Cobra

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COBRA II » LA INICIACIÓN

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Bordeábamos un río helado que los ermitaños cruzaban sobre un búfalo azul al retirarse del mundo.

Siguiendo sus meandros, cada vez más vastos, que cubrían piedras blancas, angulosas y pulidas como vértebras de reptiles prehistóricos, llegamos hasta una gruta exigua donde el agua se detenía, límpida; en la arena blanca del fondo crecía una yerba rojo oscuro.

El desfiladero desembocaba ante un paisaje brumoso, de planos blancos, que se iban evaporando hacia el horizonte, donde una franja de humedad flotaba sobre un lago. Troncos lechosos. Hojas largas y plateadas. Más lejos, un puente quebradizo, una barca. Blanco sobre blanco, un bosque de bambú. Las torres de un monasterio.

A medida que nos adentrábamos en la neblina íbamos descubriendo formas, los colores aparecían. En sus madrigueras —esferas afelpadas, duraznos—, sobresaltados, prestos a rodar, se escondían tatos. Entre ramas próximas, incapaces de mantenerse en equilibrio, ante nosotros volaban faisanes cargados de ornamentos, lentos en la densidad del aire. Rumor entre los juncos: era un tigre que huía, cubierto de cuños negros, rayado de naranja.

Abriéndonos paso entre los tallos que nos rodeaban por miles, camino de las torres, llegamos ante un muro de piedra cuyas junturas resquebrajaba la zarza. Lo seguimos hasta encontrar una abertura: un camino sinuoso, pasando sobre un puente en forma de arco, conducía hasta la puerta del monasterio que coronaba una viñeta de lacre con la inscripción “Salut les copains!”

Según abrimos, el rostro de Buda se ofreció a nuestros ojos. Sus oros combinaban reflejos con los verdes follajes que le daban sombra. Los peldaños de una escalera de piedra y la base de los pilares estaban revestidos de un musgo suave como una tela. Del fondo de la sala partía otra escalera, pendiente como una muralla, que protegía una balaustrada de piedra. Ésta conducía a una terraza, al oeste, desde la cual se contemplaba una enorme roca de más de veinte pies de alto, en forma de pan. Una ligera cintura de bambú ornaba la base. Continuando al oeste y luego doblando hacia el norte se subía hasta una galería oblicua que conducía a la sala de recepción, la cual constaba de tres travesaños y daba directamente sobre la gran roca. Al pie de ésta se encontraba una fuente en forma de medialuna que cubrían manojos apretados de una especie de berro y alimentaba el agua de un manantial. El santuario propiamente dicho se encontraba al este de la sala de recepción. Estaba oscuro y en ruinas. Sobre el suelo se extendía una capa verdinegra que de trecho en trecho se espesaba en islas amarillentas, granulosas, de bordes blancos. Una vellosidad gris cubría la piedra de los muros; desde los ángulos, que ocupaban lamparones de una mazamorra oscura, proliferaban flores diminutas y moradas. Rayaban el techo signos de óxido que parecían trazados al azafrán; de ellos pendían gotas que permanecían largo rato en suspensión y caían finalmente en el verdín con un ruido seco. En el centro de la sala se encontraban las ruinas del altar. El relieve de la base —un dios bailaba en medio de un aro de fuego, sobre un demonio enano; con una de sus manos derechas (en la muñeca se enroscaba una cobra) el danzante agitaba un drum, con una de sus izquierdas alzaba una llama— era un nido de moluscos. En la corona crecían hongos.

Un ventanal que obturaban grandes hojas en forma de círculos rotos, como nenúfares, filtraba un luz blanquecina; junto al ventanal, a lo largo del muro, se extendía un estanque cavado en el suelo y como éste tapizado de moho. Al fondo se prendían raíces hinchadas, blancas, de nudos óseos y brillantes que recorrían vetas vinosas.

Dándonos la mano —el suelo resbaladizo nos permitía apenas caminar— logramos acercarnos al estanque. El agua era turbia, y a la sombra de las raíces, que la reflexión duplicaba, marfiles aunque simétricos deformes, aletargados, bulbosos como ellas, en un sopor vegetal viajaban lentos peces envueltos en velos gelatinosos, en una maraña de fibras. Se dejaban tocar. No huían.

Íbamos a salir cuando TIGRE resbaló y cayó de bruces en el estanque. Golpeó el fondo con las manos abiertas. Acudieron lentos animales planos, lanceolados, abiertas hojas simétricas, de nervios tenues. Rayados de mercurio. Rostros mayas. Los seguían, los enredaban sus flagelos anaranjados, incandescentes.

Lo ayudamos a levantarse.

Fue entonces cuando en la puerta, como empujado por un resorte, apareció un monje de la secta de los bonetes rojos: —¿Quiere que diga una palabra, una sílaba— amenazó con los puños cerrados, cejijunto —y lo convierta en pájaro? ¿Quiere que haga aparecer aquí mismo cinco mil demonios menores para que lo pinchen, que le envenene los espíritus vitales?

—Prepáreme un gin tonic —respondió Tigre.

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