Cobra

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Segunda parte: El silbido » Capítulo 6

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CAPÍTULO 6

Era una casa bonita, bien cuidada, el tipo de casa que da testimonio de que sus ocupantes se sienten orgullosos de haber ascendido de la clase trabajadora a la clase media de los artesanos.

Fue el delegado local de la SOCA británica quien dio con el paradero del soldador. El agente secreto era un neozelandés a quien sus años en Centroamérica y Sudamérica le habían permitido hablar un muy buen español. Tenía una tapadera excelente como profesor de matemáticas en la Academia Naval. El puesto le daba acceso a todos los altos funcionarios de la ciudad de Cartagena; de hecho, fue un amigo en el ayuntamiento quien le buscó la casa en el registro de la propiedad inmobiliaria.

Su respuesta a la pregunta de Cal Dexter fue de una brevedad digna de agradecer. Juan Cortez, soldador, trabajador autónomo, y le dio la dirección. Añadió que no había ningún otro Juan Cortez en las urbanizaciones construidas en las faldas del cerro La Popa.

Cal Dexter llegó a la ciudad tres días más tarde; como un turista modesto, se alojó en un hotel barato. Alquiló una escúter, una de los miles que había en la ciudad. Con un mapa callejero encontró la apartada calle en el barrio de Las Flores, memorizó la dirección y pasó por delante.

A la mañana siguiente estaba en la calle poco antes del amanecer, agachado junto a la moto, con piezas del motor esparcidas por el suelo mientras fingía que la reparaba. A su alrededor comenzaban a encenderse las luces de las casas; incluidas las del número 17. Cartagena es una ciudad turística en el sur del mar Caribe y el tiempo es cálido durante todo el año. A primera hora de esa mañana de marzo el calor era moderado. Más tarde aumentaría. Los primeros en salir fueron algunos empleados que se marchaban al trabajo. Desde donde estaba arrodillado, Dexter veía el Ford Pinto aparcado en la entrada de la casa del objetivo y distinguió las luces a través de las cortinas de la cocina donde desayunaba la familia. El soldador abrió la puerta principal a las siete menos diez.

Dexter no se movió. Tampoco hubiese podido, porque en ese momento su escúter no funcionaba. Además esa no era la mañana destinada al seguimiento; solo le interesaba tomar nota de la hora de salida. Confiaba en que Juan Cortez siguiese el mismo horario la mañana siguiente. Vio cómo el Ford pasaba y giraba para incorporarse a la carretera principal. Estaría en aquella esquina a las seis y media del día siguiente, pero con el casco, la cazadora y montado en la escúter. El Ford dio la vuelta y desapareció. Dexter montó las piezas del motor y volvió al hotel.

Había visto al colombiano desde lo suficientemente cerca como para reconocerle. Además, sabía cuál era el coche y el número de la matrícula.

La mañana siguiente fue como la anterior. Se encendieron las luces, la familia desayunó y se despidieron. Dexter estaba en la esquina a la seis y media, con el motor al ralentí. Simulaba hablar por el móvil, para justificar ante los peatones que pasaban por qué estaba detenido. Nadie se fijó en él. El Ford, con Juan Cortez al volante, pasó a las siete menos cuarto. Le dio una ventaja de cien metros y lo siguió.

El soldador pasó por el barrio de La Quinta y siguió la autopista hacia el sur, por la carretera de la costa, la carretera Troncal Oeste. Como era lógico, la mayoría de los muelles estaban al borde del mar. El tráfico era más denso, pero por si acaso el hombre al que seguía estaba atento, se ocultó en dos ocasiones detrás de un camión cuando se detuvieron en un semáforo en rojo.

En otro momento volvió su cazadora del revés. Antes era rojo brillante; ahora era azul cielo. En otra parada, se quitó la cazadora y se quedó con la camisa blanca. En cualquier caso, era otro de los miles de motoristas que iban al trabajo.

La carretera continuaba. Disminuyó el tráfico. Aquellos que salían de ella se dirigían hacia los muelles en la carretera de Mamonal. Dexter cambió de nuevo de aspecto. Sujetó el casco entre las rodillas y se puso una gorra de lana blanca. El hombre que iba delante no pareció darse cuenta, pero con la disminución del tráfico, Dexter tuvo que alejarse a unos cien metros. Por fin, el soldador salió de la carretera. Estaban veinticinco kilómetros al sur de la ciudad, más allá de los muelles con los depósitos de combustible y de productos petroquímicos, donde se realizaban los trabajos de mantenimiento en los barcos de carga. Dexter se fijó en el gran cartel publicitario en la entrada del camino que llevaba al astillero Sandoval. Lo recordaría.

Pasó el resto del día recorriendo el camino de vuelta a la ciudad, en busca de un lugar donde llevar a cabo el secuestro. Lo encontró a última hora de la tarde. Un tramo solitario donde la carretera solo tenía un carril en cada sentido y donde había unas pistas sin pavimentar que se adentraban en la espesura de los manglares. El tramo era recto a lo largo de unos quinientos metros, con una curva en cada extremo.

Aquel atardecer esperó en el cruce donde el camino del astillero Sandoval salía a la autopista. El Ford apareció apenas pasadas las seis, en el crepúsculo, a pocos minutos de la oscuridad; era uno más de las docenas de coches y motos que volvían a la ciudad.

