Cobra

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Tercera parte: El ataque » Capítulo 11

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CAPÍTULO 11

Había ciento diecisiete nombres en la lista de ratas. En ella constaban en nómina funcionarios públicos de dieciocho países. Dos de ellos estaban en Estados Unidos y Canadá, los otros dieciséis en Europa. Antes de plantearse liberar a la señorita Letizia Arenal, Cobra insistió en disponer de una última prueba, escogida al azar. Eligió a herr Eberhardt Milch, un inspector superior de Aduanas en el puerto de Hamburgo. Cal Dexter voló al puerto hanseático para transmitir la mala noticia.

La reunión que se realizó a petición del norteamericano en el cuartel general de la Dirección de Aduanas de Hamburgo en el Rödingsmarkt resultó un tanto extraña.

Dexter iba acompañado por el principal representante de la DEA en Alemania, a quien ya conocía la delegación alemana. Él a su vez estaba intrigado por el rango de aquel hombre de Washington del que nunca había oído hablar. Pero las órdenes que había recibido de Army Navy Drive, el cuartel general de la DEA, eran breves y escuetas. Él debía limitarse a cooperar.

Entre los reunidos había dos hombres llegados desde Berlín: uno de la ZKA, la Agencia de Policía Federal Aduanera alemana, y el otro de la Agencia de la Policía Criminal alemana, la BKA. El quinto y el sexto eran hombres locales, de la aduana del Estado y de la policía estatal. Estos dos últimos eran los anfitriones; se reunieron en su despacho. Pero fue Joachim Ziegler, de la División Criminal y Aduanas, quien ostentaba el mayor rango y por lo tanto se erigió en el interlocutor de Dexter.

Dexter no se alargó mucho. No había ninguna necesidad de dar explicaciones; todos ellos eran profesionales y los cuatro alemanes sabían que no les hubiesen pedido recibir a los dos norteamericanos a menos que algo fuese mal. Tampoco era necesaria la presencia de intérpretes.

Todo lo que Dexter podía decir, y se comprendió a la perfección, era que la DEA en Colombia había conseguido cierta información. La palabra «topo» flotaba tácitamente en el aire. Habían servido café, pero nadie lo bebía.

Dexter deslizó varias páginas de papel hacia Ziegler. Después de leerlas con mucha atención se las pasó a sus colegas. El hombre de la ZKA en Hamburgo silbó por lo bajo.

—Lo conozco —murmuró.

—¿Y? —preguntó Ziegler. Se sentía muy avergonzado. Alemania está muy orgullosa de su enorme y ultramoderna ciudad de Hamburgo. Que los norteamericanos le vinieran con aquello era horrible.

El hombre de Hamburgo se encogió de hombros.

—En la oficina de personal tendrán todos los detalles, por supuesto. Hasta donde puedo recordar, lleva toda una carrera en el servicio y le faltan unos pocos años para jubilarse. Nunca ha tenido ni una sola falta.

Ziegler movió los papeles delante de él.

—¿Y si está usted mal informado? ¿O incluso desinformado?

La respuesta de Dexter fue pasar otras pocas páginas por encima de la mesa. El broche final. Joachim Ziegler las leyó. Cuentas bancarias. De un pequeño banco privado en Gran Caimán. Lo más secreto que se podía conseguir. Si eran auténticas… cualquiera podía inventarse unas cuentas bancarias siempre que nadie las comprobase. Dexter habló.

—Caballeros, todos entendemos las reglas de «por razones técnicas». No somos principiantes en nuestro extraño oficio. Comprenderán ustedes que hay una fuente, pero debemos protegerla a cualquier precio. Además, ustedes no querrán efectuar una detención y encontrarse con un caso basado en alegaciones no confirmadas que ningún tribunal en Alemania aceptaría. ¿Puedo proponer una estratagema?

Lo que él proponía era una operación encubierta. Seguirían a Milch hasta que interviniese personalmente para facilitar las formalidades en la llegada de un contenedor o de una carga. Luego habría una inspección al azar, que llevaría a cabo un joven agente.

Si la información de Cobra era correcta, Milch tendría que intervenir para desautorizar a su subordinado. Entonces, también por casualidad, un agente de la ZKA que pasaba por allí interrumpiría la discusión. La autoridad de la División Criminal prevalecería. Se abriría el cargamento. Si no había nada, los norteamericanos estarían equivocados y se disculparían. No se habría hecho ningún daño. Pero el teléfono y el móvil de Milch aún seguirían pinchados durante unas semanas.

Se tardó una semana en organizarlo todo y otra antes de poder poner el plan en marcha. El contenedor en cuestión era uno de los centenares que había descargado un enorme carguero de Venezuela. Solo un hombre se fijó en dos pequeños círculos, uno dentro del otro, y en la cruz de Malta dentro del más pequeño. El inspector jefe Milch autorizó en persona que lo cargaran en un semirremolque que esperaba antes de partir tierra adentro.

El conductor, un albanés, estaba en la última barrera, ya levantada, cuando de repente bajó de nuevo. Un joven agente aduanero de mejillas sonrosadas hizo un gesto para que el camión se apartase a un lado.

—Inspección rutinaria —dijo—. La documentación, por favor.

El albanés pareció asombrado. Los documentos de salida estaban firmados y sellados. Obedeció e hizo una rápida llamada con el móvil. En el interior de su cabina pronunció unas pocas frases en albanés que nadie pudo oír.

