Cobra

Cobra


Tercera parte: El ataque » Capítulo 14

Página 22 de 29

CAPÍTULO 14

Les correspondió a la SOCA británica y a la Policía Metropolitana de Londres realizar la operación. Ambas organizaciones habían estado preparando el terreno desde hacía tiempo. El objetivo sería la banda de narcotraficantes llamada Essex Mob.

El Equipo de Proyectos Especiales de Scotland Yard sabía desde hacía tiempo que la Essex Mob, dirigida por un famoso gángster londinense llamado Benny Daniels, era la principal importadora y distribuidora de marihuana, heroína y cocaína, y tenía una reputación de extrema violencia con sus enemigos. La única razón para el nombre de la banda era que Daniels había utilizado las ganancias ilícitas para construirse una enorme y lujosa casa de campo en Essex, al este de Londres y al norte del estuario del Támesis, en las afueras de la tranquila ciudad de Epping.

Como joven matón del East End de Londres, Daniels se había labrado una reputación de brutalidad y contaba con una larga lista de delitos. Pero con el éxito llegó el fin de las acusaciones. Se volvió demasiado importante para tocar el producto personalmente, y era difícil encontrar testigos. Los cobardes se apresuraban a cambiar su testimonio; los valientes desaparecían, aunque a veces se les encontraba muertos en los pantanos ribereños.

Benny Daniels era el objetivo y una de las diez detenciones más deseadas de la policía metropolitana. La oportunidad que Scotland Yard había estado esperando se la brindaba ahora la lista de ratas facilitada por el difunto Roberto Cárdenas.

El Reino Unido había sido afortunado, ya que solo uno de sus funcionarios aparecía en la lista; era un aduanero del puerto de Lowestoft en la costa este. Eso significó que a los jefes de aduana e impuestos se les informó muy pronto.

Con mucha discreción y absoluto secreto se reunió un grupo de trabajo con agentes de diversas unidades y se les equipó con los últimos adelantos tecnológicos para pinchar teléfonos y llevar a cabo labores de seguimiento y espionaje.

El Servicio de Inteligencia Interior, o MI5, uno de los socios de la SOCA, aportó un equipo de rastreadores conocido como los Vigilantes, valorados como los mejores del país.

Dado que ahora la importación de drogas era tan grave como el terrorismo, también estaba disponible el CO19, la sección armada de Scotland Yard. El grupo de trabajo estaba encabezado por el comandante Peter Reynolds, pero los más cercanos al funcionario corrupto eran sus propios colegas en la aduana. Los pocos que conocían sus delitos le mostraban ahora un sincero, pero muy bien disimulado desprecio; por ello estaban en la mejor posición para vigilar cada uno de sus movimientos. Su nombre era Crowther.

Uno de los principales jefes de Lowestoft desarrolló una muy oportuna úlcera y pidió la baja. Entonces pudo reemplazarlo un experto en vigilancia electrónica. El comandante Reynolds no quería únicamente pillar a uno de los funcionarios corruptos e incautarse de un solo camión; quería utilizar a Crowther para montar una operación de narcóticos a gran escala. Estaba dispuesto a ser paciente, incluso si con ello permitía que varios cargamentos pasasen sin problemas.

Como el puerto de Lowestoft estaba en la costa de Suffolk, al norte de Essex, sospechaba que Benny Daniels estaría metido en el asunto, y no se equivocaba. Una parte de las instalaciones de Lowestoft se destinaban a la recepción de contenedores que llegaban a través del Mar del Norte, y Crowther no tuvo reparos en permitir que varios de ellos pasasen sin problemas por el control de aduanas. En diciembre, Crowther cometió un error.

Un camión llegó en un transbordador desde Flushing, en los Países Bajos, con una carga de queso holandés para una famosa cadena de supermercados. Un funcionario menor estaba a punto de pedir que examinaran la carga cuando Crowther se presentó a toda prisa y, esgrimiendo su mayor rango, dio un permiso rápidamente.

El funcionario menor no sabía nada, pero el sustituto estaba vigilando. Consiguió colocar un diminuto rastreador GPS debajo del parachoques trasero del camión cuando salía por las puertas del muelle. Luego hizo una llamada telefónica. Tres coches sin identificaciones comenzaron la persecución, cambiando de posición entre ellos para que no los detectaran, pero el conductor no pareció que sospechara nada.

Siguieron al camión a través de medio Suffolk hasta que se detuvo en un área de descanso. Allí lo recibieron un grupo de hombres que salieron de un Mercedes negro. Uno de los coches rastreadores pasó sin detenerse, pero tomó el número de la matrícula. En cuestión de segundos identificaron el Mercedes. Pertenecía a una empresa fantasma, pero ya lo habían visto semanas atrás entrando en los terrenos de la mansión de Benny Daniels.