Al tercer día entró en el astillero. No parecía que hubiera ningún guardia de seguridad. Aparcó y dio un paseo. Intercambió un alegre «hola», con un grupo de trabajadores navales que pasaban a su lado. Encontró el aparcamiento de los empleados y allí estaba el Ford, esperando a su propietario, que estaba trabajando con su soplete de oxiacetileno en las entrañas de un barco en dique seco. A la mañana siguiente, Cal Dexter voló a Miami para preparar el plan y reunir todo lo necesario. Regresó una semana más tarde, pero de una manera mucho menos legal.

Voló a la base del ejército colombiano en Malambo, donde las fuerzas estadounidenses tenían destacadas tropas y equipos del ejército, la marina y la fuerza aérea. Llegó en un Hércules C-130 que había despegado de la base aérea Eglin, en Florida. Eran tantas las operaciones encubiertas que salían de Eglin que se la conocía como la Central de Espías.

El equipo que necesitaba viajaba a bordo del Hércules junto con seis boinas verdes. Pese a que procedían de Fort Lewis, en el estado de Washington, eran hombres con los que había trabajado antes y le habían permitido reclutarlos. Fort Lewis era el cuartel del Primer Grupo de Fuerzas Especiales, conocido como Destacamento Operativo (DO) Alfa 143. Eran montañeros experimentados, aunque no hay montañas en Cartagena.

Tuvo la suerte de encontrarlos en la base, de regreso de Afganistán, mortalmente aburridos. Cuando les ofreció participar en una breve misión encubierta todos se ofrecieron voluntarios, pero él únicamente necesitaba a seis. Después de preguntar, supo que dos de ellos eran hispanos y hablaban bien el español. Ninguno sabía de qué se trataba y no necesitaban saber nada más, aparte de los detalles inmediatos. Sin embargo, todos conocían las reglas. Se les diría lo que necesitaban saber para la misión. Nada más.

A la vista del poco tiempo disponible, Dexter estaba satisfecho con lo que había conseguido el equipo de suministros del Proyecto Cobra. La furgoneta cerrada negra era de fabricación estadounidense, al igual que la mitad de los vehículos que circulaban por las carreteras de Colombia. La documentación estaba en regla y las placas de matrícula correspondían a Cartagena. Los adhesivos pegados en los laterales anunciaban: LAVANDERÍA DE CARTAGENA. Las furgonetas de las lavanderías nunca levantaban sospechas.

Inspeccionó los tres uniformes de agentes de policía de Cartagena, los dos cestos de mimbre, las luces rojas de tráfico y el cadáver congelado, metido en hielo seco en un ataúd refrigerado. Todo aquello se quedaría en el Hércules hasta que lo necesitaran.

El ejército colombiano estaba siendo muy hospitalario, pero era recomendable no abusar de su amabilidad.

Cal Dexter miró el cadáver durante unos segundos. La estatura adecuada, la constitución correcta, la edad aproximada. Un pobre vagabundo que había intentado vivir en los bosques de Washington; lo habían encontrado muerto de hipotermia y los guardabosques del monte St. Helens lo habían trasladado al depósito de Kelso dos días atrás.

Dexter llevó a su equipo al lugar en dos ocasiones. Observaron de día y de noche el tramo de quinientos metros de la carretera de dos carriles que Dexter había escogido. Realizaron la operación la tercera noche. Todos sabían que la simplicidad y la rapidez eran esenciales. La tercera tarde, Dexter aparcó la furgoneta en mitad del largo tramo de la carretera. Había una pista que entraba en el manglar y dejó el vehículo allí, a unos cincuenta metros del asfalto.

Utilizó la escúter que había traído su equipo y, a las cuatro de la tarde, fue hasta el aparcamiento de empleados del astillero Sandoval. Allí, deshinchó dos de los neumáticos del Ford; uno de los de atrás y el de recambio en el maletero. Volvió a reunirse con su equipo a las cuatro y cuarto.

En el aparcamiento del astillero Sandoval, Juan Cortez se acercó a su coche, vio el neumático deshinchado, maldijo y fue a sacar del maletero el de recambio. Cuando se encontró con que también estaba sin aire maldijo de nuevo, fue al taller y pidió prestada una bomba de hinchar manual. Tardó una hora en solucionar el problema y para entonces ya era noche cerrada. Todos sus compañeros de trabajo se habían marchado hacía mucho.

A cinco kilómetros del astillero, un hombre permanecía silencioso, escondido en el follaje junto a la carretera con unas gafas de visión nocturna. Como todos los compañeros de Cortez ya se habían marchado, el tráfico era escaso. El hombre oculto era norteamericano, hablaba un español fluido y vestía el uniforme de agente de tráfico de Cartagena. Había memorizado las características del Ford Pinto gracias a las fotografías que le había facilitado Dexter. Pasó por delante a las siete y cinco. Sacó una linterna y transmitió una señal. Tres destellos cortos.

En mitad del recorrido, Dexter cogió la luz de advertencia roja, fue hasta el centro de la carretera y la movió de un lado a otro hacia los faros que se aproximaban. Cortez, al ver la advertencia, comenzó a reducir la velocidad.

Detrás de él, el hombre que había esperado entre el follaje colocó en el asfalto una señal de luz roja, la puso en marcha y durante los dos minutos siguientes detuvo a otro par de coches que iban hacia la ciudad. Uno de los conductores asomó la cabeza por la ventanilla.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Solo serán cinco minutos.

Quinientos metros más allá, en el carril opuesto, el segundo boina verde vestido con el uniforme de agente de policía también había instalado una luz roja y en dos minutos había detenido a tres coches que venían de la ciudad. En todo el tramo no habría interrupciones y los posibles testigos estaban fuera de la vista, pasadas las curvas.

