Cobra

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COBRA I » TEATRO LÍRICO DE MUÑECAS

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Los encerraba en hormas desde que amanecía, les aplicaba compresas de alumbre, los castigaba con baños sucesivos de agua fría y caliente. Los forzó con mordazas; los sometió a mecánicas groseras. Fabricó, para meterlos, armaduras de alambre cuyos hilos acortaba, retorciéndolos con alicates; después de embadurnarlos de goma arábiga los rodeó con ligaduras: eran momias, niños de medallones florentinos.

Intentó curetajes.

Acudió a la magia.

Cayó en el determinismo ortopédico.

Cobra. Dios mío —en el tocadiscos, como es natural, Sonny Rollins— ¿por qué me hiciste nacer si no era para ser absolutamente divina? —gemía desnuda, sobre una piel de alpaca, entre ventiladores y móviles de Calder—. ¿De qué me sirve ser reina del Teatro Lírico de Muñecas, y tener la mejor colección de juguetes mecánicos, si a la vista de mis pies huyen los hombres y vienen a treparse los gatos?

Tomaba un sorbo de la “piscina” —ese jarrón en que la Señora, para compensar los rigores del verano y la práctica reductora, le servía un sirope de frambuesa con hielo frappé—, se alisaba las enmarañadas fibras de vidrio, con un cartabón milimétrico, se medía los rebeldes y atacaba otra vez el “Dios mío, por qué...”, etc.

Empezaba a transformarse a las seis para el espectáculo de las doce; en ese ritual llorante había que merecer cada ornamento: las pestañas postizas y la corona, los pigmentos, que no podían tocar los profanos, los lentes de contacto amarillos —ojos de tigre—, los polvos de las grandes motas blancas.

Aun fuera de la escena, una vez pintados y en posesión de sus trajes, la Reina era obedecida, y huían por los pasillos o se encerraban en las alacenas y salían embarrados de harina los criados a la bigotuda aparición de un Demonio.

Rauda, desgreñada, reverso del fasto escénico, la Señora se deslizaba en pantuflas de Mono Sabio, disponiendo los paravanes que estructuraban aquel espacio décroché, aquella heterotopia —fonda, teatro ritual y/o fábrica de muñecas1, quilombo lírico— cuyos elementos sólo ella salvaba de la dispersión o el hastío. Surgía en la cocina, en el humo anaranjado de una salsa de camarones, corría por los camerinos llevando un plato de ostras, preparaba una jeringuilla o mojaba en laca un peine para retorcer un bucle recalcitrante.

Iba y venía pues la Buscona, como les decía hace un párrafo, por los corredores de aquel caracol de cocinas, cámaras de vapor y camerinos, atravesando en puntillas las celdas oscuras donde dormían todo el día, presas en aparatos y gasas, inmovilizadas por hilos, lascivas, emplastadas de cremas blancas, las mutantes. Las redes de su trayecto eran concéntricas, su paso era espiral por el decorado barroco de los mosquiteros. Vigilaba la eclosión de sus capullos, la ruptura de la seda, el despliegue alado. El Museo Guggenheim, con sus rampas centrífugas, era menos mareante que éste, turbio y reducido a un solo estrato, que con su diurno deambular animaba la Alcahueta: castillo circular aplastado, “laberinto de la oreja”. Con un algodón empapado en éter calmaba a las sufrientes, daba un gin tonic a las sedientas, y a las que impacientaba la espera entre compresas de terebentina ardiendo y emplastes de hojas machucadas, su consejo predilecto: sean brechtianas.

Regía trenzando moños, reduciendo con masajes de hielo aquí un vientre, allá una rodilla, alisando manazas, afinando con inhalaciones de cedro los vozarrones rebeldes, disimulando los pies irreductibles con una plataforma doble y un tacón piramidal, distribuyendo aretes y adjetivos.

Cobra era su logro mejor, su “pata de conejo”. A pesar de los pies y de la sombra —cf.: capítulo V—, la prefería a todas las otras muñecas, terminadas o en proceso. Desde que amanecía escogía sus trajes, cepillaba sus pelucas, disponía sobre los sillones Victorianos casacas indias con galones de oro, gatos vivos y de peluche; ocultaba entre cojines, para que la sorprendieran a la hora de la siesta, acróbatas de cuerda y encantadores de serpiente que al ser tocados ponían en marcha un

Vals sobre las olas con chirridos baritonales, de flautilla de lata. Luego se entregaba a la contemplación del retrato gigante que, enmarcado entre banderolas rojas, presidía con su ampliación en colores aquel aposento.

Estimadas lectoras:

sé que a estas alturas no os cabe la menor duda sobre la identidad del personaje allí desmesurado: claro, era Mei Lan Fang. Aparecía el octogenario

impersonator de la Ópera de Pekín en su caracterización de dama joven —la coronaba una cofia de cascabeles— recibiendo el ramo de flores, la piña y la caja de tabaco del viril presidente de una delegación cubana.

