Cobra

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COBRA I » TEATRO LÍRICO DE MUÑECAS

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TEATRO LÍRICO DE MUÑECAS

I

Los encerraba en hormas desde que amanecía, les aplicaba compresas de alumbre, los castigaba con baños sucesivos de agua fría y caliente. Los forzó con mordazas; los sometió a mecánicas groseras. Fabricó, para meterlos, armaduras de alambre cuyos hilos acortaba, retorciéndolos con alicates; después de embadurnarlos de goma arábiga los rodeó con ligaduras: eran momias, niños de medallones florentinos.

Intentó curetajes.

Acudió a la magia.

Cayó en el determinismo ortopédico.

Cobra. Dios mío —en el tocadiscos, como es natural, Sonny Rollins— ¿por qué me hiciste nacer si no era para ser absolutamente divina? —gemía desnuda, sobre una piel de alpaca, entre ventiladores y móviles de Calder—. ¿De qué me sirve ser reina del Teatro Lírico de Muñecas, y tener la mejor colección de juguetes mecánicos, si a la vista de mis pies huyen los hombres y vienen a treparse los gatos?

Tomaba un sorbo de la “piscina” —ese jarrón en que la Señora, para compensar los rigores del verano y la práctica reductora, le servía un sirope de frambuesa con hielo frappé—, se alisaba las enmarañadas fibras de vidrio, con un cartabón milimétrico, se medía los rebeldes y atacaba otra vez el “Dios mío, por qué...”, etc.

Empezaba a transformarse a las seis para el espectáculo de las doce; en ese ritual llorante había que merecer cada ornamento: las pestañas postizas y la corona, los pigmentos, que no podían tocar los profanos, los lentes de contacto amarillos —ojos de tigre—, los polvos de las grandes motas blancas.

Aun fuera de la escena, una vez pintados y en posesión de sus trajes, la Reina era obedecida, y huían por los pasillos o se encerraban en las alacenas y salían embarrados de harina los criados a la bigotuda aparición de un Demonio.

Rauda, desgreñada, reverso del fasto escénico, la Señora se deslizaba en pantuflas de Mono Sabio, disponiendo los paravanes que estructuraban aquel espacio décroché, aquella heterotopia —fonda, teatro ritual y/o fábrica de muñecas1, quilombo lírico— cuyos elementos sólo ella salvaba de la dispersión o el hastío. Surgía en la cocina, en el humo anaranjado de una salsa de camarones, corría por los camerinos llevando un plato de ostras, preparaba una jeringuilla o mojaba en laca un peine para retorcer un bucle recalcitrante.

Iba y venía pues la Buscona, como les decía hace un párrafo, por los corredores de aquel caracol de cocinas, cámaras de vapor y camerinos, atravesando en puntillas las celdas oscuras donde dormían todo el día, presas en aparatos y gasas, inmovilizadas por hilos, lascivas, emplastadas de cremas blancas, las mutantes. Las redes de su trayecto eran concéntricas, su paso era espiral por el decorado barroco de los mosquiteros. Vigilaba la eclosión de sus capullos, la ruptura de la seda, el despliegue alado. El Museo Guggenheim, con sus rampas centrífugas, era menos mareante que éste, turbio y reducido a un solo estrato, que con su diurno deambular animaba la Alcahueta: castillo circular aplastado, “laberinto de la oreja”. Con un algodón empapado en éter calmaba a las sufrientes, daba un gin tonic a las sedientas, y a las que impacientaba la espera entre compresas de terebentina ardiendo y emplastes de hojas machucadas, su consejo predilecto: sean brechtianas.

Regía trenzando moños, reduciendo con masajes de hielo aquí un vientre, allá una rodilla, alisando manazas, afinando con inhalaciones de cedro los vozarrones rebeldes, disimulando los pies irreductibles con una plataforma doble y un tacón piramidal, distribuyendo aretes y adjetivos.

Cobra era su logro mejor, su “pata de conejo”. A pesar de los pies y de la sombra —cf.: capítulo V—, la prefería a todas las otras muñecas, terminadas o en proceso. Desde que amanecía escogía sus trajes, cepillaba sus pelucas, disponía sobre los sillones Victorianos casacas indias con galones de oro, gatos vivos y de peluche; ocultaba entre cojines, para que la sorprendieran a la hora de la siesta, acróbatas de cuerda y encantadores de serpiente que al ser tocados ponían en marcha un Vals sobre las olas con chirridos baritonales, de flautilla de lata. Luego se entregaba a la contemplación del retrato gigante que, enmarcado entre banderolas rojas, presidía con su ampliación en colores aquel aposento.

