Cobra

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COBRA II » LA INICIACIÓN

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LA INICIACIÓN

Había errado por la calle de las vitrinas —entre cojines morados, sobre pieles de lince, acurrucadas en vastos sillones de mimbre cuyos espaldares formaban un círculo de estrellas mudéjares alrededor de sus cabezas, yacían, desnudas, las putas—, tomando anís en los viejos bares, junto a fonógrafos de pabellones floreados.

Sin atreverse a entrar, había pasado cerca de la portezuela, bajo la enseña de hierro labrado —una calesa.

DRUGSTORE

Se vio en un espejo, entre una gaveta de bufandas revueltas, una esfera de plástico llena de agua —burbujas en el fondo, varios relojes—, corbatas con ramajes dorados; bajo el arco mozárabe de otro espejo aparecía de espaldas. Sorprendió la imagen de su mano entre los tejidos —atento a los movimientos de la vendedora—, abriendo los botones del jacket, hundiendo la bufanda negra junto al pecho. Hojeó una revista. Sudaba. Se volvió distraído, sin prisa. Se alisó el pelo, con los nudillos se acarició la barba, se ajustó el cinto, sacudió la gamuza de las botas. Fue sacando, poco a poco, la franja de estambre. Le arrancó la etiqueta. Se la anudó al cuello. Una banda le surcaba el pecho, la otra caía sobre la espalda, hasta la cintura: el santo de un mosaico ravenés, filacteria de piedras negras.

Compró un periódico. Lo desplegó recostado a una columna que unían al plafón manos abiertas alrededor de globos de celuloide. De los muros pendían blasones ovales cuyas armas eran ojos y labios; sobre las mesas de pies curvos danzaban musas de plata: las colas de sus trajes eran floreros, sus cabezas, que adornaban mariposas, soportes de lámparas.

Copenhague bruselas amsterdam

Afuera, bajo palmas de un verde acrílico, una mulata baila. Sobre la arena, luz naranja; barriletes sobre las bandas negras de la acera.

appel aleschinsky corneille jorn

Dejó el periódico, doblado, sobre una pila de revistas. Lo volvió a tomar llevándose una. Ondulante pasadizo de espejos.

serpiente venenosa de la India

Flores de plexiglás se abren. El mismo disco en inglés recomienza. Se entrecruzan círculos de vynil. Rumor de cámaras japonesas de cine. Imágenes dobles. Reflejo de la simetría. Multiplicación del reflejo. Fotos repetidas, sobrexpuestas. En lo blanco de una carátula, una cabeza de yeso cubierta de ideogramas negros. Volúmenes de baquelita.

Intersección de aristas. Sabía que iba a encontrarlos.

recibe en la pagaduría su salario

Secuencias vacías.

EN EL BAR

Ahora avanzaba a lo largo del corredor, sobre una alfombra negra que escandía una trama de tigres y letras blancas. Casi sin darse cuenta había franqueado la portezuela de madera. Sentía su propia respiración, sus pisadas, el arco de sus pies posarse sobre el tapiz, a partir del talón, hasta los dedos. Junto a los tigres, percudiendo el blanco de las letras, quedaban un momento atrapadas en los nudos, las huellas de sus pasos.

Al final del corredor, en un ángulo que recibía la claridad diagonal del bar, ante un dibujo al carbón proyectado sobre la pared de fondo, apareció Tundra; trazos negros, a medida que se movía, le huían por la cara, por los bordes del cuerpo. A-13470, Los Angeles, Calif. USA. Good-looking man of 33, height 5,10(photo and particulars available) interested in meeting a good-looking, well-built, education-minded, dominant male, possibly motorcycle-type leather fan. Photo and sincerity appreciated (and if in L.A. area, a phone number). Cuero negro cuarteado. El pelo sucio y lacio le caía en greñas hasta los hombros.

