Cobra

Cobra


COBRA II » DIARIO INDIO

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“Edificios color de sangre apenas seca, cúpulas negras por el sol, los años y las lluvias del monzón —otras son de mármol y más blancas que el jazmín—, árboles de follaje fantástico plantados en prados geométricos como silogismos y, entre el silencio de los estanques y el del cielo de esmalte, los chillidos de los cuervos y los círculos silenciosos de los milanos. La bandada de cohetes de los pericos, rayas verdes que aparecen y desaparecen en el aire quieto, se cruza con las alas pardas de los murciélagos ceremoniosos. Unos regresan, van a dormir; otros apenas se despiertan y vuelan con pesadez. Ya es casi de noche y hay todavía una luz difusa. Estas tumbas no son de piedra ni de oro: están hechas de una materia vegetal y lunar. Ahora sólo son visibles los domos, grandes magnolias inmóviles. El cielo se precipita en el estanque. No hay abajo ni arriba: el mundo se ha concentrado en este rectángulo sereno. Un espacio en el que cabe todo y que no contiene sino aire y unas cuantas imágenes que se disipan.”

II

La Boca Habla

La cobra

fabla de la obra

en la boca del abra

recobra

el habla:

El Vocablo.

OCTAVIO PAZ.

Entre maderos que arden, el cuerpo. Junto a la pira, por el suelo cubierto de ceniza, un perro deshace en bandas de lino y lame el turbante blanco, ensangrentado. Más allá, bajo un alero, otro montón de troncos. Alrededor se apresuran los técnicos de la quema. Un dios-elefantito juguetea entre flores. Campanillas de cobre. La muerte —la pausa que refresca— forma parte de la vida.

Talladas en el muro, alas fuertes, simétricas, las águilas mazdeas; sus cabezas de profeta coronan las puertas. Bandadas de periquitos verdes repiten en el cielo sus círculos. Golosos de ojos, sobre las palmas, dueños de los densos jardines, los cuervos vigilan.

Al atardecer, hartos, aletargados, abandonarán este silencio. Dormirán en las barcas, sobre los flamboyanes de los patios, entre molduras húmedas.

Los guardianes recogerán el sudario manchado. Al pozo la osamenta; por un desagüe las astillas hasta la bahía, donde las roerán los crustáceos nocturnos.

Lavo. Golpes contra la piedra. En los pequeños estanques agua blanca. Agua morada; los otros retuercen, dan jabón, enjuagan, tienden sobre la tierra. Un hedor rancio emana de nuestros cuerpos, vaho de sudor y grasa que asciende hasta el puente —los pasantes viran la cara para no mirarnos: la mirada se mancha. El pelo cae hasta la lejía empozada, los pies en la humedad, entre los dedos grietas.

Del otro lado del estercolero, detrás de la miasma, el tren pasa.

De tantos caramelos que comía

al dios-elefantito

le creció la barriga.

Se cayó de su montura —un ratón.

La luna se rió.

Él le tiró un colmillo.

He nacido. Un paso. Muero.

Juntando en círculo el pulgar y el índice —esferillas de oro pegadas a la nariz, lunares de celuloide en las mejillas, sobre los párpados brilladera roja—, en batallón, quince apsaras de voces roncas, frente a los fumaderos, saltan sobre los que duermen apilados en las aceras, ripiando a los pasantes por la camisa. Danzan, eso sí: en los cuerpos las tres flexiones.

En saris de colores fluorescentes, presas en sus jaulas superpuestas, comiendo maní chillan las putas. Una cortina mugrienta deja ver la cama y las esteras desde donde, encaramada, la familia juzga el jadeo.

En la ventana, quebradura del cristal, cremoso, duerme un camaleón.

Arroz a los pies, embarrado de polvo rojo, en su templo de cemento, un dios-monito ameniza la aldea —los ojos bolas de vidrio, en el hocico pétalos pegados. Azoradas, como cigüeñas que oyen ruidos nocturnos, tres cabezas lo vigilan sobre un cuello: azul de metileno, azafrán, blanco de cáscara de huevo.

