Cobra

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Segunda parte: El silbido » Capítulo 8

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CAPÍTULO 8

Julio Luz, el abogado de la ciudad de Bogotá, voló a Nueva York aparentemente tranquilo, pero muy asustado por dentro. Desde la detención de Letizia Arenal en el aeropuerto Kennedy tres días atrás había mantenido dos largas y aterradoras entrevistas con uno de los hombres más violentos que había conocido.

Si bien había compartido mesa con Roberto Cárdenas en las reuniones del cártel, siempre había sido bajo la presidencia de don Diego, cuya palabra era ley y exigía un grado de dignidad acorde con el suyo.

Pero en la habitación de una granja a muchos kilómetros de cualquier camino, Cárdenas no había tenido tantas contemplaciones. Había gritado y amenazado. Al igual que Luz, no tenía ninguna duda de que habían manipulado el equipaje de su hija y se había convencido a sí mismo de que algún oportunista malhechor de baja estofa había introducido la cocaína en la sala de equipajes del aeropuerto de Barajas en Madrid.

Cuando describió lo que le haría al mozo de las maletas cuando lo encontrase, a Julio Luz le entraron náuseas. Por fin se inventaron la historia que presentarían a las autoridades de Nueva York. Por otra parte, ninguno de los dos había oído hablar nunca de ningún Domingo de Vega y no acababan de entender por qué la joven había ido allí.

Normalmente, se censura la correspondencia que sale de los correccionales norteamericanos; además, Letizia no había escrito ninguna carta. Julio Luz solo sabía aquello que le habían explicado en el ministerio.

La historia del abogado sería que la joven era huérfana y que él era su tutor. Se redactaron los documentos necesarios. Era imposible utilizar un dinero que pudiese llevar hasta Cárdenas, así que Luz emplearía su propio dinero y él se lo reembolsaría más tarde. Luz llegaría a Nueva York en toda regla, con derecho a visitar a su pupila en la cárcel e intentar conseguir el mejor abogado criminalista que el dinero pudiese contratar.

Lo hizo todo, en ese orden. Cuando se reunió con su compatriota, acompañados por una agente de la DEA que hablaba español y que se quedó en un rincón de la habitación, Letizia Arenal relató toda la historia a aquel hombre con quien solo se había encontrado para cenar y desayunar en el hotel Villa Real.

Luz estaba aterrado, no solo por la historia del guapo y farsante diplomático de Puerto Rico, ni por la estúpida decisión de desobedecer a su padre al volar al otro lado del Atlántico, sino ante la perspectiva de la terrible cólera del padre cuando lo supiese.

El abogado no tuvo más que sumar dos y dos para obtener un cuatro. El tal De Vega, el falso aficionado al arte, era a todas luces miembro de una banda de contrabandistas con base en Madrid que empleaba su talento de seductor para reclutar a jóvenes inocentes que hiciesen de «mulas» e introdujeran la cocaína en Estados Unidos. No dudaba ni por un momento que en cuanto regresara a Colombia, todo un ejército de matones colombianos y españoles irían a Nueva York y a Madrid dispuestos a encontrar al desaparecido «De Vega».

Aquel idiota sería secuestrado, llevado a Colombia, entregado a Cárdenas y después que Dios se apiadase de él. Letizia le dijo que tenía una foto de su prometido en el bolso y otra más grande en su apartamento en Moncloa. Luz se dijo que no debía olvidar reclamar la primera y mandar que recuperasen la del apartamento de Madrid. Serían útiles para buscar al pícaro que había detrás de aquel desastre. Supuso que el joven contrabandista no se habría escondido demasiado, ya que no sabía lo que se le venía encima; solo había perdido una de sus cargas.

Confesaría, bajo tortura, el nombre del mozo de equipajes que había introducido la bolsa de cocaína en Madrid. Con una confesión del responsable, Nueva York tendría que retirar la acusación. Ese fue su razonamiento.

Más tarde le aseguraron que no había ninguna foto de un joven en el bolso confiscado en el aeropuerto Kennedy, y la de Madrid ya había desaparecido. Paco Ortega se había ocupado de llevársela. Pero lo primero era lo primero. Contrató los servicios del señor Boseman Barrow del bufete Manson Barrow, considerado el mejor abogado criminalista de Manhattan. La suma que le ofrecían era tan impresionante que el señor Barrow lo dejó todo y cruzó el río para ir a Brooklyn.

Sin embargo, al día siguiente, cuando los dos hombres salieron del Correccional Federal para volver a Manhattan, el rostro del neoyorquino mostraba una expresión grave. Sin embargo, por dentro no lo era tanto. Veía ante él meses y meses de trabajo con unas minutas astronómicas.

—Señor Luz, debo ser absolutamente sincero. Las cosas no pintan bien. No dudo que su pupila se vio arrastrada a esta desastrosa situación debido a un contrabandista de cocaína que se hace llamar Domingo de Vega y que ella no sabía qué estaba haciendo. La engañaron. Sucede con mucha frecuencia.

—Por lo tanto, eso es bueno —interrumpió el colombiano.