Ya cuando cada rizo estaba en su lugar, entonces la Madre concertaba encuentros, cumplimentando las peticiones de los más insistentes y manisueltos, espaciando los horarios de las más solicitadas, tramando coincidencias en las celdas de las menos. A estas últimas, para corregir una vez más las leyes naturales y salvar el siempre incierto equilibrio entre la oferta y la demanda, daba sus mejores consejos y descubría las debilidades de cada cliente: sabían las malhadadas quién era foot adorer y ante quién había que bailar una javanesa en traje de Mata Hari y poniéndose un lavado.

La escritura es el arte de la elipsis: en vano señalaríamos que de todas las agendas era la de Cobra la más frondosa. La seguían la Dior en ramos de orquídeas recibidos sin remitente, la Sontag en joyas de Cartier y mesas reservadas en Maxim’s, la Cadillac en el número de horas que la habían esperado convertibles cola de pato con choferes negros vestidos de blanco y en el resto de agasajos que, antes de que envíe la tarjeta de visita, ya han presentado a un hacendado sudamericano.

Lo que sí merece mención es que los fervientes de Cobra no se amotinaban más que para adorarla de cerca, para permanecer unos instantes en su muda contemplación. Un londinense, paliducho importador de té, le trajo una noche tres tamborines para que a su ritmo ella, cargada de pulseras, de címbalos, de antorchas y arcos, le impusiera los pies, como Durga al demonio convertido en búfalo.

Algunos, serenos, pedían besarle las manos; otros, más turbados, lamer sus ropas; unos pocos, dialécticos, se le entregaban, suprema irrisión del yang.

La Buscona acordaba citas por orden de certidumbre en el éxtasis: los contemplativos y espléndidos la obtenían para la misma noche; los practicantes y agarrados eran postergados por semanas y sólo tenían acceso al Mito cuando no había mejor postor.

...Caía en un sillón, de golpe, la Madre, rendida. Le echaban fresco. Aun allí seguía dirigiendo la mise-en-scène, el tráfico de tarimas y atuendos entre el espectáculo visible —donde ya cantaba la Cadillac— y el teatro generalizado en los sucesivos aposentos.

La escritura es el arte de la digresión. Hablemos pues de un olor a hachís y a curry, de un basic english tropezante y de una musiquilla de baratijas. Esa ficha señalética es la del indio costumista, que tres horas antes de que se descorrieran los telones del show llegaba con su cajita de pinceles, sus minuciosos frascos de tinta y “la sabiduría —decía el propio enturbantado, de perfil, mostrando su único arete— de toda una vida pintando la misma flor, dedicándola al mismo dios”.

Iba pues decorando las divas con sus arabescos teta por teta, que éstas, por redondas y turgentes, más fáciles eran de ornar que los pródigos vientres y nalguitas boucherianas, rosa viejo con tendencia al desparramo. Desfilaban las divinidades roncas ante el inventor de alas de mariposa y allí permanecían estáticas, el tiempo de repasar sus canciones; aplicado, el miniaturista in vivo de las heladas reinas de grandes pies iba encubriendo la desnudez con orlas plateadas, jeroglíficos de ojos, arabescos y franjas de arcoiris, que según la inserción y el aguaje las adelgazaban o no; disimulaba de cada una las desventajas con volutas negras y subrayaba los encantos rodeándolos de círculos blancos. En las manos les escribía, con azafrán y bermellón, los textos de entrada a escena, los más olvidables, y el orden en que debían recitarlos, y en los dedos, con diminutas flechas, un esquema de sus primeros desplazamientos. Dejaban al encargado de asuntos exteriores, de la cabeza a los pies hechas para el amor, tatuadas, psicodélicas todas. La Señora las revisaba, les pegaba las pestañas y una etiqueta OK a cada una y les daba una nalgada y una pastilla de librium.

La escritura es el arte de recrear la realidad. Respetémoslo. No ha llegado el artífice himalayo, como se dijo, alhajadito y pestiferante, sino con un recién planchado y viril traje cruzado color crema —en la corbata de seda una torre Eiffel y una mujer desnuda acostada sobre el letrero

Folies Cheries.

No. La escritura es el arte de restituir la Historia.

El orfebre dérmico luchó en la corte de un marajá, cerca de Cachemira. Era maestro en llaves y en muecas —que desmoralizan al enemigo— ; podía, esbozando una vuelta camera, caer sobre las manos y derribar con un doble puntapié en el vientre a un agresor que embiste, o haciéndolo girar sobre sí mismo, hundirle en la nuca el puñal con que ataca.

Agitando un pañolón de madras con la mano derecha le encajaba a un tigre camboyiano una jabalina en el costado izquierdo.

Creía en la sugestión, en la técnica del asombro y en que la victoria es irrevocable si logramos asustar al adversario al aparecer; se desfiguraba con parches y postizos, surgía ante los contrincantes boquiabiertos con dos narices o con una trompa de elefante roja como un pimiento, suspendida a la frente por un muelle. Aprendió de sus cotidianas encarnaciones en demonio, el arte del tatuaje y las coartadas ventrílocuas, que hacen volverse al rival.