Estimadas lectoras:

sé que a estas alturas no os cabe la menor duda sobre la identidad del personaje allí desmesurado: claro, era Mei Lan Fang. Aparecía el octogenario impersonator de la Ópera de Pekín en su caracterización de dama joven —la coronaba una cofia de cascabeles— recibiendo el ramo de flores, la piña y la caja de tabaco del viril presidente de una delegación cubana.

Ya cuando cada rizo estaba en su lugar, entonces la Madre concertaba encuentros, cumplimentando las peticiones de los más insistentes y manisueltos, espaciando los horarios de las más solicitadas, tramando coincidencias en las celdas de las menos. A estas últimas, para corregir una vez más las leyes naturales y salvar el siempre incierto equilibrio entre la oferta y la demanda, daba sus mejores consejos y descubría las debilidades de cada cliente: sabían las malhadadas quién era foot adorer y ante quién había que bailar una javanesa en traje de Mata Hari y poniéndose un lavado.

La escritura es el arte de la elipsis: en vano señalaríamos que de todas las agendas era la de Cobra la más frondosa. La seguían la Dior en ramos de orquídeas recibidos sin remitente, la Sontag en joyas de Cartier y mesas reservadas en Maxim’s, la Cadillac en el número de horas que la habían esperado convertibles cola de pato con choferes negros vestidos de blanco y en el resto de agasajos que, antes de que envíe la tarjeta de visita, ya han presentado a un hacendado sudamericano.

Lo que sí merece mención es que los fervientes de Cobra no se amotinaban más que para adorarla de cerca, para permanecer unos instantes en su muda contemplación. Un londinense, paliducho importador de té, le trajo una noche tres tamborines para que a su ritmo ella, cargada de pulseras, de címbalos, de antorchas y arcos, le impusiera los pies, como Durga al demonio convertido en búfalo.

Algunos, serenos, pedían besarle las manos; otros, más turbados, lamer sus ropas; unos pocos, dialécticos, se le entregaban, suprema irrisión del yang.

La Buscona acordaba citas por orden de certidumbre en el éxtasis: los contemplativos y espléndidos la obtenían para la misma noche; los practicantes y agarrados eran postergados por semanas y sólo tenían acceso al Mito cuando no había mejor postor.

...Caía en un sillón, de golpe, la Madre, rendida. Le echaban fresco. Aun allí seguía dirigiendo la mise-en-scène, el tráfico de tarimas y atuendos entre el espectáculo visible —donde ya cantaba la Cadillac— y el teatro generalizado en los sucesivos aposentos.

La escritura es el arte de la digresión. Hablemos pues de un olor a hachís y a curry, de un basic english tropezante y de una musiquilla de baratijas. Esa ficha señalética es la del indio costumista, que tres horas antes de que se descorrieran los telones del show llegaba con su cajita de pinceles, sus minuciosos frascos de tinta y “la sabiduría —decía el propio enturbantado, de perfil, mostrando su único arete— de toda una vida pintando la misma flor, dedicándola al mismo dios”.

Iba pues decorando las divas con sus arabescos teta por teta, que éstas, por redondas y turgentes, más fáciles eran de ornar que los pródigos vientres y nalguitas boucherianas, rosa viejo con tendencia al desparramo. Desfilaban las divinidades roncas ante el inventor de alas de mariposa y allí permanecían estáticas, el tiempo de repasar sus canciones; aplicado, el miniaturista in vivo de las heladas reinas de grandes pies iba encubriendo la desnudez con orlas plateadas, jeroglíficos de ojos, arabescos y franjas de arcoiris, que según la inserción y el aguaje las adelgazaban o no; disimulaba de cada una las desventajas con volutas negras y subrayaba los encantos rodeándolos de círculos blancos. En las manos les escribía, con azafrán y bermellón, los textos de entrada a escena, los más olvidables, y el orden en que debían recitarlos, y en los dedos, con diminutas flechas, un esquema de sus primeros desplazamientos. Dejaban al encargado de asuntos exteriores, de la cabeza a los pies hechas para el amor, tatuadas, psicodélicas todas. La Señora las revisaba, les pegaba las pestañas y una etiqueta OK a cada una y les daba una nalgada y una pastilla de librium.