La aduana de Hamburgo normalmente aplica dos niveles de vigilancia al azar para los camiones y las cargas. La habitual se limita a una inspección con rayos X; la otra es «abrir la carga». El joven aduanero era en realidad un agente de la ZKA, y por esa razón parecía un novato en el trabajo. Indicó al camión que fuese a la zona reservada para las inspecciones a fondo. Pero, en ese momento, un oficial de un rango muy superior llegó corriendo desde el centro de control.

Un joven, nuevo y poco experimentado inspector no discute jamás con un veterano oberinspektor. Pero este lo hizo. Se mantuvo firme en su decisión. El hombre mayor replicó. Él mismo había autorizado la salida de ese camión después de inspeccionarlo. No había ninguna necesidad de una doble inspección. Estaban perdiendo el tiempo. No vio el coche pequeño que aparcaba detrás de ellos. Dos agentes de paisano de la ZKA se apearon del coche y mostraron sus placas.

Was ist los da? —preguntó uno de ellos, cordialmente.

El rango es muy importante en la burocracia alemana. Los hombres en la ZKA tenían el mismo rango que Milch, pero al ser de la División Criminal tenían prioridad. Se abrió el contenedor. Llegaron los perros. Descargaron el contenido. Los animales no hicieron caso de la carga, pero comenzaron a oler y a aullar al fondo del interior. Se midió el vehículo. El interior era más corto que el exterior. Se llevaron el camión a un taller con todos los equipos necesarios. El grupo de aduaneros fue con él. Los tres hombres de la ZKA, dos al descubierto y el joven encubierto, estaban haciendo su primera captura real, pero mantenían una expresión jovial.

Un hombre con un soplete cortó el falso fondo. Cuando pesaron los paquetes que había detrás resultaron ser dos toneladas de cocaína colombiana pura. El albanés ya estaba esposado. Comentaron que los cuatro, Milch incluido, habían tenido un enorme golpe de suerte a pesar del primero y comprensible error de Milch. Después de todo, la compañía importadora era una respetable empresa de café de Düsseldorf. Mientras tomaban un café para celebrarlo, Milch se disculpó, fue al baño e hizo una llamada.

Un error. Estaba pinchado. En una furgoneta a medio kilómetro de distancia alguien oía cada una de sus palabras. Uno de los hombres sentados a la mesa recibió la llamada en su propio móvil. Cuando Milch salió del lavabo fue detenido.

Sus protestas comenzaron en cuanto se sentó en la sala de interrogatorios. No se mencionó ninguna cuenta bancaria en Gran Caimán, ya que Dexter temía que hubiese denunciado al informante en Colombia. Pero también proporcionaba a Milch una defensa excelente. Podría haber alegado que «todos cometemos errores». Hubiese sido difícil demostrar que lo llevaba haciendo desde hacía años. O que se retiraría como un hombre muy rico. Un buen abogado lo hubiese sacado bajo fianza antes del anochecer y habría quedado absuelto en un juicio, si se hubiese llegado a eso. Las palabras en la llamada interceptada eran un código; una inocente referencia a llegar tarde a casa. El número marcado no era el de su esposa, sino el de un móvil que desaparecería de inmediato. Pero todos marcamos números equivocados.

El jefe inspector Ziegler, que aparte de una carrera en aduanas también era abogado, sabía que el caso era muy débil. Pero quería evitar que entraran dos toneladas de cocaína en Alemania y lo había conseguido.

El albanés, duro como el acero, no soltaba prenda; únicamente decía que era un vulgar camionero. La policía de Düsseldorf estaba realizando una operación en el depósito de café; los perros se estaban volviendo locos con el aroma de la cocaína, ya que estaban entrenados para distinguirla del café, que a menudo se utilizaba para enmascarar el olor de la droga.

Entonces, Ziegler, que era un policía experimentado, se echó un farol. Milch no hablaba albanés. En realidad, casi nadie lo hacía, excepto los albaneses. Sentó a Milch detrás de un espejo de una sola dirección, aunque podía oír el sonido del cuarto de interrogatorios contiguo. De ese modo veía cómo interrogaban al albanés.

El intérprete de lengua albanesa trasladaba las preguntas del policía alemán al conductor y traducía sus respuestas. Las preguntas eran las habituales. Milch podía comprenderlas, ya que las decían en su idioma, pero dependía del intérprete para comprender las respuestas. Aunque el albanés en realidad estaba proclamando su inocencia, lo que llegaba a través de los altavoces era una clara confesión de que si el camionero alguna vez tenía problemas en los muelles de Hamburgo debía reclamar de inmediato la presencia del oberinspektor Eberhardt Milch, que lo resolvería y le permitiría seguir sin que inspeccionaran el cargamento.

Fue entonces cuando Milch, muy asustado, se vino abajo. Su confesión duró casi dos días y fue necesario un equipo de estenógrafos para transcribirla.

El Orion Lady estaba en la enorme extensión de la cuenca del Caribe al sur de Jamaica y al este de Nicaragua cuando su capitán, inmaculado con su uniforme tropical blanco, de pie junto al timonel en el puente, vio algo que le hizo parpadear incrédulo.

Se apresuró a mirar la pantalla del radar. No había ningún barco en muchas millas, ni en la línea del horizonte. Pero aquel helicóptero era un helicóptero. Y llegaba por proa, volando muy bajo sobre el agua azul. Sabía muy bien lo que él transportaba, porque había ayudado a cargarlo treinta horas atrás; un primer asomo de miedo empezó a moverse muy adentro. El helicóptero era pequeño, poco más que un aparato de observación, pero cuando pasó a proa por la banda de babor y se situó a su lado, las palabras US Navy en el fuselaje fueron inconfundibles. Llamó al salón principal para avisar a su empleador.

