Cobra

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Cuarta parte: El veneno » Capítulo 16

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Jonathan Silver tenía la reputación de poseer el carácter más áspero del Ala Oeste. Cuando Paul Devereaux entró en su despacho, dejó muy claro que no tenía ninguna intención de contenerse.

Levantó un ejemplar de

Los Angeles Times y lo agitó ante el rostro del hombre mayor.

—¿Es usted el responsable de esto?

Devereaux miró la primera plana con el distanciamiento de un entomólogo que mira una larva no demasiado interesante. Prácticamente toda la primera página la ocupaba una foto y un titular que decía «Infierno en Rodeo». La foto mostraba un restaurante que había sido reducido a un matadero por las balas de dos metralletas.

Entre los muertos, decía el texto, se había identificado a cuatro figuras importantes del hampa; los otros tres eran un cliente que salía cuando entraron los pistoleros y dos camareros.

—No en persona —respondió Devereaux.

—Bien, hay muchas personas en esta ciudad que opinan lo contrario.

—¿Qué quiere decir, señor Silver?

—Quiero decirle, señor Devereaux, que su maldito Proyecto Cobra ha conseguido desatar algo así como una guerra civil del hampa que está convirtiendo este país en algo parecido a lo que hemos visto en el norte de México durante la pasada década. Esto tiene que parar.

—¿Podemos evitar los rodeos?

—Por favor.

—Hace dieciocho meses nuestro común comandante en jefe me preguntó, con absoluta claridad, si sería posible destruir la industria de la cocaína y el tráfico, dos cosas que estaban fuera de control y se habían convertido en una plaga nacional. Respondí, después de un profundo estudio, que sería posible y más o menos en un plazo corto, si se aceptaban ciertas condiciones y cierto coste.

—Pero usted nunca mencionó que las calles de trescientas ciudades quedarían bañadas en sangre. Usted pidió dos mil millones de dólares y los recibió.

—Este solo era el coste financiero.

—Nunca mencionó el coste de la indignación civil.

—Porque usted no preguntó. Este país gasta catorce mil millones de dólares al año en una docena de agencias oficiales y no llega a ninguna parte. ¿Por qué? Porque la industria de la cocaína, solo en Estados Unidos, dejemos Europa a un lado, vale cuatro veces más. ¿De verdad creía que los productores de cocaína se dedicarían a vender lentejas si se lo pedíamos? ¿De verdad creía que las bandas norteamericanas, que están entre las más violentas del mundo, venderían golosinas sin luchar?

—Esa no es razón para que nuestro país se convierta en una zona en guerra.

—Sí lo es. El noventa por ciento de aquellos que mueren son psicópatas a punto de ser declarados clínicamente locos. Las pocas y trágicas muertes de la gente que ha fallecido en el fuego cruzado son menos de los que mueren en accidentes de tráfico durante un fin de semana festivo.

—Pero mire el infierno que ha desatado. Siempre hemos mantenido a nuestros psicópatas en las cloacas, bien abajo. Usted los ha puesto en el centro. Es allí donde vive el ciudadano, y el ciudadano vota. Este es un año de elecciones. Dentro de ocho meses, el hombre que está al final de este pasillo pedirá al pueblo que le confíe su país durante otros cuatro años. Y no estoy dispuesto, señor Devereaux, a que le rechacen esa petición porque no se atreven a salir de sus hogares.

Como siempre, su voz había subido hasta convertirse casi en un grito. Al otro lado de la puerta los ayudantes se esforzaban por escuchar. Dentro de la habitación solo uno de los dos hombres mantenía una fría y desdeñosa calma.

—No será así —afirmó—. Estamos a menos de un mes de presenciar la virtual autodestrucción del hampa norteamericana, o en cualquier caso su desaparición durante una generación. Cuando eso quede claro creo que las personas reconocerán la carga que se les ha quitado de encima.

Paul Devereaux no era un político. Jonathan Silver sí. Sabía que en la política lo real no importa demasiado. Lo importante es lo que parece real a los crédulos. Y lo que parece real lo ofrecen los medios y lo compran los crédulos. Sacudió la cabeza y clavó un dedo en la primera página.

