Cobra

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Segunda parte: El silbido » Capítulo 7

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CAPÍTULO 7

Era una suerte para Cal Dexter que la vida social de Jeremy Bishop fuese tan activa como el escenario de un bombardeo. Había pasado la Pascua en un hotel rural fingiendo alegría, así que cuando Dexter, en tono de disculpa, le mencionó que tenía un trabajo urgente que necesitaba de su genio informático para manejar sus bancos de datos, fue como un rayo de sol.

—Tengo los nombres de diversos barcos —explicó Dexter—; setenta y ocho en total. Necesito saberlo todo de ellos. El tamaño, el tipo de carga, el propietario si es posible, aunque lo más probable es que pertenezcan a alguna empresa fantasma. El agente naviero, la carga actual y, por encima de todo, la ubicación. ¿Dónde están ahora? Lo mejor será que te conviertas en una compañía comercial, o virtual, que necesita transportar diversas cargas. Pregunta por agentes navieros. En cuanto encuentres uno de los setenta y ocho barcos, deja de preguntar si están en alquiler. Di que no son del tonelaje adecuado, que no están donde te interesan, lo que sea. Solo dime dónde están y qué aspecto tienen.

—Puedo hacer algo mejor —afirmó Bishop, entusiasmado—. Es probable que te consiga fotos de ellos.

—Desde arriba.

—¿Desde arriba? ¿Mirando hacia abajo?

—Sí.

—No es el ángulo habitual desde el que se fotografían los barcos.

—Tú inténtalo. Céntrate en aquellos que hacen su ruta entre el oeste y el sur del Caribe y los puertos de Estados Unidos y Europa.

Al cabo de dos días, Jeremy Bishop, feliz delante de sus teclados y pantallas, había localizado doce de los barcos mencionados por Juan Cortez. Le pasó a Dexter los detalles conseguidos hasta entonces. Todos entraban o salían de la cuenca del Caribe.

Dexter sabía que algunas de las naves mencionadas por el soldador nunca aparecían en las listas de navegación comercial. Eran viejos pesqueros o barcos de cabotaje, con un tonelaje bruto que no interesaba en el ámbito comercial. Encontrar los de estas últimas dos categorías sería la parte más difícil, pero vital.

A los grandes cargueros podrían denunciarlos a las aduanas locales en el puerto de destino. Era probable que hubiesen recibido el cargamento de cocaína en el mar y que se hubieran deshecho de la droga de la misma manera. Así y todo, se podrían confiscar si los perros detectaban rastros residuales en los escondites secretos de a bordo, como probablemente sucedería.

Los barcos que contrariaban tanto a Tim Manhire y a sus analistas en Lisboa eran los de los pequeños contrabandistas que salían de los manglares y que amarraban en muelles de madera en los ríos de África Occidental. Resultó que veinticinco de los barcos de la lista de Cortez figuraban en los registros de Lloyd’s; el resto estaba fuera del radar. Sin embargo, veinticinco embarcaciones fuera de servicio desestabilizarían la reserva naviera del cártel. Pero aún no. Cobra no estaba preparado todavía. En cambio, sí lo estaban los TR-1.

El comandante retirado João Mendoza, de la fuerza aérea brasileña, voló a Heathrow a principios de mayo. Cal Dexter le recibió delante de las puertas del control de aduanas de la Terminal 3. Reconocerlo no fue un problema. Había memorizado el rostro del ex piloto de caza.

Seis meses atrás, el nombre del comandante Mendoza surgió de una larga y laboriosa búsqueda. Dexter estaba comiendo en Londres con un antiguo mariscal del aire de la RAF. El mariscal pensó a fondo en su pregunta durante un buen rato.

—No lo creo —acabó respondiendo—. ¿Salido de la nada? ¿Sin previo aviso? Me temo que nuestros muchachos podrían tener un problema con eso. Un problema de conciencia. No creo que pueda recomendarle a ninguno.

Era la misma respuesta que Dexter había recibido de un general de dos estrellas de la fuerza aérea norteamericana, retirado, que había pilotado un F-15 Eagle en la primera guerra del Golfo.

—Por cierto —dijo el inglés en el momento de despedirse—, hay una fuerza aérea que borraría del cielo a un contrabandista de cocaína sin el menor escrúpulo. La brasileña.

Dexter buscó en la comunidad de pilotos de la fuerza aérea retirados de São Paulo y por fin encontró a João Mendoza. Tenía cuarenta y tantos años y había pilotado cazas Northrop Grumman F5E Tiger antes de retirarse para ayudar a dirigir la empresa de su padre, que ya era muy mayor. Sus esfuerzos fueron en balde. Con la crisis económica de 2009 la compañía entró en suspensión de pagos.