A-13486, New York, N.Y. USA. Handsome male of 30, of docile nature, well-built, wishes to meet or correspond with boot-wearing MEN interested in the subject of discipline, levis, boots, belts, leather clothing, uniforms of all types; would like to meet and correspond by letter or tape with dominant MEN interested in these subjets. A la cintura, soldada a una cadena de eslabones martillados, una roseta de estaño. A-13495 ,Vancouver, B. C. Gentleman of 40, of dominant nature, very sincere and understanding, with varied interests, would like to meet slim man between 20 and 45, not over 5’8” tall, of docile nature and interested in the subject of discipline. Also would like to hear from “Foot Adorer” in issue of November 25 th.

—Te esperábamos. —Y se volvió. Llevaba su nombre en la espalda, tatuado en el cuero, negro mate sobre el negro brillante de la piel.

En el dibujo proyectado en la pared dos hombres peleaban. O no. Los blancos armaban otras siluetas: los mismos hombres saltaban uno hacia el otro, pero para abrazarse, desnudos.

—Has hecho bien en venir. Hoy es el día. Porque para llegar al mando tendrás que pasar por la sumisión, para obtener el poder tendrás que perderlo, humillarte primero hasta donde querramos para gobernar; hasta el asco.

ESCORPIÓN llevaba al cuello un amuleto funerario: en el círculo central, protegidos por dos cristales tallados, rodeados de cuentas de ámbar, se apilaban huesecillos porosos —dientes de niño, cartílagos de pájaro—, de bordes afilados, que ataba un cintillo de seda con iniciales góticas y nombres alemanes en tinta negra.

En las muñecas, de puntos azules, águilas. Las botas desatadas.

/A las cariátides se aferran esqueletos sangrantes. Cuerpos que arden. Cenizas. Mausoleo blanco. Cubierto de brocados, de joyas bárbaras, hacia las torres encaminan al infante muerto.

A TOTEM le colgaban de la casaca cimbalillos de bronce, campanas de badajo roto, cencerros abollados, sonajas mexicanas. Tenía las cejas rectas, unidas, los pómulos salientes y amarillos. Pantalones rajados, recosidos con cáñamos; en los bolsillos navajas y vidrios; de un suéter amarrado a la cintura las mangas le caían a lo largo de las piernas, hasta las rodillas. Medía sus ademanes un sacudimiento de chatarras, el traqueteo herrumbroso que anuncia una trifulca de sombras chinas, la aparición de un demonio en el teatro indonesio, la caída de un mono acróbata.

/Soldado sudanés. Aguador abisinio. Jinete de Etiopía. Cuerpo de betún, liso y brillante, pupilas color de uva. De un cuerno de buey bebe y se vierte sobre el sexo un hidromiel opaco y acidulado. Bocabajo, se frota el frenillo tenso —cuerda de masenko—, el glande bulboso y morado contra una piel de gamo que la leche mancha. Se vuelve. Charco almidonoso sobre el vientre. Risa. Cancioncilla fañosa. Comiéndose un pan de sorgo. En las comisuras de la boca, en el ángulo de los párpados, el signo de los monstruos.

Detrás de los estantes de botellas, de las mamparas opacas y las curvas de los taburetes turcos, una claridad filtrada por algas emana del fondo del acuario que ocupa todo un muro del bar; sombras lentas —vibraciones de aleta— empañan ese día de neones sumergidos entre piedras y madréporas de polietileno, bajo inmóviles hipocampos de vidrio fluorescente y flores inoxidables, blanquísimas, siempre abiertas.

Ante la luz que brota del agua, donde las sombras de los peces son mariposas negras, Tigre baila, fuma, se golpea a sí mismo, fuma otra vez, impulsado por el kif salta, reventando collares tibetanos, diagonal en el aire. Ahora da vueltas alrededor de mí, mirándome. Transparencia submarina. Mirándome. Luz de invernadero. Giro yo también. Vidrios por el suelo. Mirándonos. Él golpea con las manos abiertas el cristal de la pecera. Acuden lentos animales planos, lanceolados, abiertas hojas simétricas, de nervios tenues. Rayados de mercurio. Rostros mayas. Los siguen, los enredan sus flagelos anaranjados, incandescentes.

Fumo. La yerba me sopla por las orejas. Doy vueltas alrededor de ellos. Mirándolos. Giran ellos también. Se rompe un vaso.

