Cobra

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COBRA II » DIARIO INDIO

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Afuera, a los pies de la mezquita se agolpan buhonerías, baratillos de estatuas; los traficantes subastan miniaturas, tankas repintados, con dioses erróneos, toscas deidades de marfil, banderines tibetanos rotos. Un sol enorme, naranja, se hunde entre los minaretes, en un cielo jaspeado; la voz del almuédano que llama silencia el martilleo de las herrerías, los gritos de los lavanderos, el tintineo de las tiendas atestadas de cobre. Con el timbre de las bicicletas y los cláxones, los radios mezclan las voces altísimas, almibaradas, de las sopranos, marimbas y arpas. Hasta los pórticos se amontonan carapachos oxidados, motores rotos, llantas; el zinc chorrea aceite rancio; un olor acre sube del laberinto de chatarra.

Las palomas vuelven a alzar el vuelo, amplían sus trayectos hasta el puente, hasta el fuerte de ladrillo desde cuyos balcones, recortados por oscuros arabescos, se divisan a lo lejos, donde se unen los surcos, el mausoleo de mármol, y temblorosos, como detrás de un río de alcohol, los cuatro minaretes, el creciente de oro.

Los párvulos pasean de la mano por el jardín que centran las tumbas de los príncipes; suben a los nichos vacíos, se quedan en silencio abrazados, leyendo; trepan hasta las terrazas, bajan a la carrera, se encaraman de nuevo, cantan. Uno muerde una caña de azúcar, otro tira naranjas. Llevan cuadernos de dibujo, tizas, vasos y cantimploritas verdes, de material plástico.

Estanques secos interrumpen el césped. Rayados con punzones, en las bóvedas quedan apodos en inglés, figuras, fechas que desde lejos son tachaduras blancas. Astillas de cenefa sobre el frontón.

Escaleras que suben hacia ninguna parte, muros inclinados, hemisferios vacíos. A su paso por los bordes numerados las sombras reproducen la curva de la Tierra, cifran la altitud de los astros, postulan un Sol fijo. En las escalas borradas por la lluvia cada tarde reitera las medidas. Astrolabios de bronce han quedado entre las ruinas, desechados, rotos.

La hora exacta.

En tu lecho de cobras entrelazadas, sobre un océano de leche, desnudo, duermes. Mil cabezas de escama coronan tu cabeza. Respiras lentamente. A los suaves anillos tu cuerpo se abandona; en tus manos abiertas reposan los emblemas.

Escuchas quizás el rumor de los inmensos banianos que bordean el estanque; el viento y los pájaros sacuden sus gruesos hilos negros.

Por una pasarela, a ungirte los pies se acercan los devotos, beben del agua naranja que se empoza entre tus piernas, tocan los nudos de las colas.

Pétalos y paisas te van cubriendo; junto a tu cabeza embadurnada de polvo amarillo brilla un jarro de cobre.

Desde el extremo sur los peregrinos han venido a cantarte. Dos cerdos de piedra custodian la campana que a tu saludo tañen.

Hélices perpetuas, tus brazos lo han triturado todo. Entre las cobras desatándose y escupiendo llamas ha girado tu cuerpo. Sereno, sonriente, los gestos subrayados por círculos de fuego que tu propio vuelo rompe, que se arman otra vez, rápidos, bordes incandescentes de finísimos hilos, relámpagos de arcoiris lentos. Una corona solar sigue las ondulaciones de tu cuerpo y las repite en el espacio que alrededor de tus brazos, cuando giran, se incurva.

Tu baile destructor ha extinguido la Tierra. Ahora, jadeante, contemplas el espacio devastado. Los párpados te pesan. A los reptiles plácidos se abandonan tus brazos y tus piernas. Recuestas la cabeza. Uno a uno tus músculos se aflojan. Los oios entreabiertos, ves el cielo de invierno. El viento de la noche desdibuja los árboles.

De tu ombligo surgirá la flor de loto y de ella el creador.

Bailarás otra vez.

Vuelve a dormirte.