Sin ninguna capacidad particular para el mercado laboral, João Mendoza fue pasando de un empleo a otro, siempre lamentando haber dejado de volar. Además, continuaba llorando a su hermano menor, al que casi había criado tras la muerte de la madre y cuando su padre tenía que trabajar quince horas al día. Mientras João estaba en su base, en el norte, el joven se había dejado llevar por las malas compañías y había muerto de una sobredosis. João nunca lo olvidó ni tampoco se lo perdonó. Además, la paga que le ofrecían los norteamericanos era más que generosa.

Dexter alquiló un coche y llevó al brasileño al norte hasta los llanos junto al mar del Norte; la ausencia de colinas y su posición en la costa este habían hecho que fuese, durante la Segunda Guerra Mundial, el sitio natural para las bases de bombarderos. Scampton había sido una de ellas. Durante la guerra fría también acogió una parte de la flota de bombarderos Vulcano, que transportaban las bombas atómicas del Reino Unido.

En 2011 se instalaron allí varias empresas civiles, entre ellas un grupo de entusiastas que restauraban poco a poco dos Blackburn Buccaneers. De momento habían conseguido que los dos aviones rodaran por la pista, pero aún no estaban en condiciones para el despegue. Sin embargo habían dejado esa tarea, a cambio de una paga que solventaría muchos de sus problemas económicos, para ocuparse de reconvertir el Bucc sudafricano que Guy Dawson había llevado desde Thunder City hacía cuatro meses.

La mayoría de los miembros del grupo no eran ni habían sido nunca pilotos de cazas de reacción. Eran técnicos, electricistas y mecánicos que se habían ocupado del mantenimiento de los Bucc cuando estaban en servicio en la armada y la fuerza aérea británicas. Vivían en la zona, y renunciaban a sus fines de semana y noches de descanso para conseguir que los dos viejos aparatos volasen de nuevo.

Dexter y Mendoza pasaron la noche en un hostal cercano, una vieja posta con techos de vigas bajos y un hogar donde ardía un buen fuego, arreos de latón resplandecientes y litografías con escenas de caza que fascinaron al brasileño. Por la mañana fueron a Scampton para reunirse con el equipo. Eran catorce personas, todas contratadas por Dexter con el dinero de Cobra. Orgullosas, mostraron al nuevo piloto del Bucc lo que habían hecho.

El cambio principal era el montaje de las armas. En los tiempos de la guerra fría el Buccaneer llevaba el armamento de un bombadero liviano, sobre todo para atacar barcos. Como avión de combate, su carga útil interna, y debajo de las alas, consistía en una impresionante variedad de bombas y cohetes, y también bombas atómicas tácticas.

En la versión que el comandante Mendoza inspeccionó aquella mañana de primavera en un ventoso hangar en Lincolnshire, toda esta carga útil se había convertido en depósitos de combustible para proporcionarle una increíble autonomía de vuelo y por tanto de horas de tiempo de vigilancia. Con una excepción.

Si bien el Bucc nunca había sido un caza interceptor, las instrucciones dadas a la tripulación de tierra habían sido claras. Lo habían equipado con armas.

Debajo de cada ala, en los soportes que antes sujetaban los lanzamisiles, había armas atornilladas. Cada ala estaba equipada con una pareja de cañones Aden de 30 mm con potencia de fuego suficiente para destrozar cualquier objetivo que alcanzasen.

Todavía faltaba reconvertir la carlinga trasera. Muy pronto dispondría de otro depósito de combustible y de un equipo de comunicaciones ultramoderno. El piloto de este Bucc nunca llevaría a un operador de radio sentado detrás; en cambio, escucharía en sus oídos una voz que le hablaría desde miles de kilómetros de distancia para decirle cuál era el rumbo exacto en el que encontraría a su objetivo. Pero primero debía dejar paso al instructor de vuelo.

—Es hermoso —murmuró Mendoza.

—Me alegra que le guste —dijo una voz detrás de él. Se volvió. Vio a una mujer delgada de unos cuarenta años que le tendía la mano—. Soy Colleen. Seré su instructora de vuelo.

