Cobra

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COBRA II » PARA LOS PÁJAROS

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PARA LOS PÁJAROS

I

“Hijo noble, COBRA,

ha llegado el momento de buscar el camino.

Tu aliento va a cesar.

Tu instructor te ha situado frente a la luz más clara,

la que en el intermedio has de reconocer:

cielo vacío las cosas,

inteligencia nítida,

vacuidad transparente

sin límites ni centro.

Conócete a ti mismo.

Lúcido.

Te presento a la prueba.”

El Bardo Thödol.

Con el cuerpo de Cobra a cuestas —la cabeza perforada sangra por la nariz, contra su nuca, sobre su hombro derecho— por ahí viene Totem; en la casaca, a lo largo del pantalón, hasta los bajos, dos listas escarlatas: cadete endomingado.

Fosforece: menta salivosa, lo baña la baba verde del muerto; de humores concéntricos lo cubre un manto empalagoso. Encorvado avanza: mendigo holandés de madera, cazador que doblan los dones excesivos de la montería; no es un cadáver lo que carga, sino patos cobrizos, tripas con agujeros y cuellos fláccidos, cisnes perdigonados, pezuñas, plumas.

Suenan como nueces cuarteadas, pero son cangrejitos ciegos que huyen despavoridos del olor a muerto lo que aplasta con las suelas.

Más intrépidos son los pájaros, que picotean las dos cabezas, goloseando el cocktail de ganglios.

TRAYECTO DE LOS PÁJAROS

Horadan los paquetes de celofán —papitas fritas deshidratadas— sobre las mesas, en las terrazas de los restaurantes, alzan el vuelo —círculos concéntricos, mientras más abiertos más lentos—, se posan en los cadáveres abandonados en las torres cercanas, juegan sobre ellos, pelean, comen y defecan; alzan el vuelo otra vez —espiral que se acelera mientras se cierra—, escupiendo cartílagos y uñas, dientes y pelo sobre los techos cónicos de los templos, sobre los tranvías, en las piscinas y los patios, en las barcas llenas de orates y orantes —largos cabellos negros, túnicas blancas—, de farsantes y dioses; los pájaros, picoteando los ojos, vomitando médula, a las terrazas otra vez, piando, sin errores, sin fallos, guiados por el río, por los ciscos, por las manchas grises de ceniza y los puñados de pétalos rojos tirados al aire; los pájaros, escupiendo pellejo sobre los peldaños que bajan hasta el agua fétida donde juegan los niños entre impostores caquécicos de turbante amarillo.

TIGRE, TUNDRA y ESCORPIÓN habían huido.

A Cobra siempre le gustó el espectáculo barato: Tótem recordó la iniciación, la rana de lata, el yoghurt y el ketchup; entró pues a la morgue aullando, entre dos vistosos desmayos, ahogado en azafranadas lágrimas que enjugaba una chalina luctuosa.

El vigilante nocturno era un indonesio desteñido y temblequeante que apretaba en un puño una bolsita de alcanfor. Ante él desplegó el doliente su aspaviento en eficaces gestos de opereta.

Ya lo habían almacenado en el sótano.

Bajaron por una escalerilla lisiada y maloliente. Por andamios y rondanas, bajo un tragaluz que empañaban las palomas, caían desde los altos puntales cuerdas negras que de trecho en trecho afianzaban peldaños, amarraban horcones, sujetaban astillas.

Un tufillo grasiento y dulzón subía desde los depósitos inferiores: —La esponja de los intestinos abriéndose— explicó el custodio asiático tocándose la punta de la nariz con una musarañita asqueada.

Lo reconoció entre los repetidos cuerpos disecados, en el parpadeo de una luz de acetileno —según su costumbre, en una piscina de formol, a la deriva, giraban los ahogados—. Aún estaba tibio.

Homenaje postumo: un efecto de teatro barriotero: se sacó del bolsillo una daga de dimensiones groseras en cuya hoja sinuosa estaban grabados los ocho emblemas del buen augurio y, aprovechando uno de sus bostezos, la enterró hasta el mango en la boca del sereno.