Detrás de los canastos de remolacha, de las pilas de arroz, de una vitrina empañada, en la bruma del almacén los mercaderes pesan el té. Pintados en la puerta, entre pericos devorando flores, los siete bodisatvas. Por el cristal, más allá de los techos, de los puntales labrados, los ojos de una torre dorada, la montaña.

Pasan en bicicleta, en los ángulos de las pagodas suenan gruesas campanas, se tocan la frente. Los soportes de los aleros son chivos amarillos, de enormes falos. Sobre los peldaños los vendedores van extendiendo tabletas ensartadas, con letras rojas, en pali, calendarios sánscritos, birretes nepaleses, mandalas, mapas.

A la diosa que arponea un búfalo ofrecemos platanitos; sobre las calaveras babeando sangre que esgrimen sus múltiples manos regamos pétalos; arroz crudo en el suelo, que las palomas, ávidas, devoran. Con un armonio, un violincillo y un triángulo —un niño canta—, sobre una estera, los viejos del barrio amenizan la entrada; en el patio las velas iluminan una copa con flores, una rueda, una cruz gamada: entre banderas de oro cagado por los pájaros Buda enseña. Estandartes de mantras. Rodean al Liberado un dios-águila de metal brillante, un mariscal de ojos mongólicos que despliega un pergamino y dos leones de pupilas rojas.

Bajo los techos cónicos, los demonios abren mujeres por las piernas, rompiéndolas. Para que los fieles puedan dibujarse los signos prescritos sobre la frente hemos instalado espejitos móviles en todas las paredes.

Una cinta de metal desciende desde lo alto de la pagoda, por los techos superpuestos, hasta el más bajo, lo toca.

Entre las esculturas del patio, fornican en tropel los corderos sagrados.

Olor a hachís y a sándalo.

Sobre una hilera de molinos de plegaria que giran con un rumor metálico —los peregrinos los impulsan: las fórmulas se despliegan en el aire—, en urnas de portezuelas rotas, los Iluminados reciben a sus pies niños que juegan; los monos vienen a robar ofrendas y devoran a dentellones sus vestidos, luego trepan sobre el gran cetro dorado —uno chupa un huevo—, saltan hasta la mole blanca de la estupa cuyo cemento manchan, desde la cima, chorreaduras del amarillo que deja la lluvia; contemplan desde allí los trece cielos —uno a uno—, el penacho rodeado de faroles que termina en un pararrayos.

Sobre tapices raídos, paralelos, los alumnos recitan mantras. Alrededor de Sidarta, mil estatuillas plateadas; frente al estante que las contiene, encaramado en un sillón alto, un lama de espejuelos y bonete rojo dirige la plegaria. Sobre los asientos se amontonan templos reducidos, de mazapán, mantos amarillentos, jaritos de té con tsampa. Un monacillo golpea el tambor circular suspendido a la entrada, otro infla los pómulos, se pone colorado, logra soplar una corneta y luego una concha marina; un tercero, bajo su manto, destapa una lata de Ovomaltina. Cuchichean, se tiran bolas de papel y pajaritas, se hacen señales y musarañas repitiendo el Mani sin fallos. Uno se levanta, del estante toma un frasco de agua y varios pastelitos, abriendo un toldo churroso los tira al patio; otro se duerme, da un cabezazo, se orina en el manto; su compañero le hace cosquillas en las orejas.

Desde lo alto de la colina nos llega el estampido de los platillos, la nota única de las grandes cornetas plegables que los monjes transportan sobre patines, continuas, las voces, ásperas.

En el plafón que centra un globo de vidrio con un avioncito de la Roy al Nepal, el Gran Mandala de las Deidades Irritadas y Deten toras del Saber; los muros son escenas de la vida del Diamante. Un pajarito viene a bañarse en una de las copas de la ofrenda. El aire fresco de las montañas penetra por las ventanas que obtura una tela metálica. Con trabajo, un campesino hace girar un molino de plegarias de su mismo tamaño.