—Es bueno que yo lo crea. Aunque si voy a representarla, debo hacerlo. El problema reside en que yo no soy el juez ni el jurado, y desde luego no soy la DEA, el FBI o el fiscal del distrito. Otro problema mucho más grave es que ese tal De Vega no solo ha desaparecido, sino que no hay ni la menor prueba de que exista.

La limusina del bufete de abogados cruzó el East River y Luz miró con expresión lúgubre las aguas grises.

—Pero De Vega no era el mozo de equipajes —protestó—. Tiene que haber otro hombre, el que en Madrid abrió la maleta y metió el paquete.

—Eso no lo sabemos —manifestó el abogado de Manhattan con un suspiro—. Quizá él también era el mozo, o tenía acceso a la sección de equipajes. Pudo hacerse pasar por un empleado de Iberia o un agente de Aduanas con permiso de acceso. Incluso puede haber sido cualquiera de las dos cosas. ¿Hasta qué punto las autoridades en Madrid estarán dispuestas a destinar parte de sus preciosos recursos a demostrar la inocencia de una persona a la que ven como una contrabandista de droga, y que para colmo no es española?

Entraron en East River Drive para dirigirse a los dominios de Barrow, el centro de Manhattan.

—Dispongo de fondos —afirmó Julio Luz—. Puedo contratar investigadores privados a ambos lados del Atlántico. Como dicen ustedes, el cielo es el límite.

El señor Barrow miró complacido a su acompañante. Casi podía ver la nueva ala de su mansión en los Hamptons. Este caso le llevaría muchos meses.

—Contamos con un poderoso argumento, señor Luz. Está claro que todo el aparato de seguridad en el aeropuerto de Madrid la pifió de mala manera.

—¿Pifió?

—Fracasó. En esta época de paranoia todo el equipaje aéreo con destino a Estados Unidos debe pasar por la máquina de rayos X en el aeropuerto de partida. Sobre todo en Europa. Hay acuerdos bilaterales. En Madrid deberían haber visto el contorno de la bolsa. Tienen perros amaestrados. ¿Por qué no hubo perros? Todo indica que se introdujo el paquete después de los controles habituales…

—Entonces, ¿podemos pedir que retiren los cargos?

—O denunciar un error administrativo. Me temo que retirar los cargos no será posible. A no ser que aparezcan nuevas pruebas en su favor, nuestras opciones en el juicio son escasas. Un jurado de Nueva York no creerá que cometieran un error de ese calibre en el aeropuerto de Madrid. Se atendrán a las pruebas conocidas, no a las protestas de la acusada. Una pasajera, precisamente, de Colombia; que pretende salir sin nada que declarar; un kilo de cocaína colombiana pura; un mar de lágrimas. Confieso que es algo muy, muy común. Y la ciudad de Nueva York comienza a estar harta de escuchar esas historias.

El señor Barrow omitió decir que su propia participación no sería bien vista. Los neoyorquinos de rentas bajas, aquellos que acababan integrando los jurados, asociaban las cuantiosas cantidades de dinero con el narcotráfico. A una mula que de verdad fuese inocente la abandonarían en manos de los abogados de oficio. Pero no había ninguna razón para que él se apartara del caso.

—¿Qué pasará ahora? —preguntó Luz. Sus entrañas comenzaban a convertirse de nuevo en gelatina ante la idea de enfrentarse con el temperamento volcánico de Roberto Cárdenas.

—Verá, pronto se presentará ante el juzgado federal de Brooklyn. El juez no le otorgará la libertad bajo fianza. Eso está claro. La trasladarán a una prisión federal en el norte del estado, donde permanecerá a la espera del juicio. No son lugares agradables. Y ella no es una muchacha de la calle, sino como usted dijo, una joven educada en un colegio de religiosas. Horrible. En esos lugares hay lesbianas muy agresivas. Lamento mucho decirlo. Aunque supongo que no es muy distinto en Colombia.

Luz se llevó las manos a la cara.

—Dios mío —murmuró—. ¿Cuánto tiempo estará allí?

—Me temo que no menos de seis meses. Es el tiempo que necesitará la fiscalía para preparar el caso, dado que están sobrecargados de trabajo. Y también nosotros, por supuesto. Para que sus investigadores privados vean qué pueden encontrar.

Julio Luz también optó por no ser sincero. No tenía ninguna duda de que esos investigadores privados no serían más que unos aprendices comparados con el ejército de hombres duros que Roberto Cárdenas enviaría para encontrar a quien había engañado a su hija. Pero se equivocaba. Roberto Cárdenas no lo haría, porque llegaría a oídos de don Diego. El Don no sabía nada de esa hija secreta y el Don insistía en saberlo todo. El propio Julio Luz había creído siempre que ella era la novia de Cárdenas y que los sobres que le llevaba eran su pensión. Tenía una última tímida pregunta. La limusina se detuvo delante del lujoso edificio de oficinas cuyo ático albergaba el pequeño pero muy reputado bufete de Mason Barrow.

—Si la declaran culpable, señor Barrow, ¿cuál sería la sentencia?