Nelson Bianco se le unió en el puente. El playboy vestía una camisa hawaiana, unas bermudas amplias e iba descalzo. Llevaba sus rizos negros teñidos y peinados con laca como siempre y sujetaba su puro Cohiba, su marca favorita. Poco habitual en él, y solo debido a la carga procedente de Colombia, no lo acompañaban a bordo cinco o seis preciosas muchachas.

Los dos hombres miraron cómo el Little Bird volaba a su lado, justo por encima del océano; entonces, en el círculo abierto de la puerta del pasajero, bien sujeto y vuelto hacia ellos, vieron a un SEAL con un mono negro. Sujetaba un fusil de francotirador M-14 y les apuntaba. Una voz resonó desde el pequeño helicóptero.

Orion Lady, Orion Lady, somos la marina de Estados Unidos. Por favor paren las máquinas. Vamos a subir a bordo.

Bianco no lograba imaginar cómo lo harían. Había una plataforma para aterrizar a popa, pero la ocupaba su helicóptero Sikorsky cubierto con una lona. De repente, el capitán lo empujó con el codo y señaló delante de ellos. Había tres puntos negros en el agua, uno grande y dos pequeños; tenían las proas levantadas, navegaban a gran velocidad y se dirigían hacia ellos.

—A toda máquina —ordenó Bianco—, avante a toda máquina.

Era una reacción estúpida, como el capitán vio de inmediato.

—Patrón, no conseguiríamos huir. Si lo intentamos, solo nos descubriríamos.

Bianco miró el Little Bird, las neumáticas y el fusil que le apuntaba a la cabeza desde cincuenta metros. No había otra opción que enfrentarse con ello. Asintió.

—Parad las máquinas —ordenó y salió al exterior.

El viento le agitó el pelo unos instantes. Mostró una gran sonrisa e hizo una seña como si estuviera encantado de cooperar. Los SEAL estuvieron a bordo en cinco minutos.

El comandante Casey Dixon fue escrupulosamente educado. Le habían dicho que el objetivo llevaba un cargamento y eso era suficiente. Declinó la invitación a una copa de champán para él y sus hombres y mandó que el propietario y la tripulación fuesen llevados a popa y retenidos a punta de pistola. Seguía sin haber ninguna señal del Chesapeake en el horizonte. Su buceador se puso el respirador y saltó por la borda. Estuvo abajo media hora. Cuando volvió a la superficie informó que no había trampillas en el casco, ninguna burbuja o recipiente y ningún hilo de nailon colgando.

Los dos hombres expertos en la inspección comenzaron a buscar. Les habían dicho que en su breve y asustada llamada de móvil, el cura de la parroquia solo había mencionado un gran cargamento. Pero ¿cuánto era eso?

Finalmente, el perro captó el olor; resultó ser una tonelada. El Orion Lady no era uno de los barcos en los que Juan Cortez había construido un escondite casi imposible de descubrir. Bianco, con arrogancia, había creído que saldría él solo del apuro. Suponía que con un yate de lujo, un habitual en los más caros y famosos puertos deportivos del mundo desde Montecarlo a Fort Lauderdale, estaría por encima de toda sospecha y él también. De no haber sido por un viejo jesuita que había tenido que enterrar a cuatro cuerpos torturados en una tumba en la selva quizá hubiese tenido razón.

Una vez más, como había ocurrido con los SBS británicos, fue la extrema sensibilidad del perro al aroma del aire lo que les llevó a fijarse en un panel en el suelo de la sala de máquinas. El aire era demasiado fresco; alguien lo había levantado hacía poco. Llevaba a la sentina.

Como en el caso de los británicos en el Atlántico, los buscadores se pusieron las máscaras y entraron en la sentina. Incluso en un yate de lujo, las sentinas apestan. Uno tras otro sacaron los fardos; los SEAL que no estaban vigilando a los prisioneros los llevaron a cubierta y los apilaron entre el salón principal y la plataforma del helicóptero. Bianco no dejaba de gritar que no tenía ni idea de qué era todo aquello… Que era una trampa… Un malentendido… Él conocía al gobernador de Florida. Los gritos se convirtieron en un murmullo cuando le pusieron la capucha negra. El comandante Dixon lanzó la bengala marrón y el Global Hawk Michelle dejó de interceptar las señales. Aunque el Orion Lady ni siquiera había intentado transmitir. Cuando tuvieron de nuevo comunicación, Dixon llamó al Chesapeake para que se acercase.

Dos horas más tarde, Nelson Bianco, el capitán y la tripulación estaban en la bodega de proa con los siete hombres supervivientes de las dos planeadoras. El playboy millonario no solía mezclarse con ese tipo de personas y no le gustaban. Pero estos iban a ser sus compañeros e invitados a cenar durante mucho tiempo y su preferencia por los trópicos quedaría plenamente satisfecha, aunque en mitad del océano Índico. Por otra parte, las muchachas no entraban en el menú.

Incluso el artificiero lo lamentaba.

—¿De verdad tenemos que hundirlo, señor? Es tan bonito…

—Son las órdenes —respondió su jefe—. No hay excepciones.

Los SEAL permanecieron en cubierta del Chesapeake y contemplaron cómo el Orion Lady estallaba y se hundía. «Hurra», dijo uno de ellos. Pero esa palabra, que normalmente era la expresión de júbilo de los SEAL, fue dicha con cierto pesar. Cuando el mar quedó despejado de nuevo, el Chesapeake se marchó. Una hora más tarde, otro carguero lo adelantó y el capitán mercante, que miraba por los prismáticos, vio un buque que transportaba cereales y que iba a lo suyo, así que no le prestó atención.