Huyó con el cuerpo a cuestas. La cabeza machacada sangraba por la nariz, contra su nuca, sobre su hombro derecho.

Huyó con fondo de arcoiris, de una montaña y siete círculos de océanos separados por siete círculos de colinas doradas.

Huyó con fondo de puerto.

Con fondo de arco iris, de una montaña y siete círculos de océanos separados por siete círculos de colinas doradas.

En la cima, recién abierta, espumosa, nevada, una botella; dos vasos con hielo; rodajitas de limón prendidas a los bordes.

Con fondo de puerto: en primer plano se amontonaban boyas y mástiles, vallas de la Shell —un corazón ribeteado por un tubillo de neón rojo—, esferas vacías, de vidrio verde, un tubo gigante, de hojalata, expulsando un cilindro blando, con rayas fluorescentes. Gaviotas inmóviles. Banderas duras.

Detrás, y del otro lado del estuario, de las barcazas de hulla, se extendía una llanura gris, de pasto, que cuadriculaban las líneas brillantes de los canales; de trecho en trecho, en los jardines rectangulares limitados por el agua, surgían túmulos funerarios lamaicos, cuyas agujas de oro listadas de blanco señalaban las nubes. Ocre rojo lejano.

A las crestas de los techos daban sombra viejos cipreses.

Más lejos aun, sobre el horizonte, un molino.

Sacudió la cabeza. Volvió en sí. Estaba mirando un collage pegado a la puerta del MEN —recortes de Life— en un café ruinoso y mariguaniento de la plaza Rembrandt.

Entró por la puerta de la cocina. Pasó un trapo chorreando lejía sobre la mesa de comer. Extendió el cadáver. Lo cubrió con un mantel.

Sobre los cuatro cilindros rectos y niquelados, en medio de la placa negra de baquelita, tapado hasta la boca por el hule, Cobra se iba enfriando; la nariz le goteaba sobre la gaveta de los cubiertos.

—Que nadie lo mire —ordenó Totem a los primeros trémulos—. Que nadie lo nombre. Que nadie le toque los pies o irá al infierno. Armen con papel una efigie con muchos brazos alrededor del tronco, como los ejes de una rueda. Pinten en cada mano un ojo. Cuélguenla como una lámpara encima de la mesa. Silencio. Avísenle a su instructor. Que venga la gente de la Rembrandt, pero que cada cual traiga su comida.

Tigre apareció: descalzo, el cráneo raspado; lo envolvía una sábana amarilla, un bonete rojo en la mano:

—Salgan todos. —Protestaron los roñosos recién llegados. El lama los empujó hacia la sala y tiró la puerta. Pasó el cerrojo a la cancela del patio, clausuró los postigos que daban a un canal, a una hilera de fachadas de ladrillo con ventanas muy altas, y más lejos a un puente.

Bebió de la llave. Con el dorso de la mano se secó la boca. Desenrolló una estera; se sentó junto al muerto. Le murmuró algo al oído, luego, separando los cabellos, le examinó el cráneo: sobre la sutura de los parietales le arrancó una mecha.

Le habló durante una hora.

Dando vueltas alrededor del cadáver —le pegó la cabeza a las rodillas, los calcañares a las nalgas—, a partir de los pies lo fue envolviendo con esparadrapo, fajándolo, inocente en barro vidriado.

Entre las bandas blancas, en los muslos, le quedaban adherencias acuosas, husos paralelos, finísimos, que se partían: un ribete rojo, como de párpado; bajo la piel transparente se abrían minúsculas flores capilares, negras.

Así empaquetado —embrión y momia— lo dejó en una esquina, recostado al refrigerador y contemplando un lavaplatos eléctrico.

Por cuatro días recibieron condolencias crapulosas y alimentaron a los liberaditos de la Rembrandtsplein. Iban de carrera, entre dos tibetanos suspiros, al automático de la esquina. Traían croquetas frías, ensalada vegetal en caja, pastel de manzana y hasta algunos manguitos enanos de importación china.