La comandante Colleen Keck nunca había pilotado un Bucc cuando volaba para la marina. En los tiempos del Buccaneer, la fuerza aérea naval no admitía pilotos mujeres. Se había visto obligada a incorporarse primero a la marina y luego pedir el traslado a la aviación naval. Después de demostrar sus aptitudes como piloto de helicópteros por fin había conseguido realizar su sueño: pilotar aviones de reacción. Cumplidos los veinte años de servicio se había retirado y, como vivía cerca, un buen día se unió a los entusiastas restauradores. Un ex piloto de Bucc le había enseñado a pilotarlos antes de que él mismo fuese demasiado viejo para volar.

—No veo el momento de empezar —afirmó Mendoza en su lento y cuidadoso inglés.

Todo el grupo volvió al hostal para celebrar una fiesta que corrió a cuenta de Dexter. Al día siguiente dejó que se recuperasen de la resaca antes de comenzar el entrenamiento. Necesitaba que el comandante Mendoza y el equipo de mantenimiento integrado por seis hombres que le acompañarían estuviesen instalados en la isla de Fogo para el último día de junio. Voló de regreso a Washington a tiempo para ver otro grupo de identificaciones conseguidas por Jeremy Bishop.

Del TR-1 se habla pocas veces y se le ve todavía menos. Es el sucesor del famoso avión espía U-2 en el que Gary Powers fue derribado en el cielo de Siberia en 1960, y que descubrió las bases de misiles soviéticos que se construían en Cuba en 1962.

Durante la guerra del Golfo de los años 1990 y 1991, el TR-1 fue el principal avión de espionaje norteamericano, con una altitud y una velocidad mucho mayores, equipado con cámaras que transmitían imágenes en tiempo real sin tener necesidad de revelar los rollos de película. Dexter había solicitado en préstamo uno de estos aparatos, para que operase fuera de la base aérea de Pensacola, y acababa de llegar. Comenzó a trabajar la primera semana de mayo.

Dexter, con la ayuda del infatigable Bishop, había encontrado a un diseñador y arquitecto naval cuyo talento consistía en identificar prácticamente cualquier barco desde casi todos los ángulos. Trabajaba con Bishop en el último piso del depósito en Anacostia, donde las mantas destinadas al Tercer Mundo continuaban apiladas en la planta baja.

El TR-1 recorría la cuenca del Caribe, repostaba en la base de Malambo en Colombia o en las bases norteamericanas de Puerto Rico, según la conveniencia. El avión espía enviaba imágenes en alta definición de las radas y puertos atestados de barcos mercantes y de las embarcaciones que estaban en el mar.

El experto naval, con una potente lente de aumento, observaba las fotos a medida que Bishop las descargaba y las comparaba con los detalles de cada barco descubierto por el informático a partir de los nombres que les había dado el soldador.

«Este —decía finalmente, y señalaba uno entre tres docenas en un puerto del Caribe— tiene que ser el Selene.» O «Ahí está, inconfundible: de un tamaño manejable y casi sin equipos». «Pero ¿cuál es?», preguntaba Bishop, perplejo. «Tonelaje mediano, una sola grúa montada a proa. Es el Virgen de Valme. Fondeado en Maracaibo.»

Cada uno era experto en su materia y, como ocurre entre los expertos, a cada uno le resultaba imposible comprender la especialidad del otro. Pero entre ambos estaban identificando a la mitad de la flota del cártel.

Nadie va a las islas Chagos. Está prohibido. Solo forman un pequeño grupo de atolones de coral perdido en el océano Índico a mil millas al sur del extremo sur de la India.

De habérselo permitido, quizá habría ocurrido como en las Maldivas y tendrían hoteles para aprovechar las lagunas cristalinas, el sol todo el año y los arrecifes de coral vírgenes. En cambio solo tienen bombarderos. Para ser exactos, bombarderos B-52 norteamericanos.

El atolón más grande del grupo es Diego García. Como el resto, es de propiedad británica, pero está arrendado a Estados Unidos y cuenta con una gran base aérea y una estación de repostaje naval. Es tan secreto que incluso a los isleños que vivían allí, pescadores totalmente inofensivos, los trasladaron a otras islas y se les prohibió regresar.

Lo que pasó durante el invierno y la primavera de 2011 en la isla Eagle fue una operación británica, aunque financiada en parte con contribuciones del presupuesto de Cobra. Cuatro barcos de la Real Flota Auxiliar anclaron sucesivamente frente a la costa con toneladas de herramientas, equipos y personal de la marina para construir una pequeña colonia.

Nunca llegaría a ser un hotel turístico, pero era habitable. Había hileras de casas prefabricadas. Se cavaron letrinas. Se montó un comedor con cocinas, neveras y una planta desalinizadora; todo funcionaba con un generador.