Los hombres del Mercedes se llevaron de manera muy amistosa al conductor holandés hasta el café en el área de descanso. Dos de la banda se quedaron con él durante las dos horas que su camión desapareció. Cuando se lo devolvieron recibió un grueso fajo de billetes y se le permitió seguir hacia Midlands para descargar en el supermercado. Aquel procedimiento era una réplica del que se utilizaba para entrar inmigrantes ilegales en el Reino Unido, por eso el grupo de trabajo temía que acabaran con un puñado de desilusionados y asombrados iraquíes.

Mientras el holandés tomaba su café en el bar del área de descanso, los otros dos hombres del Mercedes se habían llevado el camión para descargar su verdadero tesoro: no eran iraquíes que buscaban una nueva vida, sino una tonelada de cocaína colombiana pura.

Siguieron al camión desde el área de descanso de Suffolk en dirección sur hasta Essex. Esta vez el conductor y su compañero estuvieron más alerta, así que los conductores de los coches perseguidores tuvieron que recurrir a toda su habilidad para cambiar y adelantarse los unos a los otros y permanecer ocultos. Cuando cruzó la línea del condado, la policía de Essex aportó otros dos vehículos de vigilancia como ayuda.

Por fin llegó al lugar de destino; parecía un viejo hangar abandonado en los pantanos de agua salada que flanqueaban el estuario del Blackwater. El paisaje era tan llano y solitario que los Vigilantes no se atrevieron a seguir, pero un helicóptero de la división de tráfico de Essex vio cómo se cerraban las puertas del hangar. El camión permaneció en el hangar durante cuarenta minutos antes de salir y ser devuelto al conductor holandés que esperaba en el café.

Cuando se marchó, el camión dejó de tener interés, pero un equipo de cuatro expertos de vigilancia rural se quedaron ocultos entre los juncos con potentes prismáticos. Entonces se hizo una llamada desde el hangar; en el cuartel general de la SOCA y en el cuartel general de Comunicaciones Gubernamentales en Cheltenham la grabaron. Respondió alguien en la mansión de Benny Daniels, a treinta kilómetros de distancia. Se habló de retirar los productos a la mañana siguiente, así que el comandante Reynolds no tuvo más alternativa que montar la operación para aquella noche.

De acuerdo con la solicitud desde Washington, se decidió que la operación tendría repercusión pública; para ello se invitó a un equipo del programa Crimewatch a que asistiera al operativo.

Don Diego también tenía un problema de relaciones públicas y era grave. Pero su público se limitaba a sus veinte clientes mayoritarios; diez en Estados Unidos y diez en Europa. Ordenó a José María Largo que viajara a Estados Unidos para tranquilizar a los diez principales compradores del cártel; debía asegurarles que los problemas que habían afectado a todas sus operaciones desde el verano se solucionarían y las entregas volverían a la normalidad. Pero los clientes estaban realmente furiosos.

Por ser los diez grandes, estaban entre los privilegiados a los que solo se les pedía un pago anticipado del cincuenta por ciento. Aunque en su caso equivalía a decenas de millones de dólares por banda. Únicamente debían pagar el cincuenta por ciento restante cuando se entregaba el envío.

Cada interceptación, pérdida o desaparición entre Colombia y el lugar de entrega era una pérdida para el cártel. Sin embargo, no era este el problema. Como consecuencia de la desastrosa lista de ratas, la Aduana de Estados Unidos, al igual que las policías estatales y urbanas, habían llevado a cabo centenares de operaciones con éxito en depósitos tierra adentro y las pérdidas estaban causando graves daños.

Pero eso no era todo. Cada gigantesca banda importadora tenía una enorme red de clientes más pequeños a los que debía abastecer. No había lealtad en este negocio. Si un proveedor habitual no podía suministrar y otro sí, el pequeño cambiaba de proveedor y asunto resuelto.

Con las llegadas seguras reducidas a un cincuenta por ciento de las esperadas, empezaba a aparecer la escasez. Los precios subían de acuerdo con las leyes de mercado. Los importadores estaban cortando la cocaína pura no seis o siete veces, sino hasta diez, en un intento por aumentar el suministro y mantener a los clientes. Algunos consumidores estaban esnifando solo un siete por ciento de mezcla. El corte era cada vez peor; los químicos añadían cantidades de otras drogas, como la ketamina, en un intento de engañar al usuario para que creyera que estaba recibiendo una sensación agradable en lugar de una fuerte dosis de tranquilizante para caballos, que casualmente tenía el mismo aspecto y olor de la coca.

Había otra peligrosa consecuencia de la escasez. La paranoia, que estaba siempre rondando en el mundo de la delincuencia, estaba saliendo a la superficie. Entre las grandes bandas crecían las sospechas de que otros estaban recibiendo un trato preferente. El riesgo de que alguna banda asaltara un depósito secreto aumentaba las posibilidades de una guerra extremadamente violenta en el mundo de la droga.