Entre lámparas de mantequilla, conchas y caramillos, tacitas de pétalos y cinco estatuas incompletas o carcomidas —un Buda corpulento señalando la tierra—, se fueron amontonando cáscaras, cucharitas fluorescentes, platos de cartón virria jados de mayonesa rancia, servilletas con flores impresas y vasitos de termo que iban pasando —con la yerba en pasteles— de mano en mano.

Mientras en la cocina se oficiaba, Tundra y Escorpión se turnaban en la limpieza, y en la preparación de los alimentos que, en un tazón, el Instructor presentaba ante el difunto y renovaba una vez extraída la sutil esencia invisible.

Los condolientes dormitaban, hacinados en los rincones, bajo estandartes de plegaria desteñidos o en harapos, entre libros que ya nadie sabía leer ni podría conservar ninguna estupa, tamborines —cuero de yac estirado sobre mitades de cráneos—, amuletos y mandalas. Se acurrucaban junto a las estatuas descartadas —remate de anticuarios subastados en prima con lotes de vírgenes burguiñonas, cabecitas chichimecas o copias de la ascensión de Murillo— a las que la fe y las regulares ofrendas de los cuatro lamas, lejos que estaban de las fuentes verdaderas, no habían devuelto la piedad y la cólera; de almohada les servían a los mugrientos piernas cruzadas y flores de loto, tronos de Budas a los que faltaban el lóbulo de una oreja, o la protuberancia craneana, o a los que habían serruchado el moño, o robado la pasta de vidrio de los ojos, o entregado a la perseverancia de la carcoma.

Tomando Nescafé y pastillas para la tos, comiendo y orinando, pasaban los llorantes el día en la penumbra, con los ojos opacos, hablando solos, idos, intercambiando con desganados gestos tabletas de madera que escrutaban por horas: en círculos concéntricos de todos los colores, mujeres de cintura muy estrecha y grandes nalgas, envueltas en paños rojos y volando —las cabelleras negras flotan, de la misma espiral que las nubes—, miles de peregrinos, titanes y demonios, palacios, ríos. Al centro una montaña.

Al cuarto día el principio conocedor abandonó el cuerpo de Cobra.

Recién bañado y con olor a Maja Totem irrumpió, dando unas palmaditas jocosas, entre los delirantes achantados.

Profirió un rotundo “Se acabó lo que se daba” que llenó a los comensales de contrición y hastío.

Tigre le revisó al cadáver las comisuras de la boca y los párpados, los orificios de la nariz y las orejas, del pene y el ano: supuraban un suero amarillo, un humor espeso y purulento.

Con una silla y su ropa, empezó a armar la imagen del muerto. Le puso pantalones a las patas delanteras y un par de botas, vistió el espaldar con un suéter rojo, le abrochó un jacket de antílope, raído y sucio: en el dorso aún podía adivinarse un arco vertical abierto en la piel, chorreado, embebido en la felpa, retorcido como una serpiente macheteada; luego, como antaño, trazado de un solo gesto por un calígrafo de estilo anguloso, el círculo de la adivinación, torcido sobre sí mismo y sin bordes el aro perfecto; estampado por un cuño de piedra, junto al círculo un sello cuadrado: BR; lacerada junto al hombro una A.

Sobre el cuello pegó una hoja impresa que a contraluz dejaba ver huecos e hilachas; al centro, la figura del difunto con las piernas ya fajadas, orando sobre una flor de loto y rodeado de cosas excelentes a los sentidos:

espejo

caracola y lira

búcaro con flores

pasteles en un cáliz

vestidos de seda, un dosel.

Junto al hombro izquierdo, arabesco vertical, seis símbolos fonéticos:

dios

titán

hombre

animal bruto

espíritu infeliz

infierno.

En la parte inferior, una plegaria:

“Yo, el que parte de este mundo —aquí trazaron su nombre: Tundra el arco y el círculo, Escorpión el monograma y la A final—, Cobra, adoro y me refugio en mi lama director y en las divinidades todas, apacibles y coléricas.