—Esto no puede seguir así. No importa cuáles puedan ser los posibles beneficios. Esto tiene que cesar, a cualquier precio.

Cogió una hoja de papel que estaba boca abajo en la mesa y se la tendió al espía retirado.

—¿Sabe qué es esto?

—Sin duda estará usted encantado de decírmelo.

—Es una orden presidencial ejecutiva. ¿Va a desobedecerla?

—A diferencia de usted, señor Silver, he servido a varios comandantes en jefe y nunca he desobedecido a ninguno de ellos.

La réplica hizo que el jefe de Gabinete se pusiese rojo como un tomate.

—Bien. Eso está muy bien. Porque esta orden lo destituye. El Proyecto Cobra ha acabado. Terminado. Suspendido. A partir de este mismo momento. Volverá a su cuartel general y lo desmantelará. ¿Está claro?

—Como el agua.

Paul Devereaux, Cobra, dobló el papel, se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta, dio media vuelta y se marchó. Ordenó a su chófer que lo llevase al depósito en Anacostia donde, en la última planta, mostró la orden presidencial a un asombrado Cal Dexter.

—Pero estábamos tan cerca…

—No lo bastante. Y usted tenía razón. Nuestra nación puede matar a un millón de personas en el extranjero, pero ni el uno por ciento de sus propios delincuentes sin sufrir un desmayo. Le dejo los detalles a usted, como siempre. Llame a la base a los dos buques. Done el

Balmoral a la marina británica y el

Chesapeake a nuestros SEAL. Quizá puedan utilizarlo para entrenamiento. Llame a los Global Hawk; devuélvaselos a la fuerza aérea. Con mi agradecimiento. No tengo ninguna duda de que su sorprendente tecnología es el camino del futuro. Pero no es el nuestro. Ya nos han despedido. ¿Puedo dejar todo esto en sus manos? ¿Incluso hasta las mantas en las plantas inferiores, que tal vez ahora podrían ir a los vagabundos?

—¿Y usted? ¿Podré encontrarle en su casa?

Cobra lo pensó por un momento.

—Quizá durante una semana. Después tal vez tenga que viajar. Solo para atar algunos cabos sueltos. Nada importante.

Era un orgullo personal para don Diego Esteban, que si bien tenía una capilla privada en su finca en la cordillera, disfrutaba asistiendo a misa en la iglesia del pueblo más cercano.

Le permitía devolver con cortesía los deferentes saludos de los peones y de sus esposas cubiertas con chales. Le permitía sonreír a los asombrados niños descalzos. Le permitía dejar una donación en el cepillo que podría mantener al párroco durante meses.

Cuando aceptó hablar con el hombre de Estados Unidos que deseaba verlo, escogió la iglesia, pero llegó con una fuerte protección. Fue una propuesta del norteamericano que ambos se reuniesen en la casa del Dios al que ambos rendían culto y bajo el rito católico que ambos seguían. Era la petición más extraña que hubiese recibido jamás, pero su ingenuidad le intrigó.

El hidalgo colombiano fue el primero en llegar. Su equipo de seguridad había inspeccionado el edificio y habían despedido al sacerdote. Diego Esteban mojó dos dedos en la pila, se persignó y se acercó al altar. Escogió la primera hilera de bancos, se arrodilló, agachó la cabeza y rezó.

En el momento de levantarse oyó que la vieja puerta requemada por el sol crujía detrás de él, sintió una ráfaga de aire caliente que venía del exterior y luego escuchó el golpe al cerrarse. Sabía que había hombres apostados en las sombras con las armas preparadas. Era un sacrilegio, pero se confesaría y recibiría el perdón. Un hombre muerto no puede confesarse.

El visitante se acercó por detrás y ocupó un lugar también en el banco delantero, a dos metros de distancia. También se persignó. El Don lo miró de reojo. Un norteamericano, delgado, de su misma edad, con el rostro tranquilo y un aspecto ascético con su impecable traje color crema.

—¿Señor?

—¿Don Diego Esteban?

—Soy yo.

—Paul Devereaux, de Washington. Gracias por recibirme.

—He oído rumores. Comentarios, nada más. Pero insistentes. Rumores sobre un hombre a quien llaman Cobra.