—Es difícil decirlo, por supuesto. Depende de las circunstancias atenuantes, si es que las hay; de mi capacidad como abogado; del juez que nos toque. Pero me temo que tal como está la opinión pública no debemos descartar una sentencia ejemplar. Algo disuasorio. Tal vez veinte años en una prisión federal. Demos gracias a Dios que sus padres no estén aquí para verlo.

Julio Luz gimió. Barrow se apiadó.

—Pero, por supuesto, todo podría cambiar si acepta convertirse en una informante. Lo llamamos negociar un acuerdo. La DEA negocia acuerdos para obtener información que le permita pillar a los peces gordos. Ahora bien, si…

—No puede —se lamentó Luz—. No sabe nada. Es completamente inocente.

—Oh, vaya, entonces es una pena.

Luz no mentía en absoluto. Él era el único que sabía lo que hacía el padre de la joven encarcelada, y desde luego no se atrevía a decírselo.

Mayo dio paso a junio y el Global Hawk Michelle continuó con sus silenciosos vuelos por el este y el sur del mar Caribe, como un halcón de verdad que cabalgaba las térmicas en su incesante búsqueda de presas. Esta no era la primera vez.

En la primavera de 2006, un programa conjunto de la fuerza aérea y la DEA había enviado un Global Hawk sobre el Caribe desde una base en Florida. Era un programa de demostración marítima a corto plazo. En el breve tiempo que había pasado en el aire, el Hawk había conseguido vigilar centenares de objetivos marítimos y aéreos. Fue suficiente para convencer a la marina de que el BAMS, el vehículo aéreo no tripulado, era el futuro y firmó una gran compra.

La marina pensaba en la flota rusa, las cañoneras iraníes, los barcos espía norcoreanos. La DEA pensaba en los contrabandistas de cocaína. El problema radicaba en que, en 2006, el Hawk podía mostrar lo que veía, pero nadie sabía cómo distinguir entre inocentes y culpables. Sin embargo, gracias a Juan Cortez, el mago del soplete, las autoridades tenían ahora una lista de cargueros registrados en Lloyd’s con el nombre y el tonelaje. Casi cuarenta.

En la base aérea de Creech, Nevada, los hombres y mujeres se turnaban para mirar la pantalla de Michelle y cada dos o tres días los diminutos ordenadores de a bordo registraban una coincidencia; entonces comparaban el «identikit» de la disposición de la cubierta facilitada por Jeremy Bishop con la cubierta de lo que se movía allá abajo.

Cuando Michelle tuviera una coincidencia, Creech llamaría al viejo depósito en Anascostia para decir: «Equipo Cobra. Tenemos al MV Mariposa. Sale del canal de Panamá para entrar en el Caribe».

Bishop daría las gracias e introduciría los datos del Mariposa en el viaje que estuviera haciendo. Carga con destino a Baltimore. Quizá habría cargado la cocaína en Guatemala o en el mar. O quizá todavía no. También podría ser que llevara la cocaína a Baltimore, o que la descargara en una planeadora al amparo de la noche en algún lugar de la inmensa oscuridad de la bahía de Chesapeake. O tal vez no llevase ningún cargamento.

—¿Debemos alertar a la Aduana de Baltimore, o a los guardacostas de Maryland? —preguntaría Bishop.

—Todavía no —sería la respuesta.

Paul Devereaux no tenía la costumbre de dar explicaciones a sus subordinados. Guardaba sus razonamientos para sí mismo. Si los buscadores iban directamente al lugar secreto o si fingían encontrarlo gracias a los perros, después de dos o tres descubrimientos exitosos las coincidencias serían demasiado evidentes para que el cártel las pasase por alto.

No quería hacer interceptaciones o servírselas en bandeja a otros una vez desembarcada la carga. Estaba dispuesto a dejar en manos de las autoridades locales a las bandas importadoras norteamericanas y europeas. Su objetivo era la Hermandad y esta solo sufriría un impacto directo si la interceptación se hacía en el mar, antes de la entrega y del cambio de propietario.

Tal como solía hacer en los viejos tiempos, cuando el oponente era el KGB y sus satélites, estudiaba al enemigo cuidadosamente. Consultaba la sabiduría de Sun Tzu expresada en el Ping Fa, El arte de la guerra. Reverenciaba al viejo sabio chino, cuyo insistente consejo era: «Estudia a tu enemigo».

Devereaux sabía quién encabezaba la Hermandad y había estudiado a don Diego Esteban, terrateniente, caballero, erudito católico, filántropo, señor de la cocaína y asesino. Contaba con una única ventaja, pero que no le duraría para siempre. Él sabía cosas del Don, pero el Don no sabía nada de Cobra.

Al otro lado de Sudamérica, sobre la misma costa de Brasil, el Global Hawk Sam también había estado volando en la estratosfera. Todo lo que veía se enviaba a una pantalla en Nevada y luego se reenviaba a los ordenadores de Anacostia. Los barcos mercantes eran mucho menos numerosos. El transporte marítimo en los grandes cargueros desde Sudamérica a África Occidental era escaso. Pero se fotografiaba cualquier embarcación y, aunque los nombres de los barcos por lo general no eran visibles desde veinte mil metros, las imágenes se comparaban con las existentes en los archivos de la MAOC en Lisboa, la ODC de Naciones Unidas en Viena y la SOCA británica en Accra, Ghana.

