que se inclina la mesa. Oyes un chorro caer en una vasija de aluminio. Te dan opio para que resistas. La sangre rompe otra vez las cerdas. En un cubo de nylon transparente, te abandonan desnuda, al oxígeno puro.

O quedas perfecta, como una estatua, hasta que por la herida te empieza a trepar la gangrena.

Ahora bien, Cobra, si a pesar de todo y por ser divina cinco minutos en escena quieres afrontar esta prueba y cometer el último pecado, ay, que le es dado al hombre... —se saca la peluca blanca, de provecta ponderada, tira la bola de tejer, en una larga pitillera de brillantes enciende un Winston mentolado cada vez más fresco, se enchapa de colorete, se ensortija, se pega una lentejuela en la mejilla, cruza, enseñando hasta las verijas, las piernas que un cirujano le estiró a la Marlene— entonces, querida, baja ahora mismo hasta la avenida del puerto, un coñac en el “Tout va bien”, piensa en otra cosa, tómalo como si fueras al dentista, la belleza se paga, sigue hasta los muelles, verás a tu izquierda, en la Medina, encaramado sobre barracas, un bar descascarado: en los balcones moros embelesados y rubitos en chilaba fumando yerba, sube por la escalerilla que conduce hasta la entrada un vendedor de panetelas rancias, un ciego que canta, olor a comino, una fuente, un cine chinchoso: en la cartelera una obesa con dientes de oro y un punto rojo en la frente, sigue derecho, hasta un zoco chico, oirás cantar a los pustulosos de una escuela coránica, una pensión española: allí verás la placa de Ktazob. —Vuelve a ser una prudente octogenaria—: Vé con la enana. Ya yo no estoy para esos trances: hay que subir escaleras.

Lo más difícil —Ktazob tenía el pelo plateado, era adicto a las viñetas villaclareñas de Partagás y a los árboles de subordinadas. Una tosecita, o más bien un pujido eco, como de quien tiene que disimular, en el testículo derecho, un aguijonazo de jején, culminaba las vaharadas vueltabajeras y las frondas sintácticas. Un suéter negro apretado no afinaba ya la cupoleta ventral ni los caudales hemisferios, rotundos. De ademanes: parsimonioso, despótico de tono; lentes; pupilas de palomo—, lo más difícil no es la formalidad final, cuestión de minutos, sino el aprendizaje previo, para transferir el dolor, y subsiguiente, para eliminar la sensación de carencia.

De un estuche de nogal escogió un habano, lo hizo rodar entre los dedos junto a la nariz; cerrando los ojos, con aletas dilatadas aspiró la fragancia; a lo largo de las suaves hojas pasó la punta de la lengua: —Sabrá que no uso anestesia. Es capital, o mi práctica, al menos, así lo configura, que el mutante, en el tránsito, no pierda la conciencia.

Si en el estado intermedio el principio conocedor del sujeto se desvanece puede que zozobre en ese limbo, o que al volver en sí no se reconozca en su cuerpo reestructurado. Para lograr esa vigilancia hay que disipar todo signo de dolor, lo cual se logra con la transferencia algésica, simple ejercicio de concentración, con soporte distante, que desvía hacia un chivo emisario los relámpagos neurálgicos.

Los mártires sufíes eran invulnerables: sus discípulos sufrían por ellos.

Tomó un encendedor cincelado con platas cúficas. —Si yo, por ejemplo...— voluptuoso acercó el fuego a las hebras olorosas y, rápido, como en picada un martín pescador, o una jeringuilla lanzada al glúteo, lo descendió hasta las manos de Cobra; la aspirante al cambio se mordió los labios —si yo por ejemplo... le quemo a usted una mano, el ardor puede pasar, digamos, a esa enana que espera en la antesala. Si su concentración, ergo si la transferencia del dolor es correcta, puedo hasta arrancarle un diente o trucidarla sin que experimente la menor molestia; la receptora, hélas, caerá redonda, atravesada por espasmos inexplicables. Un Instructor I ejercitará al sujeto S para que aprenda a emitir los dardos cáusticos; otro al chivo emisario para que no ofrezca resistencia. Así el alterador A podrá ejercer su fuerza modeladora sobre el Sujeto para convertirlo en Sujeto prima, fuerza cuyo vector lancinante padecerá, en este caso, la alteradita que está allí afuera (a), transformada, por la terapia aleccionante, en receptora óptima (a) prima. Todo es representable por el gráfico de la mutación: Diamante.