La escritura es el arte de recrear la realidad. Respetémoslo. No ha llegado el artífice himalayo, como se dijo, alhajadito y pestiferante, sino con un recién planchado y viril traje cruzado color crema —en la corbata de seda una torre Eiffel y una mujer desnuda acostada sobre el letrero Folies Cheries.

No. La escritura es el arte de restituir la Historia.

El orfebre dérmico luchó en la corte de un marajá, cerca de Cachemira. Era maestro en llaves y en muecas —que desmoralizan al enemigo— ; podía, esbozando una vuelta camera, caer sobre las manos y derribar con un doble puntapié en el vientre a un agresor que embiste, o haciéndolo girar sobre sí mismo, hundirle en la nuca el puñal con que ataca.

Agitando un pañolón de madras con la mano derecha le encajaba a un tigre camboyiano una jabalina en el costado izquierdo.

Creía en la sugestión, en la técnica del asombro y en que la victoria es irrevocable si logramos asustar al adversario al aparecer; se desfiguraba con parches y postizos, surgía ante los contrincantes boquiabiertos con dos narices o con una trompa de elefante roja como un pimiento, suspendida a la frente por un muelle. Aprendió de sus cotidianas encarnaciones en demonio, el arte del tatuaje y las coartadas ventrílocuas, que hacen volverse al rival.

Había escapado de la revolución cachemira con lina maleta de joyas que dilapidó en barcas floridas —los burdeles lacustres del norte— con enchapadas de colorete, y en torneos fallados de antemano —lo aclamaron Invencible— contra los campeones llegados de Calcuta; había animado una escuela de lucha en Benares, y en Ceilán un despacho de infusiones en cuyos entablados, que se imbricaban en espiral como los de una torre, venían a acostarse al anochecer, entre saquitos de té, obesas matronas pintarrajeadas.

Fue concesionario de especias en Colombo. Huyó una noche, después de perder un pugilato. Las llamas fueron ganando, desde las cuerdas que la afianzaban a la tierra, la carpa del circo que albergaba a los vencedores.

Su última proeza fue una fanfarronada en un pancracio de Esmirna: sin concederse entreactos redujo a tullidos a seis campeones turcos. Tan erguido, tan imperturbable permaneció cuando le asestaron un golpe, cuando trepando de un salto sobre su vientre le tiraron los gigantes del pelo, como quien escala un farallón asiendo lianas, y luego fue tal su acometida en el lupanar en que, pasando por la piedra eunucos y mujerangas, celebró sus trofeos, que la matrona —un griego obeso, montado en tacones y con una flor en la cabeza—, ganada por la comezón filológica y para evocar a la vez su verticalidad en la arena y su embiste licencioso, lo apodó Eustaquio.

Pasó pues a Occidente con ese nombre, lo único que conservó de sus andanzas gimnásticas.

Encubría bajo un delito benigno —traficante de apio—, su verdadera infracción.

Fue contrabandista de marfil en los rastros ju —dios de Copenhague, Bruselas y Amsterdam; cultivó hasta la manía un inglés clásico y unos cabellos negros y brillantes que, sobresaliendo de un bonete de gamuza verde, se continuaban con una barba oficialmente oriental, peinada y lacia.

Un espejo abombado y otros doce más pequeños que lo rodeaban multiplicaron su imagen cuando entró con una sirvienta mofletuda en una casa de muros y puertas blancos que cerraban aldabones negros.

Por las ventanas ojivales rondeles de vidrio opaco filtraban un día gris y húmedo. De un baúl sienés sobresalía un tapiz flamenco. Colgaban de las vigas arenques ahumados y racimos plateados de ajo. En una mesa había una balanza y una biblia abierta cuyas iniciales eran hipogrifos mordiéndose la cola, sirenas y harpías; entre las letras saltaban liebres. Junto al libro un reloj de arena. Reflejo de un vaso de vino, temblaba sobre el mantel una línea transparente y roja.

