Cobra

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Segunda parte: El silbido » Capítulo 3

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Por razones de seguridad era poco frecuente que la Hermandad, el gran cártel que controlaba toda la industria de la cocaína, se reuniese en sesión plenaria. Años atrás había sido más fácil.

La llegada a la presidencia de Colombia de Álvaro Uribe, enemigo declarado del narcotráfico, lo había cambiado todo. Bajo su mando, el cese de varios altos cargos de la policía nacional había significado que ascendiera a nuevo jefe el general Felipe Calderón y su formidable jefe de Inteligencia en la División Antinarcóticos, el coronel Dos Santos.

Ambos hombres habían demostrado que, incluso a pesar del sueldo de un policía, eran insobornables. Para el cártel aquello era completamente nuevo y había cometido varios errores que le habían costado perder a varios ejecutivos claves, hasta que aprendió la lección. A partir de entonces se declaró una guerra a muerte. Pero Colombia es un país muy grande, con millones de hectáreas donde ocultarse.

El jefe indiscutible de la Hermandad era don Diego Esteban. A diferencia de otro antiguo capo de la cocaína, Pablo Escobar, don Diego no era un matón psicópata surgido de las chabolas. Pertenecía a la vieja aristocracia terrateniente: educado, cortés, de la más rancia estirpe española, descendiente de una larga saga de hidalgos. Todos se referían a él simplemente como «el Don».

Había sido él quien, en un mundo de asesinos, había conseguido con la fuerza de su personalidad reunir a los señores de la cocaína en un único sindicato, que funcionaba como una corporación moderna con inmensos beneficios. Dos años atrás, el último de aquellos que se habían resistido a unirse como reclamaba el Don había salido del país esposado, extraditado a Estados Unidos, para no volver nunca más. Era Diego Montoya, jefe del cártel del Norte del Valle, que presumía de ser el sucesor de los cárteles de Cali y Medellín.

Nunca se descubrió quién había hecho al coronel Dos Santos la llamada que llevó a la detención de Montoya, pero cuando el capo apareció en los medios encadenado de pies y manos se acabó la oposición al Don.

Colombia está dividida del nordeste al sudoeste por dos cordilleras con el valle del río Magdalena entre ellas. Todos los ríos al oeste de la cordillera occidental desembocan en el Pacífico o el Caribe; todas las corrientes al este de la cordillera oriental desaguan en el Orinoco o el Amazonas. Esta tierra oriental, con cincuenta ríos, ofrece un panorama de llanuras salpicadas de haciendas del tamaño de condados. Don Diego era propietario de por lo menos cinco que se conocían y de otras diez desconocidas. Todas tenían varias pistas de aterrizaje.

La reunión en el otoño de 2010 tuvo lugar en el rancho de la Cucaracha, en las afueras de San José. Los otros siete miembros de la junta habían sido convocados por emisarios personales y habían llegado en avionetas después de dejar atrás varios señuelos. Pese a que el uso de móviles de usar y tirar se consideraba muy seguro, el Don prefería enviar sus mensajes con correos de su confianza. Era anticuado, pero nunca le habían pillado o espiado.

Aquella luminosa mañana de otoño el Don recibió en persona a los miembros de su equipo en la mansión donde nunca dormía más de diez noches al año, si bien siempre estaba preparada para usarla inmediatamente.

La mansión era de estilo español antiguo, revestida de azulejos y muy fresca en los días calurosos, con fuentes que susurraban en el patio y camareros con chaquetillas blancas que servían las bebidas debajo de las marquesinas.

El primero en llegar del aeródromo fue Emilio Sánchez. Como el resto de los jefes de división solo cumplía un cometido para su amo; el suyo era la producción. Su tarea consistía en supervisar todo lo concerniente a las decenas de miles de pobres campesinos, los cocaleros, que cultivaban las plantas en Colombia, Bolivia y Perú. Él compraba la pasta, verificaba la calidad, les pagaba y entregaba a las puertas de las refinerías toneladas de cocaína colombiana pura empaquetada.