En cinco de las coincidencias el nombre aparecía en la lista de Cortez. Cobra miró las pantallas de Bishop y se prometió a sí mismo que ya les llegaría su hora.

También hubo algo más que Sam captó y registró. Había aviones que despegaban de la costa brasileña para dirigirse al este o al nordeste con destino a África. Los vuelos comerciales eran pocos y no representaban un problema. Pero cada perfil se enviaba a Creech y luego a Anacostia. Jeremy Bishop los identificó a todos por el modelo y muy pronto se estableció un patrón.

Muchos de ellos no tenían la autonomía de vuelo suficiente. No podían recorrer la distancia, a menos que los hubiesen modificado por dentro. El Global Hawk Sam recibió nuevas instrucciones. Tras repostar en la base aérea de Fernando de Noronha, remontó el vuelo y se concentró en los aviones pequeños.

Realizando el trabajo a la inversa, como si partiese de la llanta de una rueda de bicicleta para seguir por los rayos hasta el cubo, Sam estableció que casi todos provenían de una inmensa finca tierra adentro muy alejada de la ciudad de Fortaleza. Con los mapas de Brasil tomados desde el espacio, las imágenes enviadas por Sam y las discretas investigaciones llevadas a cabo en el registro de la propiedad en Belém identificaron la finca. Se llamaba Boavista.

Los norteamericanos llegaron primero porque les esperaba la travesía más larga. Doce de ellos volaron al aeropuerto internacional de Goa a mediados de junio haciéndose pasar por turistas. Si alguien hubiese registrado a fondo sus equipajes, cosa que nadie hizo, hubiese encontrado una notable coincidencia: los doce tenían documentación como marineros mercantes. En realidad era la misma tripulación de la marina norteamericana que había llevado el carguero de cereales ahora reconvertido en el MV Chesapeake. Una furgoneta alquilada por McGregor los llevó a la costa hasta el astillero de los Kapoor.

El Chesapeake esperaba y como no había ningún alojamiento en el astillero, subieron a bordo para dormir a pierna suelta. A la mañana siguiente comenzaron dos días de intenso trabajo para familiarizarse con el barco.

El oficial superior, el nuevo capitán, era un comandante de la marina, y su primer oficial tenía el rango inmediatamente inferior. Había dos tenientes y los otros ocho iban desde suboficial mayor a marinero raso. Cada especialista se concentraba en su ámbito: puente, sala de máquinas, cocina, sala de radio, cubierta y escotillas de las bodegas.

Cuando entraron en las cinco enormes bodegas se detuvieron asombrados. Allí abajo había un cuartel completo de las Fuerzas Especiales, sin ojos de buey ni luz natural, y por lo tanto invisible desde el exterior. Mientras navegaran no recibirían ninguna llamada de su base. Los SEAL se prepararían su propia comida y se cuidarían entre sí.

La tripulación estaría en los sollados del barco, que eran más espaciosos y cómodos de lo que serían, por ejemplo, en un destructor.

Había un camarote de invitados con dos literas, cuyo propósito era desconocido. Si los oficiales SEAL querían consultar con el puente, tendrían que caminar bajo cubierta, pasar por cuatro puertas estancas que comunicaban las bodegas y después subir a la luz del día.

No se les dijo, porque no necesitaban saberlo, o al menos todavía no, por qué la bodega de proa parecía una cárcel para recibir prisioneros. Pero se les enseñó a quitar las tapas de dos de las cinco bodegas para que los hombres del interior entraran en acción. Practicarían este ejercicio muchas veces durante el largo crucero; en parte para pasar las horas y en parte para que pudiesen hacerlo con más rapidez y con los ojos cerrados.

Al tercer día, McGregor, con su piel apergaminada, los vio zarpar. Se situó al final del espigón cubierto de musgo cuando el Chesapeake pasó por delante, y levantó su vaso lleno de un líquido ámbar. Estaba dispuesto a vivir con el calor, la malaria, el sudor y el hedor, pero nunca se quedaría sin un par de botellas del destilado de sus islas nativas, las Hébridas.

La ruta más corta hacia su destino era a través del mar de Arabia y el canal de Suez. Pero solo por la remota posibilidad de tener problemas con los piratas somalíes frente al Cuerno de África y porque tenían tiempo, se había decidido que virarían al sur hacia el cabo de Buena Esperanza y después al nordeste para su cita en el mar delante de las costas de Puerto Rico.

Tres días más tarde llegaron los británicos para recoger el MV Balmoral. Eran catorce, todos de la Royal Navy, y guiados por McGregor ellos también pasaron por el proceso de familiarizarse con el barco durante dos días. Como la marina norteamericana es «seca» en lo que se refiere al alcohol, los estadounidenses no habían comprado ninguna bebida libre de impuestos en el aeropuerto. Sin embargo, los herederos de la marina de Nelson no tenían que soportar los mismos rigores y se ganaron la gratitud de McGregor cuando le ofrecieron varias botellas de single malt de Islay, su destilería favorita.