Cuando se terminó y quedó lista para ser ocupada podía acomodar a más de doscientos hombres, siempre que entre ellos hubiese los suficientes mecánicos, cocineros y operarios para mantener todas las instalaciones en correcto estado de funcionamiento. Tan considerada, como era habitual, la marina incluso construyó un cobertizo con máscaras, tubos y aletas para la práctica del submarinismo. Aquellos que iban a permanecer secuestrados allí podrían al menos bucear en los arrecifes. También había una biblioteca con un amplio surtido de libros en inglés y español.

Para los marineros y los ingenieros no era una misión dura. Estaban en la isla Diego García, un Estados Unidos en miniatura en los trópicos, equipada con todas las comodidades que un soldado norteamericano lejos de casa espera, que es mucho. Los visitantes británicos eran bienvenidos, así que estos aprovecharon la cortesía. La única molestia en aquel paraíso tropical era el incesante estruendo de los bombarderos que despegaban y aterrizaban durante las misiones de entrenamiento.

La isla Eagle tenía otra característica. Al estar a mil millas de la tierra más cercana y en medio de un mar infestado de tiburones era un lugar a prueba de fugas. Era lo que se pretendía.

Las islas de Cabo Verde son otro de los lugares bendecidos por el sol los trescientos sesenta y cinco días del año. La nueva escuela de aviación en la isla de Fogo se inauguró de forma oficial a mediados de mayo. Una vez más, tuvo lugar una ceremonia. El ministro de Defensa voló desde la isla Santiago para presidirla. Por fortuna para todos, solo se habló en portugués.

El gobierno había seleccionado, después de unas rigurosas pruebas, a veinticuatro jóvenes caboverdianos para que se convirtiesen en cadetes pilotos. No todos conseguirían las alas, por tanto debían contar con aquellos que no lo lograrían. La docena de aviones biplaza de entrenamiento Tucano habían llegado de Brasil y estaban alineados en la pista. También estaban formados los doce instructores cedidos por la fuerza aérea brasileña. La única persona ausente era el oficial al mando, un tal comandante João Mendoza. Sus obligaciones le retenían en alguna otra parte, así que asumiría el mando al cabo de un mes.

Aunque no importaba demasiado. Los primeros treinta días se dedicarían a las clases en las aulas y a conocer los aparatos. Informado de todo esto, el ministro dio su aprobación con un gesto grave. No había ninguna necesidad de decirle que el comandante Mendoza llegaría en su avión privado, con el que podía permitirse volar por placer.

De haber conocido el ministro la existencia de dicho aparato, quizá hubiese comprendido por qué el depósito de combustible JP8 de los aparatos de entrenamiento estaba separado del combustible JP5, mucho más volátil, que utilizaban los reactores navales de alto rendimiento. Tampoco entró en el otro hangar con puertas de acero excavado en la roca. Le dijeron que era un almacén y perdió el interés.

Los ilusionados cadetes fueron a sus dormitorios y las autoridades regresaron a la capital. Las clases comenzaron al día siguiente.

El comandante ausente estaba a 6.000 metros de altitud por encima de las aguas grises del Mar del Norte al este de la costa inglesa en un ejercicio de navegación de rutina con su instructora. La comandante Keck ocupaba el asiento trasero. Nunca había habido controles en la carlinga trasera, por lo tanto el instructor se encontraba en una situación de «absoluta confianza». Sin embargo, podía controlar la precisión de las interceptaciones de objetivos imaginarios. Estaba satisfecha con lo que veía.

El día siguiente sería de descanso, porque los vitales vuelos nocturnos comenzarían por la noche. Por último quedarían las prácticas RATO[3] y de artillería. Los blancos serían bidones pintados de colores brillantes flotando en el mar; los lanzaría en los puntos acordados un miembro del grupo que tenía una barca de pesca. No le cabía ninguna duda de que su alumno aprobaría con un excelente. Se había dado cuenta muy pronto de que era un piloto con condiciones naturales y que se encontraba como pez en el agua en los controles del viejo Bucc.

—¿Alguna vez ha volado con el despegue asistido por cohetes? —le preguntó ella, una semana después en la sala de las tripulaciones.

—No, Brasil es muy grande —respondió Mendoza, bromeando—. Tenemos tierra más que suficiente para construir pistas muy largas.

—Su Bucc S2 nunca lo utilizó porque nuestros portaaviones son lo bastante largos —dijo la comandante—. Sin embargo, en los trópicos el aire es demasiado caliente. Se pierde potencia. Este avión vino de Sudáfrica, así que necesita ayuda. No tenemos más alternativa que instalarle los cohetes. Le dejarán sin respiración.

