Cobra

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Segunda parte: El silbido » Capítulo 3

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CAPÍTULO 3

Por razones de seguridad era poco frecuente que la Hermandad, el gran cártel que controlaba toda la industria de la cocaína, se reuniese en sesión plenaria. Años atrás había sido más fácil.

La llegada a la presidencia de Colombia de Álvaro Uribe, enemigo declarado del narcotráfico, lo había cambiado todo. Bajo su mando, el cese de varios altos cargos de la policía nacional había significado que ascendiera a nuevo jefe el general Felipe Calderón y su formidable jefe de Inteligencia en la División Antinarcóticos, el coronel Dos Santos.

Ambos hombres habían demostrado que, incluso a pesar del sueldo de un policía, eran insobornables. Para el cártel aquello era completamente nuevo y había cometido varios errores que le habían costado perder a varios ejecutivos claves, hasta que aprendió la lección. A partir de entonces se declaró una guerra a muerte. Pero Colombia es un país muy grande, con millones de hectáreas donde ocultarse.

El jefe indiscutible de la Hermandad era don Diego Esteban. A diferencia de otro antiguo capo de la cocaína, Pablo Escobar, don Diego no era un matón psicópata surgido de las chabolas. Pertenecía a la vieja aristocracia terrateniente: educado, cortés, de la más rancia estirpe española, descendiente de una larga saga de hidalgos. Todos se referían a él simplemente como «el Don».

Había sido él quien, en un mundo de asesinos, había conseguido con la fuerza de su personalidad reunir a los señores de la cocaína en un único sindicato, que funcionaba como una corporación moderna con inmensos beneficios. Dos años atrás, el último de aquellos que se habían resistido a unirse como reclamaba el Don había salido del país esposado, extraditado a Estados Unidos, para no volver nunca más. Era Diego Montoya, jefe del cártel del Norte del Valle, que presumía de ser el sucesor de los cárteles de Cali y Medellín.

Nunca se descubrió quién había hecho al coronel Dos Santos la llamada que llevó a la detención de Montoya, pero cuando el capo apareció en los medios encadenado de pies y manos se acabó la oposición al Don.

Colombia está dividida del nordeste al sudoeste por dos cordilleras con el valle del río Magdalena entre ellas. Todos los ríos al oeste de la cordillera occidental desembocan en el Pacífico o el Caribe; todas las corrientes al este de la cordillera oriental desaguan en el Orinoco o el Amazonas. Esta tierra oriental, con cincuenta ríos, ofrece un panorama de llanuras salpicadas de haciendas del tamaño de condados. Don Diego era propietario de por lo menos cinco que se conocían y de otras diez desconocidas. Todas tenían varias pistas de aterrizaje.

La reunión en el otoño de 2010 tuvo lugar en el rancho de la Cucaracha, en las afueras de San José. Los otros siete miembros de la junta habían sido convocados por emisarios personales y habían llegado en avionetas después de dejar atrás varios señuelos. Pese a que el uso de móviles de usar y tirar se consideraba muy seguro, el Don prefería enviar sus mensajes con correos de su confianza. Era anticuado, pero nunca le habían pillado o espiado.

Aquella luminosa mañana de otoño el Don recibió en persona a los miembros de su equipo en la mansión donde nunca dormía más de diez noches al año, si bien siempre estaba preparada para usarla inmediatamente.

La mansión era de estilo español antiguo, revestida de azulejos y muy fresca en los días calurosos, con fuentes que susurraban en el patio y camareros con chaquetillas blancas que servían las bebidas debajo de las marquesinas.

El primero en llegar del aeródromo fue Emilio Sánchez. Como el resto de los jefes de división solo cumplía un cometido para su amo; el suyo era la producción. Su tarea consistía en supervisar todo lo concerniente a las decenas de miles de pobres campesinos, los cocaleros, que cultivaban las plantas en Colombia, Bolivia y Perú. Él compraba la pasta, verificaba la calidad, les pagaba y entregaba a las puertas de las refinerías toneladas de cocaína colombiana pura empaquetada.

Todo esto requería una protección constante, no solo contra las fuerzas de la ley y el orden, las FLO, sino también contra los bandidos de toda laya que vivían en la selva, preparados para robar el producto e intentar revenderlo. El ejército privado estaba al mando de Rodrigo Pérez, un ex terrorista de las FARC. Con su ayuda, la mayor parte del, en otro tiempo, grupo revolucionario marxista había entrado en razón y trabajaba para la Hermandad.

Los beneficios de la industria de la cocaína eran tan astronómicos que la ingente cantidad de dinero entrante se convirtió en un problema que únicamente se podía solucionar con el blanqueo. Posteriormente, reinvertirían los dólares en miles de empresas legítimas esparcidas por todo el mundo; pero solo después de deducir los costes y contribuir a engrosar la fortuna personal de don Diego, que era de centenares de millones.

El blanqueo se realizaba a través de bancos corruptos, muchos de los cuales pretendían ante el público que eran de una honradez sin tacha, pero que con sus actividades delictivas generaban una enorme riqueza adicional.

