Cobra

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COBRA I » ENANA BLANCA

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ENANA BLANCA

I

“Las enanas blancas se caracterizan por tener una débil luminosidad y un radio muy pequeño; el radio, en realidad, es comparable al de uno de los mayores planetas, Saturno. A causa de ese radio tan pequeño, la densidad según la cual se aglomera la materia en el interior de una enana blanca es extremadamente elevada, tan elevada que no puede compararse a nada conocido sobre la Tierra.

“Una enana blanca célebre es Pup, el compañero de Sirius. La materia en su centro es tan densa que una simple caja de fósforos pesaría varias toneladas.

”Es evidente que las enanas blancas son estrellas que han alcanzado el final de su evolución."

FRED HOYLE, La Astronomía.

Tanto dieron, tanto echaron el bofe2 acá la cobia y la Señora —toda gris, mantilla de encaje, abanico cerrado, lazos en las punteras, tacón alto, pompón rosa—, que terminaron por encontrar el jugo que achica. Mas... ¡pobre Cobra! Tanto esfuerzo para nada. Aprendan, testarudos; lloren que dé pena, empecinados. Salpicando, eso sí, pataleteantes, al agua se van los denuedos, los desvelos.

Lea bien el que se esfuerce

(el pescuezo no se destuerce),

medite el que se sacrifica

y su riñón mortifica,

rectifique el tozudo

que no gozó cuanto pudo,

¡templad, ó continente,

que poco ha de tardar la Toda-Diente!

(Perdón.) Como todo en las locas, el invento se convirtió para ellas en un juguete desasosegado; abusivas, inconscientes, frotaban los Malditos con él, sin freno, tarde, noche y madrugada; por un sí y/o por un no se entregaban a las diabólicas prácticas reductoras.

No les bastaron las fricciones. Primero en gotas que contaban a dúo, asopranadas, luego en furtivas cucharaditas de té, empezaron a beber del menjurje, por último lo declararon “agua común”.

En cama, envueltas en sacos de yute —un ojal a nivel de la boca—, silenciosas y paralelas, casi momificadas, pasaban la noche chupando.

Por el ojal entraba una cánula; un tubo negro, de caucho, la conectaba con el jarro de vidrio suspendido a la pared. A través del mosquitero veían descender en la escala roja la poción lechosa, las hojas machacadas. Sonreían, cerraban los ojos de placer, se miraban, y volvían a absorber de las perillas, las boquitas corazones, nirvanadas, en sus nubes, pálidas.

Cuando ya sentían, hacia el mediodía, que se iban a la deriva, “barcas ahuecadas descendiendo el Amazonas”, interrumpían la beatitud tragante, pesadas y húmedas, embebidas como secantes, para orinar, que de tan desintoxicadas que estaban era ópalo puro lo que les salía, y para rellenar los recipientes con el caldo que ya fabricaban al por mayor, macerando troncos y recitando conjuros.

—Recitándolos, sí —la Señora—, pero siempre pensando en otra cosa. Sin lugar a dudas —y abrió en dos una granada—, la invocación distraída es la única eficaz. Mientras más vacías —dio una dentellada en una de las mitades— mejor quedan las fórmulas.

Audio: un fado: lo canta Cobra, desgreñada y bostezante, al final de un pasillo de mayólica —luz azulosa cernida; sobre un muro un mapa—, apoyada en un pilón de mortero.

—El que cree no cree —continuó la Sanchez-ca— ; el sentido, queridísimos renacuajos, es un producto, el resultado de un batido —y agitó un tenedor dibujando veloces círculos en el aire—, como cualquiera de estos aguajes.

Dio un chancletazo y siguió orando y rascándose la cabeza. La rodeaban, colgados del techo, racimos de cebolla. Los reflejos bulbosos la pintaban de verde.

Cortada por el bacilo reductor, la leche coagulaba. Amanecían las fuentes, y hasta las palanganas, rebosantes de grumos translúcidos, temblorosas gelatinas; en el amarillento sudor que emanaba de los cuajos, soplado sobre el esmeril de las cacerolas —rápidas bifurcaciones sulfurosas— y en las arborescencias de la caseína, descifraba la Venerable, lacteomántica, el orden del día, la densidad de las dosis nocturnas.

Para vencer la proliferación incontrolable, de ese yoghurt se botaba al amanecer algo en los caños; se iban por los desagües las manitos de feto engarrotadas. Pero como si esos desechos se ofrecieran a los dioses de los antiguos cultivadores chinos, que privilegian al botarate y redoblan sus dones a quien los derrocha, la mañana siguiente las sorprendía con otra acometida de arbolitos comprimidos, de jade, que al contacto del agua se abrían.

—¡Pronto habrá que salir a adoctrinar —gemía la Decana—, a ver si regalamos un poco de esta natilla a los prosélitos!

Y así de la suerte iban.

Hasta que una mañana, dopadas, idas, se despertaron en un arenal de bordes flecudos. Hileras de copos trenzados, sartas de hilachas, pulpos de lana; en un oleaje de hilo rosado nadaban bajo una carpa ondulante.

Aferrada a las sogas, jadeante, con sus maní tas de batracio iba Cobra trepando. Se caía, resbalaba por la jungla de algodón, daba una vuelta de carnera en el fondo del valle. Había quedado blanca, calcárea, de tiza apisonada, era diminuta y lunar, soltaba polvo, estaba helada, era gibosa y compacta. Entre pliegues, allá abajo, debatiéndose con uñas y pelos —jabalí en la manigua que arde—, rebotando contra los terraplenes de fibras, reducida al absurdo, Cobra esplendía. La luz que emanaba era cenizosa, sin franjas ígneas, de cráter inundado.

Descansaba con los codos apoyados en las rodillas, los puños cerrados; sus ojos eran dos esferas abultadas que dividía una ranura; le había crecido el ombligo; tenía la piel cuarteada.