—Un apodo tonto. Pero le hago honor.

—Su español es excelente. Permítame una pregunta.

—Por supuesto.

—¿Por qué no debería matarle? Tengo a un centenar de hombres ahí fuera.

—Vaya, pues yo solo al piloto de mi helicóptero. Pero creo que tengo algo que le pertenecía y quizá pueda devolvérselo. Si podemos llegar a un acuerdo. Que no podríamos alcanzar si estuviera muerto.

—Sé lo que me ha hecho, señor Cobra. Me ha hecho un daño tremendo. Pero yo no hice nada para dañarlo a usted. ¿Por qué hizo lo que hizo?

—Porque mi país me lo pidió.

—¿Y ahora?

—Durante toda mi vida he servido a dos amos. Mi Dios y mi país. Mi Dios nunca me ha traicionado.

—¿Pero sí su país?

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque ya no es el país al que juré lealtad siendo joven. Se ha convertido en corrupto, venal, débil y sin embargo arrogante, dedicado a los obesos y a los estúpidos. Ya no es mi país. El vínculo está roto, la lealtad ha desaparecido.

—Nunca he profesado tal lealtad a ningún país, ni siquiera a este. Porque los países los gobiernan hombres, y a menudo los que menos se lo merecen. Yo también tengo dos amos. Mi Dios y mi riqueza.

—Y por lo segundo, don Diego, ha matado usted muchas veces.

Devereaux no tenía ninguna duda de que el hombre que estaba a un par de metros de él, debajo de aquella apariencia y gracia, era un psicópata extremadamente peligroso.

—Y usted, señor Cobra, ¿ha matado por su país? ¿Muchas veces?

—Por supuesto. Así que quizá después de todo no seamos tan distintos.

Había que halagar a los psicópatas. Devereaux sabía que la comparación adularía al señor de la cocaína. Comparar la codicia por el dinero con el patriotismo no podía ofender a nadie.

—Quizá no lo seamos, señor. ¿Cuánto retiene de mi propiedad?

—Ciento cincuenta toneladas.

—La cantidad que falta es tres veces mayor.

—La mayor parte la han confiscado las aduanas, los guardacostas y las armadas, y se han incinerado. Otra parte está en el fondo del mar. El último cuarto está conmigo.

—¿Bien vigilada?

—Muy bien. Y la guerra contra usted se ha acabado.

—Ah. Esa es la traición.

—Es usted muy perspicaz, don Diego.

El Don consideró el tonelaje. Con la producción a toda marcha, las interceptaciones marítimas reducidas a un goteo, los envíos por aire que podían reanudarse, comenzaría de nuevo. Necesitaría mercancía inmediatamente, para cerrar la brecha, tranquilizar a los lobos, acabar con la guerra. Ciento cincuenta toneladas bastarían.

—¿Cuál es el precio, señor?

—Ha llegado la hora de retirarme. Pero muy lejos. Una casa junto al mar. Al sol. Con mis libros. Y oficialmente muerto. No es barato. Mil millones de dólares, si está usted de acuerdo.

—¿Mi propiedad está en un barco?

—Sí.

—¿Puede darme los números de las cuentas bancarias?

—Sí. ¿Puede darme el puerto de destino?

—Por supuesto.

—¿Su respuesta, don Diego?

—Creo, señor, que tenemos un acuerdo. Se marchará de aquí sano y salvo. Arregle los detalles fuera, con mi secretario. Ahora deseo rezar a solas. Vaya con Dios, señor.

Paul Devereaux se levantó, se persignó y salió de la iglesia. Una hora más tarde estaba de nuevo en la base aérea de Malambo donde su Grumman lo devolvió a Washington. En un recinto cerrado a cien metros de donde el avión giraba en la pista para el despegue, el equipo del Global Hawk que llevaba el nombre de

Michelle había recibido la orden de desmontarlo todo en una semana; luego los llevarían a Nevada en un par de aviones de carga C-5.

Cal Dexter no sabía adónde había ido su jefe, y tampoco preguntó. Siguió adelante con la tarea asignada: desmantelar la estructura de Cobra piedra a piedra.