El hombre encargado del blanqueo parecía tan respetable como el mismo Don. Era un abogado especializado en leyes financieras y bancarias. Su despacho en Bogotá era prestigioso y aunque el coronel Dos Santos tenía ciertas sospechas nunca había podido demostrar nada. El señor Julio Luz fue el tercero en llegar; el Don le saludó con gran afecto en el mismo momento en que apareció el cuarto todoterreno desde el aeródromo.

José María Largo era el jefe de la comercialización. El terreno en el que se movía era el de los consumidores de cocaína y el de los centenares de bandas y mafias que compraban el polvo blanco que vendía la Hermandad. Era él quien cerraba los tratos con las bandas que se extendían por todo México, Estados Unidos y Europa. Él era el único que evaluaba la capacidad financiera de las mafias consolidadas y las constantes incorporaciones de recién llegados que reemplazaban a los detenidos y encarcelados en el extranjero. Era él quien había decidido otorgar un virtual monopolio europeo a la temible ‘Ndrangheta, la mafia italiana nativa de Calabria, en la punta de la bota italiana, emparedada entre la Camorra de Nápoles y la Cosa Nostra de Sicilia.

Como sus avionetas habían llegado casi juntas, había compartido un todoterreno con Roberto Cárdenas, un duro matón callejero de Cartagena. Los controles en las aduanas y en centenares de puertos y aeropuertos de Estados Unidos y Europa hubiesen sido cinco veces más numerosos de no ser por la «colaboración» de los funcionarios sobornados. Eran cruciales, y él estaba a cargo de todos ellos, de reclutarlos y pagarles.

Los dos últimos llegaron con retraso por culpa del mal tiempo y la distancia. Estaban a punto de servir la comida cuando se presentó Alfredo Suárez, que se deshizo en disculpas. Pese a la tardanza, la cortesía del Don era impecable, así que agradeció a su subordinado su esfuerzo, como si Suárez hubiese tenido otra alternativa.

Suárez y sus conocimientos eran vitales. Su especialidad era el transporte. Su cometido era garantizar la seguridad y el transporte ininterrumpido de cada gramo desde la puerta de la refinería hasta el lugar de entrega en el extranjero. Cada correo, cada mula, cada carguero, barco de paracaídas o yate particular, cada avión grande o pequeño y cada submarino se sometía a su supervisión, junto con sus capitanes, tripulaciones y pilotos.

Durante años se había discutido cuál de las dos estrategias era la mejor: enviar la cocaína en cantidades pequeñas a través de miles de correos individuales o enviar grandes cargamentos pero en menor número.

Algunos sostenían que el cártel debía saturar los mecanismos de defensa de los dos continentes con miles de mulas prescindibles y que nada sabían; cada uno llevaría unos pocos kilos en las maletas o incluso mil gramos en el estómago, en bolitas. Algunos de ellos serían detenidos, por supuesto, pero muchos pasarían. El número de éxitos sería superior al de fracasos. Esta era la teoría.

Suárez era partidario de la otra alternativa. Debía suministrar trescientas toneladas a cada continente, así que se había decidido por realizar cien operaciones al año en Estados Unidos y otras tantas en Europa. Las cargas oscilaban entre una y diez toneladas; por tanto era necesario llevar a cabo una concienzuda planificación y cuantiosas inversiones. Si las bandas compradoras, después de la entrega y realizado el pago, querían dividir las cargas en millones de paquetes, era su problema.

Sin embargo, cuando fracasaba lo hacía a lo grande. Dos años atrás la fragata británica Iron Duke, que patrullaba por el Caribe, había interceptado un carguero y había confiscado cinco toneladas y media de cocaína pura. Fueron valoradas en 400 millones de dólares, aunque no era el precio de la calle, porque aún no estaba adulterada en una proporción de seis a uno.

Suárez estaba nervioso. La cuestión por la que los habían convocado era para tratar de otra gran interceptación. El Dallas, una nave del Servicio de Guardacostas norteamericano, había decomisado dos toneladas a bordo de un pesquero que intentaba entrar en las ensenadas cerca de Corpus Christi, Texas. Tenía claro que debía defender su estrategia con todos los argumentos a su disposición.

Don Diego solo dirigió un frío y distante saludo a su séptimo huésped, el casi enano Paco Valdez. Aunque su apariencia era ridícula nadie se reía. Ni allí, ni en ninguna parte, ni en ningún momento. Valdez era el Ejecutor.

Apenas medía un metro sesenta de estatura, incluso con sus tacones cubanos. Pero su cabeza era inusualmente grande y, extrañamente, tenía las facciones de un bebé, con un mechón de pelo negro en la coronilla y una boca de pimpollo. Solo sus ojos negros e inexpresivos daban una pista del sádico psicópata que había dentro de aquel pequeño cuerpo.

El Don le saludó con una inclinación de cabeza formal y una débil sonrisa, pero no le tendió la mano. Sabía que el hombre que en los bajos fondos apodaban «el Animal», en una ocasión, había arrancado las entrañas a un hombre vivo y las había arrojado a un brasero con aquella misma mano. El Don no estaba seguro de que después se hubiese lavado las manos, y él era muy maniático. Pero solo con que murmurara el nombre de Suárez en una de aquellas pequeñas orejas, el Animal haría lo que fuera necesario.

