Cobra

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Primera parte: El despliegue » Capítulo 2

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—Por mucho que se intente, y el actual gobierno colombiano lo intenta de verdad, a diferencia de algunos de sus predecesores y de la mayoría de sus vecinos, es imposible. Vietnam tendría que habernos enseñado algunas lecciones sobre la selva y las personas que viven en ella. Pretender acabar con las hormigas con un periódico enrollado no es una opción.

—¿Qué pasa con los laboratorios de refinamiento? ¿Los cárteles?

—Una vez más, no son una opción. Es como pretender sacar a una morena de su agujero con las manos desnudas. Es su territorio, no el nuestro. En América Latina son los amos, no nosotros.

—De acuerdo —dijo Silver, al que se le estaba agotando su escasa paciencia—. ¿En Estados Unidos, cuando la mierda ya esté en nuestro país? ¿Tiene idea de la cantidad de dinero, de cuántos dólares de los impuestos gastamos en todo el país para el cumplimiento de las leyes? ¿Cincuenta estados, además de los federales? Maldita sea, es como la deuda nacional.

—Así es —asintió Devereaux, que seguía impertérrito a pesar de la creciente irritación de Silver—. Creo que solo el gobierno federal ya gasta catorce mil millones de dólares al año en la lucha contra el narcotráfico. Esa cantidad ni siquiera serviría para empezar en los estados, en ninguno de los cincuenta. Es por ello por lo que suprimirla en tierra tampoco funcionaría.

—Entonces, ¿dónde está la clave?

—El talón de Aquiles es el agua.

—¿El agua? ¿Quiere echar agua en la coca?

—No, quiero poner agua debajo de la coca. Agua de mar. Hay una única carretera por tierra desde Colombia a México, que cruza la angosta columna vertebral de Centroamérica, pero es tan fácil de controlar que los cárteles no la utilizan. Cada gramo de cocaína que va a Estados Unidos o a Europa…

—Olvídese de Europa —le interrumpió Silver—. No participan en el juego.

—… tiene que viajar por encima, a través o por debajo del mar. Incluso desde Colombia a México, se desplaza por mar. Es la arteria carótida del cártel. Si se corta, el paciente muere.

Silver gruñó con la mirada fija en el espía retirado. El hombre le devolvió la mirada con calma, con la apariencia de que le importara un pimiento si aceptaba sus conclusiones o no.

—¿Puedo decirle al presidente que su proyecto puede comenzar y que usted está preparado para encargarse del trabajo?

—No exactamente. Hay algunas condiciones. Y me temo que no son negociables.

—Suena a amenaza. Cuidado, señor. Nadie amenaza al ocupante del Despacho Oval.

—No es una amenaza, es una advertencia. Si no se aceptan todas las condiciones el proyecto fracasará, a un coste muy elevado y será una vergüenza para todos. Aquí las tiene.

Devereaux empujó la delgada carpeta por encima de la mesa. El jefe de Gabinete la abrió. Solo había dos páginas con un texto al parecer mecanografiado. Cinco párrafos. Numerados. Leyó el primero.

1. Necesitaré absoluta independencia para actuar dentro del máximo secreto. Nadie aparte de un reducido grupo alrededor del comandante en jefe necesita saber qué está pasando o por qué; no importa cuántas personas se sientan ofendidas o apartadas. Todos los que estén por debajo del Despacho Oval sabrán únicamente lo que necesitan saber; y será el mínimo necesario para que realicen la tarea que se les encomiende.

—No hay filtraciones en la estructura federal y militar —protestó Silver, tajante.

—Las hay —replicó el imperturbable Devereaux—. Me he pasado media vida intentando impedirlas o reparando el daño que habían hecho.

2. Necesitaré una autorización presidencial que me otorgue poderes plenipotenciarios para requerir y recibir sin objeciones la cooperación absoluta de cualquier agencia o unidad militar cuya colaboración sea vital. Para empezar, es necesario que se envíe automáticamente al cuartel general de lo que deseo llamar Proyecto Cobra toda la información que llegue de cualquier agencia de la campaña antidroga.

—Se pondrán hechos unos basiliscos —dijo Silver. Sabía que la información era poder y nadie cedería voluntariamente ni una migaja del suyo. Esto incluía a la CIA, la DEA, el FBI, la NSA y las fuerzas armadas.

—Ahora todas están por debajo de Seguridad Interior y de la Ley Patriótica —señaló Devereaux—. Obedecerán al presidente.