/Detrás del mostrador surgen tres mujeres desnudas, orificadas.

Los peces lo han nublado todo.

Detrás del muro van huyendo cebras.

Tundra: Te asignaremos un animal. Repetirás su nombre. La boca obra.

Escorpión: Para que veas que yo no soy yo, que el cuerpo no es de uno, que las cosas que nos componen y las fuerzas que las unen son pasajeras —y se corta con un vidrio la palma de la mano, que luego se frota contra la cara; chupa su sangre (riéndose).

/ Al río blanco, inmóvil, los cuerpos ardiendo, los cadáveres azules, calcinados, de pies de azufre, ojos sellados por hongos. Al río, dando volteretas en el aire; al agua fija caen los leprosos, los incinerados. Entre gurús que oran, dioses que reparten naranjas podridas y niños que mendigan, sobre el coro de los astrólogos vuelan, al agua que no pasa, huesos en llamas, sexos que se pudren, rostros carcomidos, manos cortadas: coágulos. A lo largo de las márgenes las hogueras, el estampido de los gongs, la noche.

Tótem se pinta en el pecho, sobre el corazón, un corazón. Baila y se embadurna de escarlata. Le fosforece, enroscada en el sexo, una serpiente. Al glande se adhiere, blanda, la cabeza. Afilada, goteando leche, penetra la lengüeta.

Tigre: En un sueño me vi caminando por una tienda atestada de botas, zapatos, monturas y correas con hebillas, pero esos objetos no estaban hechos como los nuestros, y su materia, en vez de cuero, parecía sangre seca y pegajosa. Se lo conté al Instructor: “Un absurdo total”, me dijo. Más farde, cuando los vi, comprendí que eran objetos de los que utilizan los occidentales.

Y golpea otra vez la pecera. Y al camarero que se ofusca: —¿Qué pasa? ¿No le gusta? ¿Quiere que diga una palabra, una sílaba y lo convierta en pájaro? ¿Quiere que haga aparecer aquí mismo cinco mil demonios menores para que lo pinchen, que le envenene los espíritus vitales? Prepáreme un gin tonic.

/ Detrás del acuario —las rayas negras ondulan cuando se mueve el agua, por las blancas se deslizan peces— siguen huyendo cebras. Lomos tablero de ajedrez. Lomos Viera da Silva. Bandas paralelas que se despliegan detrás del vidrio, cascos, cuellos que se cruzan, colas, crines que se abren en cámara lenta; de los belfos parten hilos de baba plateada que vienen a estrellarse sobre el cristal; bandas paralelas que se reducen, vistas en un espejo cóncavo. El ruido del galope, atenuado por la arena, por el agua, se confunde con la percusión de la orquesta; su ritmo es el de los golpes contra la pecera. Las cebras saltan por hileras, a intervalos regulares, una hilera de cebras negras rayadas de blanco, una hilera de cebras blancas rayadas de negro; llegan a la altura máxima —la altura del agua—, caen, con las patas anteriores dobladas, se levantan y huyen en desorden mientras otra hilera detrás del cristal se alza, vuela.

Sobre otro muro del bar, puntos negros y amarillos, una rubia llora —las lágrimas son enormes— ; de sus labios brota, en una nube, el letrero “That is the way it should have begun! but it is hopeless!”

Salimos.

Todo había cambiado.

El pasillo era blanco.

Por el suelo, dispuestos en un orden indescifrable, se encontraban, entre cubos de un cristal irisado, copas-cráneos, flautas-fémur, cetros con rayos, cruces gamadas, ruedas.

La puerta de la calle se abría automáticamente.

Apenas soportábamos la claridad de la noche, los ruidos nos repercutían en la cabeza. Las motocicletas estaban tumbadas sobre la acera. Llovía. En la plaza se oía el guitarreo de las fondas, lejano. Junto a la entrada del metro apareció una mujer asustada. Llevaba un sombrero rojo cuyos cordones, cayendo hasta una capa negra, del rostro ocultaban las flores de oro. Estaba maquillada con violencia, la boca de ramajes pintada. Las órbitas eran negras y plateadas de alúmina, estrechas entre las cejas y luego prolongadas por otras volutas, pin tura y metal pulverizados, hasta las sienes, hasta la base de la nariz, en anchas orlas y arabescos como de ojos de cisne, pero de colores más ricos y matizados; del borde de los párpados pendían no cejas sino franjas de ínfimas piedras preciosas. Desde los pies hasta el cuello era mujer; arriba su cuerpo se transformaba en una especie de animal heráldico de hocico barroco.