”Que el Gran Piadoso perdone los pecados que he acumulado y las impurezas de mis vidas anteriores y me conduzca por el camino de otro mundo bueno.”

Totem trajo una bufanda negra, de estambre, que el propio difunto había robado en una Drugstore; Tigre le anudó uno de los extremos al cuello:

—Come lo que quieras —le dijo al oído— de lo que te hemos dado. Pero date cuenta de que estás muerto y no vengas más a esta casa ni empieces a molestar a los vivos. Acuérdate de mi nombre, y con esa ayuda toma el camino recto, el camino blanco. Ven por aquí...

Tiró del otro extremo de la bufanda, y salmodiando una liturgia mientras agitaba un cascabel, comenzó a conducir la procesión funeraria. Lo seguían Tundra, soplando en una concha marina y Escorpión con cimbalillos que de tiempo en tiempo tiraba contra el cuerpo de Cobra. Totem llevaba en la mano izquierda un tamborín: lo viraba al revés y golpeaban el cuero unas esferillas de metal que colgaban de cintas; el propio Tigre, interrumpiendo la liturgia, tocaba una flautafémur.

A cada rato el lama director se volvía para invitar al espíritu del muerto a que acompañara a su cuerpo y asegurarle que la ruta que seguían era la buena. Detrás venían los portadores del cadáver y, con dulces y refrescos, el resto de la furrumalla churrosa. Los harapientos se enjugaban los ojos, daban esporádicos alaridos, sollozos entre dos fumadas.

Cuando terminaron los funerales se quemó el rostro de papel.

Por el color de la llama y su modo de arder se supo que el finado iba por buen camino.

—Con un soporte irrisorio —se congratuló Tundra a sí mismo— he logrado visualizar el interior del muerto.

ESCORPIÓN, que desde hacía rato escrutaba un mandala, abandonó la rigurosa contemplación para escucharlo.

—Sí —añadió el iluminado—, por estas manchitas en la pared lo he sabido: ¡crece pasto negro dentro del intestino de Cobra! ¿Quieren que les trace su curriculum mortis? Pues bien, contempla en este momento, insertas en concéntricos aros de fuego, a las cincuenta y ocho divinidades irritadas y detentoras del saber. Lo rodean llamas coléricas y chupadoras de sangre. Cuatro demonios desgreñados y negros le hacen musarañas mientras devoran cuerpecillos a dentellones. Alrededor de esos monstruos colmilludos, babeando sangre y ganglios, le bailan, dando gritos en un arcoiris oscuro, animalejos con cabeza de pelícano y de sapo.

Pero, ¡para algo tenían que servir tantos dibujitos! Lo sabe el lamentado: ese espeluznante cinerama es una pura emanación de la parte baja de su cerebro.

La rueda se romperá.

Llegará a buen puerto.

Del rostro de papel

recogieron las cenizas en un plato.

Las mezclaron con arcilla.

Modelaron con esa pasta relicarios minúsculos,

letras y símbolos.

Ofrecieron algunos en el altar de la casa,

otros bajo los árboles y las rocas salientes,

en colinas y cruces de caminos.

Mientras quemaban la página desvistieron la silla.

Subastaron entre los andrajosos la ropa.

—Con estos florines —advirtió Totem— daremos una fiesta en su honor... dentro de un año.

LECCIÓN DE ANATOMÍA

Estabas diagonal, amarillabas. Eras un puro peso, una madera unida, sin nudos, un objeto encontrado que los cuatro curiosos escrutaban.

Te leían. Te señalaban. Confrontaban tu cuerpo con un cuerpo dibujado —un mapa del Hombre abierto— ; enumeraban tus partes, nombraban tus visceras, te abrían los párpados —globos empañados—, tomaban notas, volvían la página.

Junto a tus pies callosos, impregnados de azufre, como una partitura, se desplegaba un libro.

Te hundían en la carne la punta de los dedos: quedaban las depresiones de las yemas, las ranuras de las uñas: eras de cera, de papel, de mármol blando, de arcilla.