Cuando al fin, agarrándose a la frazada, tragando felpa —respiraba por la boca—, crispada y hecha añicos, Cobra pudo asomarse al borde de la cama, quedó nez —à— nez contra una cabecita reducida, arrugada y greñosa, que le hacía musarañas desde el borde de la cama contigua.

Se contemplaron con ojillos de aduanero.

—Estamos disminuidas —susurró, mirando antes para todas partes, la Señora.

—No es sólo eso —añadió Cobrita—: antes éramos bonitas y rollizas; ahora espantables y feas.

—¿Cómo? —inquirió la otra.

—Espantables y feas.

Se tomaron pues de las manos.

Lloraron, aunque a secas.

—Evitemos —profirió la Señorita, separando sílaba por sílaba, las quijadas trabadas—, como los alpinistas, la contemplación de nuestra nimiedad, el horror al vacío, el complejo de escala.

—La sabana de la sábana —Cobra; le castañeteaban los dientes.

—Empeñémonos en no despeñarnos. Hay que bajar hasta la alfombra. Allí nos acompañarán los gatos.

—¿Los gatos? —Cobrita mordió la frazada.

—Son amigos de los enanos.

—¿Y los hombres?

—Hideputas y gigantes.

Los flecos fueron lianas; ellas, monos adiestrados en el sabotaje de fortines, capaces de salvarse cuando ya arden en la torre los zapatos de los guardianes de la pólvora y huyen por las terrazas los vigías cubriéndose el rostro con la montera.

Resbalaron, es cierto, dieron algunos traspiés, se rajaron todas —eran densas y rocosas, pero tenían nodulos frágiles, lamparones de arena—. La providencia tuvo cura de ellas: siempre a la una cayente apareció un pie bien plantado de la otra, y a la otra al revés, bajando sin freno, mano que morder, salvadora, de la una.

Aterrizaron sobre el tapiz, sacudiéndose el polvo.

Sacudiéndose frenéticamente el polvo. O despojándose con invisibles plumas de gallo. Dando manotazos a diestra y siniestra, pegándose cachetadas y galletas a sí mismas, para ahuyentar jejenes, que formaban, atraídos por la fermentación de los yerbajos, un nubarrón inmóvil, a su altura presente, y que antes, desde su enormidad, las Reducidas no se había dignado espantar.

El zumbido constante, cortado por silbatillos alevosos —insectos en picada—, las alelaba.

PETIT ENSEMBLE CARAVAGGESQUE

Eran enanas, pero no para tanto.

El relato que precede, como todos los de la infundiosa Señora, adolece de la hipérbole tapageuse, el rococó abracadabrante y la exageración sin coto. Eran enanas, sí, pero como cualquier enano. Tenía, por ejemplo, la Señora, las proporciones —"¡y también la compostura y majestad!”— de la azafata de una infanta prognática parada junto a un galgo que pisa un pajecillo y contemplando a los monarcas que posan. En cuanto a Cobrita, digamos que era exactamente como una niña albina, coronada y raquítica, que atraviesa el desfile de una compañía de arcabuceros tironeada por un fámulo y con un pollo muerto amarrado a la cintura.

VUE PLONGEANTE

La vista buza nos da lo siguiente: sobre un trapo espeso y amarillento —un tapiz cuadrado que debió entretejer distintos oros—, entre complejos arabescos deshilacliados, tramas de fénix y dragones, siguiendo los bordes a toda carrera —osos hormigueros recién enjaulados— las enanas se desplazan. Simétricas, desaforadas, del Norte negro al Este verde la una, del Sur rojo al Oeste blanco la otra, van dando zapatazos, opuestas por el vértice, agarrando demonios a diestra y a siniestra, hechas ya dos manoplas, dos molinos autógenos, dos leopardos birmanos atrapando faisanes; desgañitadas, despavoridas, a mil las vocecillas de fonógrafo ciego.

En ritmo de bossa-nova:

“un tiempo de plenitud,

un tiempo de decrepitud,

un tiempo de afinamiento,

un tiempo de espesamiento,

un tiempo de vida,

un tiempo de muerte,

un tiempo de derrumbe,

un tiempo de erección,

un tiempo de yin,

un tiempo de yang”.

Avanzan, sí, paralelas, pero en sentido contrario. La Señorita —que cubre un sombrero de jacarandá con un nacimiento labrado— sacudiéndose hexápodos; Cobrita —que, para ser breves, es una ventana de Tomar con dos patas, a tal punto acumula anclas y cuerdas, corales y cruces, esferas armilares y ajorcas manuelinas— implorando una lluvia de Fly. Frenéticas, como si esos trayectos regularan el ritmo siempre incierto de las estaciones o prescribieran la armonía del reino, las enanas siguen espantando jejenes. Aprovechan, eso sí, el menor insecto que roza la mejilla de la otra para darle una bofetada. Terminan moradas y coléricas, entrándose a trompones y puntapiés, descargando centellantes cornucopias de interjecciones. Desintegradas en aros de gestos, de manos levantadas y golpes en la frente, concluyen el compulsivo recorrido rectangular. Se saben observadas, “y descritas” —la Señorita, por supuesto— desde arriba. Lentas, ceremoniosas, demasiado teatrales, avanzan los botines repujados, con la punta de los dedos se recogen, qué graciosas, las colas de seda, levantan, altivas, la cabeza, un paso, otro, adiós, desaparecen debajo de la cama...

Vivieron mucho tiempo entre los gatos que antes criaban, piojosas y comiendo basura. Ese mundo cucarachiento, con claroscuros de colchoneta orinada y rechinar de muelle, esa humedad de estilo grotesco artrítico y estalactitas de piltrafa, les calaba los huesos, se los llenaba de bagazo, les daba ojeras: la vida underbed las deprimía.