Así fue. Como si la enorme pista de Scampton fuera demasiado corta para un despegue no asistido, los técnicos colocaron los cohetes detrás del patín de cola. Colleen Keck le instruyó con todo detalle de la secuencia de despegue.

Detenerse al final de la pista. Tensar los frenos de mano al máximo. Acelerar los motores Spey contra los frenos. Cuando no pudiesen aguantar más, soltar los frenos, aumentar la potencia al máximo y pulsar el interruptor de los cohetes. João Mendoza creyó que un tren lo había embestido por la espalda. El Buccaneer casi se encabritó y se lanzó por el centro de la pista. Hubo un relámpago y despegó.

La comandante Keck no lo sabía, pero Mendoza había pasado horas estudiando las fotografías que Cal Dexter le había enviado al hostal. Mostraban la pista de Fogo, la disposición de las luces de aproximación, el umbral donde debía posarse llegando desde el mar. El brasileño no tenía ninguna duda. Sería pan comido.

Cal Dexter había inspeccionado a fondo tres aviones sin piloto, los vehículos aéreos no tripulados o UAV de fabricación estadounidense. Su participación sería crucial en la guerra que desataría Cobra. Finalmente descartó el Reaper y el Predator y se decidió por el Global Hawk «desarmado». Su función era únicamente la vigilancia.

Utilizando la autorización presidencial de Paul Devereaux, había mantenido largas negociaciones con Northrop Grumman, los fabricantes del RQ-4. Ya sabía que en 2006 habían desarrollado una versión destinada a la «vigilancia marítima en grandes extensiones» y que la marina norteamericana había hecho un pedido considerable.

Dexter deseaba incluir otras dos prestaciones. Le respondieron que no sería un problema; la tecnología estaba disponible.

Una de ellas era que se pudiesen cargar en la memoria de a bordo las imágenes que obtendrían los aviones espía TR-1 de casi cuarenta barcos tal como se veían desde arriba. Reducirían las imágenes a píxeles, para que mostraran detalles de un tamaño no superior a los cinco centímetros de la cubierta del barco real. Después tendría que comparar lo que estaba viendo con los datos guardados en la memoria e informar a sus compañeros, que estarían a muchos kilómetros de distancia en la base, cuando encontrase una coincidencia.

La otra era la tecnología necesaria para interferir las comunicaciones; con ella el Hawk podría trazar un círculo de diez millas de diámetro alrededor del barco en el que no funcionaría ningún sistema de comunicación del tipo que fuese.

Pese a no llevar ningún cohete, el RQ-4 Hawk tenía todo lo que necesitaba Dexter. Podía volar a 13.500 metros de altitud, muy lejos de la visión y el oído de aquello que vigilar. Con sol, lluvia, nublado o de noche podía vigilar 184.000 kilómetros cuadrados en un día y, con un consumo mínimo de combustible, podía permanecer en el aire durante treinta y cinco horas. A diferencia de los otros dos aparatos, su velocidad de crucero era de 340 nudos, mucho más veloz que sus objetivos.

Para finales de mayo, dos de estas maravillas ya estaban dispuestas para incorporarse al Proyecto Cobra. Una operaría desde la base de Malambo, en la costa colombiana, al nordeste de Cartagena.

La otra se encontraba en la isla de Fernando de Noronha, frente a la costa nororiental de Brasil. Cada unidad se guardaba en un hangar, fuera de la vista de algún curioso que pasara por el otro lado de la base aérea. De acuerdo con la orden de Cobra comenzaron la vigilancia en cuanto estuvieron instalados.

Aunque operaban desde las bases aéreas, el escaneado se realizaba a muchos kilómetros de distancia, en el desierto de Nevada, en la base aérea de Creech. Ahí los hombres estaban sentados delante de las pantallas. Cada uno tenía una palanca de control como la de los pilotos en sus cabinas.

Cada operador veía en su pantalla lo mismo que el Hawk veía desde la estratosfera. Algunos de los hombres y mujeres de aquella silenciosa y refrigerada sala de control de Creech se ocupaban de los Predator que volaban sobre Afganistán y las cordilleras fronterizas con Pakistán. Otros se encargaban de los Reaper sobre el golfo Pérsico.

Todos ellos usaban auriculares y un micrófono de garganta para recibir instrucciones e informar a sus superiores si un objetivo aparecía a la vista. La concentración era absoluta y, por lo tanto, los turnos cortos. La sala de control de Creech era la imagen de las guerras futuras.