Al día siguiente comenzaron los trabajos prácticos. Temprano en la mañana, entalcadas y frescas, el pelo recogido en un moño alto que es tan cómodo, llegaban al gabinete Cobra y Pup, ya imbuidas de laqueados aforismos psicosomáticos, a recibir las teorías analgésicas del Doctor K. Entre empañados péndulos hipnóticos, pinzas manchadas y bisturíes apilados en cajas de “Romeo y Julieta”, con fondo de cantábiles coránicos discurría el tebib sobre estesia —hace una hora que Pup, encerrada en un armario, está dando vueltas: se trata de comprobar ciertos fundamentos lenitivos de los derviches—, narcosis espontánea, visiones del interregno y epistemé del corte. No le fue difícil lograr la “identificación somática” entre Cobra y la pigmea albuginosa que le servía de base, ni fueron suficientes las mareantes filigranas que entrelaza la metafísica sufí de la fisura para “leer” en la liliputiense lechosa la media naranja desprendida y fría de la conversa, su doble satelizado en rotación.

Como todo en ella, que por eso ha llegado la infeliz a lo que ha llegado, la transferencia en Cobra se produjo al revés: cayó redonda, presa de amarillentos vahídos, sacudida por marejadas vómicas: ¡ay, se nos había olvidado que Pup seguía dando vueltas en el armario!

—Son tan concentradas —concluyó A—, las emanaciones siderales de este alfeñique girante, que ha logrado invertir la flecha hiperestésica. La rotación, sin duda —y exhaló una voluta de humo—, la ha cargado de energía. Vamos a tener que sumergirla durante nueve días en un barril de hielo v atragantarla con substancias pasivas, y a usted, Cobra, suspenderla por el mismo tiempo al techo con una mordaza de trapecista para que pueda alcanzar las revoluciones requeridas, y mantenerla a sangre de puerco fresca, a ver si así obtenemos al menos una correspondencia biunívoca que nos permita, llegado el momento de la intervención y si la enana blanca ha sido lo suficientemente debilitada, soldándola a una placa de amianto, canalizar correctamente el curso del dolor.

Ha girado Cobra tanto... que hasta sus pupilas ha acudido el llanto. Sus lágrimas y ese orine que se torna rojizo —destilados coágulos de marrano— han dejado a distintas alturas sobre las paredes blancas de la celda que la encierra y a partir de la cenefa en el orden siguiente:

chorreadas fajas ambarinas

salpicaduras de ópalo

cintas de hidromiel

borrones de naranja

estratos crepusculares

hilos teñidos de púrpura

grumos de granate

otra vez sangre.

Contempla Ktazob el encendido arco iris. Señala en él, con la euforia de quien festeja el ímpetu gestual de un Sam Francis, el chafarrinón superior, sanguíneo: —Con la aceleración máxima... ¡he aguí el red shift!— Y bajando una palanca hasta el OFF detuvo el aparato —un motor de refrigerador autógeno y dos poleas— que hacían girar el zócalo aplicado al centro del plafón y con él la desangrada acróbata. La descolgó como pudo: Cobra cayó deshuesada, un lío de ropa sucia, plana sobre el piso. Abría los ojos muy grandes y la boca; no salía ni siquiera un suspiro.

—Lo peor ha pasado —le aseguró el Alterador, dándole en la nuca unos golpecitos con la punta de un zapato—. Ahora, miel y reposo por unos días, para fijar, con el indicador rojo, la energía al máximo.

Y pasó a la celda contigua.

Muros carbonizados. En una pileta rebosante de un almidón donde flotaban astillas de hielo estaba, sumergida hasta la nariz, Pup.

Como Alá a los niños muertos, por la mecha que le habían dejado al raparla —el pelo es fuente de energía—, la alzó de la antártida el galeno. No sin esfuerzo: a pesar del baño seguía compacta. —¡Magníficos resultados en (a)!— le comunicó dándole unas cachetaditas —. ¡Qué elegancia de gradaciones!— Desde la nariz, fajado, el cuerpo de la enana, a partir del ámbar hasta el blanco puro, era un caramelón esférico para muñecones de carnaval. La anillaba un arco iris anémico: vetas sucesivas que iban destiñéndose, aclarándose, apagando sus tonos hasta los pies de mármol.

Pup abrió los ojos muy grandes y la boca, se hinchó de pómulos, como un Eolo, y le encharcó al médico de un escupitajo la cara.

—Residuos de agresividad —pujó el platinado secándose el gargajo con una pañoleta bordada —.