Los dos buques Q iniciaron el viaje a casa, el

Balmoral, con su tripulación británica, puso rumbo a Lyme Bay, en Dorset; el

Chesapeake a Newport News. Los británicos manifestaron su gratitud por el regalo del

Balmoral, que creían que podía resultarles útil contra los piratas somalíes.

Las dos bases donde operaban los aviones sin piloto llamaron a sus Global Hawk para transferirlos a Estados Unidos, pero guardaron las enormes cantidades de datos que habían acumulado en la nave no tripulada; sin duda tendrían un papel importante en el futuro, cuando reemplazaran a los aviones espía, mucho más caros y que requerían un piloto.

Los prisioneros, los ciento siete, regresaron a la isla Eagle, en el archipiélago de Chagos, en un C-130 de la fuerza aérea norteamericana. A cada uno se le permitió enviar un breve mensaje a sus familias, que se sintieron muy aliviadas, ya que les habían dado por perdidos en el mar.

Las cuentas bancarias, casi agotadas, se fundieron en una sola, para cubrir cualquier pago de última hora, y la red de comunicaciones dirigida desde el depósito de Anacostia se desmanteló y regresó a casa para que Jeremy Bishop la revisara, junto con sus ordenadores. Entonces Paul Devereaux reapareció. Se declaró muy satisfecho y se llevó a Cal Dexter a un aparte.

—¿Alguna vez ha oído hablar de Spindrift Cay? —preguntó—. Es una isla diminuta, poco más que un atolón de coral, en las Bahamas. Una de las llamadas islas exteriores. Está deshabitada, excepto por un pequeño destacamento de marines que están acampados allí para realizar una especie de ejercicio de supervivencia. En el centro de la isla hay un pequeño bosque de palmeras debajo de las cuales hay hileras e hileras de fardos. Ya debe de hacerse una idea de lo que contienen. Tienen que ser destruidas, las ciento cincuenta toneladas. Le confío el trabajo a usted. ¿Sabe cuál es el valor de esos fardos?

—Creo que puedo adivinarlo. Varios miles de millones de dólares.

—Está en lo cierto. Necesito a alguien en quien pueda confiar absolutamente para que lo haga. Los bidones de gasolina están allí desde hace semanas. La mejor manera de llegar es ir en hidroavión desde Nassau. Por favor, vaya y haga lo que debe hacer.

Cal Dexter había visto muchas cosas, pero nunca una montaña de mil millones de dólares, y mucho menos destruida. Incluso un único fardo, guardado en una maleta grande, significaba ser rico toda la vida. Voló en un avión comercial desde Washington a Nassau, y se alojó en el hotel Paradise Island. Después de preguntar en la recepción, y hacer una rápida llamada telefónica, consiguió un hidroavión para el amanecer del día siguiente.

Eran más de ciento sesenta kilómetros y el vuelo duró una hora. En marzo el clima era caliente y el mar mostraba su habitual e increíble color aguamarina entre las islas, de un pálido transparente entre los bancos de arena. Aquel lugar era tan remoto que el piloto tuvo que comprobar dos veces el sistema GPS para confirmar que había acertado con el atolón.

Una hora después del amanecer dio un viraje y señaló.

—Allí lo tiene, señor —gritó.

Dexter miró hacia abajo. Parecía que pudiera caber en una tarjeta postal. Vio una superficie de menos de un kilómetro cuadrado con un arrecife que encerraba una laguna a la cual se accedía por una abertura en el coral. Un oscuro grupo de palmeras en el centro no ofrecía la menor vista del tesoro que guardaba debajo de la fronda.

De una resplandeciente playa de arena blanca sobresalía un muelle donde debía de amarrar el barco de abastecimiento. Mientras miraba, dos figuras surgieron de un campamento camuflado entre las palmeras y la costa y miraron hacia arriba. El hidroavión comenzó a descender, redujo la velocidad y se posó sobre el agua.

—Déjeme en el muelle —dijo Dexter.

—¿Ni siquiera va a mojarse los pies? —preguntó el piloto con una sonrisa.

—Quizá más tarde.