—Seguridad Interior se ocupa de la amenaza terrorista —precisó Silver—. El narcotráfico es un delito.

—Continúe leyendo —murmuró el veterano de la CIA.

3. Reclutaré a mi propio personal. No serán muchos, pero los que necesite serán transferidos al proyecto sin preguntas ni negativas.

El jefe de Gabinete no planteó ninguna objeción hasta que llegó al apartado cuatro.

4. Dispondré de un presupuesto de dos mil millones de dólares, que se desembolsarán sin justificaciones ni controles. Después necesitaré nueve meses para preparar el ataque y otros nueve meses para destruir la industria de la cocaína.

Los proyectos encubiertos y los presupuestos secretos no eran una novedad, pero este era enorme. El jefe de Gabinete ya veía las luces rojas de alarma. ¿Qué presupuesto podrían saquear? ¿El del FBI, la CIA, la DEA? ¿Habría que pedir fondos al Tesoro?

—Tiene que haber alguna supervisión de los gastos —afirmó—. Los tipos que sueltan el dinero no aceptarán que dos mil millones de dólares se esfumen sin más, solo porque usted quiere ir de compras.

—Entonces no funcionará —declaró Devereaux con toda calma—. Todo se basa en que cuando se emprendan las acciones contra el cártel de la cocaína y la industria, estos no deben verlas venir. Si están avisados se armarán. La naturaleza del equipo que se adquirirá y del personal descubrirían el plan, y sin duda se filtraría a algún reportero curioso o a un

blogger en cuanto los contables o auditores se hicieran cargo.

—No tienen por qué hacerse cargo, solo deben controlar.

—Es lo mismo, señor Silver. En cuanto se metan en esto, adiós a la tapadera. Y una vez han descubierto la tapadera, estás muerto. Créame. Lo sé.

En aquella cuestión el ex congresista de Illinois no podía discutir. Pasó a la quinta condición.

5. Será necesario volver a clasificar la cocaína. Debe pasar de ser una droga clase A, cuya importación es un delito, a convertirse en una amenaza nacional cuya importación o intento de importación es un acto de terrorismo.

Jonathan Silver saltó en la silla.

—¿Está loco? Esto cambia la ley.

—No, para ello sería necesario una ley del Congreso. Solo se trata de alterar la categoría de una sustancia química. Únicamente se necesita un instrumento ejecutivo.

—¿Qué sustancia química?

—El hidrocloruro de cocaína solo es un producto químico, pero es un producto químico prohibido; su importación contraviene las leyes criminales norteamericanas. El ántrax también es un producto, como lo es el gas nervioso VX. El primero está clasificado como arma bacteriológica de destrucción masiva, y el VX como arma química. Invadimos Irak porque lo que pasa por ser nuestro servicio de inteligencia desde que me marché estaba convencido de que las tenían.

—Aquello fue diferente.

—No, fue lo mismo. Clasifique el hidrocloruro de cocaína como una amenaza para la nación y todas las fichas de dominó irán cayendo. Enviarnos mil toneladas al año dejará de ser un delito; será una amenaza terrorista. Entonces, podremos responder con todo el peso de la ley. Las que necesitamos ya están en vigor.

—¿Con todo lo que tenemos a nuestra disposición?

—Con todo. Pero fuera de nuestras aguas territoriales y de nuestro espacio aéreo. Además, seremos invisibles.

—¿Tratar al cártel como trataríamos a Al Qaeda?

—Un tanto burdo pero bien expresado —asintió Devereaux.

—Entonces lo que debo hacer…

El bostoniano canoso se levantó.

—Lo que debe hacer, señor jefe de Gabinete, es decidir hasta qué punto es usted escrupuloso, y más importante hasta dónde es escrupuloso el hombre que está al final del pasillo. Cuando lo decida, no quedará mucho más que decir. Creo que el trabajo puede hacerse, pero estas son las condiciones; si no se aceptan no podrá hacerse. Al menos, yo no podré.

Aunque no le habían invitado a marcharse, hizo una pausa en el umbral.

—Por favor, hágame saber la respuesta del comandante en jefe a su debido momento. Estaré en casa.

Jonathan Silver no estaba acostumbrado a que le dejasen mirando una puerta cerrada.

En Estados Unidos el decreto administrativo de mayor rango que se puede dar es la Orden Ejecutiva Presidencial. Por lo general se hacen públicas, ya que no se podrían obedecer si no se comunican, pero una OEP puede ser secreta; en ese caso se la conoce sencillamente como un «fallo».