Juan Cortez detuvo el coche. Un agente de policía, sonriendo amistosamente, se acercó a la ventanilla del conductor. Como la noche era calurosa, el cristal estaba bajado.

—¿Puedo pedirle que baje del coche, señor? —dijo Dexter, y abrió la puerta.

Cortez obedeció con una leve protesta. Después, todo fue muy rápido. Posteriormente recordaría a dos hombres que aparecieron de la oscuridad; unos brazos fuertes; un algodón con cloroformo; una breve resistencia; la somnolencia; la oscuridad.

Los dos secuestradores cargaron con el cuerpo dormido del soldador, lo llevaron por la pista y lo metieron en la furgoneta en treinta segundos. Dexter se sentó al volante del Ford y lo condujo fuera de la vista por el mismo sendero. Después volvió corriendo a la carretera.

El quinto boina verde estaba al volante de la camioneta y el sexto iba con él. En la carretera, Dexter transmitió una orden a los dos primeros hombres. Quitaron las luces de emergencia del pavimento y permitieron el paso de los vehículos que esperaban.

Dos coches se acercaron a Dexter desde el astillero, y otros tres desde la ciudad. Los conductores vieron con curiosidad a un agente de policía en el arcén junto a una escúter caída y a su lado a un hombre sentado que se sujetaba la cabeza; era el sexto soldado, con vaqueros, calzado deportivo y una cazadora. El policía les indicó con impaciencia que circulasen. «No es más que una caída; adelante, sigan.»

Cuando se fueron, el tráfico volvió a la normalidad y los siguientes conductores no vieron nada. Los seis hombres, los dos juegos de luces rojas y la escúter estaban en la pista junto a la furgoneta. Metieron al soldador anestesiado en una de las canastas. De la otra sacaron un cuerpo inerte encerrado en una bolsa de plástico negro; empezaba a oler un poco.

El coche y la furgoneta intercambiaron la posición. Ambos conductores volvieron hasta la carretera. A Cortez, todavía inconsciente, le habían quitado el billetero, el móvil, el anillo de sello, el reloj y el medallón de su santo patrono que llevaba alrededor del cuello. El cadáver, ya fuera de la bolsa, llevaba un mono gris idéntico al que vestía el soldador.

Pusieron al cadáver todos los objetos personales de la identidad de Cortés. Dejaron el billetero debajo de una nalga cuando sentaron al muerto al volante del Ford. Cuatro hombres fuertes empujaron el coche por detrás, para estrellarlo contra un árbol junto a la carretera.

Los otros dos boinas verdes cogieron bidones de la parte trasera de la furgoneta y rociaron el Ford con gasolina hasta vaciarlos. La explosión del depósito del Ford completaría la bola de fuego.

En cuanto acabaron, los seis soldados subieron a la camioneta. Esperarían a Dexter tres kilómetros más adelante. Pasaron dos coches. Después, nada. La camioneta negra de la lavandería salió de la pista para entrar en la carretera y se alejó. Dexter esperó junto a la escúter hasta que la carretera estuvo vacía; entonces, cogió un trapo empapado en gasolina y envuelto en una piedra, lo encendió con un Zippo que sacó del bolsillo y lo arrojó desde una distancia de diez metros. Se oyó un golpe sordo y el Ford se incendió. Dexter se alejó en la escúter a toda velocidad.

Dos horas más tarde, sin que nadie la hubiera interceptado, la furgoneta de la lavandería cruzó la entrada de la base militar de Malambo. Fue directamente a la rampa de carga del Hércules y entró en el aparato. La tripulación, alertada por una llamada de móvil, había realizado todos los trámites y esperaba con los motores Allison en marcha, dispuestos para el despegue. Subieron la rampa, cerraron las puertas traseras, se dirigieron hasta la cabecera de la pista y despegaron con destino a Florida.

En el interior de la bodega la tensión dio paso a las sonrisas, los apretones de manos y el chocar de puños. Sacaron de la canasta y acostaron en una colchoneta a Juan Cortez, todavía bajo los efectos del éter. Uno de los boinas verdes, que tenía formación de enfermero, le puso una inyección. Era inofensiva, pero garantizaría varias horas de sueño profundo.

A las diez de la noche la señora Cortez estaba frenética. Había escuchado un mensaje que su marido le había dejado en el contestador automático mientras ella estaba ausente. Era de poco antes de las seis. Juan le avisaba de que tenía un neumático pinchado y de que llegaría tarde, quizá una hora. Su hijo había vuelto de la escuela hacía horas; había acabado los deberes, había jugado un rato con la Gameboy y luego él también había comenzado a preocuparse, aunque intentaba consolar a su madre. Ella llamó un montón de veces al móvil de su marido, pero sin conseguir respuesta. Más tarde, cuando las llamas lo consumieron, el teléfono dejó de dar señal. A las diez y media llamó a la policía.

Eran las dos de la madrugada cuando alguien en la Jefatura de Policía de Cartagena relacionó un coche que se había estrellado e incendiado en la carretera a Mamonal con una mujer en Las Flores que estaba desesperada porque su marido no había vuelto del trabajo en los muelles. Mamonal, pensó el joven policía del turno de noche, era donde estaban los muelles. Llamó al depósito.

Aquella noche se habían producido cuatro muertes: un asesinato en un ajuste de cuentas entre dos bandas en el barrio de los prostíbulos, dos en sendos accidentes de coche y un infarto de miocardio en un cine. Eran las tres y el forense aún estaba haciendo las autopsias.