La comida era exquisita, los vinos añejos y la discusión intensa. Alfredo Suárez salió airoso. Su estrategia de los grandes cargamentos hacía más fácil la comercialización y facilitaba el trabajo a los funcionarios corruptos en el extranjero y el blanqueo de dinero. Los tres votos fueron para él. Salió de la hacienda con vida. El Ejecutor se llevó una desilusión.

El primer ministro británico mantuvo una reunión con «mi gente» aquel fin de semana, de nuevo en Chequers. El Informe Berrigan había pasado de mano en mano y todos lo habían leído en silencio. Luego otro documento más corto preparado por Cobra, en el que definía sus exigencias. Por último, llegó el momento de las opiniones.

Sentados a la mesa en el elegante comedor, que también se utilizaba para las conferencias, estaban el secretario del Gabinete, responsable de la Administración Pública, y al que en cualquier caso no se podía mantener al margen de ninguna iniciativa importante. A su lado estaba el jefe del Servicio Secreto de Inteligencia, conocido erróneamente por los medios como MI6 y llamado «la Firma» por los íntimos y colegas.

Desde que se había retirado sir John Scarlett, un kremlinólogo, se utilizaba simplemente la palabra «jefe» (nunca director general) para referirse al nuevo mandamás, un arabista que dominaba el árabe y el pashtún y con años de experiencia en Oriente Próximo y Asia Central.

Había tres representantes de los militares. Eran el jefe del Estado Mayor de la Defensa que más tarde, si era necesario, informaría al jefe del Estado Mayor del ejército, al jefe del Estado Mayor de las fuerzas aéreas y al primer lord del Almirantazgo. Los otros dos eran el director de Operaciones Militares y el director de las Fuerzas Especiales. Todos sabían que los tres militares habían prestado servicio en las fuerzas especiales. El joven primer ministro, superior en rango pero de menos edad, sabía que si aquellos tres hombres, además del jefe del Servicio Secreto, no eran capaces de hacerle la vida desagradable a un extranjero indeseable, nadie podría.

En Chequers, del servicio doméstico siempre se encargaba el personal de la RAF, las Fuerzas Aéreas británicas. En cuanto el sargento acabó de servir el café y salió, dio comienzo la discusión. El secretario del Gabinete abordó las implicaciones jurídicas.

—Si este hombre, el tal Cobra, desea —hizo una pausa para buscar la palabra— reforzar la campaña contra el tráfico de cocaína, que ya tiene a su disposición numerosos poderes, corremos el riesgo de que nos solicite que infrinjamos las leyes internacionales.

—Creo que los norteamericanos van un paso por delante en ese aspecto —señaló el primer ministro—. Van a cambiar la clasificación de la cocaína: de una droga de clase A pasará a ser una amenaza nacional. Colocará al cártel y a todos los contrabandistas en la categoría de terroristas. En las aguas territoriales de Estados Unidos y Europa continuarán siendo delincuentes. Pero fuera de ellas, se convierten en terroristas. En ese caso, podemos actuar como venimos haciendo desde el 11-S.

—¿Nosotros también podemos cambiarlo? —preguntó el jefe del Estado Mayor de la Defensa.

—Deberíamos hacerlo —respondió el secretario del Gabinete—, y la respuesta es sí. Sería una disposición legislativa, no una ley nueva. Con mucha discreción, por supuesto. A menos que se enteren los medios. O los ecologistas.

—Por ello, el grupo de personas enteradas será muy reducido —precisó el jefe—. Incluso en ese caso cualquier operación necesitará de una tapadera excelente.

—Montamos centenares de operaciones encubiertas contra el IRA —comentó el director de las Fuerzas Especiales—, y desde hace un tiempo también contra Al Qaeda. Solo llegó a trascender la punta del iceberg.

—Primer ministro, ¿qué quieren de nosotros nuestros primos? —preguntó el jefe del Estado Mayor de la Defensa.

—Por el momento según me dijo el presidente, inteligencia, información y experiencia en acciones encubiertas —contestó el aludido.

La discusión continuó con muchas preguntas pero pocas respuestas.

—¿Qué quiere usted de nosotros, primer ministro? —Esta pregunta también la formuló el jefe del Estado Mayor de la Defensa.

—Sus consejos, caballeros. ¿Se puede hacer y debemos tomar parte?

Los tres militares fueron los primeros en asentir. Luego el Servicio de Inteligencia. Por último el secretario del Gabinete. Detestaba este tipo de situaciones. Si alguna vez se destapaba…

Aquel mismo día, después de informar a Washington y de que el primer ministro agasajase a sus invitados con un excelente rosbif, llegó la respuesta de la Casa Blanca. Decía: «Bienvenidos a bordo». Enviarían un emisario a Londres y solicitaban que se le recibiese y se le ofreciese consejo, solo en esta primera etapa. Con la transmisión llegó una foto. La imagen pasó de mano en mano, junto con la botella de oporto.

En ella se veía al ex rata de túnel llamado Cal Dexter.

Mientras los hombres conversaban en la selva de Colombia y en los campos de Buckinghamshire, el hombre cuyo nombre en clave era Cobra había estado muy atareado en Washington. Como el jefe del SAS al otro lado del Atlántico, le preocupaba sobre todo inventarse una tapadera creíble.