Collar de flores, un toro mostaza pace.

Traqueteo de la noria que gira. Cantan —en la polvareda los turbantes morados— ; a lo lejos el chillido de un mono. Huyen: cascabeles en los tobillos, pesados aretes, en las narices aros. Signos negros en la frente, los perros ladran de otro modo.

Fijas las ramas. Lianas que cubren pequeñas moscas moradas.

Cielo de ceniza. Un faisán.

Descuartiza un pollo revigido, virriajado de bilis lo baña en mermelada; con cebolla, tomillo y mango sazona masas de cordero crudo; contando los adarmes pesa un mazo de mariguana, frente a un estante de pulseras relumbronas propone un violinillo de madera.

(El viento suelta bandas de seda —red de hilos de oro—, dispersa en copos las pilas de algodón, cubre de polvo los pasteles.)

Curte, incrusta, regatea, revende.

De un charco verdinegro bebe.

Termos de té, pull-overs mandarina, los monjes tomaron posesión de la cueva. Bostezantes, envueltos en frazadas recitaban saludos al Sonriente. Los indios se tapaban la boca, reían detrás de las columnas. Turistas japoneses retrataban con flashes.

Escarcha, quebradura invisible del barro: de las voces, la más baja quedó, cóncava en el aire; las de los niños: flautines frágiles, caramillos de cartílagos, sopladas lamparillas de cebo.

Las paredes —escenas de la vida del Diamante— devolvieron el reverso empañado de los mantras: resina, sudor del pozuelo de tsampa.

Tos. Carraspeo. Fluir de la flema en los bronquios.

Siguiendo las depresiones del suelo gastado por los pies devotos, los peregrinos deambularon alrededor del dagoba; rozaban con las manos las pulidas figuras.

Hueca la urna, un espacio en blanco frente al esqueleto, al mendigo, al viejo; vacía la montura del que se va a caballo, bajo la higuera nadie medita, las ojizarcas del parque a nadie escuchan, las gacelas.

Aspas rápidas los brazos, shaking the world, un dios displicente baila. A su lado —medias esferas los senos, la cintura estrecha y muy anchas las caderas— ondula una diosa en cuyos brazos, encaramado sobre un ratón, retoza un elefante —con la trompa ensortijada le acaricia una oreja. De trecho en trecho afloran en la piedra tallada espirales de conchas, caballitos de mar fosilizados, estrías de una roca amarillenta donde viene a posarse un pavo real.

En el púrpura de las telas líneas plateadas. Relumbra al sol el plato de cobre donde arden las espigas. Aro de oro, la luz ciñe el redondel de mimbre de las grandes tamboras.

Rostros negros. Ondulan los reflejos de las flautas; alzando las manos, los músicos sacuden címbalos como si fueran ramas cargadas de frutas. Bajo su corona de aluminio, el inmóvil se mira las rodillas; ensartas de flores le caen sobre las orejas, a un lado y otro de la cara, por los brazos, hasta las muñecas que aprietan dijes y un reloj de pulsera.

Por el suelo, las llamas consumen lentamente arroz y aceite, torrecillas de polvo rojo, pétalos. Un olor rancio impregna el aire, la ceniza rosada mancha los pies.

Raíces aglutinadas los troncos; lianas deshechas abrazan las ruinas. La maleza ha invadido los fuertes de la capital abandonada. Pájaros anidan en la zarza que ciñe los capiteles, por los desagües de las albercas huyen ardillas negras, El monzón y la seca han resquebrajado los muros que sepulta el polvo. Monos furiosos derrumban piedra por piedra los minaretes, arrancan lacerías y letras.

Bajo la cúpula blanca de un mausoleo cuya linterna ha cegado el follaje, cal contra la cal, sin mover las alas, da vueltas uniformes un faisán.