Confirmó que tenían un cadáver muy quemado de uno de los accidentes; era imposible reconocer las facciones, pero se habían recuperado algunos objetos todavía identificables. Los guardarían en una bolsa y los enviarían a la jefatura por la mañana.

A las seis pudieron examinar en la jefatura los objetos de los cuatro muertos. De los cuatro, únicamente uno había resultado quemado. Los residuos aún apestaban a gasolina y a quemado. Había un móvil fundido, un anillo de sello, el medallón de un santo, un reloj con restos de tejido en la pulsera y un billetero. Este último se había salvado de las llamas porque el conductor muerto debía de estar sentado encima. En el interior había documentos, algunos todavía legibles. El carnet de conducir pertenecía a un tal Juan Cortez. Y la mujer desesperada que llamaba desde Las Flores era la señora Cortez.

A las diez de la mañana, un oficial de policía acompañado por un sargento llamaron a su puerta. La expresión de ambos era grave.

—Señora Cortez, siento mucho tener que… —comenzó el oficial.

La señora Cortez se desmayó.

En ese momento, llevar a cabo una identificación formal era impensable. Al día siguiente, escoltada y sostenida por dos vecinas, la señora Irina Cortez fue al depósito. Lo que había sido su marido no era más que una masa carbonizada de huesos y carne quemada, trozos de carbón y una dentadura macabramente sonriente. El médico forense, con el acuerdo de los silenciosos policías presentes, le evitó tener que ver los restos.

En cambio, con las lágrimas cayéndole por las mejillas, identificó el reloj, el anillo de sello, el medallón, el móvil fundido y el carnet de conducir. El patólogo firmaría el documento donde se decía que estos objetos pertenecían al cadáver y la División de Tráfico confirmaría que el cuerpo se había recuperado de los restos del coche incendiado que era propiedad de Juan Cortez y que él mismo conducía la noche del accidente. Era suficiente; la burocracia estaba satisfecha.

Tres días más tarde, el vagabundo norteamericano muerto en el bosque fue enterrado en la tumba de Juan Cortez, soldador, esposo y padre, en el cementerio de Cartagena. Irina estaba inconsolable, Pedro sollozaba en silencio. El padre Isidro pronunció la oración fúnebre. Él estaba pasando su propio calvario.

Se preguntaba una y otra vez si había sido a causa de su llamada. ¿Los norteamericanos se habían ido de la lengua? ¿Habían traicionado su confianza? ¿El cártel se había enterado? ¿Habían supuesto que Cortez iba a traicionarlos en lugar de ser él el traicionado? ¿Cómo habían podido ser tan estúpidos esos yanquis?

¿Se trataba tan solo de una coincidencia? ¿Una terrible coincidencia? Sabía qué haría el cártel a cualquiera del que sospecharan, por débiles que fuesen las pruebas. Pero ¿cómo podían sospechar de que Juan Cortez no había sido su fiel artesano, cuando de hecho lo había sido hasta el final? Así que dirigió el oficio religioso, vio cómo la tierra caía sobre el ataúd e intentó consolar a la viuda y al huérfano diciéndoles que Dios les amaba a pesar de que fuese difícil comprenderlo. Después volvió a su espartano alojamiento para rezar, rezar y rezar pidiendo perdón.

Letizia Arenal se sentía como si flotara. La fría y gris mañana de abril en Madrid no podía afectarla. Nunca se había sentido tan feliz ni tan abrigada. La única manera de sentirse todavía mejor sería entre los brazos de él.

Se habían conocido en la terraza de un café hacía dos semanas. Lo había visto antes, siempre solo, siempre estudiando. El día que se rompió el hielo ella estaba con un grupo de estudiantes que reían y bromeaban, y él estaba en la mesa de al lado. Como era el principio de la primavera la terraza estaba acristalada. Se abrió la puerta y una ráfaga de viento tiró unas hojas de sus apuntes al suelo. Él se agachó para recogerlas. Y ella también; sus miradas se cruzaron. Letizia se preguntó cómo no se había dado cuenta antes de lo rematadamente guapo que era.

—Goya —dijo él. Letizia creyó que se estaba presentando. Entonces advirtió que él sujetaba una de las páginas en la mano. Era una fotocopia de un cuadro al óleo—. Muchachos cogiendo fruta —añadió—. Es de Goya. ¿Estudias Bellas Artes?

Letizia asintió. Le pareció natural que él la acompañase a casa mientras hablaban de Zurbarán, Velázquez y Goya. También le pareció natural que él le besara suavemente los labios fríos por el viento. A ella casi se le cayó la llave de la mano.

—Domingo —dijo él. Ahora le estaba diciendo su nombre, no era el día de la semana—. Domingo de Vega.

—Letizia —respondió ella—. Letizia Arenal.

—Señorita Arenal —continuó el joven—, creo que la llevaré a cenar. No le servirá de nada resistirse. Sé dónde vive. Si dice que no, me acurrucaré en el umbral y moriré aquí.

—No creo que deba hacerlo, señor De Vega. Pero, por si acaso, cenaré con usted.

De Vega la llevó a un viejo restaurante que llevaba sirviendo comidas desde que los futuros conquistadores abandonaron la agreste Extremadura para solicitar el favor del rey y que les permitiese ir a descubrir el Nuevo Mundo. Cuando él le contó esta historia —una tontería sin pies ni cabeza, porque Sobrino de Botín en la calle de los Cuchilleros es viejo pero no tanto—, Letizia se estremeció y miró en derredor para ver si los viejos aventureros aún estaban cenando allí.