Todo esto requería una protección constante, no solo contra las fuerzas de la ley y el orden, las FLO, sino también contra los bandidos de toda laya que vivían en la selva, preparados para robar el producto e intentar revenderlo. El ejército privado estaba al mando de Rodrigo Pérez, un ex terrorista de las FARC. Con su ayuda, la mayor parte del, en otro tiempo, grupo revolucionario marxista había entrado en razón y trabajaba para la Hermandad.

Los beneficios de la industria de la cocaína eran tan astronómicos que la ingente cantidad de dinero entrante se convirtió en un problema que únicamente se podía solucionar con el blanqueo. Posteriormente, reinvertirían los dólares en miles de empresas legítimas esparcidas por todo el mundo; pero solo después de deducir los costes y contribuir a engrosar la fortuna personal de don Diego, que era de centenares de millones.

El blanqueo se realizaba a través de bancos corruptos, muchos de los cuales pretendían ante el público que eran de una honradez sin tacha, pero que con sus actividades delictivas generaban una enorme riqueza adicional.

El hombre encargado del blanqueo parecía tan respetable como el mismo Don. Era un abogado especializado en leyes financieras y bancarias. Su despacho en Bogotá era prestigioso y aunque el coronel Dos Santos tenía ciertas sospechas nunca había podido demostrar nada. El señor Julio Luz fue el tercero en llegar; el Don le saludó con gran afecto en el mismo momento en que apareció el cuarto todoterreno desde el aeródromo.

José María Largo era el jefe de la comercialización. El terreno en el que se movía era el de los consumidores de cocaína y el de los centenares de bandas y mafias que compraban el polvo blanco que vendía la Hermandad. Era él quien cerraba los tratos con las bandas que se extendían por todo México, Estados Unidos y Europa. Él era el único que evaluaba la capacidad financiera de las mafias consolidadas y las constantes incorporaciones de recién llegados que reemplazaban a los detenidos y encarcelados en el extranjero. Era él quien había decidido otorgar un virtual monopolio europeo a la temible ‘Ndrangheta, la mafia italiana nativa de Calabria, en la punta de la bota italiana, emparedada entre la Camorra de Nápoles y la Cosa Nostra de Sicilia.

Como sus avionetas habían llegado casi juntas, había compartido un todoterreno con Roberto Cárdenas, un duro matón callejero de Cartagena. Los controles en las aduanas y en centenares de puertos y aeropuertos de Estados Unidos y Europa hubiesen sido cinco veces más numerosos de no ser por la «colaboración» de los funcionarios sobornados. Eran cruciales, y él estaba a cargo de todos ellos, de reclutarlos y pagarles.

Los dos últimos llegaron con retraso por culpa del mal tiempo y la distancia. Estaban a punto de servir la comida cuando se presentó Alfredo Suárez, que se deshizo en disculpas. Pese a la tardanza, la cortesía del Don era impecable, así que agradeció a su subordinado su esfuerzo, como si Suárez hubiese tenido otra alternativa.

Suárez y sus conocimientos eran vitales. Su especialidad era el transporte. Su cometido era garantizar la seguridad y el transporte ininterrumpido de cada gramo desde la puerta de la refinería hasta el lugar de entrega en el extranjero. Cada correo, cada mula, cada carguero, barco de paracaídas o yate particular, cada avión grande o pequeño y cada submarino se sometía a su supervisión, junto con sus capitanes, tripulaciones y pilotos.

Durante años se había discutido cuál de las dos estrategias era la mejor: enviar la cocaína en cantidades pequeñas a través de miles de correos individuales o enviar grandes cargamentos pero en menor número.

Algunos sostenían que el cártel debía saturar los mecanismos de defensa de los dos continentes con miles de mulas prescindibles y que nada sabían; cada uno llevaría unos pocos kilos en las maletas o incluso mil gramos en el estómago, en bolitas. Algunos de ellos serían detenidos, por supuesto, pero muchos pasarían. El número de éxitos sería superior al de fracasos. Esta era la teoría.

Suárez era partidario de la otra alternativa. Debía suministrar trescientas toneladas a cada continente, así que se había decidido por realizar cien operaciones al año en Estados Unidos y otras tantas en Europa. Las cargas oscilaban entre una y diez toneladas; por tanto era necesario llevar a cabo una concienzuda planificación y cuantiosas inversiones. Si las bandas compradoras, después de la entrega y realizado el pago, querían dividir las cargas en millones de paquetes, era su problema.