Amarrada al extremo de la batuta una bolsa de pólvora estalla contra el suelo: el tambor mayor —un cetrino ojeroso con las uñas pintadas— ahuyenta por las calles los espíritus necios. Golpeando grandes tamboras roncas el cortejo llega a la puerta que no ampara una guirnalda de semillas secas. En la sala, rodeado de una multitud que lo festeja, cubierto de flores y de moscas, sobre una sillita de mimbre, el inmóvil espera. Los vecinos señalan sus zapatos lustrados. Hilos de sangre negra y una baba morada le caen de los labios que los dolientes, al llegar, tocan.

LAS INDIAS12

Lleno de árboles, todo cercado el río, fermosos y verdes, con flores y con su fruto, cada uno de su manera. Aves muchas y pajaritos que cantaban muy dulcemente: había gran cantidad de palmas de otra manera que las de Guinea, de una estatura mediana y los pies sin aquella camisa, y las hojas muy grandes, con las cuales cobijan las casas; la tierra muy llana.

Las casas eran hechas a manera de alfaneques, muy grandes, y parecían tiendas en real, sin concierto de calles, sino una acá y otra acullá, y de dentro muy barridas y limpias, y sus aderezos muy compuestos. Todas son de ramas de palma muy hermosas... Había perros que jamás ladraron, había avecitas salvajes mansas por sus casas, había maravillosos aderezos de redes y anzuelos y artificios de pescar... Árboles y frutas de muy maravilloso sabor... Aves y pajaritos y el cantar de los grillos en toda la noche, con que se holgaban todos: los aires sabrosos y dulces de toda la noche, ni frío ni caliente.., Grandes arboledas, las cuales eran muy frescas, odoríferas, por lo cual digo no tener duda que no haya yerbas aromáticas.

Todos mancebos, como dicho tengo, y todos de muy buena estatura, gente muy fermosa: los cabellos no crespos, salvo corredios y gruesos, como sedas de caballo, y todos de la frente y cabeza muy ancha, más que otra generación que fasta aquí haya visto, y los ojos muy fermosos y no pequeños, y ellos ninguno prieto, salvo de la color de los canarios.

Gente farto mansa.

LAS INDIAS GALANTES

Esta noche —proclama el portero—, en escena, un dios real.

El decorado superpone almenas cuyas ventanas —celofán y alambre— iluminan por dentro bombillitos rojos; ante una torre inclinada el monumento ecuestre de la reina Victoria.

Con un círculo rojo entre las cejas, cuatro espesas sonríen —dentaduras de oro— bailando en el proscenio un Auspicio a la Aurora; por el fondo, sobre una carroza lumínica que asciende entre nubes de celuloide, con bigoticos engominados y círculos de oro en los pómulos, aparece el Dios-Sol; a sus pies, foquitos intermitentes de todos los colores, el trono del marajá, su favorito.

La madre del príncipe —un travestí extenuado con un moño de canas— acude por el foro dando alaridos y echándose fresco con un pericón de plumas, la sigue una adiposa apretada en un sari de esmeraldas y perlas, la nariz perforada con alhajas de estaño. El martilleo de los tarugos cubre los trémolos de la orquesta.

En su cama de pilares dorados, bajo un mosquitero de raso, el marajá duerme. Zarandeo de sombras detrás de una pantalla: se acerca el enemigo del príncipe y del Astro, un mulatón violento con las cejas arqueadas. Un remolino de ventiladores le agita la melena, un spot rojo lo ilumina. Enloquecida, la Madre aparece sobre un columpio, profiriendo amenazas y agravios.

Redoble de tambores. En el fondo las nubes ruedan hacia las entradas laterales descubriendo un cielo estrellado que de pronto enrojece. Golpe de platillos: del suelo, en un buey volante de ojos encandilados que menea las alas y las orejas, aparece el Dios-Sol. Alza el brazo, apunta al cielo —las luces parpadean—, lanza un grito guerrero que hace temblar la tierra.

Se embisten los titanes y sus vacas mecánicas: con doce brazos cada uno y en las manos puñales y arcos se acometen entrechocando monturas y armas.