En cuanto estuvo preparado, el Balmoral se hizo a la mar. Su cita marina estaba más cerca: navegaría alrededor del cabo de Buena Esperanza y al noroeste hasta la isla Ascensión donde se encontraría, fuera de la vista y lejos de tierra, con un buque de la Real Flota Auxiliar que transportaba a los efectivos de las Fuerzas Especiales de la marina del Reino Unido y el equipo que necesitarían.

McGregor esperó a que el Balmoral desapareciese por el horizonte y recogió lo que habían dejado atrás. Los trabajadores que habían realizado la conversión se habían marchado hacía mucho tiempo y sus caravanas ya se habían devuelto a la empresa de alquiler. El viejo escocés vivía en la última que quedaba, con su dieta de whisky y quinina. Los hermanos Kapoor habían cobrado de cuentas bancarias que nunca nadie rastrearía y ya habían perdido el interés en los dos cargueros de cereales que habían convertido en centros de buceo. El astillero volvió a su trabajo habitual de desguazar barcos llenos de productos químicos tóxicos y de amianto.

Colleen Keck se agachó en el ala del Buccaneer y contrajo el rostro castigado por el viento. Las expuestas llanuras de Lincolnshire no son cálidas ni siquiera en junio. Había ido allí para despedirse de aquel brasileño a quien había tomado afecto.

A su lado, en el asiento delantero de la carlinga del cazabombardero, se encontraba el comandante João Mendoza, ocupado con las últimas verificaciones. En la parte trasera de la carlinga, el asiento que ella había ocupado durante la instrucción había desaparecido. En su lugar, había otro depósito de combustible y un equipo de radio conectado a los auriculares del piloto. Detrás de ellos los motores Spey ronroneaban al ralentí.

Cuando ya no tuvo más sentido seguir esperando, ella se inclinó hacia delante y le dio un beso en la mejilla.

—¡Buen viaje, João! —gritó.

Él vio el movimiento de sus labios y comprendió lo que le había dicho. Le dedicó una sonrisa y levantó el puño derecho con el pulgar en alto. Con el viento, las turbinas detrás y la voz de la torre en los oídos, no podía oírla.

La comandante Keck se deslizó por el ala y saltó al suelo. La tapa de metacrilato se movió hacia delante y se cerró; el piloto se quedó solo en su mundo: un mundo con una palanca de control, aceleradores, instrumentos, mira, indicadores de combustible y un navegador aéreo táctico, el TACAN.

Solicitó y recibió la autorización final, entró en la pista, se detuvo de nuevo, comprobó los frenos, los soltó y comenzó a acelerar. Segundos más tarde, la tripulación de tierra, desde la furgoneta junto a la pista, vio cómo los 11.000 kilos de empuje de los Spey gemelos impulsaban el Buccaneer hacia el cielo y lo hacían virar hacia el sur.

Debido a las modificaciones hechas en el aparato, se había decidido que el comandante Mendoza volara hasta la mitad del Atlántico por una ruta diferente. En las islas portuguesas de las Azores está la base aérea norteamericana de Lajes, hogar del Ala 64; el Pentágono, movido por unos hilos invisibles, había aceptado que repostara allí aquella «pieza de museo» que al parecer volvía a Sudáfrica. La distancia de 1.395 millas náuticas no sería un problema.

Sin embargo, Mendoza prefirió pasar la noche en el club de oficiales de Lajes y despegar con el alba hacia Fogo. No tenía la intención de hacer su primer aterrizaje, en su nueva casa, en la oscuridad. Despegó con la primera luz del sol para iniciar la segunda parte del recorrido: 1.439 millas náuticas hasta Fogo, muy por debajo de su límite de 2.200 millas.

El cielo sobre las islas de Cabo Verde estaba despejado. A medida que bajaba de la altitud de crucero de 10.700 metros las veía con mayor claridad. A 3.000 metros las estelas de las pocas motoras en el mar eran como pequeñas plumas blancas contra el agua azul. En el extremo sur de las islas, al oeste de Santiago, vio la caldera del extinto volcán de Fogo y, metida en el flanco sudoeste de la roca, la pista del aeropuerto.

Descendió un poco más trazando una larga curva por encima del Atlántico, siempre con el volcán en la punta del ala de babor. Le habían asignado una señal de llamada y la frecuencia y el idioma que oiría no sería portugués sino inglés. Él era Peregrino y la central de Fogo era Progreso. Pulsó el botón de transmisión y llamó.

—Peregrino, Peregrino a Torre Progreso. ¿Me copia?

Reconoció la voz de la respuesta. Uno de los seis de Scampton que formarían su equipo técnico y de apoyo. Una voz inglesa, con acento del norte. Su amigo estaba sentado en la torre de control del aeropuerto de Fogo junto al controlador de vuelo caboverdiano que se ocupaba de los vuelos comerciales.

—Le copio cinco, Peregrino.