Ahora vamos —en el silencio suburbano el estrépito de los motores; sobre bandas amarillas, ráfagas negras— en las motocicletas, a toda máquina. Libres los manubrios, cerramos los ojos, pasamos —timbre de alarma— bajo las barreras. Zigzag entre locomotoras que se cruzan: por las ventanillas del tren salen pañuelos, pamelas que arranca el viento, una niña gritando. Nuestras ruedas no tocan el suelo; por el asfalto pasan flechas, en letras dilatadas nombres de ciudades, cifras.

Tundra repite una fórmula, lanza un frasco que se estrella contra el pavimento: mancha verde; Escorpión acelera, se quita el casco: “el cráneo es un cofre: ¡que los sesos se derramen por el macadam!”; Totem lo abraza por la cintura, pega la cabeza contra su espalda, Tigre abre una mano y en el aire queda una cinta de polvo sulfuroso que se va ensanchando, que se despliega: estratos anaranjados, cúmulos fluorescentes: crepúsculo químico. Despegamos, sí, nos elevamos, más, más alto: ¡vamos volando!

Sonando sirenas, en perseguidoras de faros ultravioletas, con flechas envenenadas y arcabuces, botellas de bacterias y ballestas, nos siguen los verdosos agentes de la mundana —jeringuillas enormes— agitando marugas de guerra, lásers miniaturizados en cada caries, macromoléculas en las orejas.

Doblamos en cada esquina,

dinamitamos los puentes a nuestro paso,

invertimos las flechas del tránsito,

regamos alcayatas y fósforo vivo,

ponemos en rojo los semáforos.

Tres veces pintamos el mar embravecido.

Con el tríptico cerramos la calle.

Para exhortarlos a que regresen, Tundra dirige a los perseguidores una arenga. La traduce a todos los idiomas vivos y muertos: cuando va por el sánscrito le responden con una bomba atómica táctica: el boom hace temblar la tierra.

ESCORPIÓN les cierra el paso con pirámides de esqueletos que se mueven y traquean como cangrejos; les enseña, en un collar espléndido, sus cabezas escupiendo monedas.

Tótem escribe en un barrilete: fate l’amore nella guerra y lo empina muy alto; de la cola van cayendo preservativos y campanas.

—¡Deténganse —grita Tigre— o doy tres zapatazos contra el suelo y hago surgir un batallón de gatos gigantes y los lanzo contra ustedes!

Y da tres zapatazos contra el suelo: fuera de estación y de sitio, por todas partes surgen flores: sándalos y nenúfares brotan en las motocicletas enemigas; en los timones gardenias, orquídeas blancas en los tubos de escape y grandes girasoles que las paralizan enredándose en las ruedas. El follaje cubre los policías, los restos de los perseguidores petrificados; en la hiedra que crece, las armas han quedado atrapadas, prendidas, engarzadas en la madeja verde. El escuadrón de la “social”, en su fijeza, es ya una foto, un holograma del escuadrón primitivo, un museo de cera, una asamblea entre demonios de utilería, los trastes de un circo barato que van desapareciendo en la maleza, en el polvo, bajo la tierra, que nadie recuerda y que sólo son visibles, por el verde más oscuro de las sombras, en ciertas fotos aéreas, tomadas al crepúsculo y después de la nieve.

LAS RUINAS

Los arqueólogos las estudiaron por el desciframiento de las sombras creyendo que eran las de un teatro romano.

Otros propusieron un observatorio indio con sus relojes de arena, cuadrantes, telescopios, cartas celestes y astrónomos contemplando a Orion, tapizado de caracoles fósiles —prueba de que el mar lo había invadido en una época y embalsamado en otra un río de lava.