Había escapado de la revolución cachemira con lina maleta de joyas que dilapidó en barcas floridas —los burdeles lacustres del norte— con enchapadas de colorete, y en torneos fallados de antemano —lo aclamaron Invencible— contra los campeones llegados de Calcuta; había animado una escuela de lucha en Benares, y en Ceilán un despacho de infusiones en cuyos entablados, que se imbricaban en espiral como los de una torre, venían a acostarse al anochecer, entre saquitos de té, obesas matronas pintarrajeadas.

Fue concesionario de especias en Colombo. Huyó una noche, después de perder un pugilato. Las llamas fueron ganando, desde las cuerdas que la afianzaban a la tierra, la carpa del circo que albergaba a los vencedores.

Su última proeza fue una fanfarronada en un pancracio de Esmirna: sin concederse entreactos redujo a tullidos a seis campeones turcos. Tan erguido, tan imperturbable permaneció cuando le asestaron un golpe, cuando trepando de un salto sobre su vientre le tiraron los gigantes del pelo, como quien escala un farallón asiendo lianas, y luego fue tal su acometida en el lupanar en que, pasando por la piedra eunucos y mujerangas, celebró sus trofeos, que la matrona —un griego obeso, montado en tacones y con una flor en la cabeza—, ganada por la comezón filológica y para evocar a la vez su verticalidad en la arena y su embiste licencioso, lo apodó Eustaquio.

Pasó pues a Occidente con ese nombre, lo único que conservó de sus andanzas gimnásticas.

Encubría bajo un delito benigno —traficante de apio—, su verdadera infracción.

Fue contrabandista de marfil en los rastros ju —dios de Copenhague, Bruselas y Amsterdam; cultivó hasta la manía un inglés clásico y unos cabellos negros y brillantes que, sobresaliendo de un bonete de gamuza verde, se continuaban con una barba oficialmente oriental, peinada y lacia.

Un espejo abombado y otros doce más pequeños que lo rodeaban multiplicaron su imagen cuando entró con una sirvienta mofletuda en una casa de muros y puertas blancos que cerraban aldabones negros.

Por las ventanas ojivales rondeles de vidrio opaco filtraban un día gris y húmedo. De un baúl sienés sobresalía un tapiz flamenco. Colgaban de las vigas arenques ahumados y racimos plateados de ajo. En una mesa había una balanza y una biblia abierta cuyas iniciales eran hipogrifos mordiéndose la cola, sirenas y harpías; entre las letras saltaban liebres. Junto al libro un reloj de arena. Reflejo de un vaso de vino, temblaba sobre el mantel una línea transparente y roja.

En un estante, tras unos frascos de cereza en aguardiente, la sirvienta escondió una bolsa de florines.

La escritura es el arte de descomponer un orden y componer un desorden.

La Señora había descubierto al indio entre los vapores de un baño turco, en los suburbios de Marsella. Quedó tan estupefacta cuando, a pesar del vaho reinante, distinguió las proporciones con que Vishnú lo había agraciado que, sin saber por qué —con estos jeroglíficos, y sin revelarnos que lo son, nos asombra el destino— pensó en Ganecha, el dios elefante.

Aprovechemos esos vapores para ir disolviendo la escena. La siguiente se va precisando. En ella vemos al pugilista en plena posesión de su pericia escriptural, “que vela sin vestir y orna sin ocultar”, aprestando para el espectáculo a las modelos del Teatro Lírico de Muñecas.

Con tanto capullo en flor, tanta guedeja de oro y tanta nalguita rubensiana a su alrededor, está el cifrador que ya no sabe dónde dar el cabezazo; intenta una pincelada y da un pellizco, termina una flor entre los bordes que más dignos son de custodiarla y luego la borra con la lengua para pintar otra con más estambres y pistilos y cambiantes corolas. Se arremolinaban a su alrededor las Spaventosas y con la abertura de las tintas comenzaba el correteo. A medio vestir, bostezantes y empapadas, lo esperaban las hadas con nuez echando ansiosas partidas de tute y tomando cerveza en lata. Era tal la cumbiamba que reinaba en los vericuetos del Templete que la Señora ya no sabía cómo intimidar a las meninas para que no perdieran el self-control según aparecía Eustaquio el Sabrosón.

Llegaron a organizar batallas navales en la bañera, que eran chapaleteos y sumergidas introducciones; las “guerras floridas” arruinaron el mobiliario art nouveau de la Matrona.

Hasta un día.

Apareció la Señora, con una escoba de yarey en la mano y tan amarilla de ira que parecía una azafata asiática. Tres juguetones, en paños menores, se habían envuelto en un cubrecama rojo: “a pachanga de amor felpa de vino” —jaraneaba Eustaquio—. La Cadillac, que repasaba su lección de bel canto en medio del retozo, no se dio por enterada: apretó el timbre de alarma y siguió vocalizando.

Acometió la biliosa contra el envoltorio espasmódico como si fuera a apagar un fuego; arremetía con la devoción de quien flagela un penitente blandiendo una disciplina de perdigones en las puntas.

Oyó una saeta. Sintió en la boca un esponjazo de vinagre. Con una mano abierta se golpeó la frente.

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