La semana que viene —añadió con gran coolness— operaremos. —Y enarboló un apabullante habano cuyo cabo amputó con su afilado cortapuros.

UN SUEÑO DE COBRA

Estaba junto a un mausoleo resquebrajado, entre arrecifes que golpeaba el oleaje. Pegadas a las piedras trapos, mechones de pelo, velas y exvotos; cilindros coronados de turbantes cárdenos, alrededor del marabuto de cal se erigían tumbas.

Ofrecía azafrán y flores y en círculos quemaba alcanfor, entre marcas de tiza y caracoles desplumaba una paloma, sobre los turbantes derramaba ungüentos, pulía los cilindros con una leche espesa que salpicaba, entre los peñascos, el carapacho cobrizo de los cangrejos.

A los pies bisturíes y langostas de plata, en las manos anguilas y estetóscopos, a la entrada del túmulo funerario, superchongo triunfante, tirando a San Ktazob aparecía el Cadillac. Lo enmarcaba el arco en medio punto de la puerta; le pintaban la bata, del vitral, los cristales teñidos. Remos. Barcas y lanzadas redes. Se escabullían sardinas de oro entre las guirnaldas que lo adornaban de violetas marinas. En ese nicho, el macharrán —cuyo atributo, cilindro coronado de turbante cárdeno, emergía erecto de un nido de encajes— era el patrón de un altar de pescadores provenzales. El panamá de alas anchas —> un sombrero que ornaba el espejo cóncavo de los otorinos; la corbata— > un filacterio —caduceo de plata sobre el fieltro negro— ; el brillante resplandece entre aurículas de rubí y vinosos ventrículos —granadas abiertas— sangrando granates.

De una gaviota blanca inmóvil sobre su cabeza emanaban minuciosas inscripciones doradas. Sobre el coral de los arrecifes sus pies desnudos, sobre el nácar de las olas un arco iris.

Con una pinza de langosta Cadillac —> San Ktazob tocaba a Cobra. Desnuda, alabastrina, microcéfala altísima, en espirales lentas la pinchada ascendía. Una almendra de llamas la escudaba; entre nubes concéntricas sus piececillos, sobre campo de estrellas, como ellas centellantes, sus ojos húmedos; un manto azul prusia, jirones de mar y cielo, iba a cubrirla; creando en el agua un remolino que chupaba remeros y coleantes delfines, a su alrededor giraba una tromba de ángeles. En la quietud del vórtice, juntas en oración, blanquísimas, sus manos; entre los arrecifes, carbonizado y cubierto de pupas, pupilas ribeteadas por anillos de fuego, croaba en su pupitre un demonio purpúreo. No era una trompa; sangrante, de la boca, con pelotas y pelos le brotaba una pinga.

Tres pastorinhos que buscaban unas cabras perdidas —la Señora, la Cadillac y Pup—, embelesados, caen de rodillas sobre los peñascos, olvidan el Ave, asisten boquiabiertos al ascenso, alzan los brazos, tocan el manto, reciben una lluvia de rosas.

Posado sobre un arrecife accesible durante la marea ba)a, a 12 km, a la derecha, a partir de Casablanca rumbo a Azemmour por la carretera de la costa, se percibe el santuario de Sidi Abd er Rahman. La roca, que golpea el oleaje, es considerada lugar sagrado. A la aspereza de la piedra se encuentran fijados trapos, mechones de pelo y otras diversas ofrendas. Alrededor del santuario se pueden ver algunas tumbas de peregrinos muertos durante la pía visita, y unos metros más adelante, conmemorando un milagro popular un grupo de tres pastores esculpido en mármol, obra del italiano Canova (1757 − 1822).***

DIAMANTE

El Alterador tiene el rostro descubierto, liso, claro, impasible, frío como una cebolla blanca recién lavada; un paño oculta el de los Instructores, encerrados de negro. Cobra yace desnuda en la mesa de metal; brazos y piernas abiertos; Pup sobre una placa de amianto. En un carro que rueda tintinan tubos de ensayo repletos de sangre. Alguien tose. En el pasillo alguien murmura. Vasijas arrastradas sobre un suelo de losa.

Alterador —¿Y si lo tomáramos como un juego,

Instructor de Cobra —como algo reversible:

Alterador —un sonido que se repite?

Instructor de Cobra —El hombre es un haz: ni sus elementos, ni las fuerzas que los unen tienen la menor realidad.

Alterador —Cobra, te adentras en el estado intermedio: cielo vacío las cosas,

Instructor de Cobra —inteligencia nítida, vacuidad transparente

Alterador —sin límites ni centro.