Con su habitual humor negro, Cal Dexter había bautizado a los dos Hawk, para diferenciarlos. Al oriental lo llamó Michelle como la primera dama; el otro era Sam, como la esposa del primer ministro británico.

Cada uno tenía su propia tarea. La de Michelle era mirar abajo, identificar y rastrear todos los barcos mercantes citados por Juan Cortez y encontrados y fotografiados por el TR-1. La de Sam era hallar e informar acerca de cualquier avión o barco que saliese de la costa brasileña entre Natal y Belém, o se dirigiese al este por el Atlántico más allá del meridiano cuarenta, en dirección a África.

Los controladores de Creech, a cargo de los dos Hawk de Cobra, estaban en contacto directo con el ruinoso depósito situado en un suburbio de Washington, las veinticuatro horas del día, siete días a la semana.

Letizia Arenal sabía que lo que estaba haciendo no era correcto, iba en contra de las instrucciones estrictas de su padre, pero no podía evitarlo. Él le había dicho que nunca saliese de España. Sin embargo, ella estaba enamorada, y el amor podía más que sus instrucciones.

Domingo de Vega le había propuesto matrimonio y ella había aceptado. Llevaba la alianza en la mano. Pero él tenía que regresar a su puesto en Nueva York o lo perdería, y su cumpleaños era la última semana de mayo. Su prometido le había enviado un billete abierto de Iberia al aeropuerto Kennedy y le suplicaba que se reuniera con él.

Las formalidades en la embajada norteamericana habían ido sobre ruedas; tenía el visado y la autorización de Seguridad Interior.

El billete era de primera clase, así que le entregaron la tarjeta de embarque en la Terminal 4 casi de inmediato. Facturó su única maleta para el aeropuerto Kennedy de Nueva York y miró cómo desaparecía en la cinta transportadora que la cargaría a bordo. No se fijó en el hombre que tenía detrás con una maleta grande como único equipaje.

No podía saber que estaba llena de periódicos, ni que él se alejaría en cuanto ella desapareciese camino del control de seguridad y de pasaportes. Nunca había visto antes al inspector Paco Ortega, y nunca volvería a verlo. Pero el policía había memorizado cada detalle de la maleta facturada y de las prendas que vestía. Le habían tomado una foto con un teleobjetivo en el momento que bajaba del taxi. Todo estaría en Nueva York incluso antes de que ella despegase.

Solo para asegurarse, el inspector se acercó a uno de los ventanales que daban a la pista y miró cómo, muy lejos, el avión de Iberia giraba para ponerse contra el viento, se detenía un instante y después se alzaba a plena potencia hacia las cumbres todavía nevadas de la sierra de Guadarrama y el Atlántico. Entonces llamó a Nueva York y mantuvo una breve conversación con Cal Dexter.

El avión llegó a la hora prevista. Había un hombre vestido con el uniforme del personal de tierra en la pasarela cuando bajaron los pasajeros. Murmuró dos palabras en el móvil, pero nadie le prestó atención. Es algo que la gente hace a todas horas.

Letizia Arenal pasó el control de pasaportes sin más contratiempo que la formalidad de ir apretando las yemas de los dedos en un pequeño panel de cristal y de mirar a la lente de una cámara para el reconocimiento del iris.

En cuanto pasó, el agente de inmigración se volvió para hacer un silencioso gesto de asentimiento a un hombre que estaba en el pasillo por donde los pasajeros caminaban hacia la recogida de equipajes. El hombre respondió al gesto y siguió a la muchacha.

Era un día muy ajetreado, así que los equipajes tardaron todavía otros veinte minutos. Por fin se puso en marcha la cinta transportadora y comenzaron a aparecer las maletas. La suya no era ni la primera ni la última, sino que estaba en medio. La vio caer por la boca abierta del túnel y reconoció la tarjeta de color amarillo brillante que le había puesto para localizarla más fácilmente.

Era una maleta rígida con ruedas, así que se colgó el bolso en el hombro izquierdo y arrastró la maleta hacia la salida. Había recorrido la mitad de la distancia cuando uno de los agentes que estaba allí como si no tuviese nada que hacer le hizo un gesto. Un control al azar. Nada de que preocuparse. Domingo la estaría esperando en el vestíbulo pasadas las puertas. Tendría que aguardar unos minutos más.

Llevó la maleta hacia la mesa que le indicó el aduanero y la levantó. Las cerraduras miraban hacia ella.