La tarea de Largo era intentar calmar a los tiburones y garantizarles que pronto se reanudaría el servicio normal. Tuvo que comenzar por México.

Aunque a Estados Unidos llegan constantemente avionetas, planeadoras, yates privados, aviones de pasajeros y mulas con el estómago lleno de cocaína de contrabando, el mayor problema son los cuatro mil ochocientos kilómetros de la sinuosa frontera con México. Parte del Pacífico, al sur de San Diego, hasta el golfo de México; y limita con California, Arizona, Nuevo México y Texas.

Al sur de la frontera, el norte de México ha sido desde hace años una zona de guerra donde las bandas rivales luchan por la supremacía o al menos para hacerse un hueco. Miles de cuerpos torturados y ejecutados han sido arrojados a las calles o al desierto mientras los líderes de los cárteles y los jefes de las bandas han empleado a ejecutores psicópatas para exterminar a los rivales; miles de personas inocentes han muerto en el fuego cruzado.

La tarea de Largo era hablar con los jefes de los cárteles conocidos como Sinaloa, Golfo y La Familia; todos estaban furiosos porque sus pedidos no llegaban. Comenzaría con los Sinaloa, que cubrían la mayor parte de la costa del Pacífico. Tuvo mala fortuna porque, aunque el María Linda había pasado sin problemas, el día que voló al norte el siguiente carguero había desaparecido sin dejar rastro.

Esa misma tarea en Europa correspondió al segundo de Largo, el inteligente universitario Jorge Calzado que hablaba inglés fluidamente, aparte del español nativo, y se manejaba bien con el italiano. Llegó a Madrid la noche en que la SOCA asaltó el viejo hangar en los pantanos de Essex.

La operación fue un éxito, aunque hubiese sido incluso mejor si hubiese estado allí toda la banda de Essex, o incluso el propio Benny Daniels, para detenerlos a todos. Pero el gángster era demasiado listo para estar cerca de la droga que importaba al sur de Inglaterra. Para eso utilizaba subalternos.

En la llamada de teléfono interceptada habían mencionado una camioneta y que se recogería el contenido del hangar por la mañana. La fuerza operativa se colocó en posición con todo sigilo, con las luces apagadas, negro sobre negro, poco antes de la medianoche y esperó. Estaba totalmente prohibido hablar, encender linternas e incluso utilizar los termos de café, por si se producía algún pequeño choque de metal contra metal. Poco antes de las cuatro aparecieron las luces de un vehículo que se acercaba por la pista al edificio oscuro.

Los Vigilantes oyeron el rumor de las puertas que se abrían y vieron una débil luz en el interior. Como no aparecía un segundo vehículo, entraron en acción. Los agentes armados de la CO19 se ocuparon de asegurar el depósito. Detrás de ellos llegaron los altavoces que transmitían órdenes, los perros, los francotiradores por si se defendían con armas, y los faros que iluminaban el objetivo con una dura luz blanca.

La sorpresa fue total, teniendo en cuenta que había cincuenta hombres y mujeres acurrucados entre los juncos con su equipo. El botín de droga fue satisfactorio, aunque lo fue menos el de delincuentes detenidos.

Solo fueron tres. Dos habían llegado con el camión. Se veía a simple vista que eran tipos poco importantes, pertenecían a la banda de Midlands a la que iba destinada parte de la carga. La otra parte la hubiese distribuido Benny Daniels.

El vigilante nocturno fue el único miembro de la banda de Essex atrapado en la red. Resultó ser Justin Coker, de veintitantos años, un joven que tenía mucho éxito con las mujeres y con un largo historial delictivo. Pero no era un pez gordo.

La mercancía que el camión había ido a recoger estaba apilada en el suelo de cemento donde en otro tiempo se hacía el mantenimiento de las avionetas de un club de vuelo desaparecido hacía mucho. Había alrededor de una tonelada y aún estaba con las redes de yute y atada con las cuerdas entrecruzadas.

Se permitió la entrada de las cámaras, una de la televisión y otra de un fotógrafo de prensa de una agencia importante. Tomaron imágenes de la pila de fardos y enfocaron a un jefe de aduanas, enmascarado para preservar su anonimato, mientras cortaba alguna de las cuerdas para quitar la tela de yute y dejar a la vista los paquetes de cocaína envueltos en polietileno. En uno de los paquetes había incluso una etiqueta de papel con un número. Se hicieron fotos de todo, incluidos los tres detenidos con mantas sobre las cabezas y de los que solo se veían las muñecas esposadas. Pero era más que suficiente para aparecer a la hora de mayor audiencia de la televisión y en varias primeras planas. Un alba rosada de mediados de invierno comenzó a clarear en los pantanos de Essex. Para los jefes de policía y los agentes de aduana iba a ser un día muy largo.

