Cobra

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COBRA II » EAT FLOWERS!

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EAT FLOWERS!

I

Pétalos, filamentos (El pie izquierdo sobre el muslo derecho.): el cuerpo se inscribe en una red. (El pie derecho sobre el muslo izquierdo.) Seis flores marcan la línea media. (Cruzo los brazos por detrás de la espalda.) De las flores, y en todos los sentidos, bifurcándose, entretejiéndose, parten hilos. (Con la mano derecha me agarro el talón izquierdo; con la izquierda el derecho.) El hombre es opaco; la madeja de oro. (Bajo la cabeza, el mentón pegado al pecho.) Una orla oscura, una línea continua, negra, limita la figura, que atraviesan hebras incandescentes. Cada uno de sus gestos, por instantáneo o imperceptible que sea, repercute en la trama entera, como en los flagelos el susto de un pez.

Me voy envolviendo en mí mismo —ovillo, vulva—, los codos contra el vientre.

El cuarto es blanco.

Huyen hacia los muros, atraídos por una gravedad exterior, los objetos, negros.

El piso se inclina.

Las paredes se dilatan.

Cae, inmóvil, el cuerpo.

Me encontraba en un recinto crujiente, levantado con juncos, en lo alto de un farallón. Llovía. Abajo, entre las rocas, se extendía, a oscuras, un edificio de madera, a ras de tierra, y más allá, sorteando algunas construcciones endebles como casas de pescadores, un río quieto excavaba un valle. Cintas de espuma coronaban las rocas. Al mismo nivel del agua y hacia los montes, simétricos senderos se iban borrando a medida que la vegetación, dispersa y menuda en las márgenes, se espesaba; luego reaparecían, sinuosos, seguidos por arrieros, bordeando laderas, cimas. De trecho en trecho cascadas sucesivas hendían verticalmente el paisaje, como el grano del papel la superficie que se despliega de un rollo.

Junto a la ventana de mi celda, que unos troncos escindidos cerraban, colgaban de lianas secas tres nidos enormes, de fibras voluminosas.

En la otra pendiente, menos rocosa y escarpada, envuelto por estratos de humedad, cintas de distintos blancos, se divisaba un bosque de pinos.

Oía a lo lejos, con el de la lluvia, un rumor constante, grave, la uniforme repetición de una sílaba; oía el girar que no cesa de los molinos de plegaria, matracas de niños ofuscados.

Toro a bordo

pequeño barco

río abajo

a través de la lluvia nocturna.

La habitación está carbonizada.

Vienen hacia el centro, hacia el justo cruce de sus diagonales, y allí quedan en suspensión los objetos, blancos.

Acerco la cabeza a las rodillas.

Giro lentamente sobre mí mismo.

Dentro de un barril que rueda.

Sentado sobre un pavo real gigante —la cola abierta del ave formaba una tercera aureola, detrás de la roja, que le rodeaba la triple cabeza y de la ambarina en que se insertaba su cuerpo entero— apareció un dios amarillo. El rostro central era plácido; en los laterales, colmillos salientes, ojos irritados y globulosos, narices echando humo. Las manos centrales juntas en oración; las otras blandían dardos y puñales, arcos y flechas. Un índice vertical señalaba al cielo.

Sus joyas de ópalo, cuyas monturas se repetían de la corona en los anchos brazaletes y de éstos en las pulseras y sortijas, llenaron la habitación de un resplandor naranja.

En un sillón de mimbre, atraído y aletargado por esa luz, vuelo lento, vino a posarse un faisán.

El rey sonríe, muestra las armas.

Las garras del pavo real, rayadas de tiza, se afianzan en la arena; yergue la cabeza el ave, afilada, de ébano.

El cuarto es blanco / está carbonizado / es blanco.

Me voy envolviendo en mí mismo, los codos contra el vientre. Espero —¿ya ha transcurrido?— el estampido, el apagón blanco, ceguera, segundo que sólo la lentitud del recuerdo apresa.

Vidrios gruesos, caída de arena, barro cuarteándose.

Un silencio. A lo lejos las luces de un auto.

Llanura amarilla que atraviesa, recta, la pista.

Discontinua, una raya se pierde en el horizonte.

Flechas. El viento dibuja y desdibuja terrazas en la arena, trazos que avanzan y retroceden; en los bordes se levantan brechas, empalizadas más oscuras, muros chisporroteantes que serpentean. Ese oleaje duro —dunas que se recubren, planos que se barajan— cubre la carretera, va ennegreciendo las gigantes flechas amarillas que incurvadas a la derecha señalan un nombre, el de una ciudad —caminamos sobre las letras—, una cifra.