Con un bisturí te cortaron las muñecas; te apretaron el brazo con ligaduras, desdé el hombro. Por la herida brotó una pasta negra que recogieron en un cofrecillo. En otros dos conservaron de tu orine y tu excremento.

Esos tres residuos, disueltos en vino, rociaron el banquete funerario.

Quisieron tirarlo a un canal envuelto en un manto color candela para que al congelarse el agua quedara en la arena del fondo, la planta de los pies hacia arriba, el manto abierto, y los niños lo señalaran bajo sus patines, atrapado en el vidrio;

quisieron incinerarlo: las cenizas en una cobra de escamas talladas —los ojos dos toscas esmeraldas, un zigzag de rubí la lengüeta— cuya cabeza se desenroscaba;

quisieron embalsamarlo, sentado y con una cruz gamada entre las manos, para conservarlo en el sótano, rodeado de puñales con emblemas y naranjas secas.

Finalmente, un lama astrólogo calculó el horóscopo de la muerte: a las seis de la tarde debían subirlo a las colinas.

Le cortaron la piel en bandas que clavaron a las piedras.

Le machacaron los huesos.

Mezclaron ese polvo con harina de cebada. Lo dispersaron al viento.

Repitieron por última vez las sílabas.

Lo abandonaron todo.

Para los pájaros.

II

En cabezas huecas de Budas benévolos recibían los cinco transformadores los terrones de apio que extraían destornillando pupilas y luego elaboraban. La novena sublimación convertía los grumos en su reverso ligero y blanco. Un adicto enconoso y colérico traía las estatuas travestido en anticuario diligente y amanerado tibetólogo. Les había cedido ese almacén en cuyas salas diurnas amontonaban sus deterioros y apócrifos varios traficantes de arte asiático.

En saquitos de yute —¡almohadillas de olor!—, en paquetes delgados, sin espesor, adaptables a las suelas, envolvían la nieve obtenida, la escondían en menudas cajitas circulares de Tjing Ljang YU, bálsamo esencial —sobre fondo celeste, en relieve, una pagoda de techos cónicos azul turquesa: The Temple of Heaven—, la disimulaban en globitos de preservativos inflados, la teñían, azúcar roja.

Todo el día en un diestro quehacer maniático, enardecidos, febriles, envenenados por sus propios desechos, emponzoñados por sus heces: así sobrevivían los fanáticos.

Habían desertado, por calurosas y atestadas, las salas superiores del almacén; el alambique funcionaba en el sótano desahuciado que invadía el hedor del canal contiguo. Afuera y junto a las ventanillas contrahechas que obturaban antaño espesos vitrales de cuyas armaduras subsistían círculos rotos, escudos desarmados y torcidas flores de hierro, se iban acumulando —manteles de espumarajo arrastrados por el desagüe de las lavanderías indonesias del Jardín— manchas de aceite desparramadas y sobre ellas patos muertos flotando aliabiertos; entre pinos podridos y latas vacías fermentaba la comida rancia que venían a picotear los pájaros.

De las habitaciones más hondas —un dédalo de peldaños derrumbados, portezuelas irregulares y pasadizos húmedos del otro lado de cuyos muros se sentía el agua empozada— no salían ya los traficantes de blanca más que para distribuir sobrecitos y cajitas entre las “conexiones” golosas y puntuales de la Rembrandtsplein; sobre apiladas cajas de manzana se atragantaban de sardinas ahumadas, orinaban de prisa y en los rincones; acechando las delicadas metamorfosis, catando arenas cada vez más finas, juntando minúsculos cristales, tomaban agua de azúcar, dormían sentados.

Consumían para mantenerse en esa fiebre del producto de sus propios gestos: quemaban en los viajes domésticos lo más sutil de su artesanía, las joyas más veloces, las estrías más nítidas.

Se iban hundiendo cada vez más; botaban escombros al canal para ahondar el calabozo, se adentraban en lo más húmedo, perforaban paredes, escarbaban —la luz llegó a ser un alfiletero y un erizo— ; topos abriendo huecos.