Si bien el viejo erudito de Alexandria no podía saberlo, había convencido al áspero jefe de Gabinete, que a su vez había convencido al presidente. Después de una consulta con un sorprendido profesor de derecho constitucional, la cocaína se calificó, con mucha discreción, como una toxina y una amenaza nacional. Como tal entró en el ámbito de la guerra contra las amenazas a la seguridad de la nación.

Muy al oeste de la costa portuguesa y prácticamente a la altura de la frontera española, el MV

Balthazar navegaba con rumbo al norte con una carga general declarada para el puerto europeo de Rotterdam. No era un barco demasiado grande, tan solo tenía 6.000 toneladas de registro bruto, y un capitán y una tripulación de ocho marineros, todos ellos contrabandistas. Su actividad delictiva era tan lucrativa que, en dos años, el capitán tenía planeado retirarse como un hombre rico a su casa de Venezuela.

Escuchó el parte meteorológico para el cabo Finisterre, que estaba a solo cincuenta millas a proa. Anunciaba vientos de fuerza cuatro y marejada, pero sabía que los pescadores españoles con quienes tenía una cita en el mar eran marineros curtidos y capaces de trabajar con mucho más que marejada.

Oporto había quedado muy atrás y Vigo esperaba todavía invisible al este cuando ordenó a sus hombres que subiesen a cubierta los cuatro fardos grandes de la tercera bodega; habían estado allí desde que los habían recogido de una barca camaronera a cien millas de Caracas.

El capitán Gonçalves era muy precavido. Se negaba a entrar o salir de un puerto con contrabando a bordo, y mucho más con este. Se limitaba a recogerlo en alta mar y descargarlo de la misma manera. A menos que lo denunciase un informador, sus precauciones hacían muy difícil que pudiesen detenerlo. Cruzar seis veces el Atlántico, todas ellas con éxito, le habían permitido tener una casa preciosa, criar a dos hijas y mandar a su hijo Enrique a la universidad.

Un poco más allá de Vigo aparecieron dos pesqueros españoles. El capitán insistió en intercambiar los inocentes pero cruciales saludos mientras las barcas de arrastre se mecían en la marejada a su lado. Tal vez algunos agentes aduaneros españoles se habían infiltrado en la banda y se estaban haciendo pasar por pescadores. Aunque, en ese caso, los agentes estarían abordándole; sin embargo, los hombres que estaban a unos cien metros de su puente eran los que esperaba encontrar.

Una vez establecido el contacto y confirmadas las identidades, los pesqueros se colocaron en su estela. Minutos más tarde, los cuatro fardos cayeron por encima de la borda de popa. A diferencia de los que habían arrojado al mar frente a Seattle, estos estaban diseñados para flotar. Cabecearon en el oleaje mientras el

Balthazar continuaba su viaje al norte. Los pescadores subieron los fardos a bordo, dos en cada uno de los barcos, y los colocaron en la bodega. Los cubrieron con diez toneladas de caballa y emprendieron el regreso a puerto.

Procedían del pequeño pueblo pesquero de Muros, en la costa gallega, y cuando al atardecer dejaron atrás el espigón para entrar en la rada interior estaban «limpios» de nuevo. Fuera del puerto otros hombres habían recogido los fardos del mar para llevarlos a la playa, donde esperaba un tractor con remolque. Ningún otro vehículo podía circular por la arena mojada. Desde el remolque los cuatro fardos pasaron a una furgoneta que supuestamente transportaba langostinos y que partió de inmediato rumbo a Madrid.

Un hombre de la banda importadora establecida en Madrid les pagó a todos en metálico y después fue al puerto para liquidar cuentas con los pescadores. Otra tonelada de cocaína pura colombiana había entrado en Europa.

Una llamada del jefe de Gabinete le transmitió la noticia y un mensajero le llevó los documentos. Las cartas de autorización concedían a Paul Devereaux más poder del que había ostentado nadie que estuviera por debajo del presidente en décadas. Las transferencias de dinero llegarían más adelante, cuando él decidiese dónde quería que depositasen los dos mil millones de dólares.

Una de las primeras cosas que hizo fue buscar un número de teléfono que había guardado durante años pero que nunca había marcado. Lo hizo ahora. El aparato sonó en una casa pequeña en una calle secundaria de una ciudad modesta llamada Pennington, en New Jersey. Tuvo suerte. Atendieron al tercer timbre.

—¿Señor Dexter?