Sabido es que de todas las estrellas del Teatro Lírico, Cobra era el logro mejor de la Señora, su “pata de conejo”. A pesar de los pies y de la sombra —cf.: capítulo V—, la prefería a todas las otras muñecas, terminadas o en proceso. Desde que amanecía escogía sus trajes, cepillaba sus pelucas, disponía sobre los sillones Victorianos casacas indias con galones de oro, gatos vivos y de peluche; ocultaba entre cojines, para que la sorprendieran a la hora de la siesta, acróbatas de cuerda y encantadores de serpiente que al ser tocados ponían en marcha un Vals sobre las Olas con chirridos baritonales, de flautilla de lata. Acostumbrada a estas sorpresas como estaba, Cobra casi no se inmutó cuando un mediodía, al inclinarse para recoger un zapato, descubrió debajo de la cama dos miniaturas tristonas. Eran arrugadas y tiesas, de ojos macizos, enmohecidas de bisagra. Lo asombroso es que emanaban una luz empañada, de ojos de cocuyo.

Cobra levantó una de ellas del suelo, la viró de nalgas y le alzó el vestido buscándole la cuerda.

—¡Qué falta de respeto! —profirió, furiosa, la reducida, y le dio un manotazo. Y luego, automática, como si tuviera adentro un disco, añadió en el mismo tono: “Tenemos hambre.”

Nunca supo Cobra —ni se lo digan ya, total para qué— por qué se había encarnado —precioso cubanismo=encariñado— a tal punto con las dos enanas, y, si así puede decirse, con la más enana de las dos. Gracias a la reina, aquel engendro de piedra pómez, aquella sabandija encontrada debajo de la cama, cuarteada y basáltica, “como si tuviera hielo enterrado, la muy condenada”, toda zurumbática, que había que vigilar para que no siguiera comiendo piltrafa, se fue transformando en un juguete articulado y bastante humano, en una muñeca, biliosa y arisca, es verdad, y en lo que se refiere a su toilette de minuit gruñona y relambida, a la que a veces había que poner un esparadrapo en la boca para poderla dibujar en paz, pero que cuando entraba en confianza y la dejaban andar con sus gatos era muy ocurrente y parlanchína.

Sí, porque por un fenómeno de i.p.s3 que no es este el sitio para analizar, no bien salía Cobra de su primer show de la noche —cantaba un samba; la orquesta brasileña tenía ya a esas horas el delirio en high; ella se miraba las uñas— que corría a su camerino para buscar entre los cojines o en los baúles de pelucas y hasta en las gavetas donde se escondía, a su pigmea predilecta, cuyo sobrenombre había ido abreviando de La Poupée a La Pupa y a la tenue explosión de Pup. La otra soplaba un silbato de policía y daba zapatazos señalándola con las dos manos, según sentía los pasos de Cobra por el pasillo. La tiraban de entre pompones sintéticos. La jiribilla se escabullía por el pelambre, bajo tirabuzones amelcochados y moños dobles, entre armaduras de trenzas concéntricas y cadenetas antoninas. Para confundirse, pelo en el pelo, cuando se sentía acosada y oía el chiflido delator, se enganchaba frondosas colas de caballo, sombreros con mechas de Marlene y hasta cascos de tiñosa y de calva que usaban las miserables en las escenas de muchedumbre.

Cuando al fin, a pesar de sus gritillos y pataletas —traqueteaba, como langosta en pomo—, lograban salvarla de la maraña, la sumergían enseguida en una palangana de agua tibia.

La enana vieja corría por todo el cuarto, construyendo rápidas torres con cajas de sombrero, para treparse y alcanzar jabones.

Quedaba la saltamontes, después de un buen destiznado, blanca, con el lindo blanco de lo nuevo, impecable, aun en el cuello y en los puños, como lavada con Coral, el detergente moderno para la mujer moderna.

Limpia la Pup, comenzaba la ceremonia, la jerigonza del desdoblamiento.

Podríamos, formalizándola hasta lo matemático, representar como sigue la relación entre ambos personajes:

o bien

Igual correspondencia entre la Señora y su reducción.

Cuanto recibía, cuanto le decían, cuanto le hacían, Cobra lo restituía, lo repetía o lo hacía a su vez a la enana. Mientras la Señora —a quien no por preexistente consideraban, las muy derridianas, como el original de su reducción: la llamaban la Dilatada— viajaba por la India con el coreógrafo de un marajá de Cachemira, buscando pintura roja para la Féerie Orientale, el próximo

espectáculo, la , auspiciaba, cómplice, ese borgesco espejeo.

Si flores, flores; si escudos, escudos; si anamorfosis, anamorfosis; si alambicadas asimetrías con pajaritos volando, alambicadas asimetrías con pajaritos volando: todo cuanto le pintaban a Cobra, ella, como podía, es verdad, se lo repintaba encima a Pup.

—¡Voy a convertirme, giganta oxigenada —se desgañitaba la demasiado luminosa para su masa, harta de tanta chapucería—, en tu ensalivada calcomanía!

Una noche Cobra le entró a palos: también los había recibido ella, al caer el telón, en una aparatosa trifulca con la Cadillac —se arrancaron las pestañas postizas y las uñas, rodaron por el suelo; quedaron ensimismadas: dos brujas—, quien, con su mímica efectista y facilota, había acaparado las ovaciones, la mamarracha. Otra noche le regaló un cake de tres pisos en forma de torre de Belem.

Después de su toilette de minuit y mientras Cobra se iba despojando de los suyos, Pup recibía, siempre refunfuñona, los atributos de su personaje del día. La cuadriculaban antes de pintarla. Agrandaban sobre su piel, o le repetían au pochoir, a lo largo de una espiral que comenzaba en el cuello y terminaba en un tobillo, los motivos de unos cartones flordelisados que iban combinando según los “contrastes ópticos” de un disco armonicolor.4

La —acostada en el tapiz, mirando

hacia arriba —: Cobra, ponle mas oro.

Cobra: Prepárame la sopa mientras le pinto un ángel más.

Los domingos y di as festivos —Cobra se deprimía—, en lugar de pintarla, la disfrazaban. Pup era negrita rumbera, holandesa de Edam con un queso en la mano, astróloga medieval —un cucurucho en la cabeza; mostraba dos pescados que mordían un mismo hilo, los empujaba por la cola, en sentido contrario—, reina tuerta y burguiñona, enana, sirvienta humillada de un burlesco bengalí... pero casi siempre niño.