Otro avión fue abatido en algún lugar al este del meridiano 35. Siguiendo las instrucciones recibidas, el desesperado joven piloto, que había desafiado el consejo de hombres mayores de que no volase, había estado transmitiendo mensajes cortos y sin sentido en su radio para dar «señales de vida». Lo hizo cada quince minutos después de sobrevolar la costa de Brasil. Luego dejó de hacerlo. Volaba hacia una pista en el norte de Liberia, pero nunca llegó.

Con una indicación aproximada de dónde debía de haber caído, el cártel envió un avión de reconocimiento a plena luz del día, para que volase por la misma ruta a poca altura sobre el agua en busca de restos. No encontró nada.

Cuando un avión cae al mar de una pieza, o incluso en pedazos, siempre hay trozos que flotan hasta que, empapados de agua, se hunden. Pueden ser cojines de asiento, ropa, libros, cortinas, cualquier cosa más liviana que el agua, pero cuando un avión se convierte en una enorme bola de fuego de combustible a tres mil metros de altitud, todo lo inflamable se consume. Solo el metal cae al mar, y el metal se hunde. El observador renunció a la búsqueda y emprendió el regreso. Fue el último intento de cruzar volando el Atlántico.

José María Largo voló de México a Estados Unidos en un avión privado; solo era un breve trayecto desde Monterrey a Corpus Christi en Texas. Su pasaporte era español, y completamente auténtico; lo había obtenido a través de los buenos oficios del ya desaparecido Banco Guzmán. Tendría que haberle servido, pero el banco lo había abandonado.

Aquel pasaporte había pertenecido a un español que se parecía razonablemente a Largo. Una comparación facial superficial hubiese engañado al agente de inmigración en el aeropuerto texano. Pero el antiguo poseedor del pasaporte había visitado una vez Estados Unidos y había mirado a la lente de la cámara de reconocimiento de iris. Largo hizo lo mismo. El iris del ojo humano es como una muestra de ADN. No miente.

En el rostro del agente de inmigración no se movió ni un músculo. Miró la pantalla, tomó nota de lo que decía y pidió al empresario extranjero que pasara a una habitación. El procedimiento llevó media hora. Después, Largo recibió mil y una disculpas y se le permitió marcharse. Su terror inicial se convirtió en alivio. Después de todo, había pasado sin ser detectado. Pero se equivocaba.

Con la actual velocidad de comunicación sus datos habían pasado a la ICE, el FBI, la CIA y, teniendo en cuenta de dónde procedía, a la DEA. Lo habían fotografiado de forma encubierta y ahora aparecía en una pantalla en Army Navy Drive, en Arlington, Virginia.

El siempre bien dispuesto coronel Dos Santos de Bogotá había facilitado fotos de los principales miembros del cártel que había identificado, y José María Largo era uno de ellos. Incluso a pesar de que el hombre que constaba en el archivo de Arlington era más joven y delgado que el visitante que esperaba en el sur de Texas, la tecnología de reconocimiento de facciones lo identificó en medio segundo.

El sur de Texas, de lejos la mayor zona en la lucha de Estados Unidos contra el tráfico de cocaína, está abarrotada de hombres de la DEA. Cuando Largo salió de la terminal, recogió su coche de alquiler y salió del aparcamiento, un coche sin identificar con dos hombres de la DEA a bordo se colocó detrás de él. Nunca los vería, pero sus perseguidores lo seguirían a todas sus entrevistas con los clientes.

Largo había recibido la orden de ponerse en contacto y tranquilizar a las tres grandes bandas de moteros blancos que importaban cocaína a Estados Unidos: los Ángeles del Infierno, los Outlaws y los Bandidos. Aunque sabía que todos ellos eran unos psicópatas violentos y se odiaban los unos a los otros, ninguno sería tan estúpido como para hacer daño a un emisario del cártel colombiano, porque no volverían a ver un gramo de la cocaína del Don.

También tenía que contactar con las dos bandas principales negras: los Blood y los Crips. Los otros cinco de la lista eran hispanos: los Latin King, los cubanos, sus compatriotas colombianos, los puertorriqueños y, de lejos los más peligrosos de todos, los salvadoreños, conocidos como los MS-13, que tenían su cuartel general en California.

Pasó dos semanas hablando, discutiendo, tranquilizando y sudando a mares antes de que se le permitiera escapar de San Diego y regresar a su Colombia natal. Allí también había hombres extremadamente violentos, pero al menos le consolaba pensar que estaban en su mismo bando. El mensaje que había recibido de los clientes del cártel en Estados Unidos era claro: los beneficios se desmoronaban y los colombianos eran los responsables.

Su opinión personal, que transmitió a don Diego, era que, a menos que satisficieran a los lobos entregándoles los pedidos en las fechas señaladas, se libraría una guerra entre bandas que haría que el norte de México pareciese una fiesta infantil. Se alegró de no ser Alfredo Suárez.