Dormían envueltos en esteras. La oreja pegada al muro, escuchaban, del otro lado del sueño, el lento fluir del agua en el lecho del canal, la infiltración entre las piedras, el goteo de los aleros sobre la espesa lámina aceitosa, lentamente ondulante de la superficie, la supuración de las cloacas.

Una vez por semana había que abandonar el fresco.

Ascendían. Emergían, ya entrada la noche, asfixiados de calor y de miedo. En la cripta se blindaban de sobrecillos y cajitas de metal.

Más congestionado y tintinante que una enana saltona con una chaquetica de monedas, Cobra subía por una columna alrededor de la que, prendidos en hélices, quedaban restos de peldaños. Alzaba una escotilla, por la rendija examinaba el almacén, la abría de par en par, daba un silbido entrecortado, de sijú ciego. Mirando enseguida asustadizas hacia todos lados, iban aflorando una por una, en las baldosas blancas del piso, las cuatro cabezotas restantes, arrugadas y prietas. Se volvían a diestra y siniestra los cejijuntos peludos: las mechas barrían las losetas. Cuando surgía una esférula barbuda, una risita, el de abajo empujaba como un resorte: sobre el fondo de cal, entre las desvencijadas estatuas del depósito, aparecían, súbitos, los destiladores prófugos: confitados demonios carnavalescos, ojazos ovales de añil transparente, autómatas de un reloj catedralicio dando las cinco.

Detrás del guía, teñidos por las vetas oblicuas de la tierra, torrecillas jadeantes de distintos estratos, aparecían Totem, Tigre y Tundra. Daban otra señal, un zapatazo en la compuerta, un grito: germinaba Escorpión.

Ya los cinco en exilio, cerraban la entrada al infiernillo alambicado, a la casona underground de Proserpina. En fila india, armados11, cundidos de papelillos crujientes, revestidos, como piñas abrillantadas, por una fina capa de azúcar, torcazas de invierno envueltas de nieve, iban atravesando la nave.

Escuchaban, lejano, el chirrido de los tranvías, los pasos en la calle, su repetición metálica, vacía, refractada por las naves, las voces en el resplandor del verano —volúmenes, vasos—, su reflejo sordo contra los dioses de madera.

De un lado y otro y a veces hasta el techo de hormigón, se amontonaban, rencorosos, los antiguos: un sonriente Maitreya exhibía el reverso de sus ojos desprendidos: la convexidad de los glóbulos, con los iris pintados, caía desde la bisagra de los párpados inferiores como la tapa abierta de un reloj.

Un Avalokitechvara mostraba, compasivo, la palma provista de pupila de su mano derecha, del índice le colgaba una de sus propias orejas destornilladas; una córnea negruzca, como la del pico de una urraca, le revestía el interior del cofre-cráneo. De trecho en trecho, en los pétalos de un trono articulable en forma de flor de loto —el príncipe yacía boca abajo—, como con la punta de una tijera alguien había arrancado lamparones de la misma corteza oscura —debajo, sobre lacre rojo, laminillas de oro viejo— ; hasta el trasero de la estatua desmontada, todo lo había ganado la costra opaca, la pasta de uña que tupe los bronquios y las pipas.

Sólo quedaban, entre los venerables dislocados, aunque derruidos dignos, gastados por el mar o por labios devotos, las facciones borradas —¡tanto soban las manos piadosas!—, altivos y astillados, los intrusos: restaurados los mantos, intactos los corazones, esplendente la hojalata de puñales y coronas, apuntaban hacia las vigas del techo, anunciadores eufóricos, postergados mártires sevillanos, santas de caoba carcomida, beatas aleijadinhas de jacarandá, monjes engarrotados y arcángeles fatuos.

Para cruzar entre un cuadrante solar y una pianola un campesino flamenco levanta levemente el pie derecho y se recoge el manto hasta las rodillas; los cabellos y la barba de idénticas volutas— góticas flores de coliflor —le bajan hasta la cintura. A horcajadas sobre sus hombros, dos piernitas regordetas le caen ante el pecho, los piececillos entre los caracoles de la barba: están articuladas a un tronco de niño y éste a un bracito agujereado por la polilla que alza una esfera dorada— cruz en el polo norte.