Me voy envolviendo en mí mismo.

De este lado de las quebraduras, de la pantalla que se estría, cae, inmóvil, el cuerpo.

Escorpión: Agita su melena de león, se rompe un collar tibetano de oro, se saca el sexo y mea: —Hasta el alba habíamos bailado, nos habían hecho dar vueltas y más vueltas— no cesaba la música, los vociferadores roncos —; bebíamos ya de las vasijas sin asa que se toman con la mano abierta, envueltos en los collares regalados por los músicos y fumando con ellos. Sólo entonces descubrimos cuál era la orquestica: los caramillos: tibias ahuecadas; sonaban en los cráneos los dientes flojos, cariados, sueltos en los alvéolos; la piel que obturaba los tambores estaba tatuada— puntos azules —de águilas. Fiesta pelona: bailábamos con la más fea.

Reían los rapados, huían —les entramos a golpes— siempre sonando la osamenta. Los mantos anaranjados flotaban como banderas.

Pisoteé los instrumentos. Los escupí. Ahuequé a patadas los cráneos de los tamborines, me desaté encima y tiré al suelo los amuletos funerarios que, rodeados de cuentas de ámbar, protegidos por dos cristales tallados, apilaban huesecillos porosos —dientes de niño, cartílagos de pájaro— ; los regué con mi leche.

Entre las apófisis rotas quedó un disco de metal, un caracol entre las espinas; con las crestas aplastaba cascabeles, astillas de huesos.

Totem: Nos masturbamos: Tigre y Tundra; Escorpión y yo. Cada uno terminaba solo. Nadie toca la leche de otro. No nos miramos.

Tigre: Nieva. Digo que nieva —caen inmediatamente los primeros copos.

De aluminio, a lo lejos, los lagos. Pasarelas cubiertas los cruzan. En las márgenes, severas torres de fortalezas, palacios de cedro, altos palomares entre cerezos, ruinas de sinagogas, minaretes truncados.

—¡Es tanto el frió que hay en este pais que ni el té se derrama!

Pasan idénticos, cuadriculados, los compartimientos regularmente iluminados por tubos de neón, rascacielos que separan canales congelados, avenidas sin árboles, raíles aéreos, lazos superpuestos de carreteras.

Tundra aparece en la portada de una revista, sentado, como un yogui, sobre una motoneta. El humo blanco que despiden los tubos de escape forma una tercera aureola detrás de la roja —un reflector— que le rodea la cabeza y de la plateada —cilindros de aluminio— en que se inserta el cuerpo desnudo, entero.

A Escorpión

Después, vamos a leer en tus huesos.

Con una varilla de metal ardiendo tocaremos cada omoplato:

en las quebraduras los presagios.

Con tinta negra

escribiremos en tu esqueleto mensajes a los descendientes,

tu armazón dibujada nos servirá de heraldo: cifras, fechas, quiénes fuimos,

qué tiempo nos ha tocado vivir.

Después, lo protegeremos todo con laca.

A Totem

No las redes vacías

sino el soporte de las formas todas:

quisiste el amor —la disolución —,

el cuerpo del Diamante.

No supiste lo que pedías,

en qué ceremonia te adentrabas:

invocaste, exigiste

—los maestros quisieron disuadirte —,

dejaste de beber y de comer

hasta que, claro, algo se apoderó de ti.

Tuviste convulsiones,

rodaste al suelo, como derribado por un veneno;

haz de gestos desacordes tu cuerpo se te escapaba,

dabas volteretas,

tocabas un sitar que nadie veía.

¿Qué bailabas?

¿A quién te dirigías, mímica desunida, ademanes dispersos?

¿Qué demonio encarnabas de una ópera afásica?

Fuiste insensible al dolor, a la presencia humana.

Te arrastraste sobre hojas de acero al rojo vivo.

Te cercenaste la piel con ellas,

y luego,

para que nunca pudieras repetir lo que habías visto,

tú mismo te cortaste en cierzo la lengua

que arrojaste, en un chorro de sangre, entre las brasas.

Las cenizas fueron recogidas.

Con ceniza de pétalos y miel las bebimos.

Ahora,

lelo y mudo,

en tu limbo

—el amor es intolerable —,

en un santuario te mantienen, monstruo de interés público,

entre platillos de incienso, molinos de plegaria,

bull-dogs de porcelana roja y grandes gongs de oro

que los servidores golpean a tu paso.