—Por favor, ¿podría abrir la maleta, señorita? —pidió con una cortesía impecable.

Siempre eran de una cortesía impecable y nunca sonreían o hacían un comentario gracioso. Letizia abrió los dos cierres. El funcionario volvió la maleta hacia él y levantó la tapa. Vio las prendas dobladas en la primera capa y, con las manos enguantadas, las apartó. Entonces se detuvo. Letizia se dio cuenta de que la estaba mirando por encima de la tapa. Supuso que acto seguido la cerraría y la autorizaría a pasar con un gesto.

El aduanero la cerró.

—Por favor, ¿podría acompañarme, señorita? —dijo en un tono muy frío.

No era una pregunta. Tomó conciencia de que un hombre grande y una mujer fornida, vestidos con el mismo uniforme, estaban muy cerca de ella. Resultaba embarazoso; los demás pasajeros desviaban la mirada cuando pasaban a su lado.

El primer aduanero cerró los cierres, levantó la maleta y se adelantó. Los otros dos siguieron a Letizia sin decir palabra. El primer agente entró por una puerta en la esquina. Era una habitación espartana con una mesa en el centro y unas pocas sillas junto a las paredes. Ningún cuadro, dos cámaras en dos de los rincones. La maleta acabó sobre la mesa.

—Por favor, ¿puede abrir la maleta de nuevo, señorita?

Fue la primera vez que Letizia Arenal sospechó que quizá algo no iba bien, pero no tenía ningún indicio de qué podía ser. Abrió la maleta y vio sus prendas bien dobladas.

—Por favor, ¿puede vaciarla, señorita?

Estaba debajo de la chaqueta de lino, las dos faldas de algodón y varias blusas dobladas. No era grande, más o menos del tamaño de un paquete de azúcar de un kilo. Parecía que estaba llena de polvos de talco. Entonces lo comprendió; sintió la violenta náusea de un mareo, un puñetazo en el plexo solar, una voz silenciosa en su cabeza que gritaba: «No, no he sido yo, yo no hago estas cosas, no es mío, alguien tuvo que ponerlo ahí…».

La mujer fornida la sostuvo, pero no lo hizo llevada por la compasión. Sino por las cámaras. Los juzgados de Nueva York son tan escrupulosos con los derechos de los acusados y los abogados defensores están tan dispuestos a aprovechar la más mínima infracción a las normas de procedimiento para conseguir que se retiren los cargos, que desde el punto de vista oficial no se puede pasar por alto ni una sola formalidad.

Después de abrir la maleta y descubrir lo que en aquel momento solo se anotó como un polvo blanco sin identificar, Letizia Arenal entró en aquello que oficialmente se llama «el sistema». Más tarde todo aquello le parecería una borrosa pesadilla.

La llevaron a otra habitación más equipada en el complejo de la terminal. Había varios magnetófonos digitales. Entraron otros hombres. Ella no lo sabía, pero eran de la DEA y el ICE, el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas. Junto con la Aduana, eran tres las autoridades que la habían detenido, en tres jurisdicciones diferentes.

Aunque su inglés era bueno, llamaron a un intérprete de español. Le leyeron sus derechos, los derechos Miranda, que nunca había oído mencionar. Después de cada frase le preguntaban: «¿La ha comprendido, señorita?». Siempre el cortés «señorita» aunque por la expresión de sus rostros ella se daba cuenta de que la despreciaban.

En algún lugar estaban inspeccionando a fondo su pasaporte. En otro, la maleta y el bolso recibían la misma atención. La bolsa de polvo blanco se envió fuera del edificio, a un laboratorio químico. No fue ninguna sorpresa que se tratase de cocaína pura.

La circunstancia de que fuese pura era importante. Una pequeña cantidad de polvo «cortado» podía explicarse como de «uso personal». Pero no así en el caso de un kilo de cocaína pura.

En presencia de dos mujeres se le pidió que se quitase hasta la última prenda de ropa, que luego se llevaron. Le dieron una bata de papel. Una doctora realizó una exploración de todos los orificios de su cuerpo, incluidas las orejas. Para entonces ella ya lloraba a lágrima viva. Pero el «sistema» lo haría a su manera. Las cámaras grababan hasta el último detalle para el registro. Ningún abogado listillo conseguiría librar a esa zorra.

Por fin, un agente de más rango de la DEA la informó de que tenía derecho a solicitar un abogado. Aún no la habían interrogado formalmente. Sus derechos Miranda no habían sido infringidos. Letizia respondió que no conocía a ningún abogado en Nueva York. El agente le dijo que se le asignaría un abogado de oficio, pero que lo haría el juzgado, no él.