Así quiso Cobra conservar un recuerdo de ella; al óleo, para que se viera que era un recuerdo perdurable. La retrataron, pues, tiesa, en medio de un decorado simplista, original de la V de Señora, entre gatos y otras astucias ornamentales.

El pintor era un adicto a la escuela de Lisboa.

Había nacido en Macao, entonces colonia portuguesa, y avezado en el arte que no admite subterfugios del retrato —pintaba el interior, lo invisible—, pasado a Occidente en circunstancias que empaña un piadoso chiaro-oscuro; había renunciado a su caligrafía de estilo agudo y a su maestría en cuños apenas humedecidos en lacre rojo y dedicatorias de paisajes con ciruelos de invierno, para adoptar una pincelada gruesa y vanidosamente autoritaria, proclive al betún y al grotesco. Esmaltaba sus brochazos con gran zafazón de frasecillas vistosas del tenor de “El tiempo también pinta”, “La técnica no basta”, “El que sabe no sabe”, etc. Con tal estímulo teórico, y con el de abundantes granizados consiguieron llevar a cabo el honesto entretenimiento.

Pup quedó que hablaba.

PORTRAIT DE PUP EN ENFANT

El lienzo está desigualmente iluminado: la Reducida, a pesar de su cabezota, en equilibrio estable, de pie, mirándonos.

El Maestro —con una risita boba, chupando con un pitillo su infusión diz que de verbena y metiendo eles por todas partes—: un río que se seca, un monte que se derrumba o un hombre que se convierte en mujer anuncian que el fin de la dinastía está próximo... Pestañea, posa la taza, y se pone a dar brochacitos rojo cereza, como quien pinta plumas de arará, siempre filosofando, con una tos seca... Unta el pincel de blanco espeso, algunos toquecitos a diestra y siniestra: el cuello de tul plisado, la faja de seda, que remata un gran lazo transparente; lo vuelve a mojar: los zapatos de raso, guantecillos con moños, las mangas de encaje... Las golondrinas dejan de ser golondrinas cuando tienen que pasar el invierno: se esconden en sus refugios acuáticos... ¡y se convierten en caracoles! Echa aceite, mezcla, con unos brochazos hace el cerquillo... ¡qué bien peinada que ha quedado la pobre Pup!; cambia de pincel, con uno fino, de pelo de conejo, le hace una boquita perfecta, sin fallos, simétrica, fayumesca... Cuando se terminan los días esplendorosos los tomeguines se hunden en el mar o en el río Houai; durante el invierno, que pasan escondidos¡no son más que almejas! La urraca— de la mano derecha de Pup, de un solo trazo saca una cuerda que, empinada por la mano izquierda de la Monstrua, cae al suelo para amarrar por la pata a una urraca blanquinegra —es un ratón que la primavera transforma; cuando ha cantado todo el verano se entierra y se convierte en roedor basta que vuelve el buen tiempo... Más cocimiento s’il vous plaît... Y con una risita maliciosa, extiende a la Señora, que escucha boquiabierta, el simili celadón... Todo depende de señales— le puso a la urraca, en el pico, una tarjeta blanca —: los hombres no vuelven a ser cazadores hasta que no cambian los emblemas y en el cielo la cifra del gavilán no sustituye a la de la torcaza... Échele azúcar.. Ah, pero ¿por dónde iba yo? Déjame ponerte algunos gatos, para que te entretengas.

Y a los pies de Pup, para que se entretenga, aparecen, calderonianosy fluidamente sentenciosos, tres gatos que contemplan espantados al avechucho: uno barcino, esférico, tirando a ratón, con ojos dilatados; otro gris, meditabundo, más apoyadamente bigotudo, y detrás, confundido con lo negro, uno negro.

Pup: ¿Puedo rascarme la nariz? Y aprovecho la pausa para decirle que me ponga también algunos pajarillos, que siempre alegran.

Y a los pies de Pup, entre los barrotes de una jaula churrigueresca, se asoman, mustios y cabecirrojos, unos cardenalillos, que siempre alegran.

Ahora, junto a sus animales favoritos, como desde una estela funeraria, Pup nos mira.

El Maestro: Estese quieta. Vuelva a colocarse —¡qué nacaradas le ha dejado la cara y las manos! Pup no está enfermiza ni asustada: es la moda.

Le retoca los ojos. Un punto blanco en el iris.

Y en la tarjeta que sostiene la urraca, en grisalla y a la carrera, dibuja unos pinceles, una paleta y quizás un tintero.

Con su escritura regular y florida estampa, abajo y a la derecha,

su firma.

II

“El astrónomo americano Alian R. Sandage reveló, en el congreso de astrofísica que se desarrolla actualmente en Texas, que en junio de 1966 los astrónomos de Monte Palomar habían sido testigos de la más gigantesca de las explosiones de un objeto celeste jamás observada por el hombre.

”El objeto celeste de que se trata es un quasar que lleva el número 3C 446.

”Los quasars, descubiertos en 1963, pueden ser astros jóvenes, extremadamente lejanos —varios billones de años luz— y muy luminosos.

”La explosión observada, que multiplicó por veinte la luminosidad del quasar 3C 446, pudo haberse producido hace algunos billones de años, tal vez poco después de la explosión inicial que, según la teoría del profesor Sandage, dio nacimiento al universo tal y como lo conocemos.”

Le Monde.

No quedó Buda inflable, elefante de celuloide tamaño natural con dos arqueros en el lomo, seda, sari, raso, wash and wear indian silk ni electric sitar que la Señora, azuzada por el obsequioso coreógrafo —ex campeón en Macao, cómo cambian las cosas, de pugilato, y hoy en día entiché, de ahí viene todo, de arte manuelino—, no regateara, rapiñara y arrebatara en subastas, implorando barateros, sobornando traficantes y estafando rematadores en los bazares crapulosos de Calcuta.