El aficionado de Scampton, otro de los retirados que Cal Dexter había contratado con el dinero de Cobra, miró a través de la cristalera de la achaparrada torre y vio con toda claridad cómo el Bucc trazaba una curva sobre el mar. Le transmitió las instrucciones de aterrizaje: orientación de la pista, fuerza y dirección del viento.

A trescientos metros de altitud, João Mendoza bajó el tren de aterrizaje y los alerones, y observó cómo disminuían la velocidad y la altitud. Con una visibilidad tan perfecta apenas hacía falta la tecnología; esto era volar como debía ser. Enfiló el campo cuando estaba a dos millas. Dejó atrás la espuma del oleaje, las ruedas tocaron el cemento en la misma marca del umbral y frenó con suavidad en una pista que era la mitad de larga que la de Scampton. No llevaba armamento y le quedaba poco combustible. No era un problema.

Le quedaban todavía doscientos metros hasta el final de la pista cuando se detuvo. Una camioneta pequeña se colocó delante y una figura en la caja le indicó que le siguiera. Condujo en dirección opuesta a la terminal para ir hacia los edificios de la escuela de vuelo y por fin apagó los motores.

Los cinco hombres que le habían precedido desde Scampton lo rodearon. Se oyeron alegres saludos cuando descendió del avión. El sexto se acercaba desde la torre en su escúter alquilada. Los seis habían llegado hacía dos días en un Hércules C-130 británico. Habían llevado con ellos los cohetes para los despegues asistidos, todas las herramientas necesarias para el mantenimiento del Bucc en su nuevo cometido y algo primordial: la munición para los cañones Aden. Entre los seis, que ahora se habían asegurado unas pensiones de jubilación mucho más cómodas de lo que eran seis meses atrás, había un aparejador, un montador, un armero (el «fontanero»), un experto en aviónica, un técnico en comunicaciones aéreas (radio) y el controlador de tráfico aéreo que acababa de hablar con él.

La mayor parte de las misiones se llevarían a cabo en la oscuridad, tanto para el despegue como para el aterrizaje, lo cual las haría un poco más complicadas, pero aún tenía una quincena para practicar. Por el momento, lo llevaron a su alojamiento, que ya estaba preparado. Luego fue al comedor principal para reunirse con sus colegas, los instructores brasileños y los cadetes caboverdianos. Había llegado el nuevo comandante con su «pieza de museo» particular. Después de cuatro semanas de clases y tomas de contacto con los aviones, los jóvenes esperaban con entusiasmo realizar su primer vuelo de instrucción dual por la mañana.

Comparado con sus sencillos Tucano de entrenamiento, el antiguo avión de ataque parecía formidable. Pero muy pronto se lo llevaron hacia el hangar con las puertas de acero y desapareció de la vista. Aquella tarde llenaron los depósitos de combustible, instalaron los cohetes y armaron los cañones. Los vuelos de práctica nocturnos comenzarían al cabo de dos noches. Los pocos pasajeros que habían llegado en el vuelo desde Santiago y que ahora caminaban hacia la terminal no vieron nada.

Aquella noche, Cal Dexter llamó desde Washington para mantener una breve conversación con el comandante Mendoza. En respuesta a la pregunta que ya esperaba, le dijo que tuviese paciencia. No tendría que aguardar mucho más.

Julio Luz intentaba actuar con normalidad. Roberto Cárdenas le había hecho jurar silencio, pero la idea de engañar al Don, aunque solo fuese por guardar silencio, le aterrorizaba. Los dos hombres le aterrorizaban.

Reanudó las visitas quincenales a Madrid como si no hubiese ocurrido nada. En este viaje, el primero desde su visita a Nueva York y tras una espantosa hora informando a Cárdenas, también lo siguieron. No tenía ni la menor sospecha, como tampoco la tenía la dirección del hotel Villa Real, de que en su habitación de costumbre, un equipo de dos hombres del FBI, dirigidos por Cal Dexter, habían instalado micrófonos. Cada sonido que emitía lo escuchaba otro cliente del hotel que estaba en una habitación dos pisos por encima de la suya.

El hombre, sentado pacientemente y con los auriculares puestos, no dejaba de dar gracias al ex rata de túnel por haberlo alojado en una cómoda habitación en lugar de lo habitual en las vigilancias: una furgoneta atestada de equipos en un aparcamiento sin otra cosa que beber que un café pésimo y para colmo sin lavabo. Las horas en las que el objetivo se encontraba en el banco o estaba cenando o desayunando, podía relajarse con la televisión o con las tiras cómicas del International Herald Tribune que compraba en el quiosco del vestíbulo. Pero esa mañana en particular, el día en que el objetivo saldría para ir al aeropuerto y tomar el vuelo de regreso, escuchaba con mucha atención, con el móvil en la mano izquierda.

El médico personal del abogado hubiese comprendido a la perfección el persistente problema de su paciente de mediana edad. Los constantes viajes a través del Atlántico castigaban duramente sus intestinos. Llevaba siempre algunos tarros de confitura de higos. Habían descubierto este detalle en una de las ocasiones en las que habían entrado en su habitación cuando él estaba en el banco.