A diario alimentadas con torcazas

—a diario alimentadas con mariposas —

a diario bañadas

y secadas en escaleras según su rango

duermen en las volutas de los altares

en las molduras de los muebles

en las gavetas y las copas rituales

y anidan en tus mangas y sombreros

las mil serpientes prescritas

que resguardan tu estancia

—de noche las oyes anudándose,

buscando la humedad de los árboles —.

Allí estarás hasta la muerte

entre estatuas y estupas

—Dios es intolerable —.

Hasta la muerte a cuenta del Estado

—quizás el amor sea eso —.

Para algo tienen que servir los impuestos.

A Tigre

En otoño salías de los bosques del altiplano occidental

y diezmabas la llanura

—las constelaciones del cuadrante se elevaban

en el cielo nocturno —.

Eras blanco.

Tenías las piernas macizas, los muslos excelentes, que parecían trompas de elefantes; iguales y carnosas

las rodillas.

Reunías todos los indicios:

tus cejas, espesas, se juntaban, y entre ellas,

sajado, un círculo.

Presentabas la protuberancia craneana.

Tenías el cuello marcado por tres pliegues, como un caracol:

Cuando te vi supe que eras un dios.

Como los astros, los hombres ascienden y descienden.

De nada te servirán tus guardianes,

de nada tus caballos voladores.

Todo lo yin sale en invierno.

Puedes invocar.

Puedes conjurar.

Vas a arder.

A Tundra

Dibújate en el pecho los dragones peleando.

Cuida la ejecución.

Vigila los detalles.

No uses pincel de cerda,

ni pelo de conejo;

procura lo más suave: bigote de ratón o cabello de niño.

Las cabezas llameantes formarán una cara:

las crestas de los monstruos dibujarán las cejas,

las garras una boca sonriente.

No te apures.

No malgastes.

Usa la tinta negra como si fuera oro.

Invoca al levantarte.

Medita cada trazo.

Porque con esos ojos vas a mirar la muerte.

Después del estampido: tierra en los ojos. Los faros encendidos en pleno día.

El aire de los hospitales,

el de los moribundos y las batas blancas,

el que entre pinzas y algodones rojos

pústulas y alaridos

compresas y mortajas

se estanca, denso, respiro.

En una mesa verde, escueta como un cadalso, la cabeza recostada a una estaca, yacía un joven boquiabierto y desdentado, el abdomen vacío, los ojos hinchados, esférulas que dividían ranuras negras.

Junto al cuerpo tendido permanecían cuatro niñas igualmente grisáceas y peinadas, cubiertas con enormes pamelas de encaje que puntuaban flores amarillas. Una de ellas había doblado hacia abajo las alas del sombrero —sólo se veía su boca—, otra las había plegado hacia arriba y mostraba su rostro, altiva.

Más pequeña que las precedentes, una regordeta, que apretaba una gasa azul bordada de escamas, del pellejo que muda una serpiente, bajo su bonete desmesurado, de algas rosadas, abría la boca, el mentón apoyado en una mano abierta, el codo apoyado sobre el cadáver.

Del sótano subía otra niña. No la cubría un sombrero, sino, por supuesto, un paraguas abierto.

Inútiles son la destreza de la disección,

los guantes formolados,

la tos de los forenses,

los algodones en la boca.

Inútiles los justos alfileres de la mortaja.

Siempre quedan mirándose los pies,

cartesianos,

los muertos.

Tuvimos por compañeros de viaje a unos mongoles del reino de Khartchin, que iban en peregrinación al santuario eterno; con ellos iba el gran Chaberón, es decir, un Buda vivo que era el superior de esa lamasería. El Chaberón era un joven de dieciocho años, sus maneras eran agradables y distinguidas, y su rostro, pleno de candor y de ingenuidad, contrastaba singularmente con el papel que le hacían desempeñar. A la edad de cinco años había sido declarado Buda y gran lama de Khartchin. Iba a pasar algunos años en una de las grandes lamaserías de Lasa para entregarse al estudio de las plegarias y adquirir la ciencia requerida por su dignidad. Se encargaban del cortejo y de servirle durante el viaje un hermano del rey de Khartchin y varios lamas de alto rango.

...después de seguir durante varios días una larga serie de valles en los que aparecían de trecho en trecho carpas negras y grandes manadas de búfalos, acampamos al fin junto a un gran caserío tibetano.

...no se trataba de un caserío propiamente dicho, sino de varias granjas amplias y terminadas en terraza, muy bien blanqueadas con agua de cal. Estaban rodeadas de grandes árboles y coronadas por una pequeña torre en forma de palomar donde flotaban banderolas de todos los colores cubiertas de sentencias.

...antes de terminar el descenso de la montaña toda la caravana se detuvo en una pequeña meseta donde se elevaba un obo —monumento búdico construido con piedras apiladas— que coronaban varios gallardetes y huesos cubiertos de inscripciones.