Instructor de Cobra —Concéntrate. Has aprendido a desviar el dolor. Lúcido. Te presento a la prueba.

Pup —¿Qué van a hacerme con ese astrolabio?

Alterador —Sea un murciélago aliabierto: clavarlo en una tabla. Entretenerse haciéndolo fumar. Se ahoga. Chilla. Darle fuego. Sea un conejo: desangrarlo por los ojos. Sea un hombrecillo que sonríe, atado a un madero. Atracarlo de opio. Uno a uno, sin sangre— en los tendones de las articulaciones breves tajos —, separarlo en pedazos, uno a uno, hasta cien. Que un traficante, fumando en pipa, lo señale. Una foto. Que una mujer ría.

Instructor de Pup —¿Quieres una muñeca que abra y cierre los ojos, que orine y todo, con pelo de verdad? ¿Quieres un helado de muchos colores, en forma de pagoda, con una banderita? Vamos Pup, qué te pasa, no te contraigas así.

Instructor de Cobra —Piensa en un sol muy fuerte. Eres invulnerable. Rompen contra tu cuerpo las aspas del dolor. Un cielo transparente.

El Maestro se apresta.

Pup grita. Salpicaduras. Goterones de tinta espesa huyen hacia los bordes del cuerpo de Cobra. Relámpago. Rotura. Ramas rojas que bajan bifurcándose, rápidas, por los lados de un triángulo —el vértice arrancado—, sobre la piel blanca de los muslos, por la superficie de níquel, contorneando las caderas, entre el tronco y los brazos, encharcándose en las axilas, hilillos veloces sobre los hombros, empegotándole el pelo: dos chorros de sangre, hasta el suelo.

Instructor de Cobra —Igualmente destructores sen el ejercicio del bien y el del mal. Has eliminado en ti la piedad. Con todas tus fuerzas dirige ahora el dolor hacia la enana: ella es diabólica, menesterosa y fea, ¿qué más da lo que pueda sucederle? No es más que tu desperdicio, tu residuo grosero, lo que de ti se desprende informe, la mirada o la voz. Tu excremento, tus senos falsos, ¡qué asco!: cuerpo de ti caído que ya no eres tú. ¿Vas a cuidarla, vas a ocuparte de lo que le suceda, tú que serás perfecta, escueta, como un icono? ¿Te vas a hacer mala sangre por una hedionda? Cobra, ya el Maestro cincela tu cuerpo. Ahora va a esculpirte la nariz, a dibujarte las cejas. Tendrás ojos enormes, coronados por arcos perfectos, ardientes, de antílope que en la noche huye, desmesurados: un Cristo de mosaico; serás fascinante como un fetiche. Pero ahora no flaquees. No te dejes corromper por la compasión. Agobíala. Tortúrala. He comido carne humana y bebido sangre. ¡Qué odiosa! No lo sabías: con magia ha querido llagarte la cara para ocupar tu lugar. Alfileres con ella: que se desangre. Agujetas. Brasas. Que arda.

Instructor de Pup —Duérmete mi niña. Ablándate. Te pones toda dura. No te contraigas así. Ya pasará. Piensa en un trencito de cuerda, rojo y bonito, pita, ¡qué lindo!, ¿lo quieres? Suena un timbre, toma un ramal, se para en las estaciones, sube por un elevado muy alto, baja... ¿Quieres montar en barco? Piensa en un gato muy gracioso, y ahora en un elefantico bañado y perfumado que retoza en el mar; le pintan en la trompa flores. Ablándate todita. ¿Quieres que te cuente un cuento, que te cante un canto? ¿Quieres un cake con velitas? Ay, Pup, ¿por qué eres tan mala? ¿Por qué aprietas así las quijadas y rechinas los dientes? Vas a rompértelos, malcriada. ¿Por qué lloras así Pup?

No dedicó al encapuchado, la enanita, sus oprobios, ni lo escupió. Miraba al suelo. Una sonrisa resignada le estiraba los labios; como a un sapito aplastado la sacudía a ratos un hipo. Tenía la cabeza apoyada sobre el hombro derecho; los pulgares doblados en la palma de la mano; un polvo blanco le velaba las cejas, una palidez viscosa los ojos, como una tela fina, como si las arañas le tejieran encima.

Apresurado se alejó el Instructor. Volvió con alcanfor, yerbas aromáticas y benjuí; un vaso de cloro para espantar los miasmas.