Con una lanza el Maligno ataca. Con un sable dorado el Sol riposta. La Madre lanza al Intruso una cacatúa de garfios afilados. Como un saltamontes contra su capullo el marajá da golpes contra la empalizada de hilo que lo protege: los servidores, abiertos de pies y manos —como si quisieran probar que las extremidades humanas son las diagonales de un rectángulo—, la han armado con rápidos tapices alrededor del trono.

El Oscuro, como un ventilador gigante, hace girar todos sus brazos —en las manos navajas— para moler vivo al Astro. Ya se acerca la hélice trucidante al cuello del Luminoso cuando éste, impulsado por dos robustas apsaras que se descuelgan de entre las nubes superiores, salta de su carro, sacude al demonio por la nariz y le aprieta el pescuezo. El Bellaco desorbita los ojos, saca una lengua felpuda y amarilla, patalea... y cae al suelo entre llamaradas sulfurosas, cuchillos rotos y orejas destornilladas que saltan hasta la sala donde se las arrebatan los fanáticos.

Índigo, azafrán, blanco: franjas de seda sobre la tierra; sobre los escalones de piedra que descienden hasta el río las lavanderas golpean los saris. Del agua emergen cabezas de vaca: en la punta de los cuernos conos de plata.

En la ribera opuesta, bajo un farallón y de su mismo sil, una aldea de tierra apisonada. De lo alto, con las uñas aferrados a las rocas, los monos que han devastado el bosque bajan, ávidos de naranjas. Atrincherados en los techos, asaltan a los peregrinos que llegan en carretas.

Para que no pasen los demonios gordos un pilar obstruye la puerta del templo. Junto a su cántaro de cobre, un hombre ceniciento que cobija su propio pelo chamuscado ensarta en una liana tabletas de palma con letras rojas.

Bajo los higos hilan las viejas. En el agua verdinegra de la alberca, los muchachos se zambullen desde la corona de un nicho donde recibe grandes flores moradas un dios con medio bigote y un seno. Los viajeros, desnudo el torso, lavan las bandas de sus turbantes blancos.

En la penumbra de la celda se balancean los faroles de petróleo. Lentamente acariciado con ungüentos, cubierto de flores frescas, en el centro brilla el falo de basalto: una linea cifrada marca el frenillo. En el plato pulido que le sirve de base queda la leche espesa con que el oficiante lo baña.

Detrás de la reverberación, del aire denso, los bramines queman las ofrendas; delante, borrados por el humo y junto a una reja, otros entonan distraídos las palabras rituales y a los devotos, que entregan pirámides lechosas de anón, cocos abiertos, platanitos, monedas y pétalos, dan agua para que beban y se unjan la cabeza.

El índice untado de aceite, de polvo rojo, rápido, traza en la frente la señal.

Depresiones concéntricas ahuecan el suelo que desciende, inclinado como un techo. Al revés, detenidas en su rodar hacia el arroyo, entre lajas levantadas han quedado las bases de columna: el aire en las aristas les va arrancando arena. Estratos de distintas vetas arman, superpuestos, las ruinas: rayas horizontales, paralelas, como las marcas, en un muro, de la crecida.

Unos tras otros —los atraviesan los pájaros de un vuelo recto— los templos corroídos, escuetos.

Desde los nichos que anidan lagartos, sin brazos, nos miran niños de mármol, los ojos cernidos por líneas de oro. En un charco de orine, solo en una celda, un orate repite los veinticuatro nombres.

Higueras en los frontispicios. Entre las ramas de un árbol seco, de ceniza, la luna.

La línea central recta, de cal pura: las laterales curvas, de sangre: el tridente marca las figuras de los dioses hacinados, las piedras del muro que rodea el estanque, la frente del gran elefante que los bramines lavan y perfuman a lo largo del día.

Por el suelo, después de las ceremonias, han quedado flores machucadas, arroz amarillo, incienso, nueces, mierda. Una sola vez al año el sol ilumina totalmente el mástil mostaza.