Sobre una alfombra negra que escande una trama de tigres y letras blancas una doncella lanza una rueda erizada de púas.

Para descorrer la puerta de metal Cobra apartó a un pordiosero leproso cuyas concéntricas llagas lamían perros famélicos.

Apenas soportaban la claridad de la noche, los ruidos les repercutían en la cabeza. Había motocicletas tumbadas sobre la acera. Llovía. En la plaza se oía el guitarreo de las fondas, lejano. Junto a la entrada del metro apareció una mujer asustada. Llevaba un sombrero rojo cuyos cordones, cayendo hasta una capa negra, del rostro ocultaban las flores de oro.

Iban rozando las paredes, escabullándose entre la gente. Querían huir, volver al claustro, ser otros. No se miraban ni se hablaban; tomaban distintas aceras, cabizbajos.

—Nos empapa la lloviznita urticante de las miradas... —tararearon a dúo Totem y Tigre.

—Ojillos burlones nos recorren de pies a cabeza. Dedos nos apuntan, nos ponen asteriscos —citó sudoroso Tundra.

Igual lentitud de gestos —caminaban por el fondo de un acuario— ; flotaban sobre la misma fibra de vidrio, a unos milímetros del suelo avanzaban sobre la misma barba.

Veían los mismos colores, una palabra las contenía todas. Esferas transparentes. Un iris aureolaba las cosas.

Les estiraba los labios un mismo rictus horizontal y fijo.

Entre dos discos —el mismo que recae bajo la aguja—, se oye el traquetear de las máquinas, piñazos contra la madera; pestañean los bombillos de las pizarras, caen fresas, bastos, limones y cerezas.

Sin célula fotoeléctrica y sin que nadie la empuje, se abre pesada, lenta, la portezuela cuarteada que da a la Rembrandtsplein: ha llegado Rosa, la vidente.

El escote desciende hasta el ombligo; una flor blanca lo abrocha entre los senos. No saluda —Rosa es así—, no responde a los saludos. Un collar de mostacillas negras, alarde del barroco funerario, le aprieta la garganta.

Se instala en una mesa morada, junto a la puerta del MEN. Despliega enseguida en arco su juego de cartas. Con una uña limada, de su mismo escarlata, señala el as de corazón —en el índice, enroscada, una cobra de oro— ; con la otra mano sostiene la pata de sus espejuelos: una culebrilla de pasta verde envolviendo los ojos, dibuja la armadura. Saca la punta de la lengua, acanalada como una U, la extralúcida, mueve la cabeza: de sus cabellos, virutas de caoba chamuscada, del sombrero de alas anchas que los toca, salta una cola azul pastel, de zorra, cuyo extremo se abre junto a las barajas en un penacho de plumas turquesas.

—Pregunten señores. Sobre la vida y la muerte. Pero no olviden que yo no soy más que una concreción del primigenio cloruro viscoso, un engendro de la eterna truculencia llena. —Saca la lengua otra vez, se retoca un lunar:— ¡Hay que teatralizar la inutilidad de todo! —y rompe en una carcajada.

La gente se agolpa a su alrededor. Bajo el gran pie que ribetea un tubillo fluorescente aprovechamos la horda para distribuir cajitas rojas. Nos pegamos por detrás, muy apretados, a los clientes. Por el bolsillo del pantalón vamos deslizando la mano derecha. En el fondo dejamos un Templo del Edén. Nos pegamos por delante, muy apretados, a los clientes. Por el bolsillo del pantalón, a la derecha, sentimos, tibias contra el muslo, deslizar sus manos. En el fondo queda un billete.

Junto a los urinarios, bajo la luz mostaza del MEN, envueltos por el humo, por el vaho verdoso y tibio del orine, se propaga, en estuchitos circulares que nos arrancamos del cuerpo —talismanes envenenados— el bálsamo esencial; entre ideogramas negros se dispersa la nieve.