La conclusión del Don era un tanto diferente. Había eliminado a Suárez, pero esa no era la solución. La cuestión era que alguien estaba robando enormes cantidades de su producto, un pecado imperdonable. Tenía que encontrar a los ladrones y acabar con ellos, si no el acabado sería él.

Presentar los cargos contra Justin Coker en el tribunal de Chelmsford no llevó mucho tiempo. Se le acusaba de posesión con intento de suministrar una droga de clase A, que iba contra etcétera, etcétera.

El fiscal leyó la acusación y solicitó que permaneciese detenido porque: «Como su señoría comprenderá, las investigaciones de la policía continúan», etcétera, etcétera. Todos sabían que era una pura formalidad, pero el abogado de oficio se levantó para pedir la fianza.

La magistrada, una juez de paz no profesional, pasaba las páginas de la Ley de Libertad bajo Fianza de 1976 mientras escuchaba. Antes de aceptar ejercer de magistrada había sido directora de un instituto femenino, así que había oído casi todas las excusas conocidas por la raza humana.

Coker, como su empleador, procedía del East End de Londres, había comenzado con delitos menores siendo un adolescente y se había convertido en un «chico agradable» hasta que había captado la atención de Benny Daniels. El jefe de la banda lo había tomado a su servicio como chico de los recados. No tenía talento para ser un «forzudo» —Daniels tenía a varios matones en su entorno para ese tipo de trabajos—, pero el muchacho sabía moverse en las calles y hacía bien los recados. Por eso le habían dejado vigilar la carga de una tonelada de cocaína.

El abogado defensor acabó su inútil petición de libertad bajo fianza y la magistrada lo animó con una sonrisa.

«Permanecerá detenido durante siete días», decidió. Coker abandonó la sala y bajó los escalones hasta las celdas. De allí fue llevado en una furgoneta blanca cerrada y escoltada por cuatro motoristas del Grupo Especial de Escolta, por si a la banda de Essex se le ocurría intentar rescatarlo.

Pareció que Daniels y su gente estaban convencidos de que Justin Coker mantendría la boca cerrada, porque no se les encontraba por ninguna parte. Todos se habían largado.

Años atrás, los mafiosos británicos solían buscar refugio en el sur de España y comprar casas en la Costa del Sol. Sin embargo, con el tratado de extradición rápida entre España y el Reino Unido, la costa había dejado de ser un paraíso seguro. Benny Daniels se había construido una casa en el enclave de Chipre del Norte, un pequeño estado que no tenía tratados con el Reino Unido. Se sospechaba que había huido allí después del asalto al hangar, a esperar que las cosas se calmasen.

Sin embargo, Scotland Yard quería tener a Coker bien vigilado en Londres; en Essex no pusieron ninguna objeción, así que desde Chelmsford se le llevó a la prisión de Belmarsh en Londres.

La historia de una tonelada de cocaína en un depósito en los pantanos era muy buena para la prensa nacional y todavía mejor para los periódicos locales. El Essex Chronicle publicó una gran foto del alijo en primera plana. Junto a los fardos de cocaína estaba Justin Coker, con el rostro borroso para proteger su anonimato, de acuerdo con la ley. Pero los fardos envueltos en yute se veían con toda claridad, como también los pálidos paquetes debajo y el envoltorio con el número del lote.

La gira europea de Jorge Calzado no fue más agradable que la de José María Largo en Estados Unidos. En todas partes lo recibieron con airados reproches y exigencias de que se recuperase el suministro normal. Las reservas eran escasas, los precios subían, los clientes se estaban pasando a otras drogas y la que las bandas europeas estaban ofreciendo estaba cortada diez a uno, lo mínimo a lo que se podía llegar.

Calzado no tuvo que visitar a las bandas gallegas, que ya habían recibido garantías personalmente del Don, pero los otros principales clientes e importadores eran vitales.

Más de un centenar de bandas suministraban y traficaban con cocaína entre Irlanda y la frontera rusa; la mayoría adquirían la coca de una docena de gigantes que eran clientes directos de Colombia y luego revendían el producto una vez que había llegado a tierras europeas.

Calzado se entrevistó con los rusos, los serbios y los lituanos; con los nigerianos y los jamaicanos; con los turcos que, aunque originariamente eran del sudeste, eran los que predominaban en Alemania; los albaneses, que le aterrorizaron; y las tres bandas más antiguas de Europa: la Mafia de Sicilia, la Camorra de Nápoles y la mayor y más temida de todas, la ‘Ndrangheta.

Si el mapa de la república de Italia parece una bota de montar, Calabria está en la punta, al sur de Nápoles, mirando a Sicilia al otro lado del estrecho de Messina.

En aquella tierra abrasada por el sol se habían fundado colonias griegas y fenicias, y el dialecto local, apenas inteligible para el resto de los italianos, deriva del griego. El término ‘Ndrangheta significa Honorable Sociedad. A diferencia de la muy publicitada Mafia de Sicilia o la ahora más famosa Camorra de Nápoles, los calabreses se vanaglorian de ser prácticamente invisibles.

