Cobra

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COBRA I » TEATRO LÍRICO DE MUÑECAS

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Se encontró en una plaza.

El suelo estaba inclinado. Sobre un arco de piedra, águilas de oro, yugos, haces de flechas, intrincados nudos.

La rodeaban en trance los devotos, orando, fustigándose a sí mismos, sonando matracas.

MÚSICA SEVILLANA

La Señora —encerrada en paño crudo, autosacramental, torquemadesca—: ¡Mal convertidos! —y un escobazo— ¡Posesos! —se persignó tres veces, escupió el envoltorio de pana roja, se dio un golpe de pecho—. ¡Sabandijas emponzoñadas! —roció con aguardiente la trinidad encapuchada: no encontró alcohol—. ¡Ardan, cuerpos hirvientes de gusanos!

El capirote de tres picos:...................

Cuando volvió en sí la Señora, dejó salir del envoltorio a tres tumefactos avergonzados: el indio, of course, Zaza y Cobra: —A partir de esta noche— logró articular jadeante, dirigiéndose a la Cadillac, que interrumpió entonces sus gorgoritos —, usted será reina del Teatro Lírico de Muñecas. Ha demostrado con su ejemplo que en arte, si se quiere llegar a algo, hay que trabajar aunque no estén reunidas las condiciones óptimas.

Y usted —se limitó a ordenar al indio—, vístase y váyase. Dios mío —añadió sollozando—, a esta casa la ha perdido la trompa de Eustaquio.

Lo cual no impidió que unos días más tarde ya comunicara otra vez a las muñecas, el perverso, su nirvana: penetraba entre florales contornos, las contemplaba retozar frente a un espejo veneciano, rociándolas de jenjibre las despatarraba sobre una piel de bisonte, desnudas pero coronadas por torres de plumas —ja eso nos llevará la decadencia de Occidente!—, y se acostaba él boca arriba sobre la bestia, las caderas flanqueadas por los cuernos, haciéndose de rogar, oliéndolas, prolongando los preámbulos. Lento, parsimonioso, con alambicadas cortesías las atraía sobre sí: mientras penetraba el cuerno medio los laterales iban rasgando. No se sabía de qué gemían, ni cuando pedían más, qué darles.

Del techo colgaba, toda desvencijada, una red de alambre y de cables en cuyos extremos pendían zócalos, círculos rojos de papel celofán y un bombillo roto y chispeante.

La escritura es el arte del remiendo. De lo que precede se infiere que:

si el indio es tan priápico y gozador como habéis oído, nunca terminará de encubrir con sus signos la desnudez de las coristas ni las mismas podrán someterse impasibles a la torturante contemplación de sus dones, que lo es mucho más si se tiene en cuenta el desabotonamiento que impera en la farándula

AHORA BIEN:

1. sin pintura corporal no puede tener lugar el espectáculo; éste, y aun sobornándolos con crecientes gratificaciones, es el atuendo mínimo que exigen los agentes de la “mundana”; de nada valdría recurrir a los otros, a nadie le interesan;

2. sin “cuadros plásticos” no hay clientes, ni sin ellos puede mantenerse la fábrica de muñecas, que sólo de subsidios, si bien interesados generosos, vive;

3. sin fábrica de muñecas, su tema —

la Señora: Ah, porque la literatura aún necesita temas... Yo (que estoy en el público): Cállese o la saco del capítulo— no puede continuar este relato.

ERGO:

El indio tiene que ser como en su primera versión. Y de hecho así es.

¡Sólo un tarado pudo tragarse la a todas luces apócrifa historieta del pugilista que, de buenas a primeras, aparece en un cuadro flamenco y renuncia a su fuerza de macho de pelo en pecho nada menos que para encasquetarse un bonete verde y ponerse a traficar florines! ¡Vamos hombre!

Es cierto que Eustaquio amenizó la corte de un marajá, pero, como era de esperarse, en tanto que bailarina desnuda y coreógrafo ritual; es cierto que peina “seda de caballo”: la guarnece de claveles —que se pega con scotch tape— para bailar bulerías.

Tampoco nos faltan datos de su periplo occidental. Consignaré sólo uno: se le identificó a bordo de “La Neutral”, una casa de gomas y trucos del Barrio Chino de Barcelona. Cataba preservativos y bulbos para cánulas; fabricaba, en caucho pintado, vómitos, excrementos y lombrices que saltan de un habano. El emblema de ese expendio, como ella cacofónico, pudo ser el de su vida: MARAVILLAS DE ASCO CÓMICO.

Si se pasea impunemente entre las bambolonas es porque, como suele suceder, ha puesto entre paréntesis sus vehículos somáticos. Aunque para el placer bastan los bordes —Lacan se lo explicó un día—, poco disfruta de los suyos el as del ramillete.