Las desenterraron.

Les sacudieron el polvo.

Fundaron, con las armas, un museo.

Las filmaron en Cinerama.

“Planeta” les dedicó un número.

Cocó Chanel lanzó entre ellas su colección de invierno.

De todo el mundo acuden caravanas turísticas.

A horcajadas, sobre la cabeza del sargento, un niño se come un helado de fresa.

LOAS Y ALABANZAS A LOS VENCEDORES:

A Tundra

Tus cabellos son de oro y alrededor de tu cuerpo esplende un halo naranja;

duermes sobre el árbol de la Retórica: tu voz es la unidad de los sonidos, tu cuerpo, que mece la frondosa copa, norma de la figura humana: ocho veces entra tu cabeza en tu altura, tus ojos son óvalos perfectos y alrededor de tu ombligo un círculo define la curva de las caderas, la ojiva torácica, la implantación de los vellos en la concavidad del pubis;

a tu paso se oye una música de cinco tonos, los

árboles se inclinan para darte sombra;

vas sin prisa.

Por el modo en que avanzabas el pie derecho supe que eras un dios.

A Escorpión

A las alhajas, los pasteles y los juguetes con que hemos llenado tu barca, sumamos nuevas ofrendas. Para favorecer el viaje, junto a tu cuerpo, que la humedad va vistiendo de flores diminutas y que un manto de liquen, desde los pies, amortaja, disponemos un ibis, una piña, varias monedas y una carta del río, una piedra caída de la luna, otra que te hará soñar, y otra amarilla, de orine de lince, que será transparente o velada según vayas alegre o triste.

Sabemos que volverás.

Te esperamos en el rumor de la noche que precede la crecida.

Del pájaro que serás haremos nuestro emblema. Tú eres el jaguar que huye hacia el cielo del verano y se convierte en una constelación.

Lamemos de tus pies el pus, la cera.

A Totem

Tu sexo es el más grande y en él están escritos, como en las hojas de un árbol sagrado del Tibet, la totalidad de los preceptos búdicos. Sin que nadie los haya cifrado, partiendo en espiral del orificio, alrededor del glande se inscriben los signos de toda posible ciencia. Tus nalgas son dos perfectas mitades de esfera; sobre ellas venimos a trazar círculos concéntricos, púrpura y oro, y sobre tus manos a derramar ungüentos.

Míranos.

Hemos cubierto el lecho de orquídeas rayadas, la cámara de tapices persas, frascos de droga, frutas y astrolabios.

Para que vengas a habitarlos con tu risa.

A Tigre

Tu madre te parió bajo un árbol: de su vientre saltaste al suelo; donde caíste brotó una flor de loto gigante, de todos los colores.

Pronunciaste un nombre:

a tu izquierda y a tu derecha surgieron dos cascadas, una de agua fría y una de agua caliente; los cuatro dioses bajaron a rociarte.

Tu nombre grabado en un aerolito.

Entras al agua sin mojarte, al fuego sin quemarte; caminas sobre nubes y niebla.

Al paso de tu caballo el bosque se abre.

Te siguen, en caravana, monos sagrados, elefantes y discípulos.

Si tú lo ordenas

ahora mismo caerá sobre la tierra una lluvia de estrellas.

EL PARQUE

Sobre las baldosas de una alameda se deslizan las motocicletas, entre pérgolas que resquebrajan palos de menta mascados por los perros, raíces secas. (Por las grietas huyen lagartos blancos.) Aceleramos, frenamos de golpe: patinazo, vuelco, rápidos aros de fango. Cierran las campánulas, tiembla la madeja verdinegra que enreda capiteles rotos, incompletas cabezas de mármol al revés sobre la tierra. Se envuelven junto a las volutas los tatos; por canales de piedra se hunden asustadas liebres. De izquierda a derecha. De derecha a izquierda. Hasta marearnos damos vuelta alrededor de una fuente seca. Orinamos en la boca de los delfines: la piedra porosa bebe el chorro amarillo que vomitan, baba de espuma.

Deshojamos un bosquecillo de sauces.