Desde la torre de la gran estupa, los ojos del Piadoso nos miran —cejas de azul añil, párpados esmaltados; un aro rojo ciñe las pupilas. En la cúspide, del parasol de oro parten en todas direcciones banderines de colores; flotan al viento las plegarias impresas.

—Heme aquí, oh bikús, como quien dice, Gran Lama, y por ende, jefe de la estupa world famous que veis allí enfrente. Sí, blancos, melenudos monjes, cumplo mi karma en este cuchitril suburbano vendiendo los antiguos tankas de la Orden y traficando cetros de cobre ya verdoso para mantener a los últimos lamas de Bonete Amarillo.

Con las tabletas del Canon, los instrumentos portátiles, un tropel de yacs, algunas máscaras rituales que pudieron recogerse en el albur de arranque y una colección de cuños para imprimir banderines, la Congregación atravesó, custodiada por los Ancestros, los valles más fríos, las montañas más altas del mundo. De los dignatarios que me preceden uno tuvo que emigrar; muestran al otro en las cortes populares de esas provincias del exterior mongólico, tan nevadas y al norte que ni las grullas llegan en verano.

TUNDRA: ¿Qué tengo que hacer para convertirme al budismo?

EL Gran Lama: Rasparse la cabeza. Ah, y por favor, si de verdad quiere “entrar en la corriente”, detenga ahora mismo toda violencia. El embajador de Francia vino a verme por la mañana; por la tarde, en el Rajasthan, su hijo mató un tigre. De aquí se fueron al Ashoka Club y bebieron cerveza de arroz. De cierto os digo, bikús de Holanda, que es la Sed lo que os impide ver lo no-compuesto, lo no-creado, lo que no es ni permanente ni efímero. ¿Qué les parece esta pintura tan antigua, regalo de un lama encarnado del Bhutan?

Escorpión: Tengo miedo a morir en accidente, ¿qué debo hacer?

RESPUESTA DESEADA: LOS agregados que componen el hombre, oh pálidos, no son más que productos desprovistos de la menor realidad: comprenderlo engendra una alegría que ignora la muerte.

Respuesta (de lo) real: ¡Vamos hombre! ¡Para eso están los amuletos! Éste, por ejemplo —y toma de una mesita un puñal de cuatro filos y en el mango emblemas—, codiciado por varios museos de Occidente, envuelve el cuerpo de quien lo posee en un halo invulnerable. O este —sacude mía maruga de pergamino, dos perdigones la golpean, en la punta de un hilo—, que de seguro nunca han visto: protege y fortalece.

TOTEM: ¿Cómo eliminar la angustia?

El GRAN LAMA: Siéntese con las piernas cruzadas —y, soltando las pantuflas, cruza él las suyas, que aprieta un pantalón de gamuza amarilla—, la espalda derecha, la atención alerta. Un círculo. En él inscriba un cuadrado. En el centro, una deidad de su preferencia. Concéntrese en ella. Claro está, para comenzar, es necesario un soporte, un mandala pintado, como este— y desarrolla sobre el tapiz una tela pintada, con geometrías concéntricas —, tan milagroso y antiguo, que a usted, para tan noble empeño, le cedería por unos dólares: poco podrían pretenderlo las rupias de este país, y, of course, mucho menos las indias.

Tigre: ¿Cuál es el verdadero camino de la Liberación?

EL GRAN LAMA se queda en silencio. Una risita boba (en el salón contiguo, sobre un sofá, sus hijos hablan por un teléfono rojo, de material plástico).

El aire de las sabanas quemadas, el vaho que asciende desde los bordes del río, lento, respiramos.

Por tres días dormiremos bajo los aleros, junto a las pequeñas plataformas de losa, mirando el agua. Daremos limosnas a los lisiados que se arrastran con latas. En la cuarta noche regresaremos a casa.