En un estante, tras unos frascos de cereza en aguardiente, la sirvienta escondió una bolsa de florines.

La escritura es el arte de descomponer un orden y componer un desorden.

La Señora había descubierto al indio entre los vapores de un baño turco, en los suburbios de Marsella. Quedó tan estupefacta cuando, a pesar del vaho reinante, distinguió las proporciones con que Vishnú lo había agraciado que, sin saber por qué —con estos jeroglíficos, y sin revelarnos que lo son, nos asombra el destino— pensó en Ganecha, el dios elefante.

Aprovechemos esos vapores para ir disolviendo la escena. La siguiente se va precisando. En ella vemos al pugilista en plena posesión de su pericia escriptural, “que vela sin vestir y orna sin ocultar”, aprestando para el espectáculo a las modelos del Teatro Lírico de Muñecas.

Con tanto capullo en flor, tanta guedeja de oro y tanta nalguita rubensiana a su alrededor, está el cifrador que ya no sabe dónde dar el cabezazo; intenta una pincelada y da un pellizco, termina una flor entre los bordes que más dignos son de custodiarla y luego la borra con la lengua para pintar otra con más estambres y pistilos y cambiantes corolas. Se arremolinaban a su alrededor las Spaventosas y con la abertura de las tintas comenzaba el correteo. A medio vestir, bostezantes y empapadas, lo esperaban las hadas con nuez echando ansiosas partidas de tute y tomando cerveza en lata. Era tal la cumbiamba que reinaba en los vericuetos del Templete que la Señora ya no sabía cómo intimidar a las meninas para que no perdieran el self-control según aparecía Eustaquio el Sabrosón.

Llegaron a organizar batallas navales en la bañera, que eran chapaleteos y sumergidas introducciones; las “guerras floridas” arruinaron el mobiliario art nouveau de la Matrona.

Hasta un día.

Apareció la Señora, con una escoba de yarey en la mano y tan amarilla de ira que parecía una azafata asiática. Tres juguetones, en paños menores, se habían envuelto en un cubrecama rojo: “a pachanga de amor felpa de vino” —jaraneaba Eustaquio—. La Cadillac, que repasaba su lección de bel canto en medio del retozo, no se dio por enterada: apretó el timbre de alarma y siguió vocalizando.

Acometió la biliosa contra el envoltorio espasmódico como si fuera a apagar un fuego; arremetía con la devoción de quien flagela un penitente blandiendo una disciplina de perdigones en las puntas.

Oyó una saeta. Sintió en la boca un esponjazo de vinagre. Con una mano abierta se golpeó la frente.

Iba

/ descalza, arrastrando incensarios,

/ virriajada con cruces de aceite negro,

/ en hábitos carmelitas, de saco, un cordón amarillo a la cintura,

/ envuelta en damascos y paños blancos, con un sombrero de alas anchas y una vara,

/ desnuda y llagada, bajo un capirote.

Atravesaba

/ corredores encalados, con barcos de madera suspendidos al techo y lámparas de plata en forma de barco,

/ capillas octogonales de altas cúpulas, torbellinos de ángeles de yeso cuyas paredes soportaban estantes cargados de coronas, brazos y corazones de oro, cabezas que se abrían mostrando una hostia, tubillos de cristal con ceniza.

En una custodia brillaba un amuleto funerario en cuyo círculo central, protegidos por dos cristales tallados, rodeados de cuentas de ámbar, se apilaban huesecillos porosos —dientes de niño, cartílagos de pájaro—, de bordes afilados, que ataba un cintillo de seda con iniciales góticas y nombres alemanes en tinta negra.

En la sacristía los monaguillos jugaban a las barajas. Sobre una despensa de madera, entre opacos jarrones y panes envueltos en servilletas blancas, relucían tres vasos de plata.

Se encontró en una plaza.

El suelo estaba inclinado. Sobre un arco de piedra, águilas de oro, yugos, haces de flechas, intrincados nudos.

La rodeaban en trance los devotos, orando, fustigándose a sí mismos, sonando matracas.

MÚSICA SEVILLANA

La Señora —encerrada en paño crudo, autosacramental, torquemadesca—: ¡Mal convertidos! —y un escobazo— ¡Posesos! —se persignó tres veces, escupió el envoltorio de pana roja, se dio un golpe de pecho—. ¡Sabandijas emponzoñadas! —roció con aguardiente la trinidad encapuchada: no encontró alcohol—. ¡Ardan, cuerpos hirvientes de gusanos!