Empedramos un acantilado.

El parque: un terraplén ardiendo, bajo el humus.

Polen en llamas. Yerba negra.

La ceniza consume las últimas ramas.

Sabana arrastrada por las bestias nocturnas, ras de mar, ciclón, napalm.

Sobre la superficie uniforme, blanca, flores fósiles.

Seguimos hacia las afueras. Idénticas avenidas. A un lado y otro van pasando, un segundo antes del derrumbe, incompletos castillos góticos, de hormigón armado —a las ventanas ovales, damas de piedra—, torres sin iglesia cuyas campanas eléctricas llaman al ángelus, estaciones de gasolina, almacenes de lámparas, paralelas de focos intermitentes, amarillos, crematorios de cristales ahumados. Bajo paneles plateados de la Esso y tanques chorreantes de aceite, sentadas por el suelo entre muñecones de cera, las familias extienden manteles floreados sobre la yerba mostaza. “¡Lindo día!” —comentan con sus talkyes-walkyes—, abren Coca-Colas y latas de arenque.

A ras de tierra se extienden las naves, el fulgor de neón de los invernaderos.

Una represa.

Atraviesa la autopista un antílope.

Nos vamos adentrando en un bosque.

Hemos abandonado las motocicletas y avanzamos a lo largo de un sendero estrecho, cobijado por ramas secas. Lejos, el rumor de la carretera. Por el suelo, entre plumas negras y escamas de culebra, confundiéndose con los guijarros a nuestro paso ruedan y van a romperse contra las empalizadas huevos perforados y babosos; mordiendo los juncos, bañándolos con su saliva espesa —pupilas empañadas—, nos observan iguanas, camaleones bravos; en la maleza pelean serpientes: oímos acezos, vuelcos sobre la paja, membranas laceradas, cartílagos que crujen, colmillos que se parten; oímos arrullos, rupturas de semillas, flores algodonosas que se abren, el ascenso de la savia, yemas brotando. Oímos nuestra respiración, el murmullo de la noche, el viento.

Tengo miedo.

Llegamos a un claro.

Silencio. Risas. Pasa un pájaro.

Tundra: Ahora vas a pasar al otro lado: Mira. —Y le abrió ante la cara un estuche.

Me saltó encima un animal baboso, de patas frías, cuyos dedos se me adhirieron, como ventosas, a las mejillas.

Encima le saltó el muelle, la chicharra sonando. De la caja salieron resortes, un chorro de agua, una llavecita de un anca. Escorpión le dio cuerda otra vez. Tótem le mojó los labios con cerveza, lo ayudó a desnudarse. Con los brazos abiertos y una madeja de cáñamos que se iba desenrollando puesta en el derecho, como una pulsera, Tigre se lanzó a correr a su alrededor.

Atado a un árbol.

Triángulos de ligaduras en el pecho.

Dos surcos sanguinolentos le hinchaban las rodillas y los puños, le cercenaban los tobillos.

Se alejaron para mirarlo.

—No está mal —dijo Tundra—. Preparen la cámara.

Flash: icono lacerado por los infieles // máscara fang, blanca contra las placas blancas del árbol // actor ceniciento que se pliega bajo el peso de sus ornamentos y cae sobre un tambor // máscara mortuoria, de yeso; conjuros en tinta verde.

Escorpión: Sobre tus entrañas, sobre tu hígado pudriéndose vendrán a posarse enormes mariposas pálidas.

Tótem: Vas a beber de mi sangre —y le echó encima una botella de ketchup— ; de mi leche —y le abrió sobre la cabeza un envase de yoghurt.

Tigre: Voy a cegarte —un flash contra los ojos.

No era música india. Eran los Beatles.

Era Ravi Shankar. Los tamboriles sirvieron de fondo a un anuncio de la Shell. Tundra repitió bostezando “Has pasado por la sumisión, has perdido el poder, etc.” Otra raga siguió a la pausa que refresca.

Escorpión: Y ahora, ¿lo matamos?

Totem: Habrá que templárselo.

Tigre: No. Suéltenlo. Que se vista enseguida.