Restablecido el orden en el departamento de pictogramas, el indio acaba de cubrir a las coristas de pistilos plateados, alas de mariposas melanesias, ramas de almuérdago, plumas de pavo real, monogramas dorados, renacuajos y libélulas, y a Cobra —que es otra vez reina— de pájaros del trópico asiático irisando la frase “Sono Assoluta” en indi, bengali, tamil, inglés, kannala y urdú.

Ensaya nuevos tintes en su propia cara, se alarga los ojos, para ser más oriental que nature; un rubí en la frente, sombra en los párpados, perfume, sí, se perfuma con Chanel Eustaquio y se desvanece, danzante, por el pasillo.

Un timbre.

Ábrense los telones del show.

Que luego tornaré a contaros.

II

Anclas planas la fijaban a la tierra: dejaban que desear los pies de Cobra, “eran su infierno”. Los encerraba en hormas desde que amanecía, les aplicaba compresas de alumbre, los castigaba con baños sucesivos de agua fria y caliente. Fabricó, para meterlos, armaduras de alambre cuyos hilos acortaba, retorciéndolos con alicates; los forzó con mordazas; los sometió a mecánicas groseras; después de embadurnarlos de goma arábiga los rodeó con ligaduras: eran momias, niños de medallones florentinos.

Intentó curetajes.

Acudió a la magia.

Cayó en el determinismo ortopédico.

Un mediodía en que, vencidas las cambreras, indagaba en los ficheros de la Biblioteca Nacional, creyó encontrar la solución en el “

Méthode de réduction de testes des sauvages d’Amérique selon l’a veue Messire de Champignole serviteur du roy”. En el burlesco se corría que había fletado un comando para investigar el procedimiento in situ, sobornado etnólogos, hipotecado su alma; se aventuró que todo lo pagaba la CIA y no era más que una maquinación de su doble —la Cadillac— para arruinarla por la base y sustituirla definitivamente en el Teatro Lírico de Muñecas.

Un vaho verdoso, de alcanfor, emanaba del tugurio de Cobra, arabesco que se iba ensanchando hasta abrirse en una banda espiral, nebulosa, en un caracol que se expandía, de menta. Encerrados en frascos transparentes por todas partes retoñaban cepos, hojas anchas y granulosas, retorciéndose, pestilentes arbustos enanos, flores enfermas cuyos pétalos roían larvas diminutas y brillantes, heléchos estrujados que en los pliegues albergaban huevecillos translúcidos, en multiplicación constante. De lo estilizado vegetal art nouveau el cubículo había pasado a la anarquía yerbera —buscaba sin tregua los zumos, el elixir de la reducción, el jugo que achica—. En las gavetas de una consola y sobre un diván turco se abrían robustas alcachofas que iba ganando una vellosidad blanca; en vasos de Lalique el formol conservaba raíces machacadas y cogollos, bagazos en que habían quedado prendidas grandes hormigas rojas. Búcaros y globos de lámparas, al revés, protegían de la luz la germinación de los cotiledones; una motera de nácar conservaba semillas en alcohol, otras, de carey, manteca de majá, resina de caoba y nuez vómica.

El cuarto de baño abastecía ese laboratorio. En palanganas de porcelana, donde ya la generación espontánea había prodigado gusarapos, renacuajos y —la Naturaleza es fanfarrona en sus milagros— hasta sapos, proliferaba un berro negro, de gajos espesos, verdolaga sensible que cerraba sus hojas al menor contacto y cuyos ramilletes ya iban cubriendo el bidet, un sillón blanco de la Knoll —regalo de Eero Saarinen— y la jabonera.

La bañera: un campo de caña fístula, un Nilo floreado y cóncavo. Bajo el lavabo, en un plato mozárabe fermentaban granadas, habas que ya tenían hijuelos y unos granos rayados en espiral, frisados como almendras, cuya leche, al agriarse, iba tapizando los polígonos estrellados de una pelambre amarillenta.

Invadidos por la sarna vegetal los timbres de la puerta y el teléfono filtraban toda señal del exterior, toda llamada al orden.

Por la noche se oía un murmullo continuo: era el movimiento vibratorio de los gusarapos.

—¡Pronto habrá cocodrilos! —exclamó la Señora (se tapaba la nariz con un algodón embebido en

Diorissimo) y huyó por el pasillo cuya alfombra ya amenazaba el verdín de la jungla.

La acusaron de bruja,

de yerbera,

de criar en su cuarto un jabalí.

No le importó. Pasaba el día descifrando herbarios; la noche hirviendo cuescos. Había iniciado a la Señora y la alquimia verde no les daba tregua: vivían entre latinazos, exprimiendo raíces y co —riendo gajos; del extracto diario, en rigurosas cataplasmas— seguras de poseer el jugo que achica —, padecían los pies de Cobra. Al levantarse los descubrían con la cautela de quien desentierra un juguete etrusco. Según las quebraduras del emplasto y la configuración astral regente— que la Señora calculaba con una efemérides cuya bóveda celeste presentaba amagos de hongos —decidían el próximo menjurje. Neptuno en Piscis, había declarado una noche la Señora, auspicia el decrecimiento, la contracción de la base, el despegue.