El capirote de tres picos:...................

Cuando volvió en sí la Señora, dejó salir del envoltorio a tres tumefactos avergonzados: el indio, of course, Zaza y Cobra: —A partir de esta noche— logró articular jadeante, dirigiéndose a la Cadillac, que interrumpió entonces sus gorgoritos —, usted será reina del Teatro Lírico de Muñecas. Ha demostrado con su ejemplo que en arte, si se quiere llegar a algo, hay que trabajar aunque no estén reunidas las condiciones óptimas.

Y usted —se limitó a ordenar al indio—, vístase y váyase. Dios mío —añadió sollozando—, a esta casa la ha perdido la trompa de Eustaquio.

Lo cual no impidió que unos días más tarde ya comunicara otra vez a las muñecas, el perverso, su nirvana: penetraba entre florales contornos, las contemplaba retozar frente a un espejo veneciano, rociándolas de jenjibre las despatarraba sobre una piel de bisonte, desnudas pero coronadas por torres de plumas —ja eso nos llevará la decadencia de Occidente!—, y se acostaba él boca arriba sobre la bestia, las caderas flanqueadas por los cuernos, haciéndose de rogar, oliéndolas, prolongando los preámbulos. Lento, parsimonioso, con alambicadas cortesías las atraía sobre sí: mientras penetraba el cuerno medio los laterales iban rasgando. No se sabía de qué gemían, ni cuando pedían más, qué darles.

Del techo colgaba, toda desvencijada, una red de alambre y de cables en cuyos extremos pendían zócalos, círculos rojos de papel celofán y un bombillo roto y chispeante.

La escritura es el arte del remiendo. De lo que precede se infiere que:

si el indio es tan priápico y gozador como habéis oído, nunca terminará de encubrir con sus signos la desnudez de las coristas ni las mismas podrán someterse impasibles a la torturante contemplación de sus dones, que lo es mucho más si se tiene en cuenta el desabotonamiento que impera en la farándula

AHORA BIEN:

1. sin pintura corporal no puede tener lugar el espectáculo; éste, y aun sobornándolos con crecientes gratificaciones, es el atuendo mínimo que exigen los agentes de la “mundana”; de nada valdría recurrir a los otros, a nadie le interesan;

2. sin “cuadros plásticos” no hay clientes, ni sin ellos puede mantenerse la fábrica de muñecas, que sólo de subsidios, si bien interesados generosos, vive;

3. sin fábrica de muñecas, su tema —la Señora: Ah, porque la literatura aún necesita temas... Yo (que estoy en el público): Cállese o la saco del capítulo— no puede continuar este relato.

ERGO:

El indio tiene que ser como en su primera versión. Y de hecho así es.

¡Sólo un tarado pudo tragarse la a todas luces apócrifa historieta del pugilista que, de buenas a primeras, aparece en un cuadro flamenco y renuncia a su fuerza de macho de pelo en pecho nada menos que para encasquetarse un bonete verde y ponerse a traficar florines! ¡Vamos hombre!

Es cierto que Eustaquio amenizó la corte de un marajá, pero, como era de esperarse, en tanto que bailarina desnuda y coreógrafo ritual; es cierto que peina “seda de caballo”: la guarnece de claveles —que se pega con scotch tape— para bailar bulerías.

Tampoco nos faltan datos de su periplo occidental. Consignaré sólo uno: se le identificó a bordo de “La Neutral”, una casa de gomas y trucos del Barrio Chino de Barcelona. Cataba preservativos y bulbos para cánulas; fabricaba, en caucho pintado, vómitos, excrementos y lombrices que saltan de un habano. El emblema de ese expendio, como ella cacofónico, pudo ser el de su vida: MARAVILLAS DE ASCO CÓMICO.

Si se pasea impunemente entre las bambolonas es porque, como suele suceder, ha puesto entre paréntesis sus vehículos somáticos. Aunque para el placer bastan los bordes —Lacan se lo explicó un día—, poco disfruta de los suyos el as del ramillete.