Para la Féerie Orientale con que soñaban todas las muñecas del Teatro, volvió a Occidente doblada bajo un montículo de pacotilla india donde cada tareco se arrogaba un adjetivo estrafalario que el diligente metteur en scéne pronunciaba con ornamental regodeo fonético, salpicándolo de empalagosas referencias brahmánicas.

Cuál no sería su sorpresa cuando, atestada de quincalla, llegó al Lírico: se encontró a sí misma reducida y más bien patética, desdentada y aparatosa, dando alambicadas órdenes a otra enana feíta y cabezona, tan anémica y bufa como ella pero vestida de varón, sobre cómo colocarse para un retrato al óleo entre unos gatos barcinos maullantes y tres pichones de aura desplumados y babosos que piaban en una jaula.5

Dar cuenta de lo que sigue no es, en apariencia, más que ceder a la ordinaria manía de las intrigas especulares. Pero qué se le va a hacer: la vida gusta de esas simetrías, tan toscas, que puestas en cualquier novela parecerían truculencias inverosímiles, astucias, por meridianas, ramplonas. No bien llegada la Señora, Cobra, con el pretexto de copiar para la Féerie ciertos motivos festonados de Khajuraho, partió a la India en brazos de un boxeador guachinango, dejando en los de la alelada celestina a la travestida de radio muy pequeño que había alcanzado el final de su evolución.

La Dueña pronto se acostumbró a Pup; lo que sí no pudo, a diferencia de Cobra con la suya, fue coexistir con su patosa miniatura. Se cogieron, la Señora y su doble concentrado, un odio mortal. Ver la Venerable a su raíz cuadrada que ya fermentaba y tornaba cirrosa y maldiciente. De modo que para complacerla —y que pueda el desocupado lector disfrutar de las peripecias que esperan a los personajes de este relato—, vamos a eliminar a la Señorita, inscribiendo en una lápida conmemorativa con angelotes al revés, cintajos y floreros de mármol que hubieran dado envidia a la misma Dolores Rondón, bajo un latinazo, su mustio monograma póstumo:

La Señora —mirando a Pup desde arriba, con una musaraña piadosa, algo así como quien mira un frijol podrido—: Ahora va a haber que agrandarte.

Pup: Déjese de tiqui-tiqui.

La Señora: Pues sí, raquítica, tú te lo buscaste ingiriendo basura, así es que ahora atente a las consecuencias, porque enanos ya nadie los quiere ni en los circos, y no es así, toda consumida y hecha un adefesio como estás, que vas a llegar no digo yo a ser reina, ni siquiera segunda llorona atrás y a la izquierda del Teatro Lírico de Muñecas... Así es que prepárate una vez más para el cambio...

Pup: ¿Y por qué no te cambias tú, desdentada trecemesina, alcahueta, bruja? —dio un paso atrás para coger impulso y salió que pitaba hacia el escondite debajo de la cama.

La Señora —la atrapa en el aire y la vira al revés, sacudiéndola por los pies y dándole nalgadas—: Zoqueta, atrevida, diabólica... Ahora vas a ver cómo el Maestro te hace crecer con cuatro pinchazos. ¡Servidora! ¡Servidora! —se acerca la criada, que no es otra, como era de suponer, que la propia Cadillac con un bonete de azafata mozartiana—. Amárrela y llame al Maestro. Vas a transformarte, repugnantísima enana, aborto fétido —Pup la escupe, le ripia la falda a fuerza de arañazos, da aullidos inaudibles, como los murciélagos, para matarla con sonidos, la mira sin pestañar para hipnotizarla— .., Sí, gusarapo hediondo —y tomando al cielo como testigo— ¡vas a transformarte!

de modo que: TRANSFORMAÇÂO!

Rumor de aceitados aros metálicos deslizándose a lo largo de una varilla. Ábrense las cortinas de terciopelo púrpura: mi reducida pantallita cuca —rachienta se va agrandando... ya es una vasta superficie blanquísima, sutilmente curva. Sí, mi 16 mm blanco y negro— lo sé: en realidad carmelitoso y amarillento —, de bordes carcomidos, que interrumpían a cada rato números porosos, cabezas al revés y un tembleque de letras, se transforma en un Cinerama a todo Metro-color. Himnos estereofónicos. En la pantalla se va definiendo un paisaje... Sobre la uniformidad de las casas blancas el dibujo de las calles lanza como una red negra en la cual los mercados de hierba forman ramos verdes, los secaderos de las tintorerías manchas de color y los ornamentos de oro, en el frontispicio de los templos, puntos luminosos. Muros grises lo ciñen todo, bajo la bóveda del cielo azul, junto al mar inmóvil. Un gran espejo de cobre, tornado hacia la bahía, refleja los navios. Sobre ese orbe rojizo aparece, como es natural en letra de molde, abrillantada:

Decorado y Vestuario

de

—y con la misma tipografía, pero todo en mayúsculas, mientras el paisaje se va desvaneciendo y los himnos —

GUSTA VE FLAUBERT

Del centro de una fuente de porfirio brota una concha de oro llena de pistachos.

En la palma de la mano, a lo largo de los muros de mosaico, los generales ofrecen al Emperador ciudades conquistadas.

Por todas partes surgen columnas de basalto, rejas de plata en filigrana, troncos de marfil y tapices con perlas bordados. Tibios perfumes. A veces, el chasquido sigiloso de una sandalia. La luz que ciernen las cúpulas descubre al fondo una sucesión de salones. Atravesándolos se aproxima el Maestro, en túnica violeta, calzando borceguíes rojos de bandas negras. Una diadema de perlas enmarca sus cabellos dispuestos en torsadas simétricas. Lento, aparece en la sala: en la mano derecha, de un hilo negro, suspende un cono de cobre.