El joven le dijo que procedía de Puerto Rico, y que también hablaba inglés. Era un joven diplomático en las Naciones Unidas que aspiraba a llegar a ser embajador. Pero se había tomado tres meses sabáticos, animado por su jefe, para estudiar más a fondo su verdadera pasión: la pintura clásica española en el Museo del Prado de Madrid.

Le pareció totalmente natural acostarse en su cama, donde él la amó como no lo había hecho ninguno de los hombres que había conocido hasta entonces, aunque solo habían sido tres.

Cal Dexter era un hombre duro, pero aún tenía conciencia. Le hubiese parecido demasiado ruin utilizar a un gigoló profesional; sin embargo, Cobra no tenía ningún escrúpulo. Para él únicamente se trataba de ganar o perder, y perder era imperdonable.

Todavía pensaba con respeto y admiración en el implacable maestro de los espías Marcus Wolf que durante años había dirigido la red de espionaje de Alemania Oriental y que había tenido en jaque a los servicios de contrainteligencia de sus enemigos en Alemania Federal. Wolf había utilizado a fondo las trampas del sexo, pero casi siempre de manera distinta a la habitual.

Lo habitual era embaucar a los crédulos altos cargos occidentales con hermosas prostitutas, fotografiarles y luego chantajearles para obtener sus fines. Wolf utilizaba a jóvenes seductores, pero no con los diplomáticos homosexuales (aunque no hubiera tenido ningún reparo en hacerlo) sino con las confiadas solteronas deseosas de amor que a menudo trabajaban como secretarias privadas de los altos cargos y los poderosos de Alemania Occidental.

El hecho de que cuando por fin se les hacía ver qué tontas habían sido, cuando se daban cuenta de los valiosos secretos que habían sacado de los archivos de sus jefes para copiarlos y pasarlos a sus Adonis, acabaran hundidas y arruinadas en el banquillo de algún juzgado germano-occidental o acabasen sus vidas en prisión preventiva, a Wolf no le preocupaba. Jugaba en la liga de campeones para ganar, y ganaba.

Tras la caída de Alemania Oriental, un juzgado occidental se vio obligado a declarar inocente a Wolf, porque no había traicionado a su país. Por lo tanto, mientras otros terminaban sus días en la cárcel, él disfrutó de un cómodo retiro hasta que murió por causas naturales. El día que leyó la noticia, Paul Devereaux se descubrió para sus adentros y rezó una oración por el viejo ateo. No titubeó ni un segundo al enviar al apuesto Domingo de Vega a Madrid.

Juan Cortez despertó de su profundo sueño poco a poco y durante los primeros segundos creyó que se encontraba en el paraíso. En realidad simplemente estaba en una habitación que no se parecía a ninguna en la que hubiese estado antes. Era grande, como la cama doble que ocupaba, con las paredes color pastel y las cortinas echadas; al otro lado de las ventanas brillaba el sol. Se encontraba en la suite VIP del club de oficiales de la base de la fuerza aérea Homestead en el sur de Florida.

Cuando empezó a desaparecer la somnolencia vio un albornoz en una silla cerca de la cama. Apoyó las piernas temblorosas en el suelo y, al darse cuenta de que estaba desnudo, se puso el albornoz. En la mesilla de noche había un teléfono. Descolgó el auricular y dijo «oiga» varias veces, pero nadie respondió.

Fue hasta una de las ventanas, apartó una esquina de la cortina y miró al exterior. Vio extensiones de césped bien cuidadas y un mástil donde ondeaba la bandera de barras y estrellas. No estaba en el paraíso; para él, era todo lo contrario. Lo habían secuestrado y los norteamericanos lo tenían en sus manos.

Había oído terribles relatos de viajes en avión a tierras extranjeras, de las torturas en Oriente Próximo y Asia Central, de años de encarcelamiento en un enclave cubano llamado Guantánamo.

Aunque nadie había atendido el teléfono junto a su cama, alguien había tomado nota de que estaba despierto. Se abrió la puerta y un camarero con una chaquetilla blanca entró con una bandeja. Traía comida, una comida con un aspecto delicioso, y Juan Cortez no había probado bocado desde su última comida en el astillero Sandoval, hacía ya setenta y dos horas. No sabía que habían pasado tres días.

El camarero dejó la bandeja, sonrió y le señaló la puerta del baño. Juan echó una mirada. El baño era de mármol, y parecía el de un antiguo emperador romano que había visto en la televisión. El camarero le indicó con un gesto que era todo suyo: la bañera, el lavabo, los utensilios de afeitar, todo. Luego se retiró.

El soldador miró el jamón con huevos, el zumo, las tostadas, la mermelada, el café. Con el aroma del jamón y el café se le hizo la boca agua. Se dijo que quizá la comida estuviese drogada o tal vez envenenada. ¿Qué más daba? De todas maneras, podían hacer con él lo que quisieran.

Se sentó y empezó a comer. Pensó en lo último que recordaba; el policía pidiéndole que saliese del coche, los fuertes brazos alrededor de su torso, el paño apretado contra su rostro, la sensación de caer. No tenía la menor duda de cuál era el motivo del secuestro. Trabajaba para el cártel. Pero ¿cómo lo habían descubierto?

Cuando acabó de comer fue al baño; hizo sus necesidades, se afeitó y se duchó. Había un frasco de loción para después del afeitado. La usó en abundancia. Que ellos la pagasen. Le habían educado en la falsa creencia de que todos los norteamericanos eran ricos.