Restablecido el orden en el departamento de pictogramas, el indio acaba de cubrir a las coristas de pistilos plateados, alas de mariposas melanesias, ramas de almuérdago, plumas de pavo real, monogramas dorados, renacuajos y libélulas, y a Cobra —que es otra vez reina— de pájaros del trópico asiático irisando la frase “Sono Assoluta” en indi, bengali, tamil, inglés, kannala y urdú.

Ensaya nuevos tintes en su propia cara, se alarga los ojos, para ser más oriental que nature; un rubí en la frente, sombra en los párpados, perfume, sí, se perfuma con Chanel Eustaquio y se desvanece, danzante, por el pasillo.

Un timbre.

Ábrense los telones del show.

Que luego tornaré a contaros.

II

Anclas planas la fijaban a la tierra: dejaban que desear los pies de Cobra, “eran su infierno”. Los encerraba en hormas desde que amanecía, les aplicaba compresas de alumbre, los castigaba con baños sucesivos de agua fria y caliente. Fabricó, para meterlos, armaduras de alambre cuyos hilos acortaba, retorciéndolos con alicates; los forzó con mordazas; los sometió a mecánicas groseras; después de embadurnarlos de goma arábiga los rodeó con ligaduras: eran momias, niños de medallones florentinos.

Intentó curetajes.

Acudió a la magia.

Cayó en el determinismo ortopédico.

Un mediodía en que, vencidas las cambreras, indagaba en los ficheros de la Biblioteca Nacional, creyó encontrar la solución en el “Méthode de réduction de testes des sauvages d’Amérique selon l’a veue Messire de Champignole serviteur du roy”. En el burlesco se corría que había fletado un comando para investigar el procedimiento in situ, sobornado etnólogos, hipotecado su alma; se aventuró que todo lo pagaba la CIA y no era más que una maquinación de su doble —la Cadillac— para arruinarla por la base y sustituirla definitivamente en el Teatro Lírico de Muñecas.

Un vaho verdoso, de alcanfor, emanaba del tugurio de Cobra, arabesco que se iba ensanchando hasta abrirse en una banda espiral, nebulosa, en un caracol que se expandía, de menta. Encerrados en frascos transparentes por todas partes retoñaban cepos, hojas anchas y granulosas, retorciéndose, pestilentes arbustos enanos, flores enfermas cuyos pétalos roían larvas diminutas y brillantes, heléchos estrujados que en los pliegues albergaban huevecillos translúcidos, en multiplicación constante. De lo estilizado vegetal art nouveau el cubículo había pasado a la anarquía yerbera —buscaba sin tregua los zumos, el elixir de la reducción, el jugo que achica—. En las gavetas de una consola y sobre un diván turco se abrían robustas alcachofas que iba ganando una vellosidad blanca; en vasos de Lalique el formol conservaba raíces machacadas y cogollos, bagazos en que habían quedado prendidas grandes hormigas rojas. Búcaros y globos de lámparas, al revés, protegían de la luz la germinación de los cotiledones; una motera de nácar conservaba semillas en alcohol, otras, de carey, manteca de majá, resina de caoba y nuez vómica.

El cuarto de baño abastecía ese laboratorio. En palanganas de porcelana, donde ya la generación espontánea había prodigado gusarapos, renacuajos y —la Naturaleza es fanfarrona en sus milagros— hasta sapos, proliferaba un berro negro, de gajos espesos, verdolaga sensible que cerraba sus hojas al menor contacto y cuyos ramilletes ya iban cubriendo el bidet, un sillón blanco de la Knoll —regalo de Eero Saarinen— y la jabonera.

La bañera: un campo de caña fístula, un Nilo floreado y cóncavo. Bajo el lavabo, en un plato mozárabe fermentaban granadas, habas que ya tenían hijuelos y unos granos rayados en espiral, frisados como almendras, cuya leche, al agriarse, iba tapizando los polígonos estrellados de una pelambre amarillenta.

Invadidos por la sarna vegetal los timbres de la puerta y el teléfono filtraban toda señal del exterior, toda llamada al orden.

Por la noche se oía un murmullo continuo: era el movimiento vibratorio de los gusarapos.

—¡Pronto habrá cocodrilos! —exclamó la Señora (se tapaba la nariz con un algodón embebido en Diorissimo) y huyó por el pasillo cuya alfombra ya amenazaba el verdín de la jungla.