Tundra: Falta el nombre.

ESCORPIÓN lo desató tirando de las ligaduras para romperlas, cortándoselas con una navaja a ras de piel. TOTEM le tomó una mano y se la puso sobre el sexo. Se mojó con saliva el índice y le acarició los labios. Le sopló en la oreja. Tigre agitó un molino de plegarias.

TUNDRA entintó los pinceles.

ESCORPIÓN le trazó en el jacket, sobre la espalda, un arco vertical que se abrió en la piel, chorreando, embebido por la felpa, retorciéndose como una serpiente macheteada.

Totem, que dormía entre las piedras —dios ebrio sobre un paisaje en miniatura—, se levantó de un salto: de un solo gesto, calígrafo de estilo anguloso, le dibujó el círculo de la adivinación, torcido sobre sí mismo y sin bordes, el aro perfecto. Con un cuño de piedra Tigre le estampó junto al círculo un sello cuadrado: BR. Tundra le laceró junto al hombro una A.

Escorpión: ¿Cobra?

Totem: Cobra: para que envenene. Para que ahogue. Para que se enrosque alrededor de sus víctimas y las asfixie. Para que hipnotice con el aliento y sus ojos brillen en la noche, enormes, de oro.

Tigre: Para que repte y se confunda con las piedras. Y muerda en el tobillo. Y de un zarpazo, escamas afiladas, hiera.

Cobra: ¿Y ahora?

Tundra: Nada.

Emprendimos el camino de regreso.

El paisaje había cambiado. Pinos, cipreses y ciruelos de invierno aparecían tras la bruma. Seguíamos un desfiladero. Una de las paredes descendía verticalmente, tallada, neta como una pantalla; vetas de distintas arenas la atravesaban —oleaje inmóvil—, tan pulidas y brillantes que en ellas nos reflejábamos. El corredor de piedra nos devolvía nuestras voces, nuestras pisadas sobre la yerba húmeda, como las imágenes en la pared deformadas y opacas.

La vertiente opuesta era menos escarpada; de sus grietas brotaban olivos silvestres —ilex pedunculosa— cuyas ramas descendían hasta tocar el suelo, flores de peonía arborescente, lianas y heléchos. Entre los cantos crecían higueras enanas —ficus pumila—. En la cresta, la escarcha cubría un bosque de sauces cuyos hilos, con los del agua helada, caían desde las cimas, cascada de fibras. Entre juncos incoloros y secos se posaban grullas; su aleteo escudaba nuestra ruta. A medida que avanzábamos el murmullo del agua era más fuerte.

De las fisuras más altas, a ras de roca descendían cáñamos que en sus extremos ataban cestas. En esas grietas, que señalaban en el farallón empalizadas de paja, desnudos y solos, vivían monjes budistas, mudos escrutadores del vacío. Los pájaros los conocían y anidaban junto a ellos; revoloteando alrededor y piando guiaban hasta las jabas, bajo el refugio de los anacoretas, a los escasos peregrinos, que traían té y harina de cebada.

En un recodo de la muralla aparecieron varios muchachos campesinos que buscaban hongos en la yerba. Nos observaron riendo, como asombrados de ver tantos extraños en ese lugar.

Bordeábamos un río helado que los ermitaños cruzaban sobre un búfalo azul al retirarse del mundo.

Siguiendo sus meandros, cada vez más vastos, que cubrían piedras blancas, angulosas y pulidas como vértebras de reptiles prehistóricos, llegamos hasta una gruta exigua donde el agua se detenía, límpida; en la arena blanca del fondo crecía una yerba rojo oscuro.

El desfiladero desembocaba ante un paisaje brumoso, de planos blancos, que se iban evaporando hacia el horizonte, donde una franja de humedad flotaba sobre un lago. Troncos lechosos. Hojas largas y plateadas. Más lejos, un puente quebradizo, una barca. Blanco sobre blanco, un bosque de bambú. Las torres de un monasterio.