Distraemos a la barajera:

Escorpión: ¿Qué tengo que hacer para tener un pecho como el de Supermán?

Rosa: Aprender a respirar.

Pegada a una base convexa, una calavera de ojos espantados mira hacia arriba, suplicante, y muestra una lengua enrojecida, abierta en U como la de Rosa. Sobre el cráneo —la garra rasca el hueso—, un cuervo disecado luce una margarita ensartada en un collar.

Cobra: Quisiera ser acróbata del Palacio de las Maravillas. ¿Cómo hago para desarticularme todo?

Rosa: Siéntese. Ponga el pie izquierdo sobre el muslo derecho y el derecho sobre el izquierdo. Cruce los brazos por detrás de la espalda. Con la mano derecha agárrese el pie izquierdo, con la izquierda el derecho. Mírese el ombligo. Y luego trate de desenredarse...

Detrás de la echadora de cartas, con fondo lila y ojos de vidrio, se asoman al unísono tres caballeros. El bombín acharolado del más viejo —monóculo, perilla cuidada, bigotes canos— corona la pirámide. Un calvo mofletudo y bonachón, contrito, baja la vista; a su lado el tercer escrutador, que corta por la boca un muro verde —sobresalen, de su bigote negrísimo, las espirales simétricas—: ojos espabilados, pelo colorado y lacio, cejas arqueadas.

TOTEM: ¿Qué debo hacer para que no se me caiga cuando ya va entrando?

ROSA: NO pensar en eso.

En el marco de la puerta —nos vigila, desde la sombra, una momia de párpados blancos, biliosa y fosforescente— aparece una gitana fumando.

Tigre: ¿Qué fórmula debo repetir para no reencarnar en un puerco?

Rosa suspira. De su cartera, que bordan crisantemos de nácar, toma una petaca de carey con iniciales de oro. Con la mano abierta destruye un arco de tréboles. Abre su vanity —vidrios verdes—, se retoca un lunar con tinta china —Rosa es así—, pide un high ball con mucho hielo...

En casa del herrero cuchillo de palo: ignoraba la descifradora que no llegaría a tomárselo: por la puerta de la Rembrandt, “con pasos afelpados”, entró la brigada de estupefacientes.

Vuelta hacia Rosa la muchedumbre se inmovilizó en un suspiro. Los cinco transformadores desaparecieron en el MEN.

El vaho del orine: la emanación de una ofrenda.

Los urinarios: frascos de aceite.

El lavabo: una fuente de pétalos.

Sentado sobre un pavo real de porcelana blanca, apareció un dios amarillo. El rostro central era plácido; en los laterales, colmillos salientes, ojos irritados y globulosos, narices echando humo. Las manos centrales juntas en oración; las otras blandían dardos y puñales, arcos y flechas.

Cariacontecidos y avitamínicos del baño salieron cinco lamas refugiados en Nepal. Los ahogaba el verano indio. Rememoraban el té rancio, el reflejo de las jarras de cobre en la nieve, la harina de cebada, un muro de piedras blancas cada una con una sentencia escrita en negro, el paso de un yac por el marco de una ventana estrecha, los tankas pintados a mano, tan milagrosos, abandonados en las inmediaciones de Lasa.

Tundra señaló la tierra.

Escorpión maldijo a los demonios rojos, instigadores de la invasión china.

Con cascos metálicos que imitaban cabezas de lechuza, de águila filipina comedora de monos, un agente del orden se acercó a COBRA:

—Documentos...

....................

—Drogas...

....................

—Divisas...

....................

—Detenido...

....................

Conocemos la afición del inculpado por el teatro pedagógico.

No perdió un solo efecto:

le entregó una flor,

un Templo del Edén,

un florín;

se sacó el sexo y le orinó los pies.

Sujetándolo por los hombros el policía lo arrinconó contra la pared.

Le enterró en el cuello las garras.

Con el pico de acero le perforó el cráneo.

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