Volvió al dormitorio y se encontró con un hombre; maduro, con el pelo gris, de estatura mediana, nervudo. El desconocido le dirigió una sonrisa amigable, muy norteamericana. Hablaba español.

—Hola, Juan. ¿Cómo estás? Me llamo Cal. ¿Qué te parece si hablamos?

Una treta, por supuesto. La tortura llegaría después. Así que se sentaron en sendas butacas y el norteamericano le contó todo lo sucedido. Le habló del secuestro, del Ford incendiado, del cadáver sentado al volante. Le dijo que habían identificado el cuerpo gracias al billetero, el reloj, el anillo y el medallón.

—¿Qué hay de mi esposa y mi hijo? —preguntó Cortez.

—Ah, están desconsolados. Creen que han estado en tu funeral. Queremos traerles para que se reúnan contigo.

—¿Reunirse conmigo? ¿Aquí?

—Juan, amigo mío, acepta la realidad. No puedes volver. El cártel nunca creería ni una palabra de lo que dijeras. Sabes lo que les hacen a las personas que creen que se han pasado a nuestro bando. A sus familias. En estas situaciones son como animales.

Cortez comenzó a temblar. Lo sabía muy bien. Nunca había visto en persona esas cosas, pero las había oído. Y cuando las había oído había temblado. Lenguas cortadas, una muerte lenta, el asesinato de familias enteras. Se estremeció por Irina y Pedro. El norteamericano se inclinó hacia delante.

—Acepta la realidad. Ahora estás aquí. Si lo que hicimos está bien o mal, y es probable que estuviese mal, ya no importa. Estás aquí con vida. Pero el cártel está convencido de que has muerto. Incluso enviaron a un observador al funeral.

Dexter sacó un DVD del bolsillo de la chaqueta, encendió la pantalla de plasma panorámica, colocó el disco y pulsó el «play» en el mando a distancia. Un cámara lo había filmado desde un tejado a quinientos metros del cementerio. La definición era excelente y habían ampliado las imágenes.

Juan Cortez contempló su propio funeral. Los montadores se habían centrado en Irina llorando, apoyada en una vecina. En su hijo Pedro. En el padre Isidro. En el hombre que estaba al fondo con traje y corbata negra y gafas oscuras, con el rostro grave; era el observador enviado por orden del Don. El vídeo se acabó.

—¿Lo ves? —dijo el norteamericano y arrojó el mando a distancia sobre la cama—. No puedes volver. Pero tampoco ellos irán a por ti. Ni ahora ni nunca. Juan Cortez murió en aquel coche incendiado. Punto. Ahora tienes que quedarte con nosotros, aquí en Estados Unidos. Nosotros cuidaremos de ti. No te haremos daño. Te doy mi palabra, y la cumpliré. Cambiarás de nombre, por supuesto, y quizá haya que hacer algunos retoques en tus facciones. Tenemos algo llamado Programa de Protección de Testigos. Te incluiremos en él. Serás un hombre nuevo, Juan Cortez, con una vida nueva en un lugar nuevo; un trabajo nuevo, un nuevo hogar, nuevos amigos. Todo nuevo.

—¡Pero yo no quiero nada nuevo! —gritó Cortez, desesperado—. Quiero mi vida anterior.

—No puedes volver atrás, Juan. Tu vida anterior se acabó.

—¿Qué pasa con mi esposa y mi hijo?

—¿Por qué no puedes tenerlos contigo en tu nueva vida? Hay muchos lugares en este país donde brilla el sol como en Cartagena. Aquí hay centenares de miles de colombianos, inmigrantes legales que están instalados y son felices.

—Pero ¿cómo podrían ellos…?

—Podemos traerles. Criarías a Pedro aquí. En Cartagena ¿qué sería? ¿Un soldador como tú? ¿Iría a sudar cada día a los astilleros? Aquí, en veinte años podría ser lo que quisiese. Médico, abogado, incluso senador.

El soldador colombiano lo miró boquiabierto.

—¿Mi hijo Pedro un senador?

—¿Por qué no? Aquí cualquier chico puede convertirse en cualquier cosa. Lo llamamos el sueño americano. Pero para hacerte este favor necesitaremos tu ayuda.

—Pero, si yo no tengo nada que ofrecer…

—Oh, sí que lo tienes, Juan, amigo mío. Aquí, en mi país, el polvo blanco está destruyendo las vidas de jóvenes como tu Pedro. Llega en barcos, oculto en lugares que nunca conseguimos descubrir. Juan, recuerda aquellos barcos en los que trabajaste. Ahora tengo que marcharme. —Cal Dexter se levantó y dio una palmada en el hombro de Cortez—. Piénsalo. Mira otra vez el vídeo. Irina llora por ti. Pedro llora a su padre muerto. Sería muy bueno para ti si los trajéramos, para que se reúnan contigo. Solo necesito unos pocos nombres. Volveré dentro de veinticuatro horas. Me temo que no podrás marcharte. Por tu propio bien. Por si alguien te viese. Es difícil, pero posible. Así que quédate aquí y piensa. Mi gente cuidará de ti.

El carguero Sidi Abbas nunca ganaría un premio al barco más bonito y su valor como pequeño mercante era una miseria comparado con los ocho fardos que llevaba en su bodega.

Salió del golfo de Sirta, en la costa de Libia, y se dirigía a la provincia italiana de Calabria. Al contrario de lo que creen los turistas, el Mediterráneo puede ser un mar muy peligroso. Las fuertes olas castigaban el oxidado carguero mientras se abría paso con un jadeo asmático al este de Malta hacia la punta de la península italiana.