A medida que nos adentrábamos en la neblina íbamos descubriendo formas, los colores aparecían. En sus madrigueras —esferas afelpadas, duraznos—, sobresaltados, prestos a rodar, se escondían tatos. Entre ramas próximas, incapaces de mantenerse en equilibrio, ante nosotros volaban faisanes cargados de ornamentos, lentos en la densidad del aire. Rumor entre los juncos: era un tigre que huía, cubierto de cuños negros, rayado de naranja.

Abriéndonos paso entre los tallos que nos rodeaban por miles, camino de las torres, llegamos ante un muro de piedra cuyas junturas resquebrajaba la zarza. Lo seguimos hasta encontrar una abertura: un camino sinuoso, pasando sobre un puente en forma de arco, conducía hasta la puerta del monasterio que coronaba una viñeta de lacre con la inscripción “Salut les copains!”

Según abrimos, el rostro de Buda se ofreció a nuestros ojos. Sus oros combinaban reflejos con los verdes follajes que le daban sombra. Los peldaños de una escalera de piedra y la base de los pilares estaban revestidos de un musgo suave como una tela. Del fondo de la sala partía otra escalera, pendiente como una muralla, que protegía una balaustrada de piedra. Ésta conducía a una terraza, al oeste, desde la cual se contemplaba una enorme roca de más de veinte pies de alto, en forma de pan. Una ligera cintura de bambú ornaba la base. Continuando al oeste y luego doblando hacia el norte se subía hasta una galería oblicua que conducía a la sala de recepción, la cual constaba de tres travesaños y daba directamente sobre la gran roca. Al pie de ésta se encontraba una fuente en forma de medialuna que cubrían manojos apretados de una especie de berro y alimentaba el agua de un manantial. El santuario propiamente dicho se encontraba al este de la sala de recepción. Estaba oscuro y en ruinas. Sobre el suelo se extendía una capa verdinegra que de trecho en trecho se espesaba en islas amarillentas, granulosas, de bordes blancos. Una vellosidad gris cubría la piedra de los muros; desde los ángulos, que ocupaban lamparones de una mazamorra oscura, proliferaban flores diminutas y moradas. Rayaban el techo signos de óxido que parecían trazados al azafrán; de ellos pendían gotas que permanecían largo rato en suspensión y caían finalmente en el verdín con un ruido seco. En el centro de la sala se encontraban las ruinas del altar. El relieve de la base —un dios bailaba en medio de un aro de fuego, sobre un demonio enano; con una de sus manos derechas (en la muñeca se enroscaba una cobra) el danzante agitaba un drum, con una de sus izquierdas alzaba una llama— era un nido de moluscos. En la corona crecían hongos.

Un ventanal que obturaban grandes hojas en forma de círculos rotos, como nenúfares, filtraba un luz blanquecina; junto al ventanal, a lo largo del muro, se extendía un estanque cavado en el suelo y como éste tapizado de moho. Al fondo se prendían raíces hinchadas, blancas, de nudos óseos y brillantes que recorrían vetas vinosas.

Dándonos la mano —el suelo resbaladizo nos permitía apenas caminar— logramos acercarnos al estanque. El agua era turbia, y a la sombra de las raíces, que la reflexión duplicaba, marfiles aunque simétricos deformes, aletargados, bulbosos como ellas, en un sopor vegetal viajaban lentos peces envueltos en velos gelatinosos, en una maraña de fibras. Se dejaban tocar. No huían.

Íbamos a salir cuando TIGRE resbaló y cayó de bruces en el estanque. Golpeó el fondo con las manos abiertas. Acudieron lentos animales planos, lanceolados, abiertas hojas simétricas, de nervios tenues. Rayados de mercurio. Rostros mayas. Los seguían, los enredaban sus flagelos anaranjados, incandescentes.

Lo ayudamos a levantarse.

Fue entonces cuando en la puerta, como empujado por un resorte, apareció un monje de la secta de los bonetes rojos: —¿Quiere que diga una palabra, una sílaba— amenazó con los puños cerrados, cejijunto —y lo convierta en pájaro? ¿Quiere que haga aparecer aquí mismo cinco mil demonios menores para que lo pinchen, que le envenene los espíritus vitales?

—Prepáreme un gin tonic —respondió Tigre.

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