Sin embargo, cuando fracasaba lo hacía a lo grande. Dos años atrás la fragata británica

Iron Duke, que patrullaba por el Caribe, había interceptado un carguero y había confiscado cinco toneladas y media de cocaína pura. Fueron valoradas en 400 millones de dólares, aunque no era el precio de la calle, porque aún no estaba adulterada en una proporción de seis a uno.

Suárez estaba nervioso. La cuestión por la que los habían convocado era para tratar de otra gran interceptación. El

Dallas, una nave del Servicio de Guardacostas norteamericano, había decomisado dos toneladas a bordo de un pesquero que intentaba entrar en las ensenadas cerca de Corpus Christi, Texas. Tenía claro que debía defender su estrategia con todos los argumentos a su disposición.

Don Diego solo dirigió un frío y distante saludo a su séptimo huésped, el casi enano Paco Valdez. Aunque su apariencia era ridícula nadie se reía. Ni allí, ni en ninguna parte, ni en ningún momento. Valdez era el Ejecutor.

Apenas medía un metro sesenta de estatura, incluso con sus tacones cubanos. Pero su cabeza era inusualmente grande y, extrañamente, tenía las facciones de un bebé, con un mechón de pelo negro en la coronilla y una boca de pimpollo. Solo sus ojos negros e inexpresivos daban una pista del sádico psicópata que había dentro de aquel pequeño cuerpo.

El Don le saludó con una inclinación de cabeza formal y una débil sonrisa, pero no le tendió la mano. Sabía que el hombre que en los bajos fondos apodaban «el Animal», en una ocasión, había arrancado las entrañas a un hombre vivo y las había arrojado a un brasero con aquella misma mano. El Don no estaba seguro de que después se hubiese lavado las manos, y él era muy maniático. Pero solo con que murmurara el nombre de Suárez en una de aquellas pequeñas orejas, el Animal haría lo que fuera necesario.

La comida era exquisita, los vinos añejos y la discusión intensa. Alfredo Suárez salió airoso. Su estrategia de los grandes cargamentos hacía más fácil la comercialización y facilitaba el trabajo a los funcionarios corruptos en el extranjero y el blanqueo de dinero. Los tres votos fueron para él. Salió de la hacienda con vida. El Ejecutor se llevó una desilusión.

El primer ministro británico mantuvo una reunión con «mi gente» aquel fin de semana, de nuevo en Chequers. El Informe Berrigan había pasado de mano en mano y todos lo habían leído en silencio. Luego otro documento más corto preparado por Cobra, en el que definía sus exigencias. Por último, llegó el momento de las opiniones.

Sentados a la mesa en el elegante comedor, que también se utilizaba para las conferencias, estaban el secretario del Gabinete, responsable de la Administración Pública, y al que en cualquier caso no se podía mantener al margen de ninguna iniciativa importante. A su lado estaba el jefe del Servicio Secreto de Inteligencia, conocido erróneamente por los medios como MI6 y llamado «la Firma» por los íntimos y colegas.

Desde que se había retirado sir John Scarlett, un kremlinólogo, se utilizaba simplemente la palabra «jefe» (nunca director general) para referirse al nuevo mandamás, un arabista que dominaba el árabe y el pashtún y con años de experiencia en Oriente Próximo y Asia Central.

Había tres representantes de los militares. Eran el jefe del Estado Mayor de la Defensa que más tarde, si era necesario, informaría al jefe del Estado Mayor del ejército, al jefe del Estado Mayor de las fuerzas aéreas y al primer lord del Almirantazgo. Los otros dos eran el director de Operaciones Militares y el director de las Fuerzas Especiales. Todos sabían que los tres militares habían prestado servicio en las fuerzas especiales. El joven primer ministro, superior en rango pero de menos edad, sabía que si aquellos tres hombres, además del jefe del Servicio Secreto, no eran capaces de hacerle la vida desagradable a un extranjero indeseable, nadie podría.

En Chequers, del servicio doméstico siempre se encargaba el personal de la RAF, las Fuerzas Aéreas británicas. En cuanto el sargento acabó de servir el café y salió, dio comienzo la discusión. El secretario del Gabinete abordó las implicaciones jurídicas.