Los ocho fardos se habían desembarcado un mes atrás con el beneplácito de las autoridades portuarias de Conakry, la capital de la otra Guinea, de un carguero más grande llegado de Venezuela. Desde el África tropical la carga se había llevado en camión hacia el norte, fuera de la selva, a través de la sabana y las ardientes arenas del Sáhara. Aquel viaje era un desafío para cualquier conductor, pero los hombres curtidos que conducían las caravanas terrestres estaban acostumbrados a las dificultades.

Conducían los grandes camiones con los remolques una hora tras otra y un día tras otro por carreteras sembradas de baches y pistas de arena. En cada frontera y en cada puesto aduanero había manos que untar y barreras que levantar mientras los funcionarios sobornados volvían la espalda con un grueso fajo de euros en el bolsillo trasero.

Tardaron un mes, pero con cada metro de trayecto el valor de cada uno de los kilos en los ocho fardos se acercaba al astronómico precio europeo. Por fin la caravana se detuvo delante de un polvoriento cobertizo en las afueras de una ciudad que era su verdadero destino.

Unos camiones más pequeños, casi unas camionetas, llevaron los fardos por una carretera que rodeaba la ciudad hasta una fétida aldea de pescadores formada por un puñado de chozas de adobe junto a un mar casi sin peces; allí, un carguero como el Sidi Abbas esperaba en un muelle ruinoso.

Aquel abril el carguero recorría la última etapa del viaje al puerto calabrés de Gioia, que estaba bajo el control absoluto de la mafia ‘Ndrangheta. En aquel lugar cambiaría de propietario. Alfredo Suárez, en la lejana Bogotá, habría cumplido con su trabajo; la autodenominada Honorable Sociedad se haría cargo. Se pagaría el cincuenta por ciento restante; una enorme fortuna blanqueada por la versión italiana del Banco Guzmán.

Desde Gioia, a unos pocos kilómetros del despacho del fiscal del Estado en la capital de Reggio Calabria, los ocho fardos convertidos ya en paquetes mucho más pequeños viajarían al norte, a Milán, la capital italiana de la cocaína.

Pero el capitán del Sidi Abbas no lo sabía ni le importaba. Solo se alegró cuando pasó por el espigón de Gioia y dejó atrás las aguas tormentosas. Otras cuatro toneladas de cocaína habían llegado a Europa y, a muchos kilómetros de distancia, el Don se sentiría complacido.

En su cómoda pero solitaria celda, Juan Cortez puso el DVD del funeral muchas veces y cada vez que veía los rostros dolientes de su esposa y su hijo se echaba a llorar. Anhelaba verlos de nuevo, abrazar a su hijo, dormir con Irina. Pero sabía que el yanqui tenía razón; no podría volver nunca más. Incluso negarse a cooperar y enviar un mensaje sería condenarlos a muerte o a algo peor.

Cuando Cal Dexter volvió, el soldador dio su consentimiento.

—Pero yo también tengo mis condiciones. Cuando abrace a mi hijo, cuando bese a mi esposa, entonces recordaré los barcos. Hasta entonces, ni una palabra.

Dexter sonrió.

—No pido nada más —dijo—. Ahora tenemos trabajo que hacer.

Con la ayuda de un técnico de sonido grabaron una cinta. La tecnología era antigua, pero también lo era Cal Dexter, como solía bromear. Él prefería el viejo Pearlcorder, pequeño, fiable y con una cinta tan diminuta que podía esconderse en muchos lugares. Se hicieron fotos de Cortez, de cara a la cámara y con un ejemplar del Miami Herald con la fecha bien visible, y de la marca de nacimiento del soldador, que parecía un brillante lagarto rosa en el muslo derecho. Cuando reunió todas las pruebas, Dexter se marchó.

Jonathan Silver comenzaba a impacientarse. Había reclamado informes de los progresos, pero Devereaux no le hacía caso. El jefe de Gabinete de la Casa Blanca lo atosigaba a todas horas.

En todas partes, las fuerzas de la ley y el orden continuaban como antes. Se destinaban enormes sumas del erario público, y sin embargo parecía que el problema solo hiciera que empeorar.

Se efectuaban capturas que se proclamaban a bombo y platillo; se interceptaban cargamentos y se citaban las toneladas y los precios; siempre el precio en la calle y no el precio en el mar, porque era más alto.

Pero en el Tercer Mundo los barcos confiscados soltaban amarras como por arte de magia y se desvanecían en el mar; las tripulaciones detenidas salían en libertad bajo fianza y desaparecían; todavía peor, los cargamentos de cocaína que se incautaban se perdían sin más cuando estaban bajo custodia, y el tráfico continuaba. Los frustrados agentes de la DEA creían que todo el mundo estaba sobornado. Esta era la principal queja de Silver.

El hombre que atendió la llamada en su casa de Alexandria, mientras la nación hacía las maletas para las vacaciones de Pascua, mostró una cortesía glacial y se negó a hacer cualquier concesión.

—Se me encomendó la tarea en octubre pasado —manifestó—. Dije que necesitaba nueve meses para prepararme. A su debido tiempo las cosas cambiarán. Feliz Pascua. —Y colgó el teléfono.

Silver se puso furioso. Nadie le colgaba el teléfono. Excepto, al parecer, Cobra.