En Alemania, las fuerzas de la ley y el orden estaban teniendo un día provechoso. En su copiosa confesión Eberhardt Milch, ahora protegido por múltiples acuerdos de secreto oficial para mantenerlo vivo, había mencionado a una docena de grandes importadores cuyas cargas él había dejado pasar en el puerto de contenedores de Hamburgo. Estaban haciendo redadas y encerrándolos a todos.

La policía federal y estatal estaba entrando en depósitos, pizzerías (la tapadera favorita de la ‘Ndrangheta calabresa), tiendas de comida y de artesanía especializadas en esculturas étnicas de Sudamérica. Estaban abriendo cargamentos de latas de frutas en busca de una bolsa de polvo blanco en cada lata y destrozando ídolos mayas de Guatemala. Gracias a un solo hombre, la operación alemana del Don se derrumbaba.

Pero Cobra sabía muy bien que si las importaciones de cocaína ya habían cambiado de propietario, la pérdida la sufrirían las bandas europeas. Solo antes de ese paso la pérdida era para el cártel. Esto incluía el contenedor con el falso fondo en Hamburgo, que no había salido de los muelles y la carga del Orion Lady, que iba destinada a una banda cubana del sur de Florida y que supuestamente aún estaba en el mar. Todavía no se había informado a Fort Lauderdale.

Pero la lista de ratas había quedado verificada. Cobra había señalado a la rata de Hamburgo al azar, de entre los ciento diecisiete nombres; era casi imposible que fuese inventada del primero al último.

—¿Debemos dejar en libertad a la muchacha? —preguntó Dexter.

Devereaux asintió. Personalmente, no le importaba en lo más mínimo. Su capacidad para la compasión era casi inexistente. Pero la chica había servido a su propósito.

Dexter puso las ruedas en movimiento. Gracias a una discreta intervención, el inspector Paco Ortega de la UDYCO en Madrid había ascendido a inspector jefe. Le habían prometido que muy pronto podría ocuparse de Julio Luz y el Banco Guzmán.

Desde el otro lado del Atlántico escuchó a Cal Dexter y planeó el engaño. Un joven agente encubierto hizo el papel de mozo de equipajes. Fue ruidosa y públicamente detenido en un bar y le pasaron el soplo a la prensa. Los periodistas entrevistaron al camarero y a dos parroquianos, que habían asistido a la detención.

A partir de un informador anónimo, El País publicó la desarticulación de una banda que utilizaba al personal de equipajes de Barajas para introducir drogas en el equipaje de personas inocentes que volaban de Madrid al aeropuerto Kennedy, en Nueva York. La mayoría de la banda había huido, pero uno de los mozos de equipajes había sido detenido y estaba revelando vuelos en los que él había abierto maletas después de pasar por los controles, para meter la cocaína. En algunos casos incluso daba la descripción de las maletas.

El señor Boseman Barrow no era jugador. No tenía ninguna afición a tirar el dinero apostando en los casinos, los dados, las cartas o los caballos. Pero, de haberlo sido, sin duda habría apostado a que la señorita Letizia Arenal iría a la cárcel durante muchos años. Y habría perdido.

El expediente de Madrid llegó a la DEA en Washington y alguna autoridad de la Agencia ordenó que una copia de aquellas partes que concernían a la clienta del señor Barrow se enviase a la oficina del fiscal del distrito en Brooklyn. Una vez allí, había que actuar en consecuencia. Los abogados no son todos malos, aunque cueste creerlo. La oficina del fiscal del distrito comunicó a Boseman Barrow las noticias de Madrid. De inmediato el abogado presentó una petición para que se desestimaran los cargos. Incluso si la inocencia de su defendida no quedaba probada de forma definitiva, ahora había una duda más que razonable.

Se celebró una audiencia privada con un juez que había sido compañero de Boseman Barrow en la facultad y la petición fue aprobada. El expediente de Letizia Arenal pasó del despacho del fiscal al Servicio de Inmigración. Dispusieron que a pesar de que ya no iban a procesarla, la joven colombiana no podía quedarse en Estados Unidos. Se le preguntó dónde deseaba que la deportaran, y ella escogió España. Dos alguaciles de inmigración la acompañaron al aeropuerto Kennedy.

Paul Devereaux sabía que su primera tapadera se estaba agotando. Dicha tapadera era precisamente su no existencia. Había estudiado hasta la última información que había podido conseguir de la figura y la personalidad de un tal don Diego Esteban, del que se creía, aunque nunca se había demostrado, que era el jefe supremo del cártel.

Que aquel implacable hidalgo, un aristócrata descendiente de la España post-imperial, hubiese sido intocable durante tanto tiempo dependía de muchos factores.

Uno de ellos era la negativa absoluta de cualquiera a declarar en su contra. Otro se debía a la muy conveniente desaparición de cualquiera que se le opusiese. Pero incluso eso no hubiese sido suficiente sin un enorme poder político. Tenía influencia en los altos cargos, y mucha.

Hacía grandes donaciones a las buenas causas, todas muy publicitadas. Donaba dinero a las escuelas, hospitales, para becas, y siempre para los pobres de los barrios.

Donaba, aunque con mucha mayor discreción, no a un solo partido político, sino a todos, incluido al del presidente Álvaro Uribe, que había jurado acabar con la industria de la cocaína. En cada caso se ocupaba de que esos regalos llegasen a oídos de aquellos que importaba. Incluso pagaba la educación de los huérfanos de los policías y aduaneros asesinados, pese a que sus colegas sospechaban que era él quien había ordenado los asesinatos.