Primero creó una organización de ayuda a los refugiados del Tercer Mundo y en su nombre alquiló un viejo y apartado almacén en Anacostia, a unas pocas manzanas de Fort McNair. La nave albergaría las oficinas en el último piso y en las plantas inferiores las ropas usadas, lonas, mantas, tiendas de campaña y otros enseres.

En realidad, habría muy poco trabajo de oficina en el sentido tradicional. Paul Devereaux había pasado años luchando para evitar que la CIA se transformara de una agencia de espionaje en un laberinto de burocracia. Detestaba la burocracia, pero quería, y estaba decidido a conseguir, un formidable centro de comunicaciones.

Después de Cal Dexter, el siguiente reclutado fue Jeremy Bishop, también retirado, pero uno de los más brillantes expertos en comunicaciones e informática que hubiese servido jamás en Fort Meade, Maryland, el cuartel general de la Agencia de Seguridad Nacional, un vasto complejo dotado de la tecnología más avanzada en escuchas, también conocido como Puzzle Palace.

Bishop comenzó a diseñar un centro de comunicaciones donde toda la información obtenida sobre Colombia y la cocaína por las trece agencias de inteligencia se recogería de acuerdo con la orden presidencial. Para ello necesitaba una segunda tapadera. A las agencias se les dijo que desde el Despacho Oval se había ordenado la preparación de un informe que reuniría todos los informes sobre el tráfico de cocaína y que su cooperación era obligatoria. Las agencias protestaron pero obedecieron. Otro grupo de genios. Otro informe de veinte tomos que nadie leería nunca. Todo seguía igual.

A continuación, el dinero. En sus tiempos en la división de la Unión Soviética y Europa Oriental de la CIA, Devereaux había conocido a Benedict Forbes, un antiguo banquero de Wall Street al que había recurrido la Compañía para una única operación. El trabajo le había parecido mucho más apasionante que intentar prevenir a los incautos contra las acciones de Bernie Madoff, y se había quedado. Aquello había ocurrido durante la guerra fría. Ahora estaba retirado pero no había olvidado absolutamente nada.

Su especialidad habían sido las cuentas bancarias encubiertas. Financiar a los agentes secretos no es barato. Hay gastos, salarios, recompensas, compras, sobornos. Para todo esto, el dinero debe depositarse en cuentas de donde puedan sacarlo los mismos agentes y los «activos» extranjeros. Estas cuentas requieren códigos de identificación encubiertos. Y ahí era donde brillaba el genio de Forbes. Nadie había logrado rastrear sus cuentas, y el KGB lo había intentado de todas las maneras. El rastro del dinero casi siempre lleva hasta el traidor.

Forbes comenzó a sacar los dólares que asignaba un Departamento del Tesoro desconcertado y los depositó donde se pudiesen utilizar cuando fuese necesario. En la era de la informática podía ser en cualquier parte. El papel era para los tontos. Pulsar unas cuantas teclas en un ordenador podía darle a un hombre lo suficiente para retirarse, siempre y cuando fuesen las teclas correctas.

Mientras montaban su cuartel general, Devereaux envió a Cal Dexter a su primer cometido en ultramar.

—Quiero que vaya a Londres y compre dos barcos —dijo—. Al parecer los británicos nos acompañarán. Les utilizaremos. Son bastante buenos en estas cosas. Crearemos una empresa fantasma. Tendrá fondos. Será la propietaria titular de los barcos. Después desaparecerá.

—¿Qué tipo de barcos? —preguntó Dexter.

Cobra le entregó una página que había mecanografiado él mismo.

—Memorícela y quémela. Luego deje que los británicos le aconsejen. Ahí tiene el nombre y el número privado del hombre con el que debe ponerse en contacto. No escriba ni una línea en ningún papel, y desde luego tampoco en un ordenador o un teléfono móvil. Guárdelo todo en su cabeza. Es el único lugar privado que nos queda.

Aunque Dexter no podía saberlo, el número que debía marcar sonaría en un gran edificio de piedra arenisca verde a un lado del Támesis, en un lugar llamado Vauxhall Cross. Sus ocupantes nunca lo llamaban así; solo «la oficina». Es el cuartel general del Servicio Secreto de Inteligencia británico.

El nombre que aparecía en la página que debía quemar era Medlicott. El hombre que respondería sería el jefe adjunto y su nombre no era Medlicott. Pero al preguntar por «Medlicott», este sabría quién llamaba: el visitante yanqui que en realidad se llamaba Dexter.

Medlicott invitaría a Dexter a que fuese a un club de caballeros en St. James’s Street para reunirse con un colega llamado Cranford, aunque su nombre verdadero no era Cranford. Serían tres a comer y era ese tercer hombre quien lo sabía todo de los barcos.

Esta maniobra había surgido en la reunión matinal celebrada en «la oficina» dos días atrás. Al final de la misma, el jefe había comentado:

—Por cierto, un norteamericano llegará dentro de un par de días. El primer ministro me ha pedido que le ayude. Quiere comprar barcos. De forma encubierta. ¿Alguien sabe algo de barcos?

Hubo una pausa mientras hacían memoria.

—Conozco a un tipo que es el presidente de una de las mayores agencias navieras de Lloyd’s —contestó el responsable del hemisferio occidental.

—¿Hasta qué punto le conoce?