—Si este hombre, el tal Cobra, desea —hizo una pausa para buscar la palabra— reforzar la campaña contra el tráfico de cocaína, que ya tiene a su disposición numerosos poderes, corremos el riesgo de que nos solicite que infrinjamos las leyes internacionales.

—Creo que los norteamericanos van un paso por delante en ese aspecto —señaló el primer ministro—. Van a cambiar la clasificación de la cocaína: de una droga de clase A pasará a ser una amenaza nacional. Colocará al cártel y a todos los contrabandistas en la categoría de terroristas. En las aguas territoriales de Estados Unidos y Europa continuarán siendo delincuentes. Pero fuera de ellas, se convierten en terroristas. En ese caso, podemos actuar como venimos haciendo desde el 11-S.

—¿Nosotros también podemos cambiarlo? —preguntó el jefe del Estado Mayor de la Defensa.

—Deberíamos hacerlo —respondió el secretario del Gabinete—, y la respuesta es sí. Sería una disposición legislativa, no una ley nueva. Con mucha discreción, por supuesto. A menos que se enteren los medios. O los ecologistas.

—Por ello, el grupo de personas enteradas será muy reducido —precisó el jefe—. Incluso en ese caso cualquier operación necesitará de una tapadera excelente.

—Montamos centenares de operaciones encubiertas contra el IRA —comentó el director de las Fuerzas Especiales—, y desde hace un tiempo también contra Al Qaeda. Solo llegó a trascender la punta del iceberg.

—Primer ministro, ¿qué quieren de nosotros nuestros primos? —preguntó el jefe del Estado Mayor de la Defensa.

—Por el momento según me dijo el presidente, inteligencia, información y experiencia en acciones encubiertas —contestó el aludido.

La discusión continuó con muchas preguntas pero pocas respuestas.

—¿Qué quiere usted de nosotros, primer ministro? —Esta pregunta también la formuló el jefe del Estado Mayor de la Defensa.

—Sus consejos, caballeros. ¿Se puede hacer y debemos tomar parte?

Los tres militares fueron los primeros en asentir. Luego el Servicio de Inteligencia. Por último el secretario del Gabinete. Detestaba este tipo de situaciones. Si alguna vez se destapaba…

Aquel mismo día, después de informar a Washington y de que el primer ministro agasajase a sus invitados con un excelente rosbif, llegó la respuesta de la Casa Blanca. Decía: «Bienvenidos a bordo». Enviarían un emisario a Londres y solicitaban que se le recibiese y se le ofreciese consejo, solo en esta primera etapa. Con la transmisión llegó una foto. La imagen pasó de mano en mano, junto con la botella de oporto.

En ella se veía al ex rata de túnel llamado Cal Dexter.

Mientras los hombres conversaban en la selva de Colombia y en los campos de Buckinghamshire, el hombre cuyo nombre en clave era Cobra había estado muy atareado en Washington. Como el jefe del SAS al otro lado del Atlántico, le preocupaba sobre todo inventarse una tapadera creíble.

Primero creó una organización de ayuda a los refugiados del Tercer Mundo y en su nombre alquiló un viejo y apartado almacén en Anacostia, a unas pocas manzanas de Fort McNair. La nave albergaría las oficinas en el último piso y en las plantas inferiores las ropas usadas, lonas, mantas, tiendas de campaña y otros enseres.

En realidad, habría muy poco trabajo de oficina en el sentido tradicional. Paul Devereaux había pasado años luchando para evitar que la CIA se transformara de una agencia de espionaje en un laberinto de burocracia. Detestaba la burocracia, pero quería, y estaba decidido a conseguir, un formidable centro de comunicaciones.

Después de Cal Dexter, el siguiente reclutado fue Jeremy Bishop, también retirado, pero uno de los más brillantes expertos en comunicaciones e informática que hubiese servido jamás en Fort Meade, Maryland, el cuartel general de la Agencia de Seguridad Nacional, un vasto complejo dotado de la tecnología más avanzada en escuchas, también conocido como Puzzle Palace.