No obstante, es la mayor en número de miembros y la más extendida de todas a escala internacional. Como el Estado italiano ha descubierto, también es la más difícil de penetrar y la única donde el juramento de silencio absoluto, la omertà, no se rompe.

A diferencia de la Mafia de Sicilia, la ‘Ndrangheta no tiene Don de todos los Dones; no es piramidal. No es jerárquica y la pertenencia se rige casi completamente por la familia y la sangre. Conseguir que se infiltre un extraño es prácticamente imposible, nunca se ha sabido de un renegado en sus filas y las acusaciones que concluyen con éxito son escasas. Es la pesadilla permanente de la Comisión Antimafia de Roma.

En su territorio, tierra adentro de la capital provincial de Reggio Calabria y de la autopista principal de la costa, hay una tierra aislada con pueblos y pequeñas ciudades que se ubican en las montañas de Aspromonte. Hasta hace poco, en sus cuevas se retenía a los rehenes secuestrados o pendientes de morir, y es aquí donde está lo que se considera la capital extraoficial: Plati. Cualquier extranjero o coche se detecta desde kilómetros y no se les da un agradable recibimiento. No es un centro de atracción turística.

Pero no fue ahí adonde Calzado tuvo que ir para reunirse con los jefes, porque la Honorable Sociedad se ha hecho cargo de todo el mundo del hampa de la ciudad más importante de Italia, su motor industrial y financiero: Milán. La verdadera ‘Ndrangheta ha emigrado al norte y ha creado en Milán el mayor centro de distribución de cocaína del país y quizá del continente.

A ningún jefe de la ‘Ndrangheta se le hubiese ocurrido llevar a su casa a un emisario, aunque fuese el más importante. Para eso están los restaurantes y los bares. Los calabreses dominan tres barrios del sur de Milán y fue en el bar Lions, en Buccinasco, donde tuvo lugar el encuentro con el hombre de Colombia. Para escuchar las excusas y garantías de Calzado habían ido allí el capo local y dos miembros más, entre ellos el contable, con unas cifras de beneficios francamente pobres.

Debido a las cualidades especiales de la Honorable Sociedad, a su secretismo y a su implacable falta de piedad en imponer el orden, don Diego Esteban les había otorgado el honor de ser su principal colega europeo. A través de esta relación se había convertido en el mayor importador y distribuidor en el continente.

Aparte de recibir cargas en el puerto de Gioia, que controlaba absolutamente, recibía gran parte de sus suministros de las caravanas que llegaban desde África Occidental hasta la costa norteafricana, frente a la costa sur de Europa, y de los marineros gallegos de España. Ambos suministros, como se le dejó bien claro a Calzado, habían sufrido graves interrupciones, y los calabreses esperaban que los colombianos hicieran algo al respecto.

Jorge Calzado se había reunido con los únicos mafiosos de Europa que se atrevían a hablar con el jefe de la Hermandad de Colombia de igual a igual. Volvió a su hotel y, como su jefe Largo, esperó impaciente la hora de emprender el regreso a su Bogotá natal.

El coronel Dos Santos no tenía la costumbre de invitar a comer a los periodistas, ni siquiera a los redactores jefe. Aunque debería ser al contrario, ya que los redactores tenían mayores cuentas de gastos. Pero por lo general, el bolsillo de aquel que pide el favor es el que paga la cuenta. Esta vez era el jefe de Inteligencia de la Policía Antidroga. E incluso él lo estaba haciendo por un amigo.

El coronel Dos Santos tenía una excelente relación de trabajo con los jefes de las delegaciones de la DEA norteamericana y la SOCA británica destinados en su ciudad. La cooperación, mucho más fácil bajo el mandato del presidente Álvaro Uribe, reportaba grandes beneficios a los tres. Pese a que Cobra se había guardado la lista de ratas para sí mismo, dado que no concernía a Colombia, las cámaras de Michelle habían descubierto otras perlas que habían resultado muy útiles. Pero este favor era para la SOCA británica.

—Es una buena historia —insistió el policía, como si el redactor de El Espectador no supiese reconocer una buena historia cuando la veía.

El redactor bebió un sorbo de vino y miró la noticia que le ofrecía. Como periodista tenía sus dudas; como redactor podía esperar algún favor a cambio si ayudaba.

La noticia hablaba de una operación policial en Inglaterra en un viejo depósito donde habían descubierto un cargamento de cocaína que acababa de llegar. De acuerdo, era grande, una tonelada; pero estos descubrimientos se hacían continuamente y se estaban volviendo demasiado habituales para ser una noticia. Siempre era igual. Las pilas de fardos, los sonrientes agentes de aduana, los detenidos esposados. ¿Por qué la historia de Essex, que no había oído mencionar, valía la pena que fuera publicada? El coronel Dos Santos lo sabía, pero no se atrevía a decirlo.