En un tugurio sin ventanas —el olor dulzón de las piras contiguas y el del curry se estancan—, sentados junto a los sartenes, en el piso de tierra, los yoguis que para la fiesta de hoy han subido hasta el norte, recitan los preceptos matinales, fríen vegetales. Con la ceniza de los braseros se embadurnan el cuerpo; cuidadosamente se alisan el pelo untado con aceite de enebro. Aceptan que los miren, pero no con espejuelos.

Los peregrinos dan alaridos a las puertas del templo, se agolpan a lo largo del río, rompen los cordones del ejército y corren hasta el patio para tocar al gran Nandin de oro —flores en las pezuñas, en las rodillas tres listas blancas. Un tridente de plata y un tamborín sobresalen entre los techos.

A medida que el sol asciende tras los troncos hinchados y que la luz se filtra por las copas, en los pequeños templos corroídos van apareciendo, en hileras, los falos. Las mujeres que los perfuman, el bermellón y el oro de sus vestidos, interrumpen a veces, un instante, la sucesión perfecta de los cilindros.

Los monos roban y ripian la ropa que los devotos han dejado en la orilla. Al son de tres músicos mugrientos una niña regordeta baila; su hermano cuenta en inglés la historia del gurú que cegó a un hippie de una pedrada, mima el ahogo del holy man que, por tomar vino, rodó hasta el río.

Un campesino cherpa muestra en una palangana el desplazamiento de unos caracoles fluviales, y en una balanza, macitos de mariguana que cuatro melenudos, en holandés, regatean.

Las mujeres dejan flotar las bandas brillantes de sus saris; las sombras de las perdices que atraviesan de una ribera a la otra son flechas negras en el suelo pedregoso del fondo.

Manchado por la ceniza de la cremación, por la mugre del baño y los escupitajos, el hilo de agua sigue por el valle su curso, serpenteando entre las rocas, hundiéndose en los bajíos, excavando un desfiladero en cuyas paredes, refugiados en las fisuras, meditan, mudos, los amigos de los pájaros.

Luego desciende hasta los baños reales —alimentan la alberca dos cobras.

En los paneles indicadores, los primeros ideogramas; de un lado y otro del camino, terrazas sucesivas, hasta el arroyo a secas —franjas de arena brillante—, como un oleaje.

Los labradores descienden en fila desde los caseríos, bajo las hileras de árboles rojos; las cabañas de mimbre son puntos claros en la pendiente ocre. E! viento de la mañana despliega en estratos brumosos el humo de las alfarerías. En las colinas flotan banderines blancos sobre montículos de piedras cubiertas de escrituras negras.

Donde termina el camino, del otro lado del puente, el farallón abrupto de las montañas; hilos helados bajan desde lo alto.

Un elefante de cemento, que cabalga un niño enarbolando un libro, precede las construcciones macizas, paralelas, que cubre el monograma negro de la Marcha. Más alto, entre las cimas, quizás el viento haga girar los molinos de plegarias alineados en los muros de los monasterios abandonados, en los altares que la nieve sepulta.

Los monjes de manto rojo recitan un saludo a Avalokitéchvara. De izquierda a derecha siguen con el índice las letras acuñadas en las tabletas blancas que vuelven hacia afuera y protegen del sol con un paño.

Un tubo de neón ilumina al Gautama dorado cuyos labios se estiran en un rictus. Banderines de seda bordados de colores tapizan hoy las columnas y el techo. Junto a fuentes de milhojas, calderas de té humeante, marugas y caramelos, los niños van colgando bandas de tul blanco al festón que enmarca un retrato gigante, en colores acrílicos, de un joven lama aureolado, y a los bucaritos que ornan los de unos reyes de perfil, miopes y prognáticos.

Al alba empezaremos de nuevo, hasta que en el horizonte las deidades apacibles y detentoras del crepúsculo muestren sus dedillos anaranjados. Entonces contemplaremos en silencio la lentitud cor que el sol se hunde entre los valles nevados, del otro lado de las montañas, junto a las grandes estupas ya vacías y los ojos borrados sobre las torres del país natal.

En el eco que deja un címbalo la más grave de las cuatro voces pronunciará las sílabas:

Que a la flor de loto

el Diamante advenga.

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