...nos asomamos al borde de la meseta y divisamos un inmenso glaciar extremadamente abombado y que bordeaban espantosos precipicios. Se podía entrever, bajo una ligera capa de nieve, el color verdoso del hielo. Arrancamos una piedra del monumento búdico y la tiramos al ventisquero. Se oyó un ruido sordo, y la piedra, deslizándose rápidamente, dejó a su paso una larga cinta verde.

...el fuego consumía con tal rapidez la yerba que encontraba a su paso que pronto alcanzó los camellos. Sus largas y espesas pelambres ardían. Corrimos con tapices de fieltro, tratando de apagar los cuerpos en llamas.

Hombres y pájaros aquí tienen su sitio (Imagino los cuadrados concéntricos.); los astros y sus órbitas, las nieves, las piedras ciegas y las que arman un templo, todo aquí vendrá a contemplar su identidad, ascenderá a su centro. (Esas líneas negras soportan mi pensamiento, su diagrama lo estructura y aclara, de esa armazón no escapa.) De afuera adentro van surgiendo ríos, nubes, asambleas de demonios, vuelos de elegidos, las marcas, enormes, de sus pies y del círculo que se inserta en su frente, entre las cejas unidas, el fulgor.

Rodeadas de árboles, blancas (Busco en ese esquema el de mi cuerpo,), en los cuadrados interiores van apareciendo las casas; escuetas, las ciudades, como en un mapa (en una red otra red.). Todo emana, expansión del vacío, sucesión de sílabas (Repito la sílaba.), doble del emblema oscuro, macizo, terroso, nevado en la cima, de una pieza, piñazo, piedra, estupa, buda, del Monte Merú.

Estaba solo, en un apartamento de paredes y muebles blancos, alfombrado.

Sentado en el suelo (afuera nevaba) con las piernas replegadas como un yogui, desnudo.

En el muro un Albers.

Bajo el gran pie, en su salsa, como quien diría, están sentados los adeptos. Entre otros, el olor a orine —un poster de “The Wild One”: de la boca le sale una nube con el letrero MEN— que se detecta bajo el del hachís y, huelan bien, el de una mugre de fonda del archipiélago malayo, no les molesta.

Un neón verde se incurva para formar el talón, sinuoso dibuja los dedos, de un trazo continuo el arco; la sombra de la planta es de tiza.

A través de los biombos cambiantes de humo inútilmente mentolado, se adivinan, aferrados a los aparatos, los jugadores de balompié-miniatura; detrás, un hombre desnudo atado a un madero —la puerta del WOMEN.

Los muros: fotos gigantes de mujeres en kimonos transparentes, autos de carrera, un templo nepalés, Karel Appel, el Che Guevara. Flores.

Entre dos discos —el mismo que recae bajo la aguja— se oye el traquetear de las máquinas, piñazos contra la madera; pestañean los bombillos en las pizarras, caen fresas, bastos, limones y cerezas.

Sin célula fotoeléctrica y sin que nadie la empuje, se abre pesada, lenta, la portezuela cuarteada que da a la Rembrandtsplein: ha llegado el gurú.

—Mi cabeza —declama, añadiendo un gesto más a los cinco rituales con que ha marcado su entrada, mientras en torno a las máquinas los jugadores se alborotan— es un ovoide perfecto, mis ojos tienen la forma de pétalos de loto, mis labios la plenitud del mango y el arco de mis cejas imita el arco de Krishna. Prepáreme una mesa de arroz.

Y por favor, no me toquen —aparta a los curiosos con una mano apestosa a incienso, con un empujón a los adeptos—. Pregunten desde lejos. Sálvese el que pueda. El género humano me importa poco.

Y basta de suspiros. No viajo en elefante sino en jet. La santidad es lo más aburrido.

Se va quitando, el Máximo, el bonete naranja, los anillos —dientes de tigre sintéticos— que lleva en cada dedo. Se deja caer en un banco, bajo el gran pie de neón, entre cojines rotos, mochilas y zapatos. En la nube de polvo que levanta, sobresaltados, gruñen varios peludos que lo empujan, se viran, y vuelven a dormirse. El Maestro se descalza —sandalias, a pesar del bajo cero—, dispersa collares de vidrio y anillos de hojalata. Entre varios pañuelos indios escoge uno para esa noche y entre sus seguidores más rubios a su amante. Con él de la mano atraviesa los biombos de humo, las filas de jugadores, la portezuela entrejunta del MEN. La luz mostaza descubre los muros garabateados y dos urinarios en que se empoza un agua opalina y espesa. El gurú le toca la frente: —Has sido escogido entre todos— le susurra al oído —; le acaricia el ombligo y se lo besa. El rubio, erecto, pronto tiene ¿cceso al éxtasis:— Entro en las islas de los bienaventurados —y se agarra a la llave del lavabo—, diviso el cielo de Occidente.