—Hay cierto senador en esta ciudad —murmuró el policía— que frecuenta una discreta casa de citas.

El redactor esperaba algo a cambio, pero eso era ridículo.

—A los senadores les gustan las chicas —ironizó—. Dígame que el sol sale por el este.

—¿Quién ha hablado de chicas? —preguntó Dos Santos.

El redactor olisqueó el aire con deleite. Por fin olía una recompensa.

—De acuerdo, la historia del gringo irá mañana en la página dos.

—En primera plana —dijo el poli.

—Gracias por la comida. Es un placer poco habitual no pagar la factura.

El redactor sabía que su amigo se llevaba algo entre manos, pero no podía adivinar qué. La foto y la nota provenían de una gran agencia, pero establecida en Londres. Mostraba a un joven delincuente llamado Coker de pie junto a una pila de fardos de cocaína con uno de ellos rasgado y un envoltorio de papel visible. ¿Y qué? Pero al día siguiente lo publicó en primera página.

Emilio Sánchez no compraba El Espectador y, de todas maneras, pasaba mucho tiempo supervisando la producción en la selva, el refinamiento en varios laboratorios y en el empaquetado para el embarque. Pero dos días después de la publicación pasó frente a un quiosco en su viaje de regreso desde Venezuela. El cártel había montado varios grandes laboratorios apenas cruzada la frontera venezolana, porque, allí, las envenenadas relaciones entre Colombia y el país de Hugo Chávez les protegían de la atención del coronel Dos Santos y las operaciones policiales.

Ordenó al chófer que se detuviese en un pequeño hotel en la ciudad fronteriza de Cúcuta para ir al servicio y tomarse un café. En el vestíbulo había un exhibidor con un ejemplar de El Espectador de dos días atrás. Algo en la foto lo impactó. Compró el único ejemplar del quiosco y se quedó preocupado el resto del camino hasta su casa anónima en su Medellín natal.

Pocos hombres podían retenerlo todo en su cabeza, pero Emilio Sánchez vivía para su trabajo y se enorgullecía de su enfoque metódico y de su obsesión de llevar bien los libros. Únicamente él sabía dónde los guardaba y por razones de seguridad esperó un día más para ir hasta allí y consultarlos. Se llevó con él una lupa, miró la foto en el periódico y comprobó los registros de los envíos. Se puso blanco como el papel.

Una vez más la obsesión del Don por la seguridad demoró el encuentro. Pasaron tres días, para despistar a la vigilancia, antes de que los dos hombres se encontrasen. Cuando Sánchez acabó, don Diego se quedó en silencio. Cogió la lupa, observó la foto en el periódico y leyó los registros que Sánchez llevaba consigo.

—¿Podría haber alguna duda respecto a esto? —preguntó con una calma aterradora.

—Ninguna, don Diego. La nota de envío solo hace referencia al cargamento que se mandó a los gallegos en un barco pesquero venezolano llamado el Belleza del Mar hace meses. No llegó. Desapareció en el Atlántico sin dejar rastro. Pero, por lo visto, sí llegó. Esta es la carga. No hay ningún error.

Don Diego Esteban guardó silencio durante un buen rato. Si Emilio Sánchez intentaba decir algo lo hacía callar con un gesto. Ahora, el jefe del cártel colombiano sabía por fin que alguien le había estado robando su cocaína mientras se transportaba y le había mentido al decir que no había llegado. Necesitaba saber muchas cosas antes de actuar de forma decidida.

Necesitaba saber cuánto tiempo se llevaba haciendo; cuál de sus clientes había estado interceptando sus barcos y fingiendo que no habían llegado. No tenía ninguna duda de que sus barcos se habían hundido, las tripulaciones habían sido asesinadas y la cocaína robada. Necesitaba saber hasta qué punto se había extendido la conspiración.

—Lo que quiero que haga —dijo a Sánchez— es que me prepare dos listas. Una con los números de envío de todos los fardos que iban en alguno de los barcos que desaparecieron y que nunca volvimos a ver. Cargueros, planeadoras, pesqueros, yates, todos los que jamás llegaron. Y otra lista con los barcos que pasaron sin problemas y con los números de envío de cada fardo que transportaban.

Después de aquello fue como si los dioses por fin le sonriesen. Tuvo dos golpes de suerte. En la frontera entre México y Norteamérica, los agentes de aduana de Estados Unidos, que trabajaban en Arizona cerca de la ciudad de Nogales, interceptaron a un camión que había cruzado la frontera al amparo de la oscuridad en una noche sin luna. Se consiguió una gran captura, que se guardó a la espera de destruirla. Hubo mucha publicidad. También muy poca seguridad.

Don Diego tuvo que pagar un cuantioso soborno, pero un funcionario le consiguió los números de envío de la carga. Algunos habían estado a bordo del María Linda, que había llegado sin problemas y había descargado la mercancía, que pasó a manos del cártel de Sinaloa. Otros fardos habían estado en dos planeadoras que habían desaparecido meses atrás en el Caribe. Estos también iban destinados al cártel de Sinaloa. Ahora acababan de aparecer en Nogales.