Cal Dexter voló a Colombia una vez más pasando por la base aérea de Malambo. En esta ocasión, con la ayuda de Devereaux, había pedido viajar en el Grumman de la CIA. No era para su comodidad sino para facilitar una huida más rápida. Alquiló un coche en una ciudad cercana y fue a Cartagena. No llevaba ningún respaldo. Hay momentos y lugares donde solo con sigilo y velocidad se consigue el éxito. Recurrir a los músculos y a la potencia de fuego únicamente le aseguraría el fracaso.

Aunque él la había visto en el portal, cuando daba un beso de despedida a su marido, que se marchaba al trabajo, la señora Cortez nunca había visto a Dexter. Era Semana Santa y el barrio de Las Flores era un hervidero con los preparativos del Domingo de Pascua. Excepto en el número 17.

Recorrió la zona varias veces, esperando que oscureciera. No quería aparcar en la calle por miedo a que algún vecino curioso lo viera y lo interrogara. Pero quería comprobar que se encendían las luces antes de que cerrasen las cortinas. No había ningún coche en el camino de entrada, señal de que no tenían ninguna visita. En cuanto se encendieron las luces pudo ver el interior. La señora Cortez y su hijo; ningún visitante. Estaban solos. Se acercó a la puerta y tocó el timbre. Fue el hijo quien atendió, un chico serio al que reconoció de la filmación del funeral. Su rostro era triste. No sonrió.

Dexter sacó una placa de la policía, la mostró un momento y la guardó.

—Teniente Delgado, Policía Municipal —dijo al chico. En realidad, la placa era un duplicado de las de la policía de Miami, pero el chico no lo sabía—. ¿Puedo hablar con tu madre?

Sin esperar la respuesta pasó junto al chico y entró en el vestíbulo.

Pedro corrió al interior de la casa.

—¡Mamá, ha venido un oficial de la policía! —gritó.

La señora Cortez salió de la cocina secándose las manos. Tenía el rostro hinchado por el llanto. Dexter le sonrió con amabilidad y señaló hacia la sala de estar. Era tan obvio que él estaba al mando que la mujer obedeció sin rechistar. En cuanto estuvo sentada con su hijo a su lado, como si quisiera protegerla, Dexter se agachó para mostrarle un pasaporte. Un pasaporte norteamericano.

Le señaló el águila en la tapa, la insignia de Estados Unidos.

—No soy un oficial de la policía colombiana, señora. Como puede ver, soy norteamericano. Ahora quiero que se prepare. Tú también, hijo. Su marido, Juan. No está muerto; está con nosotros en Florida.

La mujer lo miró sin comprender durante unos segundos. Luego se llevó las manos a la boca, atónita.

—No puede ser —jadeó—. Vi el cuerpo…

—No, señora, vio el cuerpo de otro hombre debajo de una sábana, tan quemado que era irreconocible. Vio el reloj, el billetero, el medallón y el anillo de sello de Juan. Todo esto nos lo dio él. Pero el cuerpo no era el suyo, sino el de un pobre vagabundo. Juan está con nosotros en Florida. Me ha enviado a buscarla. A los dos. Ahora, por favor…

Sacó tres fotos de un bolsillo interior. Juan Cortez, evidentemente vivo, miraba a la cámara. En la segunda sostenía un ejemplar del Miami Herald con la fecha perfectamente visible. La tercera mostraba la marca de nacimiento. La prueba definitiva. Nadie más podía saberlo.

Irina se echó a llorar de nuevo.

—No lo comprendo, no lo comprendo —repitió.

El chico se recuperó antes que su madre. Se echó a reír.

—¡Papá está vivo, papá está vivo! —gritó.

Dexter sacó el magnetófono y pulsó el «play». La voz del soldador «muerto» llenó la pequeña habitación.

—Mi querida Irina, amor mío. Pedro, hijo mío. Es verdad, soy yo.

La grabación terminaba con una súplica para que Irina y Pedro preparasen una maleta cada uno con sus posesiones más queridas, se despidiesen del número 17 y se marchasen con el norteamericano.

Les llevó una hora, entre lágrimas y risas, hacer las maletas, deshacerlas, volver a hacerlas, escoger, descartar, hacerlas por tercera vez. Es difícil meter toda una vida en una única maleta.

En cuanto estuvieron listos, Dexter insistió en que dejasen las luces encendidas y las cortinas cerradas, para ganar tiempo hasta que descubriesen su partida. La mujer escribió al dictado una nota para sus vecinos; la dejó debajo de un jarrón en la mesa del comedor. Decía que Pedro y ella habían decidido emigrar y comenzar una nueva vida.

A bordo del Grumman, de regreso a Florida, Dexter les explicó que sus vecinos más próximos recibirían una carta de ella, enviada desde Florida, en la que les contaría que había conseguido un trabajo de asistenta y que estaba bien. Si alguien investigaba, podrían mostrar las cartas. Verían el matasellos, pero no habría ninguna dirección del remitente. Nunca la encontrarían, porque ella no estaría allí. Finalmente llegaron a Homestead.

Fue una reunión muy larga, de nuevo entre risas y lágrimas, en la suite del club de oficiales. Se rezaron oraciones por aquella milagrosa resurrección. Después, como había prometido, Juan Cortez se sentó, cogió una pluma y papel y comenzó a escribir. Tal vez su formación era limitada pero tenía una memoria prodigiosa. Cerraba los ojos, pensaba en algunos años atrás y escribía un nombre. Otro. Y otro más.

Cuando acabó y le aseguró a Dexter que no había ni uno solo más en el que hubiese trabajado, la lista constaba de setenta y ocho nombres de barcos. Dado que lo habían llamado para que creara compartimientos secretos, en todos ellos se hacía contrabando de cocaína.

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