Frente al espejo descascarado el Supremo se da un pinchazo.

Vuelve de la toilette todo críptico.

—Yo no he subvertido ningún sujeto —refunfuña, los ojos encendidos—. ¡Qué olor a yerba quemada! De cierto os digo que cualquier cosa es la verdad, que un verdadero dios en nada podría distinguirse de un loco o un farsante. Más hielo.

Y por favor, paren esa música. La barbarie se llama Occidente.

Escorpión: ¿Qué tengo que hacer para librarme del ciclo de las reencarnaciones?

El gurú: Aprender a respirar.

(Aplausos. Risas. Silencio.) (Un atleta abisinio se desmaya.) (Se deslizan por una ventana entreabierta, el índice sobre los labios y sendos maletines, cuatro pin-ups desnudas y untadas de Ambre Solaire. Coup de théátre: según alcanzan el centro de la sala sacan de los maletines cuatro uniformes recién almidonados del Ejército de Salvación, y cuatro alcancías gigantes. Abotonadas del tobillo al cuello, en cofia blanca, a partir del gurú y hacia los cuatro puntos cardinales van agitando el cepillo: fragor de florines.)

TOTEM: ¿Cuál es el mejor ejercicio espiritual?

El gurú: Siéntese. Ponga el pie izquierdo sobre el muslo derecho y el derecho sobre el izquierdo. Cruce los brazos por detrás de la espalda. Con la mano derecha agárrese el pie izquierdo, con la izquierda el derecho. Mírese el ombligo. Y luego trate de desenredarse...

(Un adolescente marroquí —cuerpo de betún, liso y brillante, pupilas color de uva— baila al son del cuarteto numismático. Un holandés le baña la cabeza, denso tapiz de astracán, con cerveza negra que le corre por la espalda, entre las nalgas.) (De una máquina de chiclets sale Don Luis de Góngora:

“¡La espuma por la espalda:

sobre el ébano escarcha!”)

Tigre: ¿Cuál es el camino más rápido para alcanzar la liberación?

El gurú: No pensar en eso.

(Suspiros. Interjecciones de asentimiento.) (De la toilette de hombres sale Shirley Temple.) (Entra la brigada de estupefacientes: arcabuces en poliuretano, escudos en epoxy dilatado.) (Un negro desmonta la pizarra de una máquina: en cada bombillo esconde una pelota de kif y en el canal por donde ruedan las bolas de aluminio una jeringuilla. Otro negro oculta un brillante en la bomba interior del WC y luego se traga una lista de sentencias búdicas, otra de miembros del Soviet Supremo —que previamente se copia con tinta blanca, pero traducida al swahilí, en los pliegues de los Testículos— y otra, en colores, con los diseños clandestinos de la moda de invierno.)

Tundra: ¿Qué fórmula debo repetir para no reencarnar en un puerco?

El GURÚ:

Omnipresente es el blanco de la pureza celeste y la felicidad; omnipresentes los cuerpos nevados, sin sombra, inmutables, de lo divino. El silencio y el gesto único del cero son perfectos.

Marinos, invisibles, siempre azules, nos rodean los semidioses, los ingrávidos.

Ni palabra ni objeto, en su mundo amarillo de sucesivos círculos se desplaza el hombre.

Padezco en él. Bajo mis pies se hunden antílopes de yerba, pájaros de albahaca, serpientes de menta, los animales y las hojas.

¡Menudo ajetreo el que contra las paredes rojas se traen los duendes!

Humanidad, cuántos demonios, qué negrura se acerca sobre ti, como la noche sobre la llanura.

Terminó la plegaria rascándose con frenesí la cabeza.

—La religión, queridos —añadió salmodioso—, es sonido.

Y agitó una campanita. Desde el fondo de la sala uno de los adeptos le respondió con una siflautica de hueso.

—¡Qué vida la mía —suspiró—: debo encontrarme al este para el equinoccio de primavera, al sur para el solsticio de verano, en pleno oeste cuando rompe el otoño y en el norte extremo en lo más crudo del invierno! Me voy pues —y se abre, otra vez sola, la puerta cuarteada. Antes de franquearla se torna por última vez el Único hacia la muchedumbre distraída y sentencia:

ACONSEJO LA INGESTIÓN DE PÉTALOS

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