—Una vez le rompí la nariz.

—Eso es bastante íntimo. ¿Él le había provocado?

—No. Estábamos jugando al wall game[1].

Hubo un leve murmullo. Aquello significaba que los dos hombres habían ido al ultraexclusivo Eton College, el único lugar donde se practicaba este estrambótico juego sin ninguna regla aparente.

—En ese caso, llévele a comer con su amigo naviero y averigüe si puede ayudarle a comprar esos barcos con toda discreción. Podría suponerle una comisión considerable. Ello le compensaría por la nariz rota.

Finalizó la reunión. Dexter realizó la llamada tal como se había acordado, desde su habitación en el discreto hotel Montcalm. Medlicott pasó la llamada a su colega Cranford, que anotó el número y dijo que le llamaría. Lo hizo una hora más tarde, para concertar una comida al día siguiente con sir Abhay Varma en el Brooks’s Club.

—Me temo que es obligatorio llevar traje y corbata —comentó Cranford.

—No se preocupe —respondió Dexter—. Creo que sé anudar una corbata.

Brooks’s es un club muy pequeño en el lado oeste de St. James’s Street. Como en todos los demás no hay ninguna placa que lo identifique. Se da por supuesto que un miembro o un invitado sabe dónde está, aunque tampoco importa, porque por lo general se identifica por tiestos con arbustos colocados a ambos lados de la puerta. Como todos los clubes de St. James’s, tiene su carácter y sus socios; al de Brooks’s suelen acudir los altos funcionarios civiles y algún que otro espía.

Sir Abhay Varma resultó ser el presidente de Staplehurst y Compañía, una agencia especializada en embarcaciones situada en un callejón medieval cerca de Aldgate. Al igual que «Cranford», tenía cincuenta y cinco años, y era rollizo y jovial. Antes de engordar, debido a las numerosas cenas de su gremio, era un jugador de squash de primer nivel.

Como de costumbre, durante la comida la charla fue intrascendente —el tiempo, las cosechas, el vuelo—; luego pasaron a la biblioteca para tomar el café y el oporto. Seguros de que no les escucharía nadie, se relajaron, bajo la mirada del Retrato de un diletante que colgaba encima de ellos, y entraron en materia.

—Necesito comprar dos barcos. Con mucha discreción y sigilo. Realizará la compra una compañía fantasma en un paraíso fiscal.

Sir Abhay no se mostró sorprendido en absoluto. Era algo muy habitual. Por razones impositivas, por supuesto.

—¿Qué tipo de barcos? —preguntó. No dudaba de la buena fe del norteamericano. Tenía el aval de Cranford y era suficiente.

Después de todo, él y Medlicott habían ido a la escuela juntos.

—No lo sé —contestó Dexter.

—Complicado —dijo sir Abhay—. Me refiero a que no lo sepa. Los hay para todos los usos y de infinidad de tamaños.

—Entonces permítame que sea sincero con usted, señor. Deseo llevarlos a un astillero discreto y transformarlos.

—Ah, una reparación de envergadura. No es ningún problema. ¿En qué se supone que acabarán convertidos?

—¿Solo entre nosotros, sir Abhay?

El ejecutivo miró al espía como si preguntase: ¿qué clase de tipos cree que somos?

—Lo que se dice en Brooks’s no sale de Brooks’s —murmuró Cranford.

—Verá, cada uno de ellos se convertirá en una base flotante para los SEAL de la marina norteamericana. Inofensivos por fuera, pero no tan inofensivos por dentro.

Sir Abhay Varma mostró una expresión complacida.

—Vaya, algo peligroso, ¿verdad? Eso clarifica un poco las cosas. Una reconversión total. En ese caso no le recomiendo ningún buque tanque. La forma equivocada, un trabajo de limpieza imposible y demasiadas tuberías. Lo mismo vale para los que transportan mineral. La forma correcta pero por lo general enormes, mucho más grandes de lo que quiere. Yo me inclinaría por una nave para carga seca, que transporte cereales, un excedente de alguna flota. Limpio, seco, fácil de reconvertir, en el que puedan sacarse las tapas de las bodegas, para que sus muchachos entren y salgan rápidamente.

—¿Puede ayudarme a comprar dos?

—Desde Staplehurst no; solo nos ocupamos de los seguros. Pero, por supuesto, los conocemos a todos en el mercado, en todo el mundo. Le pondré en contacto con mi director general, Paul Agate. Es joven, pero muy inteligente.

Se levantó y le ofreció su tarjeta.

—Mañana pase por la oficina. Paul le recibirá de inmediato. Le dará el mejor consejo que pueda conseguir en la City. Invita la casa. Gracias por la comida, Barry. Saluda al jefe de mi parte.

Salieron a la calle y se separaron.

Juan Cortez acabó su trabajo y salió de las entrañas de un carguero de 4.000 toneladas en el que había realizado su magia. Después de la oscuridad de la cubierta inferior, el sol de otoño lucía brillante. Tanto que se sintió tentado de ponerse el casco de soldador con el visor negro. En cambio, se puso las gafas oscuras y dejó que sus pupilas se acomodasen a la luz.

El mono pringoso se pegaba a su cuerpo casi desnudo bañado en sudor. Debajo del mono solo llevaba los calzoncillos. El calor allá abajo había sido infernal.