Después de pedir que le sirviesen una tetera de Earl Grey en la habitación, fue al baño de mármol y se sentó en el váter, como siempre. Allí esperó con paciencia que la naturaleza hiciese su trabajo; una tarea que le llevó diez minutos. Durante ese rato, con la puerta cerrada, no podía oír nada de lo que ocurriera en su dormitorio. Fue entonces cuando el hombre que estaba escuchando hizo la llamada.

Esa mañana entraron en la habitación en el más absoluto silencio. El código de la llave era distinto para cada huésped, se cambiaba para cada nuevo ocupante, pero no representaba ningún problema para el cerrajero que Cal Dexter una vez más se había llevado con él. La mullida alfombra apagó cualquier sonido de pisadas. Dexter cruzó la habitación hasta la cómoda donde se encontraba el maletín. Confiaba en que no hubiesen cambiado la combinación, y así fue. Seguía siendo el número de colegiado. Levantó la tapa, hizo su trabajo y la cerró en cuestión de segundos. Dejó los números de la combinación tal como los había encontrado y se marchó. Al otro lado de la puerta del baño, el señor Julio Luz seguía intentándolo.

De haber tenido el billete de avión en el bolsillo interior de la chaqueta quizá hubiese ido hasta la sala de espera de primera clase en Barajas sin abrir el maletín. Pero lo había dejado en uno de los compartimientos de la tapa. Por lo tanto, mientras esperaba que le imprimiesen la factura en la recepción del hotel, abrió el maletín para sacarlo.

Si la sorprendente llamada procedente del Ministerio de Asuntos Exteriores colombiano diez días atrás había sido terrible, esto era desastroso. Se sintió tan débil que creyó que estaba a punto de sufrir un ataque cardíaco. Sin prestar atención a la factura que le presentaban, fue a sentarse en una de las butacas del vestíbulo, con el maletín en el regazo, la mirada fija en el suelo y el rostro demacrado. Un botones tuvo que repetirle tres veces que la limusina le esperaba en la puerta. Por fin, tambaleante, bajó los escalones y subió al coche. Mientras se alejaba, miró atrás. ¿Lo seguían? ¿Lo detendrían para llevarlo a una celda y someterlo a un brutal interrogatorio?

En realidad no podía estar más seguro. Vigilado desde su llegada y durante toda la estancia, ahora también lo seguían hasta el aeropuerto para controlar su partida. En el momento en que la limusina entraba en la carretera de Barajas miró de nuevo en el interior del maletín, por si solo había sido una ilusión óptica. No era una ilusión. Estaba allí, encima de todo. Un sobre de color crema. Iba dirigido sencillamente a «Papá».

El MV Balmoral, con su tripulación británica, estaba a cincuenta millas de la isla Ascensión cuando se encontró con el buque de la Real Flota Auxiliar. Como la mayoría de los buques antiguos de la RFA llevaba el nombre de uno de los caballeros de la Mesa Redonda, en este caso Sir Gawain. Estaba en el tramo final de una larga carrera; su especialidad era el reaprovisionamiento en alta mar, lo cual se conocía en la jerga naval como un «tonelero».

Lejos de la vista de cualquier curioso los dos barcos hicieron la transferencia y los hombres de las SBS, las Fuerzas Especiales de la marina, subieron a bordo.

Los SBS, que cuentan con una discreta base en la costa de Dorset, Inglaterra, son mucho menos numerosos que los SEAL de la marina norteamericana. Raramente son más de doscientos los hombres que llevan el distintivo del cuerpo. Si bien el noventa por ciento proceden de la infantería de marina, actúan como sus primos marines norteamericanos en tierra, mar y aire. Realizan misiones en las montañas, desiertos, selvas, ríos y en mar abierto. En este caso no eran más que dieciséis.

El oficial al mando era el comandante Ben Pickering, un veterano con más de veinte años de servicio. Había sido uno de los miembros del pequeño equipo que había presenciado la matanza de los prisioneros talibanes a manos de la Alianza del Norte en el fuerte de Qala-i-Jangi, en el norte de Afganistán, en el invierno de 1991. Por aquel entonces prácticamente era todavía un adolescente. Ocultos en lo alto de la muralla de la fortaleza, contemplaron el baño de sangre mientras los uzbecos del general Dostum ejecutaban a los prisioneros después de la revuelta talibán.

Uno de los dos agentes especiales de la CIA también presentes, Johnny «Mike» Spanna, había sido asesinado por los talibanes prisioneros y su colega Dave Tyson había sido secuestrado. Ben Pickering y otros dos hombres se metieron en aquel agujero infernal, eliminaron a los tres talibanes que retenían al prisionero y se llevaron a Tyson.

El comandante Pickering había servido en Irak, de nuevo en Afganistán y luego en Sierra Leona. También contaba con una gran experiencia en interceptar cargamentos ilegales en el mar, pero nunca había estado al mando de un destacamento a bordo de un buque Q, porque no habían vuelto a usarse desde la Segunda Guerra Mundial.

El día que Cal Dexter, que evidentemente pertenecía al Pentágono, le había explicado la misión en la base del SBS, el comandante Pickering se reunió con su oficial superior y con los armeros para decidir qué necesitarían.