Otro golpe de suerte para el Don llegó de Italia. Esta vez en un envío de trajes para hombre de una marca muy conocida de Milán que intentaba cruzar los Alpes hacia Francia para dirigirse a Londres.

Fue mala suerte que el camión pinchara en el paso alpino y se quedase cruzado en la carretera. Los carabinieri insistieron en que el conductor lo apartase del camino, pero eso significaba aligerar el vehículo descargando parte de la mercancía. Uno de los cajones se rompió y dejó a la vista unos fardos envueltos en yute que a todas luces no iban a vestir a los jóvenes agentes de bolsa de Lombard Street.

El contrabando se confiscó de inmediato y como la carga procedía de Milán, los carabinieri no necesitaron la ayuda de Albert Einstein para relacionarla con la ‘Ndrangheta. Por la noche, alguien entró en el depósito; no se llevaron nada, pero anotaron los números y los transmitieron a Bogotá. Parte de la carga había viajado en el Bonito, que había llegado con su cargamento a la costa gallega. Otros fardos habían estado en el casco del Arco Soledad, que al parecer se había hundido con todos sus tripulantes, incluido Álvaro Fuentes, en su viaje a Guinea-Bissau. Ambos cargamentos tenían que ir al norte, a los gallegos y a la ‘Ndrangheta.

Don Diego Esteban ya tenía a sus ladrones y se preparó para hacerles pagar.

Ninguno de los agentes de aduana en Nogales ni tampoco los carabinieri en el paso alpino habían prestado mucha atención a un agente norteamericano de voz suave cuya documentación decía que pertenecía a la DEA y que había aparecido con una encomiable rapidez en ambos casos. Hablaba muy bien español y chapurreaba el italiano. Era delgado, nervudo, en buena forma física y con el pelo canoso. Se movía como un ex soldado y anotó todos los números de registro de los fardos confiscados. Nadie preguntó para qué los necesitaba. Su documento de la DEA decía que se llamaba Cal Dexter. Un hombre de la DEA que también estaba en Nogales sintió curiosidad y llamó al cuartel general de Arlington, pero nadie había oído hablar de un tal Dexter. Aunque no tenía nada de sospechoso. Los agentes encubiertos nunca se llamaban como decían sus identificaciones.

El hombre de la DEA en Nogales no fue más allá y, en los Alpes, los carabinieri aceptaron gustosamente un generoso regalo de amistad que consistía en una caja de Cohibas cubanos y dejaron que el aliado y colega entrase en el depósito que contenía el tesoro confiscado.

En Washington, Paul Devereaux escuchó su informe con atención.

—¿Ambos engaños funcionaron bien?

—Eso parece. Los tres supuestos mexicanos en Nogales pasarán unos días en una cárcel de Arizona; después creo que podremos soltarlos. El conductor italoamericano en los Alpes será puesto en libertad porque no hay nada que lo relacione con la carga. Creo que podemos enviarle de vuelta con su familia y una gratificación dentro de un par de semanas.

—¿Ha leído usted a Julio César? —preguntó Cobra.

—No demasiado. Recibí parte de mi educación en una caravana, y la otra en solares en construcción. ¿Por qué?

—Una vez luchó contra las tribus bárbaras en Germania. Rodeó su campamento con grandes fosos, cubiertos con maleza. Las bases y los costados de los fosos estaban tachonados con estacas puntiagudas. Cuando los germanos cargaron, muchos de ellos acabaron con una afilada estaca clavada entre las nalgas.

—Doloroso y efectivo —comentó Dexter, que había visto esas trampas preparadas por el Vietcong en Vietnam.

—Así es. ¿Sabe cómo llamaba a sus estacas?

—Ni idea.

—Las llamaba «stimuli». Al parecer el viejo Julio tenía un sentido del humor bastante negro.

—¿Y?

—Esperemos que nuestras stimuli lleguen a don Diego Esteban, allí donde esté.

Don Diego estaba en su hacienda al este de la cordillera y, aunque lejos de todo, la desinformación le había llegado.

La puerta de una celda en la cárcel de Belmarsh se abrió y Justin Coker apartó la mirada de la pésima novela que estaba leyendo. Estaba en confinamiento solitario, así que nadie podía oírles.

—Hora de marcharse —dijo el comandante Peter Reynolds—. Los cargos se han retirado. No preguntes. Pero quedarás expuesto cuando esto se sepa. Bien hecho, Danny, muy bien hecho. Esto viene de mí y desde muy alto.

Así fue como el oficial de policía Danny Lomax, después de pasar seis años infiltrado en una banda de narcotraficantes, salió de las sombras y fue ascendido a inspector.

Ir a la siguiente página

Report Page