Grandes monos de yeso, pavos reales de piedras incrustadas, dioses de tres cabezas y un buey de alas de oro —cinceladas las plumas como las de un pájaro— esperan, atestados en un corredor pestilente, el día de la fiesta.

A las pirámides de figuras templando los bramines dan brochazos rosa bombón, azul pastel, amarillo canario.

Espejea el rectángulo repleto de peces que por milenios nadie ha tocado.

Un niño desnudo, la piel impregnada de ceniza y cifrada de signos rojos, sonando una vasija con monedas, atraviesa la calle.

Brocados, los pies descalzos; los dedos carcomidos, hilos de oro; de aceite de coco untado el pelo negro.

Junto al mar, en la cámara baja duermes, en tu lecho de cobras.

Durmiendo entre sacos unos sobre los otros, en un vaho de uvas podridas, de leche, de excrementos y vómitos, jugando, ovillados en madrigueras de paja, fornicando, esperando en el andén que invade en la mañana un vapor cobrizo, de caucho quemado, abriendo la boca, hurgando en la basura, caminando.

Envueltos en sábanas blancas, abrigándose de la lluvia, bajo los portales, sobre las aceras cubiertas de vidrios donde vienen a caer, asfixiados por el aire negro, Drink Kali-Cola, los pájaros del puerto.

Retorcidas esculturas de estaño soportan las cúpulas que mancha el aleteo de los cuervos. De cera, la efigie ecuestre de los donadores fijados en una sonrisa mortuoria. Grandes flores de nácar: los pétalos derraman hilos de agua. Detrás de las rejas esmaltadas los oficiantes semidesnudos en la noche esperan. Fuentes de mosaico verde; alrededor, Venus de aluminio ofrecen manzanas; entre pavos reales de vidrio, profetas de ojillos azules, luminosos, y bigoticos engominados, escrutan libros de mármol. Las columnas decoradas con minúsculos espejos reflejan la luz del sol naciente.

Sobre un ancho trono de perlas sonríe un niño con el cráneo raspado; las piernas replegadas, la planta de los pies hacia arriba, los ojos enormes bordeados por líneas negras, en la frente un brillante azuloso.

Por el deambulatorio —galería de espejos— se acercan los oficiantes balanceando en las manos pirámides de platos de cobre atravesados por una varilla.

Nada que crezca bajo la tierra. Nada que contenga sangre. Con un paño espeso cubiertas la nariz y la boca.

El suelo es de mayólica: campanillas silvestres, frutas abrillantadas, mariposas. Sobre las rosetas centrales de los mosaicos, donde vibran —manchones rojos— los reflejos de los vitrales, posamos los pies descalzos para adorar al Blanquísimo. Lo rodean cientos de guirnaldas, pajarillos que escapan cuando abrimos la puerta del santuario, huyendo hacia la claridad del patio central donde albañiles desnudos encalan los arcos que coronan agujas, veletas, bulbos de oro.

Por el cielo saturado de arcoiris, en barcas labradas —las proas son cabezas de animales, parasoles las velas— los adoradores derraman pétalos sobre Mahavira, corona de una pirámide humana que levantan veinticuatro ascetas idénticos. Con cuatro brazos en cruz gamada y al hombro un sitar, los sigue una diosa que cabalga un avestruz —un collar de perlas en el pico— ; otra, sobre una cacatúa de patas encendidas, con sus ocho brazos blande dardos y ruedas dentadas.

Más lejos, dos príncipes con turbantes de Persia, parados sobre el nudo que forman sus colas de anguila, refrescan al profeta con abanicos blancos. Del trono parte una cinta luminosa que, ondulando como la cola de un barrilete, sube hasta el cielo donde su trayecto repite el de una caravana: rodeando la montaña, con elefantes enjaezados y banderines, con mil trompetas y monos, a las cúpulas de alabastro se aproxima el rey Shrenik.

En las ranuras del dalaje pelo encrespado; grumos rojos, como de lacre. Un olor a visceras tibias, a coágulos y a flores impregna el aire: para aplacar su cólera, para que nos olvide, inmolamos ante la Terrible.