Para las interceptaciones en el mar había escogido dos lanchas neumáticas con casco rígido de ocho metros y medio de eslora, llamadas RIB, del modelo «ártico». Podían transportar a ocho hombres sentados en parejas detrás del oficial al mando y el timonel, que era quien la pilotaba. Pero también subiría a bordo del barco con cocaína que capturaran, a dos expertos de los equipos de búsqueda de la Aduana británica con sus perros. Seguirían a la RIB de asalto a una velocidad menor para no asustar a los animales.

Los aduaneros eran expertos en encontrar compartimientos secretos. Se metían hasta el fondo del casco, donde solían esconderse las cargas ilegales. Los perros eran cocker spaniel, amaestrados no solo para detectar el olor de la cocaína debajo de varias capas de recubrimiento sino los cambios en el aire. Una sentina abierta hacía poco olía diferente de otra cerrada durante meses.

El comandante Pickering, de pie junto al capitán en el ala abierta del puente del Balmoral, vio cómo descargaban sus RIB en la cubierta del carguero. Luego, la grúa del Balmoral enganchó las cinchas y bajó las neumáticas a la bodega.

De los cuatro Sabre Squadrons de las SBS, el comandante tenía una unidad de la Escuadra M, especializada en contraterrorismo marítimo. Estos fueron los hombres que subieron a bordo después de las RIB, y detrás de ellos llegó el «equipo».

Era voluminoso e incluía carabinas de asalto, fusiles de francotirador, pistolas, equipo de submarinismo, prendas de abrigo, garfios de asalto, escalerillas de mano y una tonelada de municiones. También iban con ellos dos técnicos de comunicaciones norteamericanos, para mantener el contacto con Washington.

El personal de apoyo consistía en armeros y mecánicos para mantener las RIB en perfecto estado de funcionamiento, y dos pilotos de helicóptero de la aviación militar con sus propios mecánicos de mantenimiento. Se ocuparían del pequeño helicóptero, que fue lo último que llegó a bordo. Se trataba de un Little Bird norteamericano.

La Royal Navy hubiese preferido un Sea King o incluso un Lynx, pero el tamaño de la bodega era un problema. Con los rotores desplegados los helicópteros más grandes no podían pasar por la escotilla y salir al aire libre desde el hangar bajo cubierta. En cambio, el aparato de Boeing sí podía. Con una longitud de las palas de poco menos de nueve metros, pasaba por la escotilla principal, que medía doce metros de ancho.

El helicóptero era la única pieza que no podía pasar por la brecha de mar revuelto que separaba los dos barcos. Libre de las lonas que lo cubrían desde que habían zarpado de la isla Ascensión, despegó de la cubierta de proa del Sir Gawain, dio un par de vueltas y se posó sobre la tapa de la bodega de proa del Balmoral. En cuanto los dos rotores, el principal y el de cola, dejaron de girar, la grúa levantó el ágil y pequeño aparato y lo bajó con mucho cuidado a la bodega ampliada, donde lo amarraron al suelo.

Cuando finalizó el traslado de hombres y material y los depósitos de combustible del Balmoral estuvieron llenos, los barcos se separaron. La nave auxiliar iría hacia el norte con destino a Europa y el ahora peligroso buque Q iría a ocupar su primera posición de vigilancia, al norte de las islas de Cabo Verde, en mitad del Atlántico entre Brasil y la hilera de estados fallidos a lo largo de la costa de África Occidental.

Cobra había dividido el Atlántico en dos con una línea que iba en dirección nornordeste desde Tobago, la más oriental de las Antillas, a Islandia. La zona al oeste de dicha línea se llamaría, en términos de destino de la cocaína, Zona Objetivo USA. El este de la línea sería la Zona Objetivo Europa. El Balmoral se ocuparía del Atlántico. El Chesapeake, a punto de encontrarse con su barco de abastecimiento frente a Puerto Rico, se haría cargo del Caribe.

Roberto Cárdenas miró la carta durante un largo rato con una expresión dura. La había leído una docena de veces. En un rincón, Julio Luz temblaba.

—¿Es de ese sinvergüenza, De Vega? —preguntó, nervioso. Cada vez tenía más miedo de no salir con vida de la habitación.

—No tiene nada que ver con De Vega.

Al menos, la carta explicaba, aunque sin decirlo, qué había pasado con su hija. No habría ninguna venganza contra De Vega. No había ningún De Vega. Nunca había existido. Nunca había habido un mozo de equipajes en el aeropuerto de Barajas que hubiese cogido la maleta equivocada para meter la cocaína. Nunca había existido. La única realidad era que su Letizia podía pasar veinte años en una cárcel norteamericana. El mensaje en el sobre, que era el mismo que los que él había utilizado para enviar sus cartas, era sencillo. Decía:

Creo que debemos hablar de su hija Letizia. El próximo domingo, a las 4. Estaré en mi habitación, registrado con el nombre de Smith en el hotel Santa Clara, en Cartagena. Estaré solo y desarmado. Esperaré una hora. Por favor, venga.

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