Fascinada por el reflejo oscilante la Señora se acerca. Falbalás de perla, jade y zafiro dividen regularmente su vestido de brocados áureos; le ciñe el talle una faja estrecha que ornan los colores y signos del zodíaco. Lleva botines altos, uno negro, cubierto de estrellas de plata, con una luna en cuarto creciente, el otro blanco, con gotas de oro y un sol en medio. Sus mangas amplísimas —esmeraldas y plumas de pájaro— dejan ver los brazos; en sus puños se enroscan brazaletes de ébano; las manos, cargadas de sortijas, terminan en uñas tan afiladas que las puntas de sus dedos parecen agujas. Una cadena de oro macizo, pasándole bajo el mentón, sube a lo largo de sus mejillas y se enrosca en espiral en sus cabellos cubiertos de polvo azul, luego, descendiendo, le roza los hombros y termina en el pecho, atando un escorpión de diamante cuya lengua se introduce entre las carnes fláccidas de sus senos. Dos grandes perlas rubias le alargan las orejas. Al borde de los párpados, rayas negras.

Para protegerla del resplandor que entra por las ventanas, una mucama harapienta —¡no faltaba más! la Cadillac otra vez— despliega un quitasol verde; cascabeles bermellón tintilan alrededor del mango de marfil. Doce negritos rizados llevan la cola de su vestido, cuyo extremo, a cada rato, levanta un monito.

—Hela aquí, Maestro —y con una uña señaló a Pup—: agrándela o reviéntela.

—¿Dónde?

—Ahí... Es eso blanco que se mueve sobre el sofá de rayas moradas.

—Dios mío, ¡pero si es una lagartija!

PUP SOBRE EL SOFÁ DE RAYAS MORADAS

Es un diván circular, tapizado en seda; listas moradas y paralelas siguen la curva del espaldar, marcan de sus reflejos un muro verde. Interrumpiéndolas, sobre ellas se derrama un volumen rosado —del rosa de un Tocino inglés: adivinen por qué—, amiboideo, con grandes rodillas y piececillos venosos: eso es Pup, hinchada por todas partes, ella, que ya de por sí no era muy proporcionada que digamos, ahora menos pétrea, menos densa de materia en su interior, ampollada, humana a fuerza de nalgadas y galletazos. Por las muñecas y los tobillos la han amarrado a las patas del mueble, con cadenetas. Apenas respira la infeliz. Y por la boca.

—Vamos a ver lo que se hace —con la diestra, sainetesco, cardenal o manóla que abandonan la escena con el signo de la cruz o el taconazo final, el Transformador levantó la cola felpuda de su traje, y enarbolándola, se acercó a la crucificadita. Su imagen se fue contrayendo en el ajedrezado del piso.

—Vamos a ver —insistió silabeante. Y comenzó a considerar a Pup de arriba abajo y de abajo arriba, alejándose a veces (se contoneaba un poco después de cada pisada, como para recobrar el equilibrio de sus ya por abundantes mal distribuidas masas), colocándose ante los ojos su propia mano derecha, rígida y vertical, para estudiar a la Gorgojo a través de un eje, como si tuviera que copiarla en yeso o pintarla de Virgen de las Conversiones para rifarla en una tómbola.6

Sí, alelados míos, el Transformador es un transformado, de modo que al acercarse con el ajo clínico a la torturadita —temió que se tratara de un caso de vampirismo—, ya sabe lo que se trae entre manos.

Como era de esperarse en ella, Pup lo insulta concienzudamente, sin pausas y de memoria, por orden alfabético.

—¿Qué le parece? —la Señora, y la muestra desde lejos como un manjar escupido, agraviada.

—El todo —el Mago, después de coger aire, inauguró un período gongorino—, el todo está en punzar los centros, quiero decir, los del agrandamiento centros vitales, los del desarrollo y la expansión... —y aquí se le fue una de sus risitas bobas—. Si los encontramos, todo irá bien... si no... habrá que apelar —se entristeció y contrajo— ... a la nieve. —Y abriendo la mano derecha lanzó al vacío, con la gravedad de quien desenrosca un yoyo, el cono de cobre.

El brillo del artefacto descompuso en varios prismas la figura de Pup. Luego, el péndulo semiológico se fue serenando en el aire —el Maestro contuvo la respiración—, se inmovilizó un instante, y comenzó una rotación despaciosa sobre el cuerpo encadenado.

—¿Qué van a hacerme con ese astrolabio? —gruñó la exigua.

—Sacarte de adentro todos los yerbajos chinos que te has tragado, atorranta. —Y en los muslos de Pup, de un cintazo, quedaron impresos el escorpión, la balanza y uno de los gemelos.

El Maestro —los ojos de la Señora, tan fascinada estaba con el movimiento oscilatorio, se desplazaban de un lado a otro: negrito de reloj veneciano—: El cuerpo, mi estimada, se inscribe en una red... —subió el péndulo hasta la cabeza de Pup— seis flores marcan la línea media... —y lo fue bajando, solemne, como si las rotaciones trazaran las vueltas de una serpiente alrededor de la columna vertebral—. De las flores, y en todos los sentidos, bifurcándose, entretejiéndose, parten hilos... El hombre —sobre el sexo de Pup el péndulo se detuvo— es opaco, la madeja de oro. Una orla oscura, una línea continua, negra, limita la figura, que atraviesan hebras incandescentes... —el cono brillante vaciló, comenzó a girar en sentido contrario—. Cada uno de sus gestos, por instantáneo o imperceptible que sea, repercute en la trama entera, como en los flagelos el susto de un pez... Aquí, ve, aquí hay que alterar una flor, una corola nerviosa, hay que estimular un plexo, para que viva... no sé cómo explicarle... ciertos seres casi invisibles, casi inclasificables, entre los animales y las plantas, una vez pinchados, crecen... Déme las agujas.