Bishop comenzó a diseñar un centro de comunicaciones donde toda la información obtenida sobre Colombia y la cocaína por las trece agencias de inteligencia se recogería de acuerdo con la orden presidencial. Para ello necesitaba una segunda tapadera. A las agencias se les dijo que desde el Despacho Oval se había ordenado la preparación de un informe que reuniría todos los informes sobre el tráfico de cocaína y que su cooperación era obligatoria. Las agencias protestaron pero obedecieron. Otro grupo de genios. Otro informe de veinte tomos que nadie leería nunca. Todo seguía igual.

A continuación, el dinero. En sus tiempos en la división de la Unión Soviética y Europa Oriental de la CIA, Devereaux había conocido a Benedict Forbes, un antiguo banquero de Wall Street al que había recurrido la Compañía para una única operación. El trabajo le había parecido mucho más apasionante que intentar prevenir a los incautos contra las acciones de Bernie Madoff, y se había quedado. Aquello había ocurrido durante la guerra fría. Ahora estaba retirado pero no había olvidado absolutamente nada.

Su especialidad habían sido las cuentas bancarias encubiertas. Financiar a los agentes secretos no es barato. Hay gastos, salarios, recompensas, compras, sobornos. Para todo esto, el dinero debe depositarse en cuentas de donde puedan sacarlo los mismos agentes y los «activos» extranjeros. Estas cuentas requieren códigos de identificación encubiertos. Y ahí era donde brillaba el genio de Forbes. Nadie había logrado rastrear sus cuentas, y el KGB lo había intentado de todas las maneras. El rastro del dinero casi siempre lleva hasta el traidor.

Forbes comenzó a sacar los dólares que asignaba un Departamento del Tesoro desconcertado y los depositó donde se pudiesen utilizar cuando fuese necesario. En la era de la informática podía ser en cualquier parte. El papel era para los tontos. Pulsar unas cuantas teclas en un ordenador podía darle a un hombre lo suficiente para retirarse, siempre y cuando fuesen las teclas correctas.

Mientras montaban su cuartel general, Devereaux envió a Cal Dexter a su primer cometido en ultramar.

—Quiero que vaya a Londres y compre dos barcos —dijo—. Al parecer los británicos nos acompañarán. Les utilizaremos. Son bastante buenos en estas cosas. Crearemos una empresa fantasma. Tendrá fondos. Será la propietaria titular de los barcos. Después desaparecerá.

—¿Qué tipo de barcos? —preguntó Dexter.

Cobra le entregó una página que había mecanografiado él mismo.

—Memorícela y quémela. Luego deje que los británicos le aconsejen. Ahí tiene el nombre y el número privado del hombre con el que debe ponerse en contacto. No escriba ni una línea en ningún papel, y desde luego tampoco en un ordenador o un teléfono móvil. Guárdelo todo en su cabeza. Es el único lugar privado que nos queda.

Aunque Dexter no podía saberlo, el número que debía marcar sonaría en un gran edificio de piedra arenisca verde a un lado del Támesis, en un lugar llamado Vauxhall Cross. Sus ocupantes nunca lo llamaban así; solo «la oficina». Es el cuartel general del Servicio Secreto de Inteligencia británico.

El nombre que aparecía en la página que debía quemar era Medlicott. El hombre que respondería sería el jefe adjunto y su nombre no era Medlicott. Pero al preguntar por «Medlicott», este sabría quién llamaba: el visitante yanqui que en realidad se llamaba Dexter.

Medlicott invitaría a Dexter a que fuese a un club de caballeros en St. James’s Street para reunirse con un colega llamado Cranford, aunque su nombre verdadero no era Cranford. Serían tres a comer y era ese tercer hombre quien lo sabía todo de los barcos.

Esta maniobra había surgido en la reunión matinal celebrada en «la oficina» dos días atrás. Al final de la misma, el jefe había comentado:

—Por cierto, un norteamericano llegará dentro de un par de días. El primer ministro me ha pedido que le ayude. Quiere comprar barcos. De forma encubierta. ¿Alguien sabe algo de barcos?

Hubo una pausa mientras hacían memoria.

—Conozco a un tipo que es el presidente de una de las mayores agencias navieras de Lloyd’s —contestó el responsable del hemisferio occidental.

—¿Hasta qué punto le conoce?

—Una vez le rompí la nariz.

—Eso es bastante íntimo. ¿Él le había provocado?