—¿Quién desea saberlo?

—Una voz del pasado. Me llamo Paul Devereaux. Creo que me recordará.

Siguió una larga pausa, como si su interlocutor acabase de recibir un puñetazo en el plexo solar.

—¿Sigue ahí, señor Dexter?

—Sí, estoy aquí. Recuerdo muy bien el nombre. ¿Cómo ha conseguido este número?

—No tiene importancia. Conseguir información de manera discreta era mi especialidad, como usted también recordará.

El hombre de New Jersey lo recordaba demasiado bien. Nueve años atrás era el mejor cazarrecompensas de Estados Unidos. Pero sin darse cuenta se había cruzado con el erudito bostoniano que trabajaba desde el cuartel general de la CIA en Langley, Virginia, y Devereaux había intentado asesinarlo.

Los dos hombres eran diferentes como el día y la noche. Cal Dexter, el nervudo, rubio, amigable y sonriente abogado de Pennington, había nacido en 1950 en un suburbio de Newark infestado de cucarachas. Su padre era un obrero de la construcción constantemente empleado en construir miles de nuevas fábricas, astilleros y edificios gubernamentales a lo largo de la costa de Jersey durante el período de la Segunda Guerra Mundial y Corea.

Pero con el final de la guerra de Corea, también terminó el trabajo. Cal tenía cinco años cuando su madre rompió aquella unión carente de amor y dejó al chico al cuidado de su padre. Este era un hombre duro, rápido con los puños, la única ley que se aplicaba en los trabajos manuales. Pero no era un mal tipo. Intentaba vivir con honestidad y crió a su hijo para que venerase la bandera, la Constitución y a Joe DiMaggio.

Al cabo de dos años, Dexter padre compró una caravana para poder ir allí donde hubiera trabajo. Así fue como se crió el chico, de una obra en construcción a otra; asistía a clase cuando le aceptaba una escuela y después otra vez a la carretera. Era la época de Elvis Presley, Del Shannon, Roy Orbison y los Beatles, que procedían de un país que Cal nunca había oído mencionar. También eran los tiempos de Kennedy, de la guerra fría y de Vietnam.

Su formación escolar casi fue inexistente, pero aprendió otras cosas: a espabilarse, a defenderse. Al igual que su madre fugada, no era alto: medía un metro setenta. Tampoco era corpulento y musculoso como su padre, pero su cuerpo delgado tenía una energía enorme y sus puños un golpeo letal.

A los diecisiete años parecía que seguiría los pasos de su padre, al volante de una excavadora o cavando zanjas en las obras. A menos que…

En enero de 1968, cuando cumplió los dieciocho, el Vietcong lanzó la ofensiva del Tet. Estaba mirando el televisor en un bar de Camden. Emitían un documental sobre el reclutamiento. Mencionaba que el ejército daba una educación a quien se alistara. Al día siguiente entró en la oficina de reclutamiento del ejército norteamericano en Camden y firmó.

El sargento mayor estaba harto. Se pasaba el día escuchando a jóvenes que hacían lo imposible para evitar que los enviasen a Vietnam.

—Quiero ofrecerme voluntario —dijo el joven que tenía delante.

El sargento mayor le acercó un formulario sin perder el contacto visual, como un hurón que no quiere que se le escape el conejo. Intentando mostrarse amable, le propuso al chico que firmase por tres años en lugar de dos.

—Tendrás la posibilidad de conseguir mejores destinos. Más oportunidades para hacer carrera. Con tres años quizá incluso evitarías que te enviasen a Vietnam.

—Pero yo quiero ir a Vietnam —respondió el chico de los vaqueros sucios.

Le concedieron su deseo. Después del habitual período de instrucción y gracias a su gran pericia en el manejo de maquinaria pesada, lo destinaron al batallón de zapadores de la Big Red One, la primera división de infantería, con base en el triángulo de hierro. Allí se ofreció voluntario para ser una rata de túnel y entró en el temible laberinto de túneles oscuros, escalofriantes y a menudo mortales cavado por el Vietcong debajo de Cu Chi.

Tras dos períodos de servicio llevando a cabo misiones casi suicidas en aquellos túneles infernales regresó a Estados Unidos con un saco de medallas y el Tío Sam cumplió su promesa. Pudo ir a la universidad. Escogió leyes y se licenció en derecho en Fordham, Nueva York.