No tenía ninguna razón para esperar. Los hombres que le habían encargado el trabajo llegarían por la mañana. Les mostraría lo que había hecho y cómo abrir y cerrar la puerta secreta. El hueco detrás del mamparo del casco interior era imposible de descubrir. Le pagarían bien. El contrabando que llevarían en el compartimiento no era de su incumbencia y si esos estúpidos gringos querían meterse el polvo blanco por la nariz tampoco era asunto suyo.

Lo único que le interesaba era vestir a su fiel esposa Irina, llevar comida a la mesa y llenar la mochila de su hijo, Pedro, de libros escolares. Guardó el equipo en su taquilla y fue a buscar su modesto coche, un Ford Pinto. En una bonita casa, todo un logro para un trabajador, de una urbanización privada al pie del cerro La Popa le esperaban una larga y reconfortante ducha, un beso de Irina, un abrazo de Pedro, una buena comida y unas cuantas cervezas delante del televisor de plasma. Y así, completamente feliz, el mejor soldador de Cartagena se fue a su casa.

Cal Dexter no conocía demasiado bien Londres, y todavía menos aquel centro neurálgico de los negocios conocido como la City o la Milla Cuadrada. Pero un taxi negro, conducido por un cockney nacido y criado a un kilómetro y medio de Aldgate, le llevó allí sin la menor dificultad. Dexter se apeó delante de la puerta de una empresa de seguros marítimos en un angosto callejón que albergaba un monasterio que se remontaba a la época de Shakespeare; faltaban cinco minutos para las once. Una secretaria sonriente le acompañó hasta el segundo piso.

Paul Agate ocupaba un pequeño despacho abarrotado de expedientes; fotos de barcos de carga enmarcadas adornaban las paredes. Resultaba difícil imaginar los millones de libras esterlinas en pólizas de seguros que entraban y salían de ese cubículo. La pantalla plana de un ordenador era la única prueba de que Charles Dickens ya no estaba en el edificio.

Más tarde, Dexter se daría cuenta de lo engañoso que era el centro de negocios de Londres, con sus siglos de antigüedad y donde cada día se movían decenas de miles de millones de libras en compras, ventas y comisiones. Agate tendría unos cuarenta años, vestía una camisa, iba sin corbata y era muy amable. Sir Abhay Varma le había hablado a grandes rasgos del asunto. Le había explicado que el norteamericano representaba a una nueva empresa de capital de riesgo que deseaba comprar dos barcos de carga seca, quizá dos cargueros de cereales excedentes de alguna flota. No le contó nada del uso que se les daría. No era una información necesaria. El cometido de Staplehurst sería ofrecerle consejo, guía y algunos contactos en el mundo naviero. El norteamericano era amigo de un amigo de sir Abhay. No habría factura.

—¿Carga seca? —preguntó Agate—. Barcos para transportar cereales. Está usted en el mercado en el momento preciso. Dado el actual estado de la economía mundial hay una cantidad considerable de tonelaje sobrante, parte de ella en el mar, pero la mayoría en dique seco. Aunque necesitará un agente, para que no le timen. ¿Conoce a alguno?

—No —respondió Dexter—. ¿A quién me recomienda?

—Este es un mundo muy pequeño en el que todos nos conocemos. En un radio de ochocientos metros están Clarkson, Braemar-Seascope, Galbraith o Gibsons. Todos se encargan de ventas, compras y alquileres. Por una comisión, por supuesto.

—Por supuesto. —Un mensaje cifrado procedente de Washington le había informado de que se había abierto una nueva cuenta en la isla de Guernsey, en el canal de la Mancha, un discreto paraíso fiscal que la Unión Europea intentaba cerrar. También tenía el nombre del ejecutivo del banco con quien debía contactar y el número de código para extraer los fondos.

—Por otro lado, un buen agente sin duda podría ahorrarle al comprador más de lo que este pagará de comisión. Tengo un buen amigo en Parkside y Cía. Él le ayudará. ¿Desea que le llame?

—Por favor.

Agate estuvo al teléfono cinco minutos.

—Simon Linley es su hombre —dijo. Escribió una dirección en una hoja de papel—. Solo está a quinientos metros. Al salir, tuerza a la izquierda. En Aldgate otra vez a la izquierda. Siga adelante durante cinco minutos y pregunte. Jupiter House. Cualquiera se la indicará. Buena suerte.

Dexter apuró el café, le dio la mano y salió. Las indicaciones que le había dado eran exactas. Llegó al cabo de quince minutos. La decoración de Jupiter House era completamente opuesta a la de Staplehurst: ultramoderna, llena de acero y cristal. Los ascensores eran silenciosos. Las oficinas de Parkside estaban en el undécimo piso; desde las ventanas se distinguía la catedral de San Pablo, encaramada en la colina a unos tres kilómetros al oeste. Linley fue a buscarlo a la puerta del ascensor y lo acompañó hasta una pequeña sala de reuniones. Enseguida les llevaron café y galletas.

—¿Así que quiere comprar dos cargueros de cereales? —preguntó Linley.

—Mis patrones quieren —le corrigió Dexter—. Están establecidos en Oriente Próximo y desean la mayor discreción. Por ello estoy al frente de una empresa fantasma.