Pup jadeaba. La lengua entera se le salió; sus ojos empalidecían, globos de lámpara que se apagan. Por los oídos le empezó a salir un líquido blancuzco, por la nariz y por la boca. Una lividez iba ganando los estratos de que estaba teñida, desde los piececitos apolimados hasta la cabeza, sábana fría.

Quedó exánime, la inocente, sobre la placa de amianto.

Del capirote de yute negro el Instructor sacó un espejito. Lo puso ante la nariz supurante: —Un trencito— repetía caricioso —, un trencito Pup.— Y subiéndose el paño hasta la frente, como si se remangara una camisa, la mano derecha ensortijada con lujuria, una lentejuela en la mejilla, la octogenaria pizpireta hizo una seña huesuda que comprendió el Maestro.

El Alterador dejó caer una aguja.

El Instructor de Cobra se calló.

De las pestañas, atravesándole los párpados superiores, las heridas horizontales de las cejas, surcadas de hilillos de sangre como labios rotos, rayándole verticalmente la frente, hasta los coágulos del pelo le corrieron a Cobra dos lagrimones.

El Maestro fue a desclavar a Pup. Hubo que enderezarle un poco la cabeza: un buche de líquidos negros le salió, como un vómito.

Cobra —No puedo más. ¿Falta mucho?

Alterador —La sutura.

Instructor de Cobra —Ya eres, Cobra, como la imagen que tenías de ti.

Cobra —¿Cómo?

Se recobra.

Se enrosca.

(La boca obra.)

Ha franqueado el estado intermedio; ya sabe que no sueña; ha encarnado: se pregunta en qué pájaro.

Un resplandor de cobre irisa la cámara oscura. Rumor de imbricadas vértebras roncas, de cartílagos caudales: esferillas de aluminio con perdigones dentro.

Almidón límpido o semen, una baba apelmaza la almohada: hebras brillantes: las secretan lengüetas acanaladas, ásperas.

Se yergue.

Sopla y silba.

Surcos sinuosos.

Viscosas espirales lentas.

Vuelco. Bajeo. Zarpazo.

Se desdobla.

Temerosa se toca.

Ya no sabe si sueña. Quiere beber, gritar, arrancarse las vendas, huir.

Antifaz de otro brillo —lentejuelas tibias—, espejuelos de otras escamas, una banda tornasolada estrecha en el centro cruza la cabeza triangular que corona un arco de ventosas; en esa ojiva de bulbos babosos viene a reclinarse —los ojos semicerrados—, con la fatiga y serenidad de quien termina una danza, un joven dios: le marca la frente una U roja que una raya de yeso atraviesa, vertical. Con la respiración del durmiente se contrae y dilata la cuenca estriada; a su alrededor, seguidas por largos velos blancos, vuelan mujercitas de cintura estrecha y senos de naranja; ajorcas plateadas le envuelven los pies.

Vomita un bocado de veneno.

Se cubre de aros de cobre.

La invaden manchas rojizas como dilatadas pecas, lamparones iguales al opio y a la tierra, placas del amarillo de las hojas de té en otoño, los pececillos fluviales filipinos y el pus.

Se enrosca en las columnas rojas de un templo del trópico asiático, en los tobillos de un asceta inmóvil en un solo pie, en las rodillas y los codos de un cadáver abandonado a los buitres en una torre, en el cuello de una ramera ceilanesa embadurnada de cascarilla, en las muñecas de un dios que baila.

Desciende en un río —la falla de una roca— desde el cielo, entre faquires encadenados, orantes, patos, ciervos y tortugas. Hacia las aguas que la traen a la tierra se acerca un elefante con su prole. Sobre el paquidermo, saludando, atraídos por la frescura, genios del aire.

Se quiere tragar un sapo.

Dilata los cartílagos del cuello —húmedos ramajes ganglionares, anillos de apófisis blandas—, la piel sin poros: la garganta se expande: caja oval donde a la temblorosa torcaza, a la liebre aún dormida, enchumbarán, apretadas las esponjas de las amígdalas, chorros de jugos corrosivos, salivazos fénicos.

Se le parte la lengua.

Los colmillos le supuran: sangre verde.

Sin más aflicción que unas fiebres ligeras, con un bouquet de tuberosas púrpuras importadas de Rangoon, un zumo de toronja y el pliego clínico declarándola fuera de peligro, al crepúsculo, una practicante nativa de Bilbao le presentó un cristal circular azogado provisto de mango.

Cobra se contempló largamente: —¿Vio alguna vez “La Dama de las Camelias”?— le preguntó al devolvérselo.

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