La acusaron de bruja,

de yerbera,

de criar en su cuarto un jabalí.

No le importó. Pasaba el día descifrando herbarios; la noche hirviendo cuescos. Había iniciado a la Señora y la alquimia verde no les daba tregua: vivían entre latinazos, exprimiendo raíces y co —riendo gajos; del extracto diario, en rigurosas cataplasmas— seguras de poseer el jugo que achica —, padecían los pies de Cobra. Al levantarse los descubrían con la cautela de quien desentierra un juguete etrusco. Según las quebraduras del emplasto y la configuración astral regente— que la Señora calculaba con una efemérides cuya bóveda celeste presentaba amagos de hongos —decidían el próximo menjurje. Neptuno en Piscis, había declarado una noche la Señora, auspicia el decrecimiento, la contracción de la base, el despegue.

Por la vía astral iban pues sobre ruedas. Pero la impaciencia es mala consejera. Una mañana se oyeron gritos en la célula de Cobra. El maquillista —un indio ex campeón de lucha grecolatina— derribó la puerta de un empujón. Acudió la Señora. Lo que vieron los dejó anonadados. Se había suspendido la reina, al techo, por los pies, ahorcado al revés: cadenas de cimarrón la colgaban por los tobillos al zócalo de una lámpara. Era un murciélago albino entre globos de vidrio opalescente y cálices de cuarzo. Formando meandros, sus cabellos caían entre los tallos de cerámica, quemándose en los gladiolos transparentes de las pantallas. El tintineo del colgajo era el de un móvil japonés a la salida de un monasterio en llamas.

—¡Hija de Popea! —fue cuanto atinó a exclamar, ulcerada, la Señora.

—El flujo linfático —contestó acezante el ángel volcado—, invariable si permanecemos de pie, alimenta y fortalece los tobillos, endurece la esponja del tarso, circula por las falanges y termina desarrollando las uñas, robusteciendo los dedos, afianzando el arco y aumentando por consiguiente la superficie cuadrada de la planta y cúbica de la extremidad entera.

Cuando lograron desprenderla de aquel andamio floral, estaba, la infeliz, que daba grima. Había perdido el sentido del equilibrio y, al parecer, también el equilibrio de los sentidos.

Como a toda revolución, sucedió a ésta un régiMEN de sinapismos draconianos. Poco cedieron los pies: con hinchazones respondían a ungüentos, a fricciones con roncheras y eczemas. Trabajosamente se desplazaba Cobra en escena. Es verdad que el papel de reina era más bien estático. Sudaba la gota gorda el ángel caído. Le retumbaban sus propios pasos hasta la cabeza. Las planchas eran tamboras sobre las que caían garzas muertas.

La picazón la roía —"lepra perniciosa”— ; según estallaba el disco de aplausos corría tras los bastidores —a esos abismos terapéuticos había llegado— a chapaletear en una palangana de hielo. Calzaba otra vez los coturnos imperiales y volvía al tablado, más fresca que una lechuga. A las sorpresas térmicas respondieron los invasores con grandes maniobras: de las uñas brotó un violeta vascular que tiraba a orquídea congelada, a manto de obispo asmático, bajo un refectorio que se derrumba, comiéndose una piña.

A ese morado lezamesco sucedieron grietas en el tobillo, urticaria y luego abscesos subiendo de entre los dedos, llagas verdinegras en la planta. Una mañana, al renovar la cataplasma nocturna, la Señora arrancó postillas. Entonces los dejaron al aire libre, a sol y sereno, a la propia gravedad de sus texturas. Viendo que así no empeoraban volvieron a creer en la Naturaleza y proscribieron su perversión y mezquindad: la Ciencia. Quemaron los tractatus, botaron semillas y yerbas fétidas, lavaron los búcaros, rasparon la bañera, dieron lejía a los muebles.

Abrieron las ventanas.

Hicieron de cada comida “un banquete de legumbres frescas” —Helena Rubinstein— ; evitaron café y ajenjo.

Tomaban al día seis vasos de agua.

Pronto comprendieron su presunción. El mal carcomía por dentro. Los invadió una erupción blanca, una escarcha que iba ascendiendo, sarna arborescente que formaba en los tobillos dibujos coptos. Flores palúdicas, naves perforadas: los pies de Cobra iban al caos.