Por la vía astral iban pues sobre ruedas. Pero la impaciencia es mala consejera. Una mañana se oyeron gritos en la célula de Cobra. El maquillista —un indio ex campeón de lucha grecolatina— derribó la puerta de un empujón. Acudió la Señora. Lo que vieron los dejó anonadados. Se había suspendido la reina, al techo, por los pies, ahorcado al revés: cadenas de cimarrón la colgaban por los tobillos al zócalo de una lámpara. Era un murciélago albino entre globos de vidrio opalescente y cálices de cuarzo. Formando meandros, sus cabellos caían entre los tallos de cerámica, quemándose en los gladiolos transparentes de las pantallas. El tintineo del colgajo era el de un móvil japonés a la salida de un monasterio en llamas.

—¡Hija de Popea! —fue cuanto atinó a exclamar, ulcerada, la Señora.

—El flujo linfático —contestó acezante el ángel volcado—, invariable si permanecemos de pie, alimenta y fortalece los tobillos, endurece la esponja del tarso, circula por las falanges y termina desarrollando las uñas, robusteciendo los dedos, afianzando el arco y aumentando por consiguiente la superficie cuadrada de la planta y cúbica de la extremidad entera.

Cuando lograron desprenderla de aquel andamio floral, estaba, la infeliz, que daba grima. Había perdido el sentido del equilibrio y, al parecer, también el equilibrio de los sentidos.

Como a toda revolución, sucedió a ésta un régiMEN de sinapismos draconianos. Poco cedieron los pies: con hinchazones respondían a ungüentos, a fricciones con roncheras y eczemas. Trabajosamente se desplazaba Cobra en escena. Es verdad que el papel de reina era más bien estático. Sudaba la gota gorda el ángel caído. Le retumbaban sus propios pasos hasta la cabeza. Las planchas eran tamboras sobre las que caían garzas muertas.

La picazón la roía —"lepra perniciosa”— ; según estallaba el disco de aplausos corría tras los bastidores —a esos abismos terapéuticos había llegado— a chapaletear en una palangana de hielo. Calzaba otra vez los coturnos imperiales y volvía al tablado, más fresca que una lechuga. A las sorpresas térmicas respondieron los invasores con grandes maniobras: de las uñas brotó un violeta vascular que tiraba a orquídea congelada, a manto de obispo asmático, bajo un refectorio que se derrumba, comiéndose una piña.

A ese morado lezamesco sucedieron grietas en el tobillo, urticaria y luego abscesos subiendo de entre los dedos, llagas verdinegras en la planta. Una mañana, al renovar la cataplasma nocturna, la Señora arrancó postillas. Entonces los dejaron al aire libre, a sol y sereno, a la propia gravedad de sus texturas. Viendo que así no empeoraban volvieron a creer en la Naturaleza y proscribieron su perversión y mezquindad: la Ciencia. Quemaron los tractatus, botaron semillas y yerbas fétidas, lavaron los búcaros, rasparon la bañera, dieron lejía a los muebles.

Abrieron las ventanas.

Hicieron de cada comida “un banquete de legumbres frescas” —Helena Rubinstein— ; evitaron café y ajenjo.

Tomaban al día seis vasos de agua.

Pronto comprendieron su presunción. El mal carcomía por dentro. Los invadió una erupción blanca, una escarcha que iba ascendiendo, sarna arborescente que formaba en los tobillos dibujos coptos. Flores palúdicas, naves perforadas: los pies de Cobra iban al caos.

La Señora se escondía en los baúles de ropa sucia, huía del salón, con la cara tiznada, y se sentaba en el bidet a llorar durante horas. Lloraban las dos por turno; se iban decolorando, consumiendo, lagartos en salmuera, lirios en biblia.

Se daban ánimo:

—Dios aprieta pero no ahoga —Cobra.

Y la Matrona, muy décontractée: —¿Has visto, querida, qué amor de calcañar derecho?

Pero sabían que mentían, que el morbo corría, que las pústulas proliferaban a cada noche.

Los dioses no escatiman su ironía: mientras más se deterioraban, mientras más se pudrían los cimientos de Cobra, más bello era el resto de su cuerpo. La palidez la transformaba. Sus crespos rubísimos, de cáñamo, caían —espirales prerrafaelistas— descubriendo sólo una mitad de la cara, un ojo que agrandaban líneas azules, moradas, diminutas perlas.

Capitularon.

Se dieron finalmente, las dos, a la resistencia pasiva. Practicaban la no intervención, el

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