Vagidos. Alguien suena una concha.

Tu rostro es negro, sangrantes los colmillos, tu collar es de cráneos ensartados, en las salpicaduras de las yugulares tajadas se refrescan tus pies.

Al abrigo de tu manto la ciudad se agrieta. El viento salado roe piedras y hombres.

En camillas de bambú los traen: abiertos los ojos vidriosos, tiznada la frente, en los labios dos mariposas blancas.

La mortaja mojada; un polvo bermellón, rociado al voleo, la mancha.

Rumor de bazares alrededor del templo. En los muros borrones rojos. Figuras garabateadas; con carbón letreros en sánscrito. El resplandor de las fábricas alumbra el agua fangosa del río, el puente de hierro.

La muerte no está ni más allá ni más acá. Está al lado, industriosa, ínfima.

Los elefantes entrechocan sus trompas para saludarse imitando el manotazo de los hombres.

Barbudo, de ojillos ovalados; tú, desnuda, bailas al ritmo de un triángulo, con los brazos en arco muestras ante la frente una manzana.

De pie, desnuda, me escribes una carta.

Con un bastoncillo de madera quemada te alargas la comisura de los párpados, apoyas el codo en la cabeza de un servidor.

Olvidas la espina; te miras en un círculo de metal pulido.

Un mono te lame.

Un escorpión te desviste.

Dos nagas coronados entrecruzan sus colas: trenza de escamas. Uno muestra un frasco de perfume.

Yo con pelo de mujer, tú, delante, doblada, las palmas de la mano contra el suelo. Mis dedos marcan depresiones en tu talle, donde se anudan hileras de perlas, ceñidos las nalgas y los senos.

Con el turbante puesto, un guerrero bigotudo, la boca abierta en una carcajada, penetra una yegua con un miembro tan gordo como el de un caballo; su compañero, encaramado en una tarima, burlón, se tapa la cara; otro bebe vino en una concha.

La cabeza contra el suelo, los pies hacia arriba, el sexo erecto, cada uno de mis brazos entre las piernas de una mujer desnuda: las penetran mis dedos anillados.

Vista de espaldas —su peinado: una torre de alhajas—, una tercera viene a sentarse entre mis muslos. La fuerzo. Risueñas, mis guardianas la obligan a hundirse. Para que entre mejor doblas las piernas, levantas los pies del suelo. Minúsculos servidores vienen a ayudarte y se hacen mamar por criadas que al mismo tiempo juegan con monitos.

Junto al río, hasta una cabaña, me halaste por la túnica. Con paso más que lento, te deslizabas entre los juncos. Fino como el de la leona, tu talle me recordó la cimbra del tambor dombori. Tu espalda se arqueó. Rodeándolos de sus círculos brillantes, sobre el loto de tus pies zumbaban las abejas.

Tus senos son esferas repletas que mis dedos rozan, un punto de oro en las comisuras te alarga los ojos, la nariz recta, las cejas dibujadas de un solo trazo. Llevas un címbalo, yo una flor.

Tantos y tan bonitos son tus ornamentos que parece que cien mil abejas de oro se han posado en tu cuerpo, la música de los aros que en los tobillos te repiten la quinta nota de la gama es tan suave como la miel.

Teñidos de laca, los pulgares de tus pies brillan al sol.

Pasé la noche escanciando a una gacelita en cuyos ojos había una deliciosa somnolencia que a mí me impedía dormir.

Se enharina la cara el gurú, enciende su chilom, masculla un saludo a las apsaras rosadas del alba; en la cocina, detrás de un humo rojo de pimientos hervidos, los discípulos soban una estatua de vidrio, como el maestro, con un moño, obesa.

Parasoles de guano tejido, que marca de rojo la escritura bengalí, dan sombra a los letárgicos. Por las escalinatas, a medida que la bruma se dispersa, con bocales de cobre descienden los orantes.