Pero, por encima de todo, se congraciaba con la Iglesia católica. No donaba a un monasterio o convento que estuviese pasando por malos tiempos, sino para las restauraciones. Esto lo hacía muy visible, como también asistir habitualmente a misa junto con los campesinos y los trabajadores de su finca, en la iglesia parroquial junto a su casa en el campo, es decir su residencia rural oficial, no una de las muchas y diversas granjas de las que era propietario con nombres falsos, donde se reunía con otros miembros de la Hermandad que había creado para manufacturar y comercializar ochocientas toneladas de cocaína al año.

—Es un maestro —musitó Devereaux admirado. Confiaba en que el Don no hubiese leído el Ping Fa, El arte de la guerra.

Cobra sabía que la cantidad de cargas desaparecidas, agentes detenidos y redes de compradores desarticuladas, no seguirían considerándose una coincidencia durante mucho tiempo. Había un número limitado de coincidencias que un hombre inteligente podía aceptar, y cuanto más acentuada era la paranoia más se reducía el número. La primera tapadera, que no existiera tal, muy pronto se descubriría y el Don comprendería que tenía un nuevo y mucho más peligroso enemigo que no jugaba de acuerdo con las reglas.

Después vendría la tapadera número dos: la invisibilidad. Sun Tzu decía que un hombre no puede derrotar a un enemigo invisible. El viejo sabio chino había vivido mucho antes que existiera la alta tecnología del mundo de Cobra. Pero había nuevas armas que podían mantener a Cobra invisible mucho después de que el Don hubiese comprendido que ahí fuera tenía un nuevo enemigo.

El factor primordial que delataría su existencia sería la lista de ratas. Detener a ciento diecisiete funcionarios corruptos en una serie de ataques en dos continentes simultáneamente sería demasiado. Entregaría a las ratas a las fuerzas de la ley y el orden, poco a poco, hasta que el valor del peso bajase en alguna parte en Colombia. De todos modos, antes o después habría una filtración.

Pero aquella semana de agosto encargó a Cal Dexter que comunicara las tristes noticias a tres autoridades gubernamentales con la condición, esperaba, de la máxima discreción.

En una dura semana de viajes y entrevistas, Cal Dexter informó a Estados Unidos de que se liaría una gorda en los muelles de San Francisco; los italianos se enteraron de que tenían a un alto funcionario de aduanas corrupto en Ostia; y los españoles tendrían que comenzar a vigilar a un oficial del puerto de Santander.

En cada caso rogó que se organizase una incautación accidental de un cargamento de cocaína que llevaría a una detención en ese lugar. Recibió las garantías de que así sería.

A Cobra no le importaban en absoluto las bandas callejeras de Estados Unidos y Europa. Aquella escoria no era su problema. Pero cada vez que uno de los pequeños ayudantes del cártel salía de escena, el promedio de interceptaciones aumentaba de forma exponencial. Además, si no se llevaba a cabo la entrega en los muelles, la pérdida iba a cuenta del cártel. Había que volver a colocar la mercancía. Y reemplazarla. Y eso no era posible.

Álvaro Fuentes no iba de ningún modo a cruzar el Atlántico hasta África en un maloliente pesquero como el Belleza del Mar. Como primer ayudante de Alfredo Suárez subió a bordo del Arco Soledad, un carguero de seis mil toneladas.

Era lo suficientemente grande como para tener un camarote principal, no muy amplio pero privado, y lo ocupó Fuentes. El pobre capitán tuvo que instalarse con el primer oficial, pero sabía cuál era su puesto y no protestó.

Tal como había exigido el Don, el Arco Soledad había sido redirigido de Monrovia, en Liberia, a Guinea-Bissau, donde parecía radicar el problema. Así y todo, llevaba cinco toneladas de cocaína pura.

Era uno de los barcos mercantes donde Juan Cortez había demostrado sus habilidades. Por debajo de la línea de flotación llevaba dos estabilizadores soldados al casco. Pero tenían una doble función. Aparte de estabilizar la nave para hacerla más navegable y facilitar a su tripulación un viaje más suave en tiempos de tormenta, eran huecos y cada uno contenía dos toneladas y media en paquetes de cocaína.

El problema principal con estos recipientes submarinos era que solo se podían cargar y vaciar si el barco estaba fuera del agua. Lo cual significaba o arriesgarse en un muelle seco, con la posibilidad de que hubiera testigos, o embarrancarlo hasta que bajase la marea, lo que suponía horas de espera.

Pero Cortez había equipado los grandes paneles de cada estabilizador con unos cierres casi invisibles que un buceador podía quitar fácilmente. Así los fardos, atados e impermeabilizados, podían soltarse y quedar flotando en la superficie, hasta que los recogiera la nave que los esperaba.

Por último, el Arco Soledad transportaba una carga legal de café en sus bodegas y la documentación demostraba que una compañía de comercio en Bissau la había pagado y la esperaba. Ahí era donde se acababan las buenas noticias.

La mala noticia era que, gracias a la descripción de Juan Cortez, el Arco Soledad había sido localizado y fotografiado desde las alturas hacía mucho tiempo. Mientras cruzaba el meridiano 35, el Global Hawk Sam captó su imagen, hizo la comparación, verificó la identidad e informó a la base Creech, en Nevada.