Dexter salió, pisó el flotador y de ahí saltó al muelle. Se agachó por debajo del ala y se encontró de cara con un sargento mayor erguido como una baqueta. El guardián de la isla iba acompañado de un marine, y ambos iban armados.

—¿Qué asunto le trae aquí, señor?

La cortesía era impecable, el significado inconfundible. Debía tener una buena razón para estar allí, o no daría ni un paso más en aquel muelle. En respuesta, Dexter sacó una carta doblada del bolsillo interior de la chaqueta.

—Por favor, lea esto con mucha atención, sargento mayor, y fíjese en la firma.

El veterano marine se puso en posición de firmes mientras leía y solo años de autodisciplina evitaron que manifestase su asombro. Había visto el retrato de su comandante en jefe muchas veces, pero nunca había creído que vería la firma autógrafa del presidente de Estados Unidos. Dexter tendió la mano para recuperar la carta.

—Por lo tanto, sargento mayor, ambos servimos al mismo comandante en jefe. Me llamo Dexter, y soy del Pentágono. No importa. Esta carta está por encima de mí, de usted, e incluso del secretario de Defensa. Y requiere su cooperación. ¿La tengo?

El marine estaba en posición de firmes y miraba al horizonte por encima de la cabeza de Dexter.

—Sí, señor —gritó.

Dexter había contratado al piloto para todo el día. Este encontró una sombra debajo del ala sobre el muelle y se sentó a esperar. Dexter y el marine caminaron por el muelle hasta la playa. Había doce musculosos jóvenes bronceados que durante semanas habían pescado, nadado, escuchado la radio, leído novelas y se habían mantenido en forma con un durísimo ejercicio diario.

Dexter vio los bidones de gasolina almacenados a la sombra y fue hacia los árboles. El bosquecillo ocupaba menos de una hectárea y había un sendero que llevaba hasta el centro. A cada lado estaban los fardos, a la sombra de las palmeras. Estaban apilados en bloques cúbicos, había un centenar de ellos, de una tonelada y media cada uno; el botín de nueve meses en el mar conseguido por los dos barcos asaltantes encubiertos.

—¿Sabe qué son? —preguntó Dexter.

—No, señor —respondió el sargento mayor. No preguntes, no hables; aunque en un contexto un tanto diferente.

—Son documentos. Viejos archivos. Pero muy, muy importantes. Por eso el presidente no quiere que caigan nunca en manos de los enemigos de nuestro país. En el Despacho Oval han decidido que deben ser destruidos. De ahí la gasolina. Por favor, diga a sus hombres que cojan los bidones y empapen cada pila.

La sola mención de los enemigos de su país fue más que suficiente para el sargento mayor. Gritó: «Sí, señor», y volvió a la playa.

Dexter caminó sin prisa por el sendero entre las palmeras. Había visto algunos fardos desde julio pasado, pero nunca nada como aquello. Detrás de él aparecieron los marines, cada uno con un bidón, y comenzaron a rociar las pilas de fardos. Dexter nunca había visto quemar cocaína, pero le habían dicho que era muy inflamable si se encendía con un acelerante.

Durante muchos años había llevado un pequeño cortaplumas del ejército suizo en su llavero y, como viajaba con un pasaporte del gobierno, no se lo habían confiscado en el aeropuerto Dulles. Llevado por la curiosidad, abrió la hoja y la clavó en el fardo más cercano. Podía hacerlo, pensó. Nunca antes la había probado y probablemente nunca volvería a probarla.

La hoja corta atravesó la lona, rompió el polietileno y se hundió en el polvo. Cuando la sacó había un poco de polvo blanco en la punta. Daba la espalda a los marines en el sendero. Ellos no podían ver lo que contenían los «documentos».

Lamió el polvo blanco de la punta del cortaplumas. Se lo paseó por la boca hasta que el polvo, disuelto en la saliva, llegó a las papilas gustativas. Se sorprendió. Después de todo, conocía aquel sabor.

Se acercó a otro fardo e hizo lo mismo. Pero esta vez fue un corte más grande y cogió una muestra mayor. Y después otro y otro. Cuando era un joven al que habían dado de baja en el ejército, de regreso de Vietnam, y estudiaba derecho en Fordham, Nueva York, pagaba sus gastos con diversos trabajos. Uno de ellos fue en una pastelería. Sabía muy bien qué era el polvo de hornear.