La Señora se escondía en los baúles de ropa sucia, huía del salón, con la cara tiznada, y se sentaba en el bidet a llorar durante horas. Lloraban las dos por turno; se iban decolorando, consumiendo, lagartos en salmuera, lirios en biblia.

Se daban ánimo:

—Dios aprieta pero no ahoga —Cobra.

Y la Matrona, muy décontractée: —¿Has visto, querida, qué amor de calcañar derecho?

Pero sabían que mentían, que el morbo corría, que las pústulas proliferaban a cada noche.

Los dioses no escatiman su ironía: mientras más se deterioraban, mientras más se pudrían los cimientos de Cobra, más bello era el resto de su cuerpo. La palidez la transformaba. Sus crespos rubísimos, de cáñamo, caían —espirales prerrafaelistas— descubriendo sólo una mitad de la cara, un ojo que agrandaban líneas azules, moradas, diminutas perlas.

Capitularon.

Se dieron finalmente, las dos, a la resistencia pasiva. Practicaban la no intervención, el wouwei. Para ello, como los antiguos soberanos chinos, adoptaron grandes sombreros de los cuales caía una cortina de perlas destinada a cubrirles los ojos. Llevaban orejeras. Obturando esas aberturas se cerraban al deseo. No tocaron más a los enfermos ni los nombraron; los exilaban con perífrasis barrocas: fueron el Nilo —por sus crecidas periódicas—, el Ocupante, el Insumergible. Imperturbables ante los nuevos síntomas, se acercaban cada vez más a la ataraxia por medio de la alquimia interior y la respiración embrionaria.

Cuando liberaban los sentidos era para entregarse al estudio de las tablas de correspondencia. Si Cobra se alimentaba de rocío y emanaciones etéreas del cosmos, si se tapaba la nariz con un algodón formolado entre el mediodía y la medianoche, fosa del aire muerto, era para desalojar al demonio cadavérico que se había apoderado de su tercer campo de cinabrio —bajo el ombligo y cerca del Mar del Aliento—, ser maléfico, apostado en los pies, que la vaciaba de esencia y médula, le desecaba los huesos y blanqueaba la sangre.

El error que habían cometido estaba previsto por la higiene taoísta: el “gusano” se alimentaba precisamente de plantas de olor fuerte.

Por la noche, mientras la Madre dormía, Cobra “paseaba al homúnculo”. Así había visualizado, siguiendo los consejos de la Materia Médica, al soplo de los Nueve Cielos. Entraba por la nariz el enano y, conducido por la visión interior, que no sólo ve sino ilumina, recorría todo el cuerpo, deteniéndose largamente en los pies para reforzar los espíritus guardianes; luego se retiraba por el Palacio del Cerebro.

Viendo que empalidecía, la Señora la rodeó de drogas superiores. Alrededor del sofá circular en que yacía, blanca como una grulla, dispuso platillos de esmalte rojo con bermellón, oro, plata, los cinco hongos, jade, mica, perlas y oropimente. En una tableta de bambú, que luego dividieron en dos, redactaron un contrato con los dioses: prometían respetar la gimnasia, la higiene sexual y la dietética; exigían en cambio la cura y reducción inmediatas. Con esa escritura como talismán, la Señora subiría a la montaña; parado sobre una tortuga y surgiendo entre jinjoleros, un Inmortal le entregaría en un cofre de laca el producto de la novena sublimación; éste, debidamente aplicado, operaría el milagro.

Los Innombrables no fueron del todo insensibles a esa mística. Se hicieron húmedos, mansos, porosos. Sudaban un líquido incoloro, agua de lluvia que al secarse dejaba un sedimento verde. En él aparecieron islotes más densos, colonias espesas, respirantes conglomerados de algas. Los poros se dilataron. La transpiración cesó. Cobra tuvo fiebre.

Una noche, obturados los sentidos, cerrada a la distracción exterior pero alerta al espacio de su cuerpo, Cobra sintió que los pies le temblaban; unos días después, que algo se le rompía en los huesos; la piel se dilataba.

Abandonaron sombreros y orejeras.

Pasaron la noche observándolos.

Al amanecer brotaron flores.

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