Nevada lo comunicó a Washington y el depósito en Anacostia se lo comunicó al MV Balmoral, que se puso en marcha para interceptarlo. Antes de que el comandante Pickering y sus buceadores se echasen al agua, sabrían con precisión qué buscaban, dónde estaba y cómo abrir los cierres ocultos.

Durante los primeros tres días en el mar, Álvaro Fuentes cumplió las instrucciones al pie de la letra. Cada tres horas, de noche o de día, enviaba un e-mail a su «esposa» que lo esperaba en Barranquilla. Eran tan banales y comunes en el mar que en cualquier otro momento la Agencia de Seguridad Nacional en Fort Meade, Maryland, no se hubiese preocupado por ellos. Pero, avisada de antemano, cada uno era rescatado del ciberespacio y enviado a Anacostia.

Cuando Sam, que volaba en círculos a doce mil metros de altitud, vio el Arco Soledad y el Balmoral separados por cuarenta millas, puso en marcha los interceptores de comunicaciones para el carguero y Fuentes entró en una zona muerta. Cuando vio que un helicóptero aparecía por encima del horizonte y que luego se dirigía hacia él, hizo una llamada de emergencia fuera de secuencia. No llegó a ninguna parte.

No tenía ningún sentido que la tripulación del Arco Soledad intentase resistirse a los comandos vestidos de negro cuando saltaron por la borda. El capitán, con una muy bien fingida indignación, mostró los documentos del barco, los manifiestos de carga y las copias del pedido de café desde Bissau. Los hombres de negro no le hicieron caso.

El capitán, que no dejaba de gritar «¡Piratería!», la tripulación y Álvaro Fuentes fueron esposados, encapuchados y llevados a popa. En cuanto no pudieron ver nada, volvió a activarse la comunicación y el comandante Pickering llamó al Balmoral. Mientras navegaba hacia el carguero interceptado, los dos buceadores se pusieron a trabajar. Les llevó menos de una hora. No necesitaron a los perros; se quedaron a bordo del buque nodriza.

Antes de que el Balmoral llegara hasta el carguero ya había dos grupos de fardos atados flotando en el agua. Pesaban tanto que fue necesaria la grúa del Arco Soledad para subirlos a bordo. Después los trasladaron al Balmoral, que se encargaría de custodiarlos.

Fuentes, el capitán y los cinco tripulantes se habían quedado mudos. Incluso debajo de las capuchas oían los movimientos de la grúa y los pesados golpes de los paquetes que chorreaban agua mientras subían a bordo. Sabían de qué se trataba. Se acabaron las acusaciones de piratería.

Los colombianos siguieron a su carga al Balmoral. Se daban cuenta de que se encontraban en un barco mucho más grande, pero nunca podrían dar su nombre o describirlo. Desde la cubierta los llevaron a la bodega de proa y, sin las capuchas, entraron en el recinto que antes había ocupado la tripulación del Belleza del Mar.

Los hombres de las SBS fueron los últimos en subir; los buceadores chorreaban agua. En cualquier otra circunstancia, los submarinistas que habían trabajado en el Arco Soledad hubiesen colocado los paneles retirados pero, teniendo en cuenta dónde acabarían, dejaron que se llenasen de agua.

El artificiero fue el último en subir a bordo. Cuando hubo media milla entre los dos barcos apretó el detonador.

—Huelan el café —comentó mientras el Arco Soledad se estremecía, se inundaba y se hundía.

Era cierto; se apreció un leve olor a café tostado en la brisa marina cuando el explosivo alcanzó los cinco mil grados centígrados en un nanosegundo. Luego desapareció.

Una neumática que todavía permanecía en el agua fue hasta el lugar y recogió los pocos restos flotantes que algún observador con buena vista podría haber divisado. Los metieron en una red, los lastraron y los enviaron al fondo. El azul y tranquilo océano de finales de agosto volvía a estar como siempre: vacío.

Muy lejos, al otro lado del Atlántico, Alfredo Suárez no podía creer las noticias que le llegaban; no sabía cómo decírselo a don Diego y salvar la vida. Su brillante joven ayudante había dejado de transmitir desde hacía doce horas. Era una desobediencia que solo podía significar locura o desastre.

Había recibido un mensaje de sus clientes, los cubanos que controlaban la mayor parte del tráfico de cocaína del sur de Florida, según el cual el Orion Lady no había amarrado en Fort Lauderdale. También lo había estado esperando el capitán de puerto, que le reservaba uno de los amarres, tan difíciles de conseguir. Unas discretas investigaciones revelaron que él también había intentado comunicarse, sin éxito. Llevaba tres días de retraso y no respondía.

Se habían realizado algunas descargas de cocaína con éxito, pero la suma de las llegadas que habían fracasado por mar y aire y un gran golpe en la aduana de Hamburgo habían reducido el porcentaje de llegadas seguras sobre el tonelaje enviado en un cincuenta por ciento. Le había prometido al Don un mínimo de llegadas seguras del setenta y cinco por ciento. Por primera vez comenzó a temer que su estrategia de grandes pero poco numerosos cargamentos, lo opuesto a la táctica de su difunto predecesor, no estuviera funcionando. Aunque no era un hombre creyente, rezó para que no volviese a ocurrir nada malo. La prueba de que la oración no siempre funciona fue que vendrían cosas mucho peores.

Muy lejos, en la histórica ciudad de Alexandria junto a las orillas del Potomac, el hombre que pretendía crear lo peor estaba juzgando su campaña hasta ese momento.