Hizo otras diez incisiones en diferentes fardos antes de que los rociasen y el fuerte hedor de la gasolina lo dominase todo. Después caminó pensativo hasta la playa. Cogió un bidón vacío, se sentó sobre él y miró al mar. Treinta minutos más tarde, el sargento mayor estaba a su lado, como una torre.

—Todo está preparado, señor.

—Préndale fuego —dijo Dexter.

Oyó las órdenes para que todo el mundo se apartase y el ruido sordo cuando los vapores del combustible se incendiaron y el humo se alzó por encima del bosque de palmeras. El viento del mar avivó las primeras llamas como si fuese un soplete.

Se volvió para mirar las palmeras y su contenido oculto consumido por las llamas. En el muelle, el piloto del hidroavión se había puesto de pie y miraba boquiabierto. La docena de marines también estaban mirando su trabajo.

—Dígame, sargento mayor…

—Señor.

—¿Cómo llegaron aquí los fardos de documentos?

—En barco, señor.

—¿Todos en una carga, o uno cada vez?

—No, señor. Al menos en una docena de visitas. A lo largo de las semanas que hemos estado aquí.

—¿El mismo barco cada vez?

—Sí, señor. El mismo.

Por supuesto tenía que ser otro barco. Las embarcaciones auxiliares de la flota que había reaprovisionado a los SEAL y a los SBS británicos en el mar se habían llevado la basura y los prisioneros. Habían entregado comida y combustible. Pero las cargas confiscadas no iban a Gibraltar o a Virginia. Cobra necesitaba las etiquetas, los números de envío y los códigos de identificación, para engañar al cártel. Así que estos eran los trofeos que guardaba. Al parecer aquí.

—¿Qué tipo de barco?

—Uno pequeño, señor. Un carguero.

—¿Nacionalidad?

—No lo sé, señor. Llevaba una bandera a popa. Como dos comas. Una roja, otra azul. La tripulación era oriental.

—¿El nombre?

El sargento mayor frunció el entrecejo mientras intentaba recordar. De repente se volvió.

—¡Angelo!

Tuvo que gritar para hacerse oír por encima del estruendo de las llamas. Uno de los marines se acercó al trote.

—¿Cuál era el nombre del carguero que trajo los fardos?

Sea Spirit, señor. Lo vi en la popa. La pintura era blanca.

—¿Y debajo del nombre?

—¿Debajo, señor?

—El puerto de registro suele estar debajo del nombre en la popa.

—Oh, sí. PU algo.

—¿Pusan?

—Ese es, sí señor. Pusan. ¿Eso es todo, señor?

Dexter asintió. El marine Angelo se alejó al trote. Dexter se levantó y fue hasta el final del muelle, donde podría estar solo y quizá tendría cobertura para el móvil. Se alegró de haberlo cargado durante toda la noche. Satisfecho y aliviado, supo que el siempre fiel Jeremy Bishop estaba con sus ordenadores, casi la última instalación que quedaba del Proyecto Cobra.

—¿Esa lata de sardinas motorizada que tienes puede traducir al coreano? —preguntó Dexter.

La respuesta fue de una claridad diáfana.

—Cualquier idioma del mundo si pongo el programa correcto. ¿Dónde estás?

—No importa. La única forma de comunicarme es con este móvil. ¿Cómo se dice en coreano

Sea Spirit o

Spirit of the Sea? Y no me hagas gastar batería.

—Te llamaré.

Dos minutos más tarde sonó el móvil.

—¿Tienes papel y bolígrafo?

—No importa. Solo dilo.

—De acuerdo. Las palabras son

Hae Shin. Se escribe H…

—Sé cómo se escribe. ¿Podrías buscar un carguero? Pequeño. Se llama

Hae Shin o

Sea Spirit. Sudcoreano, con registro en el puerto de Pusan.

—Te llamo en dos minutos.

Se cortó la comunicación. Fue fiel a su palabra. Dos minutos más tarde Bishop llamó.

—Lo tengo. Cinco mil toneladas, carguero de carga general. Nombre:

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