Rauda, enredándose en sus propios trapos, arrancándose con el tacón mostacillas, rosetones de perlas y lacerías flordelisadas, soltando llameantes carros de coños, la Señora desapareció en la sucesión de salas —no es un espejo: a partir de un punto medio y sin falacias, de un lado y otro del corredor, con inclemente simetría se repiten garras egipcias, molduras, cifras entrelazadas y ramajes corintios—. Volvió un rato después, resoplante y desrizada; traía un cofre de plata abombado y liso que mostraba con igual sorpresa que un santo bizantino un osario.

El interior estaba laminado en cedro fino, de estuche de tabaco. Verdes secos, distintos nudos, opuestas listas de una misma veta, armaban una casi uniforme marquetería de octógonos vacíos, cubos de aristas oscuras, un compás y varios círculos en los que se inscribía la figura de un hombre con los brazos abiertos. En el reverso de la tapa se extendía un paisaje logrado con incrustaciones minuciosas: a una ciudad tropical —al fondo se veían palmeras, fachadas coloniales, un ingenio azucarero— entraba un Cristo de madera, majestuoso y muriente. —Astucia de los ebanistas: diminutos fragmentos de caoba imitaban la caoba podrida—. Dos mujerangas vestidas de negro, pero violentamente pintadas, corren hacia el primer plano, los brazos abiertos, dando gritos.

En el fondo de la caja un soporte dentado sujetaba estiletes de diverso calibre y talla, pero éstos no estaban dispuestos paralelamente y según la longitud del recipiente, sino que se reunían en un haz diagonal que partiendo de uno de los ángulos inferiores terminaba en el centro. Blasfemia —por simplona— adivinable: una vez cerrado el estuche los dardos se clavaban en el Cristo.

El grito que da Pup ahuyenta los demonios digresivos, que ya comenzaban a tironearme por todas partes.

Se desorbita la Majita Amarrada, se aplasta contra el sofá, agarrándose a los bordes con sus imitas, hunde el vientre, se desinfla, se hace cada vez más fina, pobre criatura,

huye sin huir,

aúlla sin sonar,

es ya un puro costillar,

una osamenta de marfil.

Marfil con cintas —los reflejos morados del sofá—, huesos listados como caramelos, esquelético pinturero, sí, que hasta el soporte es lindo en la Desgraciada, hasta la estructura primaria, por eso no hay que cambiársela, sino dejarla como está, cosa que bien harían en comprender el malvado Maestro y la Señora. Pero ni modo.

Del haz arriba mentado, y con la exquisitez de quien, de una bandeja rebosante, escoge el mejor pastelito, el Transformador —ex campeón de palitos chinos— tomó entre sus dedos una agujeta de cobre ligeramente incurvada, que terminaba una esférula.

No cayó en la facilidad del fetiche de clavos; tampoco infligió a Pup otras analogías baratas: no la transformó en una figura de cera aguijoneada con ahinco, ni en una muñeca alfiletero, ni en un santo flechado, no; se limitó, casi con amor, con cuidado, a pincharla rápida, y a veces hasta epidérmicamente —siempre fue certero en la punzada—, allí donde el cono, en su recorrido sobre el cuerpo, vacilaba, interrumpía o alteraba su rotación. Reservó los punzones mayores para los sitios en que el movimiento pendular había cambiado bruscamente de sentido.

—Aquí, por ejemplo. —Apretó los ojos, alzó el arpón, y se lo clavó en plena ingle. Luego volvió a suspender el péndulo, y, siempre a la misma altura, lo fue trasladando sobre el cuerpo de la engarzadita.

Mojándolos en un curare espeso, la Señora preparaba los estiletes.

Así pasaron toda la tarde.

—¿He crecido? —preguntó al fin Pup entre dos aullidos y, como pudo, se volvió hacia la ventana.

(Sobre un promontorio, se extendía una ciudad nueva, de arquitectura romana, con cúpulas de piedra, techos cónicos, mármoles rosados y azules y una profusión de bronces aplicados a las volutas de los capiteles, a la crestería de las casas, a los ángulos de las cornisas. Un bosque de cipreses la dominaba. El color del mar era muy verde, el aire muy frío.

Sobre las montañas,

en el horizonte,

nieve.)

—¿He crecido algo? —insistió.

—Nada —replicó implacable la Señora—, más bien has disminuido. Ah... —y empezó a caminar, apresurada, de un lado a otro de la sala; también gimientes, la seguían la mucama, los doce negritos y el macaco— después de tanto sofoco, de tanto break-down, de tanto quítate tú para ponerme yo, de un coreógrafo y dos elefantes amaestrados, pintados de rojo sivaico y ensillados con castillos de utilería traídos de la India, por un caprichito de tu vía oral, por tu empecinamiento en ser cada vez más mujer, cada vez más perfecta, cada vez más aluminio sobre los párpados, me has dejado, en vísperas de la premiére, sin reina para el Teatro Lírico de Muñecas. ¿Quién te va, a estas alturas, a sustituir? ¿Quién ocupará el sitio ciego de la reina? ¿Qué joya pondremos sobre la flor de loto? ¿Qué demonio camboyano vestiré de ti, y dentro de las mariposas del cuadro Mariposas y Faisanes, cuál será lo bastante descarada para doblarte? Ah... —la mucama agitaba el quitasol para que sonaran los cascabelitos del mango— ;quién me mandó en tu restructuración a despilfarrar mis ahorros, en arrancarte con cera y electricidad el cuero cabelludo, con una cegueta cortarte falange por falange los dedos que eran enormes, pagarte un comando de etnólogos, masajes y parafina, alimentarte con almendras amargas y leche de majá para que fueras flexible y te brillaran los ojos de noche, que más que de ópalo quemado los querías de azufre (¡cada vez más dorados!), de orine de lince, de mandarina, sunsún doble... hasta que llegaste a la impostura: lentes de contacto amarillo canario?

—Calmaos, oh, Señora —profirió el Maestro— ; el cambio morfológico que pretendemos puede obtenerse, y ello sin que la criatura abandone los brazos de Morfeo: basta con inyectarle en las venas nieve.

Pup negó con la cabeza —traqueteo de sus huesecillos cervicales.