No tenía los antecedentes, el refinamiento, ni el dinero suficiente para entrar en los grandes bufetes de Wall Street. Ingresó en el servicio de Asistencia Jurídica, para ser portavoz de aquellos destinados a ocupar los escalones más bajos del sistema legal norteamericano. Eran tantos los clientes hispanos que aprendió a hablar español como un nativo. También se casó y tuvo una hija a la que mimaba tanto como podía.

Tal vez habría pasado toda su vida laboral entre los pobres que carecían de un abogado defensor, pero cuando acababa de cumplir los cuarenta secuestraron a su hija adolescente, la forzaron a prostituirse y finalmente fue asesinada sádicamente por su chulo. Tuvo que identificar el cuerpo destrozado en una sala de autopsias en Virginia Beach. La experiencia hizo revivir a la rata de túnel, el asesino de hombres.

Recurriendo a sus viejas habilidades, siguió el rastro de los dos chulos responsables de la muerte de su hija y los abatió a tiros, junto con sus guardaespaldas, en una acera de la ciudad de Panamá. Cuando regresó a Nueva York, su esposa se había suicidado.

Cal Dexter abandonó los juzgados y fingió que se retiraba para ejercer de abogado en Pennington, una pequeña ciudad en New Jersey. Pero, en realidad, ahí dio comienzo su tercera carrera. Se convirtió en un cazarrecompensas, pero a diferencia de la mayoría de sus colegas, trabajaba casi exclusivamente en el extranjero. Se especializó en rastrear, capturar y trasladar para que fuesen juzgados en Estados Unidos a todos aquellos que habían cometido crímenes atroces y creían haberse librado al buscar refugio en algún país sin un tratado de extradición. Se anunciaba con mucha discreción con el seudónimo de «el Vengador».

En 2001, un multimillonario canadiense lo contrató para que encontrara a un sádico mercenario serbio que había asesinado a su nieto, un voluntario de una ONG, en algún lugar de Bosnia. Lo que Dexter no sabía era que un tal Paul Devereaux utilizaba al asesino, Zoran Zilic, en esos días traficante de armas, como cebo para atraer a Osama bin Laden a una cita donde un misil de crucero acabaría con su vida.

Dexter llegó primero. Encontró a Zilic refugiado en una sucia dictadura sudamericana; entró en el país y secuestró al asesino a punta de pistola para llevárselo en un avión privado a Key West, Florida. Devereaux, que había intentado eliminar al entremetido cazarrecompensas, vio cómo dos años de planes se iban al garete. Aunque muy pronto aquel fracaso se convirtió en irrelevante; unos pocos días más tarde, el 11-S garantizó que Bin Laden no asistiría a ninguna reunión arriesgada fuera de sus cuevas.

Dexter volvió a ser el inofensivo abogado de Pennington. Devereaux se retiró. Entonces tuvo tiempo de rastrear al cazarrecompensas conocido con el sencillo apodo del Vengador.

Ahora ambos estaban retirados: el ex rata de túnel que había ascendido desde la clase baja y el digno aristócrata de Boston. Dexter miró el teléfono.

—¿Qué quiere, señor Devereaux?

—Me han sacado del retiro, señor Dexter. Por orden del comandante en jefe. Hay una tarea que desea ver realizada. Afecta muy gravemente a nuestro país. Me ha pedido que me encargue. Necesito un primer adjunto, un oficial ejecutivo. Le estaría muy agradecido si considerase aceptar el puesto.

Dexter tomó nota del lenguaje. No dijo: «Quiero que usted» o «le ofrezco», sino «le estaría muy agradecido».

—Necesitaría saber más. Mucho más.

—Por supuesto. Si pudiese venir a visitarme a Washington, será un placer explicárselo casi todo.

Dexter, de pie delante de la ventana del salón de su modesta casa en Pennington, contempló las hojas muertas mientras pensaba. Había cumplido sesenta y un años. Se mantenía en forma y a pesar de varios claros ofrecimientos había rechazado casarse por segunda vez. En su conjunto, su vida era cómoda, sin estrés, plácida, pequeñoburguesa. Y aburrida.

—Iré a visitarle y le escucharé, señor Devereaux. Solo escucharé. Después decidiré.

—Muy prudente, señor Dexter. Esta es mi dirección en Alexandria. ¿Puedo esperarle mañana?

Le dio la dirección. Antes de colgar, Cal Dexter formuló una pregunta.

—A la vista de nuestro pasado común, ¿por qué me ha escogido a mí?

—Es muy sencillo. Usted es el único hombre que ha sido más listo que yo.

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