—Por supuesto. —Linley no mostró la menor sorpresa. Empresarios árabes que habían timado al jeque local y no querían acabar en alguna desagradable cárcel del Golfo. Sucedía a menudo—. ¿Cuál es el tamaño de los barcos que desean sus clientes?

Dexter sabía muy poco de tonelajes marítimos, pero sabía que en la bodega principal acomodarían un helicóptero pequeño, con los rotores desplegados. Recitó una lista de dimensiones.

—Bien, aproximadamente unas 20.000 toneladas de registro bruto —dijo Linley. Escribió en el teclado de su ordenador. En el extremo de la mesa había una pantalla grande que ambos podían leer con claridad. Comenzaron a aparecer diversas opciones. Fremantle, Australia. El canal de San Lorenzo, Canadá. Singapur. La bahía de Chesapeake, Estados Unidos—. La mayor oferta parece concentrarse en COSCO. La China Ocean Shipping Company, con sede en Shanghai, pero nosotros utilizamos la sucursal de Hong Kong.

—¿Comunistas? —exclamó Dexter, que había matado a muchos en el triángulo de hierro.

—Oh, eso ya no tiene importancia —respondió Linley—. En la actualidad, son los capitalistas más astutos del mundo. Pero también muy meticulosos. Si dicen que entregarán el producto, lo entregan. Aquí tenemos a Eagle Bulk en Nueva York. Más cerca de casa para usted. Aunque no importa. ¿O sí importa?

—Mis clientes solo quieren discreción en lo que se refiere al propietario verdadero —dijo Dexter—. Ambos barcos se llevarán a un astillero discreto para una reparación y una reconversión total.

Aunque no lo dijo, Linley pensó: una banda de delincuentes que necesitaba transportar una carga muy arriesgada, así que transformarían los barcos, les cambiarían el nombre y la documentación pertinente y cuando los enviaran al mar serían irreconocibles. ¿Y qué? El Extremo Oriente estaba lleno de ellos; los tiempos eran difíciles y el dinero era el dinero.

—Por supuesto —fue su respuesta—. Hay algunos astilleros muy profesionales y discretos en el sur de la India. Tenemos ciertos contactos allí a través de nuestro hombre en Mumbai. Si vamos a actuar en su nombre necesitaremos que firme una carta de acuerdo y nos pague un adelanto a cuenta de la comisión. Una vez comprados, le aconsejo que inscriba ambos barcos en los libros de una compañía de gestión llamada Thame en Singapur. A partir de entonces, y con los nombres nuevos, desaparecerán. Thame nunca habla con nadie de sus clientes. ¿Dónde puedo encontrarle, señor Dexter?

El mensaje de Devereaux también incluía la dirección, el número de teléfono y el e-mail de una nueva casa franca que acababan de adquirir en Fairfax, Virginia, que serviría como buzón de correos y receptora de mensajes. Como todas las creaciones de Devereaux era imposible rastrearla y se podía cerrar en sesenta segundos. Dexter le dio los datos. En cuarenta y ocho horas la carta de acuerdo fue firmada y devuelta. Parkside y Cía. comenzó a buscar. Les llevó dos meses, pero para final del año se entregaron dos barcos de transporte de cereales.

Uno procedía de la bahía de Chesapeake, en Maryland; el otro había estado fondeado en la rada de Singapur. Devereaux no tenía la intención de conservar las tripulaciones de ninguno de los dos barcos, así que las despidió con una más que generosa indemnización.

La compra del barco norteamericano fue fácil, ya que estaba en territorio nacional. Una nueva tripulación de hombres de la marina, que se hacían pasar por marineros mercantes, se hizo cargo del barco, se familiarizaron con él y se hicieron a la mar.

Una tripulación de la marina británica voló a Singapur, también como marineros mercantes, subió a bordo y navegó por el estrecho de Malaca. Su viaje era más corto. Ambos barcos se dirigían a un pequeño y maloliente astillero en la costa india al sur de Goa, un lugar que se utilizaba para desguazar naves lentamente y donde no tenían el más mínimo reparo en materia de salud, seguridad ni peligrosidad de los vertidos tóxicos. El lugar apestaba; por esa razón nadie iba nunca allí para ver qué hacían.

Cuando los dos barcos de Cobra entraron en la bahía y echaron anclas virtualmente dejaron de existir, pero sus nuevos nombres y documentos fueron registrados con mucha discreción en la Lloyd’s International Shipping List. Fueron inscritos como cargueros de cereales gestionados por la Thame PLC de Singapur.

La ceremonia tuvo lugar, por deferencia a la nación donante, en la embajada de Estados Unidos, en la calle Abilio Macedo, Praia, isla de Santiago, República de Cabo Verde. La presidía, con su encanto habitual, la embajadora Marianne Myles. También estaban presentes el ministro de Recursos Naturales y el ministro de Defensa de Cabo Verde.

Para darle más empaque, un almirante norteamericano se había desplazado para firmar el acuerdo en representación del Pentágono. No tenía ni la menor idea de qué hacía allí, pero los dos resplandecientes uniformes blancos de verano, el suyo y el de su ayudante, lucían impresionantes, como debía ser.