Había establecido tres líneas de ataque. Una de ellas consistía en utilizar el conocimiento de todos los mercantes donde había trabajado Juan Cortez, para ayudar a las fuerzas regulares de la ley y el orden —las armadas, las aduanas y los guardacostas— a interceptar a esos gigantes en el mar, descubrir por accidente los escondites secretos y de esta manera confiscar la cocaína e incautarse del barco.

Debía hacerlo de este modo porque la mayor parte de los cargueros que aparecían en la lista de Lloyd’s eran demasiado grandes para hundirlos sin provocar la ira del mundo naviero, y que esta llevase a una intervención de los gobiernos. Las aseguradoras y los propietarios podían despreocuparse de las tripulaciones corruptas y pagar las multas mientras se declaraban inocentes; pero un barco entero era una pérdida demasiado grande.

Interceptar en el mar de manera oficial también frustraba la táctica habitual de coger la cocaína a bordo de un barco pesquero y pasarla a otro antes de amarrar. Aquella estrategia no podía durar para siempre; ni siquiera mucho tiempo. Pese a que, supuestamente, Juan Cortez no era más que un cuerpo calcinado en una tumba en Cartagena, muy pronto sería obvio que alguien sabía demasiado sobre los escondites que había creado. Y por mucho que fingieran que era casualidad que encontraran estos compartimientos, algún día tenía que acabar.

En cualquier caso, los triunfos de las autoridades nunca se ocultaban. Y en cuanto se hacían públicos, llegaban hasta el cártel.

La segunda línea de ataque era provocar una serie de accidentes irregulares y sin ningún patrón aparente en diversos puertos y aeropuertos de dos continentes, en los que, por azar, se descubriría un cargamento de cocaína e incluso llevaría a la detención del funcionario sobornado que había dado su permiso. Estos tampoco podían justificarse eternamente.

En tanto que contraespía de toda la vida, se quitaba el sombrero ante Cal Dexter, por haber conseguido la lista de ratas. Nunca había preguntado quién podía ser el topo dentro del cártel, aunque estaba claro que la familia de la chica colombiana acusada en Nueva York estaba relacionada.

Sin embargo, esperaba que aquel topo pudiese cavar un agujero más profundo, porque no podía dejar que los funcionarios que permitían el paso de la cocaína permaneciesen en libertad durante demasiado tiempo. A medida que aumentara el número de operaciones fracasadas en los puertos norteamericanos y europeos quedaría claro que alguien había filtrado los nombres y las funciones.

La buena noticia, para alguien que sabía algo acerca de los interrogatorios y había roto a Aldrich Ames, era que estos funcionarios, aunque codiciosos, no estaban acostumbrados a las leyes del hampa. El alemán detenido no dejaba de soltar nombres como una máquina. También lo harían los demás. Esos llorones iniciarían una reacción en cadena de detenciones y cierres. Sin la ayuda de los corruptos, el número de futuras interceptaciones subiría hasta las nubes. Esa era una parte del plan.

Pero su as era la tercera línea, a la que había dedicado más tiempo, esmero y gran parte del presupuesto durante el período de preparación.

Lo llamaba el factor desconcertante y lo había utilizado durante años en aquel mundo del espionaje que James Jesus Angleton, su predecesor en la CIA, había bautizado como «el juego del humo y los espejos». Consistía en que desaparecieran, sin ninguna explicación, un barco tras otro, una carga tras otra.

Mientras tanto, iría soltando con toda discreción los nombres y las características de otras cuatro ratas. En una semana, a mediados de septiembre, Cal Dexter viajó a Atenas, Lisboa, París y Amsterdam. En cada ocasión sus revelaciones causaron asombro y horror, pero también recibió garantías de que cada detención iría precedida de una «casualidad» perfectamente preparada y relacionada con una carga de cocaína que entraba. Describió el golpe de Hamburgo y lo propuso como modelo a seguir.

Lo que pudo decir a sus colegas europeos era que había un funcionario de aduanas corrupto en el Pireo, el puerto de Atenas; los portugueses tenían a alguien sobornado en el pequeño pero muy activo puerto de Faro, en el Algarve; en Francia había una rata bastante grande en Marsella, y los holandeses tenían un problema en el mayor puerto de destino de Europa, el Europoort, en Rotterdam.

Francisco Pons se jubilaba y estaba muy contento de que así fuese. Había hecho las paces con su regordeta esposa Victoria, e incluso había encontrado un comprador para su Beech King Air. Se lo había explicado al hombre para quien volaba a través del Atlántico, un tal señor Suárez, que había aceptado sus motivos, la edad y el reuma, y había acordado que ese septiembre realizaría su último viaje para el cártel. Pero no habría ningún problema, le dijo al señor Suárez; su entusiasta joven copiloto estaba deseando convertirse en capitán y recibir un salario como tal. De todas maneras necesitaba un avión nuevo y mejor. Así que encaró la pista en Boavista y despegó. Muy arriba, el escáner del radar de amplio espectro del Global Hawk Sam detectó el diminuto punto en movimiento y lo introdujo en la base de datos.

El banco de datos hizo el resto. Identificó el punto en movimiento como un King Air que había salido del rancho Boavista, estableció que un Beech King Air no podía cruzar el Atlántico sin grandes depósitos de combustible suplementarios y que iba con rumbo nordeste hacia el meridiano 35. Más allá, solo estaba África. Alguien en Nevada avisó al comandante João Mendoza y a su tripulación de tierra que se preparasen para volar.

El Beech llevaba dos horas de vuelo, casi había agotado los depósitos de los tanques en las alas y el copiloto controlaba los mandos. Mucho más abajo, el Buccaneer se sacudió con el martillazo de los cohetes, se lanzó por la pista y se levantó con un rugido sobre el mar oscuro. Era una noche sin luna.