Ante una muñeca de celuloide con varios bra —citos y un vestido de raso morado y rosa, alrededor del micrófono, el coro de adeptos se turna para que la música no cese; han colgado altoparlantes en los postes para que la escuchen hasta en la otra ribera. Una nubecilla escarlata, que emana de un montículo ardiendo, perfuma la diosa; un enano ranoide gime a sus pies.

Los bramines embadurnan de lacre las columnas del templo; los monos, colgados por el rabo, se balancean en los badajos de las campanas. Tres inmersiones. Tres veces tomo agua entre las manos, que en silencio devuelvo al río. Un disco rojo abrasa, del otro lado, la planicie vacía, arenosa, y más cerca, ilumina las barcas inmóviles, las ofrendas —bandejas de mimbre que arrastra la corriente—, un cerco de ceniza que los perros husmean.

Balcones de madera. Tapizan las fachadas los afiches de un film. Enchape de oro: las torres nepalesas de un templo. Dos tigres amarillos custodian la casa del que cobra los impuestos de la quema.

Con un vanity y un palito se va cubriendo el cuerpo, ya blanqueado, de lo que copia de un libro: con polvo de sándalo un rectángulo amarillo en la frente, una V roja en el brazo, tridentes en las manos, sobre fondo cinabrio el nombre repetido en la planta del pie. Azafatas raídas le traen florecillas frescas, panetelas, unas monedas; barren la plataforma de tabloncillo, arreglan los harapos del parasol. Dos niños le muestran, en minúsculas vasijas de barro, velitas encendidas que luego dejan en la orilla y empujan con las manos como barcos de papel. Se vetea de verde las verijas, una argolla de plata le cercena el prepucio.

Los bramines rociarán la mortaja: pegada al cuerpo caquéctico, drapería mojada. De la camilla de lona, sobre los maderos, lo voltearán. Con una antorcha, por la boca, los allegados le darán fuego.

Yon will leave Varanasi, but Varanasi will not easily leave you. Something somewhere inside you will not ever be the same again.

La crecida que se acerca, arrastrando la arena del fondo, nos llevará hasta el delta, hasta el mar.

Junto a Vishnú-enano barrigón, el orante —de un cordón blanco que le cruza el pecho cuelga una llavecita— entona la plegaria. Tararea, murmura, nombra en voz baja —la luz que atraviesa las ramas va alargando la sombra de su cuerpo en el muro— ; con el índice toca las letras acuñadas.

Frente al templo, en la llanura reverberante, dos bueyes ayuntados giran alrededor de un pozo. Un adolescente de turbante blanco los conduce y fustiga. Ánforas de barro extraen el agua y la derraman en una zanja; la cinta sigue los surcos, los bordes de la aldea, el sendero que ondula por los distintos verdes, hasta los estanques del templo, donde una canal negruzca, entre guaridas de cobras, vierte la leche de las ofrendas.

En el horizonte, borrosos, cuatro minaretes custodian el mausoleo blanco. Más cerca, entre minúsculos manojos de oro, un labrador empuja el arado; por el camino se alejan los arrieros, sus reflejos en un río que enmarcan los oscuros arabescos del Fuerte.

A través de los mucharabíes blancos, del tejido de estrellas que horada los muros de mármol, flores y franjas de oro, al viento flotan los saris blancos; a través de los polígonos perforados —reunión de puntos claros—, los turbantes. La fachada de ladrillo se descompone-diminutas manchas rojas —, parece evaporarse. Por los luceros vacíos el sol penetra hasta la cámara baja: un paño espeso, de fieltro negro, encubre la tumba del profeta; una frase repetida esplende en el umbral.

Las palomas parten al unísono, como si escucharan un disparo, dan una vuelta sobre el patio inmenso; vuelven a posarse en la fuente, sobre las esteras paralelas donde los devotos se arrodillan, descalzos, y con la frente tocan el suelo. Junto al minrabo, un viejo de barba blanca y turbante negro balancea las manos juntas, ahuecadas, como si contuvieran un líquido espeso, presto a filtrarse entre los dedos; otro deletrea un pergamino de bordes gastados.

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