La embajadora Myles ofreció un refrigerio; los documentos estaban dispuestos sobre la mesa. Entre los presentes se encontraban el agregado de Defensa de la embajada y un civil del Departamento de Estado, con una identificación intachable a nombre de Cal Dexter.

Los ministros de Cabo Verde firmaron primero, luego el almirante y, por último, la embajadora. Se estamparon en cada copia los sellos de la República de Cabo Verde y de Estados Unidos y quedó completado el convenio de ayuda. Ahora ya podía dar comienzo su implementación.

Acabada la tarea, se sirvieron copas de champán para los brindis de rigor y el ministro de más rango pronunció el correspondiente discurso en portugués. Al cansado almirante se le hizo interminable porque no entendía ni una sola palabra. Por lo tanto, se limitó a sonreír mientras se preguntaba por qué le habían sacado de un campo de golf en las afueras de Nápoles, Italia, para enviarlo a un archipiélago perdido en el Atlántico, a trescientas millas de la costa de África Occidental.

La razón, había intentado explicarle su ayudante en el vuelo de ida, era que Estados Unidos, llevado por su habitual generosidad con el Tercer Mundo, ayudaría a la República de Cabo Verde. Las islas carecían de recursos naturales excepto uno: el mar que las rodeaba era un caladero de primera línea. La marina de la república se reducía a una embarcación pero carecía de una fuerza área.

Con el constante aumento de la piratería pesquera y la demanda insaciable de Oriente de pescado fresco, las aguas territoriales de Cabo Verde estaban siendo esquilmadas por los pescadores furtivos hasta muy adentro del límite de las doscientas millas.

Estados Unidos se haría cargo del aeropuerto en la remota isla de Fogo, cuya pista acababa de ser ampliada con fondos de la Unión Europea. Allí la marina norteamericana construiría una escuela de pilotos, como donación.

Cuando estuviese acabada, un equipo de instructores de la fuerza área de Brasil (el portugués era su idioma común) llegaría con una docena de aviones de entrenamiento Tucano, para formar a un grupo de cadetes pilotos que integrarían una Guardia Aérea Pesquera. Con un modelo de los Tucano que alcanzaba un mayor radio de acción, podrían recorrer las aguas territoriales, descubrir a los furtivos y guiar al buque de la marina hasta ellos.

Hasta ahí todo le parecía bien, admitió el almirante, aunque seguía sin entender por qué habían tenido que sacarle de su partido de golf cuando comenzaba a superar su problema con el putt.

Al salir de la embajada, tras estrechar las manos de todos, el almirante se ofreció a llevar al aeropuerto en la limusina diplomática al hombre del Departamento de Estado.

—¿Puedo ofrecerle un viaje hasta Nápoles, señor Dexter? —preguntó.

—Es muy amable de su parte, almirante, pero debo viajar a Lisboa, Londres y Washington.

Se despidieron en el aeropuerto de Santiago. El avión del almirante despegó con destino a Italia. Cal Dexter esperó al vuelo de TAP que lo llevaría a Lisboa.

Un mes más tarde, un gigantesco barco de la flota auxiliar llevó a los ingenieros de la marina norteamericana al cono del volcán extinguido que ocupa el noventa por ciento de Fogo; la isla lleva ese nombre porque la palabra significa «fuego» en portugués. La nave auxiliar fondeó apartada de la costa donde permanecería como base flotante de los ingenieros, un pequeño trozo de Estados Unidos con todas las comodidades de casa.

Los Seabees de la marina se ufanaban de ser capaces de construir cualquier cosa en cualquier parte, pero es poco prudente alejarlos demasiado de sus filetes de Kansas, de las patatas fritas y de los litros de ketchup. Todo funciona mejor con el combustible adecuado.

Les llevaría seis meses, pero el aeropuerto actual tenía capacidad para recibir aviones de transporte C130 Hércules, así que el aprovisionamiento y los permisos no eran un problema. Además, unos barcos de carga más pequeños les suministrarían vigas, cemento y todo lo necesario para la construcción, junto con comida, zumos, gaseosas y agua.

Los pocos criollos que vivían en Fogo acudieron, impresionados, para ver cómo aquel ejército de hormigas desembarcaba y ocupaba su pequeño aeropuerto. El vuelo diario de Santiago despegaba y aterrizaba cuando la pista estaba limpia de la maquinaria pesada.

Cuando estuviese terminada, la escuela de vuelo, suficientemente bien apartada del puñado de edificios destinados a los pasajeros civiles, contaría con dormitorios prefabricados para los cadetes, casas para los instructores, talleres de reparación y mantenimiento, depósitos de combustible para los Tucano propulsados por hélice y un centro de comunicaciones.

Si alguien entre los ingenieros advirtió algo extraño, no hizo ningún comentario. También con la aprobación de un civil del Pentágono llamado Dexter, que iba y venía en un avión regular, se habían construido otras cosas. Excavado en la ladera de piedra del volcán había otro gran hangar con puertas de acero. También un gran depósito de combustible JP5, que los Tucano no utilizaban, y un arsenal.

—Cualquiera creería —murmuró el suboficial de marina O’Connor después de verificar el funcionamiento de las puertas de acero del hangar secreto— que alguien se dispone a librar una guerra.

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