La joven repitió una y otra vez que su prometido debía de estar esperándola en el vestíbulo. Esa información no se pasó por alto. Cualquiera que la estuviese esperando podría ser un cómplice. Se buscó entre la multitud al otro lado de las puertas de la sala de aduana. No encontraron a ningún Domingo de Vega. Tal vez ella había mentido o, si era el cómplice, había huido del lugar. Por la mañana buscarían a un diplomático puertorriqueño con ese nombre en las Naciones Unidas.

Ella insistió en explicarlo todo, renunció a su derecho de que estuviera presente un abogado. Les dijo todo lo que sabía, que no era nada. No le creyeron. Entonces se le ocurrió una idea.

—Soy colombiana. Quiero ver a alguien de la embajada de Colombia.

—Será del consulado, señorita. Ahora son las diez de la noche. Intentaremos llamar a alguien por la mañana.

Quien habló fue un hombre del FBI, aunque ella no lo sabía. El contrabando de drogas en Estados Unidos es un delito federal, no de cada estado. Los federales se habían hecho cargo.

El aeropuerto J. F. Kennedy pertenece a la jurisdicción del Distrito Este de Nueva York, y está en el barrio de Brooklyn. Por fin, cuando era casi medianoche, Letizia Arenal ingresó en el Correccional Federal del barrio, pendiente de comparecer en el juzgado por la mañana.

Por supuesto se abrió un expediente que muy pronto se hizo cada vez más grueso. El «sistema» necesita mucho papeleo. En su pequeña celda individual, asfixiante, que apestaba a sudor y a miedo, Letizia Arenal lloró toda la noche.

Por la mañana, los federales hablaron con alguien del consulado de Colombia que aceptó acudir. Si la detenida esperaba alguna comprensión se sentiría desilusionada. La empleada consular no pudo ser menos tolerante. Este era el tipo de situaciones que los diplomáticos detestaban.

La mujer vestía un traje de chaqueta negro. Escuchó con el rostro impasible las explicaciones y no creyó ni una palabra. Pero no podía negarse a ponerse en contacto con Bogotá y pedir al Ministerio de Asuntos Exteriores que buscase a un abogado llamado Julio Luz. Era el único nombre que se le ocurrió a la señorita Arenal para que acudiese en su ayuda.

Hubo una primera vista en el juzgado solo para decidir si se prolongaba la detención. Al saber que la acusada no tenía un representante legal, el juez ordenó que se le buscase un abogado de oficio. Encontraron a un joven que prácticamente acababa de licenciarse y dispusieron de unos momentos a solas en la celda de detención antes de volver a la sala.

El defensor hizo una súplica inútil para que se autorizase la libertad bajo fianza. Era inútil porque la acusada era extranjera, sin fondos ni familia, el supuesto delito era muy grave y el fiscal dejó claro que estaban en marcha nuevas investigaciones ante la sospecha de que una organización de contrabandistas mucho más grande estuviera relacionada con la acusada.

El defensor intentó alegar que el prometido de la joven era un diplomático en Naciones Unidas. Uno de los agentes federales le pasó una nota al fiscal y este se levantó de nuevo; reveló que no había ningún Domingo de Vega en la misión de Puerto Rico en las Naciones Unidas y que nunca lo había habido.

—Guárdeselo para sus memorias, señor Jenkins —manifestó el juez—. La acusada permanecerá en prisión preventiva. Siguiente.

Golpeó con el mazo. Se llevaron a Letizia Arenal convertida en un mar de lágrimas. Su supuesto prometido, el hombre al que amaba, la había traicionado con todo cinismo.

Antes de que la trasladasen de nuevo al correccional, mantuvo una última entrevista con su abogado, el señor Jenkins. Él le dio su tarjeta.

—Puede llamarme a cualquier hora, señorita. Tiene derecho a ello. No deberá pagar nada. El defensor de oficio es gratuito para aquellos que no tienen dinero.

—Usted no lo comprende, señor Jenkins. Muy pronto llegará el señor Luz desde Bogotá. Él me rescatará.

En su viaje de regreso en transporte público a su triste despacho en el edificio del Departamento de Abogados de Oficio, Jenkins pensó que cada minuto nacía un incauto. No había ningún Domingo de Vega y era poco probable que existiese ese tal Julio Luz.

Se equivocaba en lo segundo. Aquella mañana, el señor Luz había recibido una llamada del Ministerio de Asuntos Exteriores colombiano que casi le había provocado una apoplejía.

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