—Sí —añadió el Facultativo—, los curanderos legendarios que fundaron el Sikkim, para combatir el albarazo o blanca morfea, un herpes corrosivo, o más bien una lepra que atacaba al ganado, inyectaban a las reses un alcaloide del apio disuelto en agua fría. En las montañas los pastores usaban nieve. Poco a poco estos últimos fueron descubriendo que los animales, después de los enemas, al mismo tiempo que entraban en un sopor sin límites, crecían milagrosamente, y que ello, al contrario de todo lo previsto, estaba en relación directa no con la cantidad del extracto, sino con la del disolvente. Así se formó la raza de los yacs, esos búfalos mansos como caballos que aun hoy en día recorren las mesetas del Asia Central siguiendo a los monjes peregrinos.

La noche de su primera inyección Pup soñó que era una princesa de la casa real de Nepal; la Señora, con un sombrero negro que coronaba una cabeza de muerto, se acercaba sobre un caballo negro. Estaban en una plaza, frente a un palacio de torres doradas y cónicas.

Al bajar de su montura, con arcos y flechas armando símbolos en el aire, la Señora, convertida en mago, ejecutaba una danza contra los espíritus maléficos.

Una de las flechas mataba al rey.

El mago, al galope, huía.

La Señora aparecía del otro lado del río:

sombrero blanco,

caballo blanco.

Después, no supo cuánto tiempo pasó mirándose los pies.

Una mañana lograron levantarla. Pup pidió agua.

Estaba en el cuarto de baño. Detrás de un espejo oval se asomó para mirarla, abriendo los ojos, una campesina mongólica, con una mano rosada y regordeta, de dedos cortos, detenida ante la boca y apretando un racimo de cerezas. Sus párpados estaban hinchados y rojos; sus mejillas: manzanas recién lavadas.

—Ha crecido —oyó que declaraba, enfático, en la habitación contigua, el Maestro.

—Yo la noto más bien inflada, hidrópica... y mire las piernas: de elefantito cimarrón. Rodillas de muñeco de goma. Feto en pomo, ¿no le parece?

Pup se acercó a una ventana circular que bordeaban raíces gruesas. La ciudad a lo lejos era un cúmulo de puntos grises; los blancos de la nieve se contraían; los colores se evaporaban, vistos detrás de un río de alcohol. En las raíces, como empujados por dentro, brotaban retoños, yemas tiernas que venían a roer escolopendras, amuletos de lapislázuli, bisagritas de córnea mandarina, las cabezas con signos negros.

Era el verano.

Sintió el rumor de la tierra.

Al regresar a su habitación, pasó frente a la cocina. En la cenefa de mayólica las vio reflejadas: la Cadillac llegaba, delantal de olán hasta los pies, gorro gris claro. Sobre una mesa puso un cántaro, que suspendió con trabajo: —Es todo lo que hay. Cada día hay que subir más alto para encontrarla y cada día se derrite más. La que acumulemos esta semana tendrá que durar hasta el próximo invierno, si no habrá que suprimir las dosis definitivamente. Después de todo, para el resultado que han dado: una gordura mórbida...

—¡Si la envidia fuera tiña —baritonizó la Decana—, cuánta tiñosa no hubiera! Ves que aunque sin ton ni son, crece, compruebas que, aun desafiando las divinas proporciones prospera, y claro está, sientes amenazada tu efímera preeminencia; sabes que a su aparición perderás toda categoría y majestad y, segundona persistente, de reina pasarás a ser una usurpadora coloreteada, una sustituta bovina chillando en los finales de aria. Por eso exultas al augurio del verano. Crees que sin la diaria escarcha la Contraída cesará su expansión y que, los ventisqueros cada vez más altos, renunciaremos a nuestro plan de incremento y desarrollo. Decepcionóte: alcanzado el umbral del robustecimiento, el cuerpo —la furia la fulminaba con secreciones lezamescas— es como ciertos cocodrilos del fondo del Nilo, que si logran adentrarse hasta el lecho ya pueden perder las aletas caudales, pues el cañón de la corriente, a la sombra de barcas funerarias cargadas de momias de niños y juguetes de madera, los impulsa hasta la desembocadura, donde los festeja el rocío del aire y la humedad subterránea.

—¡Pues que siga navegando ella sola! Me duelen la punta del pie, la rodilla, la pantorrilla y el peroné, tengo los brazos fofos, las manos entumecidas y la mollera abierta, he perdido la risa, he perdido el color, se me han cuarteado los labios y desbaratado la permanente, parezco una facinerosa, una bruja del teatro popular birmano, y todo por amor al arte, por ir a buscar a las cimas, para una postrada, el granizado de la proliferación. Mientras más perfecciono yo mi alpinismo más ella su ataraxia; más cabra serrana yo, ella más lela. ¡No! ¡Abajo el latifundio del sueño! —y enarboló una bandera francesa que traía escondida en el bolsillo delantero; se quitó el bonete gris: abajo apareció un gorro frigio.

—Momentánea reina —respondió la Señora—, ¡cuán voraz es tu lepra!

Etc., etc....

Pup siguió a lo largo del pasillo.

No lloró. Adoptó el desdén de una Muertecita gótica arrastrando su gangarría; la precedía un séquito sarmentoso; en los azulejos, donde se iban reflejando clepsidras y guadañas, su paso era un desfile de osamentas, una fiesta de alegorías macabras.

Se encerró con doble llave.

Se desnudó ante el espejo.

Se puso la peluca de Marlene y dos gardenias de tela, entre los bucles. Claro que había crecido. Era una mujeranga ufana, algo acuosa, es verdad, y más bien normalota, con excepción de un detalle, que descubrió mucho más tarde, cuando iba ya a dejar de mirarse: cerraba los ojos de abajo hacia arriba.

Era de tanto dormir con la cabeza más baja que los pies.

Se probó uno por uno todos los vestidos de reina.

Cantó Blue Moon.

Se tomó un guarapo.

Se acostó muy oronda.

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