Sesenta minutos más tarde, el brasileño estaba en el punto de interceptación y volaba en círculos a trescientos nudos por hora. En algún lugar al sudoeste, invisible en la oscuridad, el King Air continuaba su vuelo, ahora con el combustible de los depósitos de reserva y con los dos peones bombeando detrás de la cubierta de vuelo.

—Suba a tres mil quinientos metros y continúe con la maniobra —comunicó la cálida voz de Nevada. Como la voz de la sirena Lorelei, era una voz dulce que atraía a los hombres a la muerte. La razón para esa orden era que Sam había comunicado que el King Air había subido para superar un banco de nubes.

Incluso sin luna, las estrellas sobre África brillaban con fuerza y las nubes eran como una sábana blanca que reflejaba la luz y mostraba las sombras contra la pálida superficie. El Buccaneer se situó a cinco millas detrás del King Air y a trescientos metros por encima. Mendoza observó la pálida llanura que tenía delante. No era completamente plana; había cumbres con altos cúmulos que sobresalían. Redujo la velocidad por miedo a sobrepasarlos demasiado rápido.

De repente, lo vio. Solo una sombra entre dos columnas de cúmulos que desfiguraban la línea de los estratos. Entonces desapareció, y reapareció de nuevo.

—Lo tengo —dijo—. ¿Ningún error?

—Negativo —respondió la voz en sus oídos—. No hay nada más en el cielo.

—Recibido. Contacto.

—Contacto recibido. Maniobra autorizada.

Movió un poco el acelerador y la distancia se acortó. Quitó el seguro. El objetivo se movía en la mira; la distancia de tiro se acortaba. Cuatrocientos metros.

Dos ráfagas de balas de cañón se unieron en la cola del Beech. La cola se fragmentó, pero las balas penetraron en el fuselaje, por el espacio que quedaba entre los depósitos de combustible y hacia la cubierta de vuelo. Los peones murieron en una décima de segundo, destrozados; los dos pilotos les hubiesen seguido, pero el combustible estalló inmediatamente. Como con el Transall, el Beech explotó, se hizo pedazos y los trozos en llamas cayeron a través de la capa de nubes.

—Objetivo abatido —comunicó Mendoza. Otra tonelada de cocaína que no llegaría a Europa.

—Vuelva a casa —dijo la voz—. Su rumbo es…

Alfredo Suárez no tuvo más alternativa que comunicarle al Don las malas noticias cuando este lo mandó llamar. El amo del cártel no habría sobrevivido tanto tiempo en uno de los más despiadados y crueles lugares de la tierra si no poseyera un sexto sentido para el peligro.

Tuvo que arrancarle las palabras al director de envíos para que este se lo contara todo. Dos barcos y ahora dos aviones perdidos antes de llegar a Guinea-Bissau; las dos planeadoras en el Caribe no habían llegado a su cita, y tampoco habían vuelto a verlas, ni a sus ocho tripulantes; el playboy había desaparecido con una tonelada de cocaína pura destinada a los valiosos clientes cubanos del sur de Florida. Y el desastre en Hamburgo.

Esperaba que don Diego estallase con una furia incontrolable. Pero ocurrió lo contrario. Al Don le habían enseñado desde niño a conservar la educación incluso cuando se estaba irritado por pequeñas cosas, así que los grandes desastres requerían la calma de un caballero. Invitó a Suárez a permanecer sentado. Encendió uno de sus delgados puros negros y salió a dar un paseo por el jardín.

Por dentro lo dominaba una furia homicida. Se juró que habría sangre. Habría gritos. Habría muertes. Pero primero, el análisis.

No se podía demostrar nada contra Roberto Cárdenas. Que hubiesen descubierto a uno de sus funcionarios en nómina en Hamburgo probablemente era mala suerte. Una coincidencia. Pero no el resto. No cinco barcos en el mar y dos aviones en el aire. No podían ser las fuerzas de la ley y el orden, ya que hubiesen celebrado conferencias de prensa y mostrado los fardos confiscados. Ya estaba acostumbrado a eso. Que disfrutasen con los restos. La industria de la cocaína daba un beneficio de trescientos mil millones de dólares al año. Más que el presupuesto de la mayoría de las naciones que no pertenecieran al G30.

Los beneficios eran tan grandes que no había el número suficiente de detenciones para parar a la legión de voluntarios que reclamaban a gritos ocupar el lugar de los muertos y encarcelados; los beneficios eran tan enormes que Gates y Buffet parecían vendedores ambulantes. La cocaína generaba cada año el equivalente a la suma de sus fortunas.

Pero no entregar la mercancía era peligroso. Había que alimentar al monstruo comprador. Si el cártel era violento y vengativo, también lo eran los mexicanos, italianos, cubanos, turcos, albaneses, españoles y el resto; sus bandas organizadas matarían por una palabra inoportuna.

Por lo tanto, si no era una coincidencia, y ya no era posible pensar que lo fuese, ¿quién estaba robando su producto, matando a sus tripulaciones, haciendo que sus embarcaciones desapareciesen en la nada?

Para el Don, aquello era una traición o un robo, que era otra forma de traición. Y para la traición solo había una respuesta posible. Identificar y castigar con una violencia desmedida. Quienesquiera que fuesen, tenían que aprender la lección. No era personal, pero nadie podía tratar al Don de esa manera.

Volvió al lado de su huésped tembloroso.

—Envíeme al Ejecutor —dijo.

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