—No. Estábamos jugando al

wall game[1].

Hubo un leve murmullo. Aquello significaba que los dos hombres habían ido al ultraexclusivo Eton College, el único lugar donde se practicaba este estrambótico juego sin ninguna regla aparente.

—En ese caso, llévele a comer con su amigo naviero y averigüe si puede ayudarle a comprar esos barcos con toda discreción. Podría suponerle una comisión considerable. Ello le compensaría por la nariz rota.

Finalizó la reunión. Dexter realizó la llamada tal como se había acordado, desde su habitación en el discreto hotel Montcalm. Medlicott pasó la llamada a su colega Cranford, que anotó el número y dijo que le llamaría. Lo hizo una hora más tarde, para concertar una comida al día siguiente con sir Abhay Varma en el Brooks’s Club.

—Me temo que es obligatorio llevar traje y corbata —comentó Cranford.

—No se preocupe —respondió Dexter—. Creo que sé anudar una corbata.

Brooks’s es un club muy pequeño en el lado oeste de St. James’s Street. Como en todos los demás no hay ninguna placa que lo identifique. Se da por supuesto que un miembro o un invitado sabe dónde está, aunque tampoco importa, porque por lo general se identifica por tiestos con arbustos colocados a ambos lados de la puerta. Como todos los clubes de St. James’s, tiene su carácter y sus socios; al de Brooks’s suelen acudir los altos funcionarios civiles y algún que otro espía.

Sir Abhay Varma resultó ser el presidente de Staplehurst y Compañía, una agencia especializada en embarcaciones situada en un callejón medieval cerca de Aldgate. Al igual que «Cranford», tenía cincuenta y cinco años, y era rollizo y jovial. Antes de engordar, debido a las numerosas cenas de su gremio, era un jugador de squash de primer nivel.

Como de costumbre, durante la comida la charla fue intrascendente —el tiempo, las cosechas, el vuelo—; luego pasaron a la biblioteca para tomar el café y el oporto. Seguros de que no les escucharía nadie, se relajaron, bajo la mirada del

Retrato de un diletante que colgaba encima de ellos, y entraron en materia.

—Necesito comprar dos barcos. Con mucha discreción y sigilo. Realizará la compra una compañía fantasma en un paraíso fiscal.

Sir Abhay no se mostró sorprendido en absoluto. Era algo muy habitual. Por razones impositivas, por supuesto.

—¿Qué tipo de barcos? —preguntó. No dudaba de la buena fe del norteamericano. Tenía el aval de Cranford y era suficiente. Después de todo, él y Medlicott habían ido a la escuela juntos.

—No lo sé —contestó Dexter.

—Complicado —dijo sir Abhay—. Me refiero a que no lo sepa. Los hay para todos los usos y de infinidad de tamaños.

—Entonces permítame que sea sincero con usted, señor. Deseo llevarlos a un astillero discreto y transformarlos.

—Ah, una reparación de envergadura. No es ningún problema. ¿En qué se supone que acabarán convertidos?

—¿Solo entre nosotros, sir Abhay?

El ejecutivo miró al espía como si preguntase: ¿qué clase de tipos cree que somos?

—Lo que se dice en Brooks’s no sale de Brooks’s —murmuró Cranford.

—Verá, cada uno de ellos se convertirá en una base flotante para los SEAL de la marina norteamericana. Inofensivos por fuera, pero no tan inofensivos por dentro.

Sir Abhay Varma mostró una expresión complacida.

—Vaya, algo peligroso, ¿verdad? Eso clarifica un poco las cosas. Una reconversión total. En ese caso no le recomiendo ningún buque tanque. La forma equivocada, un trabajo de limpieza imposible y demasiadas tuberías. Lo mismo vale para los que transportan mineral. La forma correcta pero por lo general enormes, mucho más grandes de lo que quiere. Yo me inclinaría por una nave para carga seca, que transporte cereales, un excedente de alguna flota. Limpio, seco, fácil de reconvertir, en el que puedan sacarse las tapas de las bodegas, para que sus muchachos entren y salgan rápidamente.

—¿Puede ayudarme a comprar dos?

—Desde Staplehurst no; solo nos ocupamos de los seguros. Pero, por supuesto, los conocemos a todos en el mercado, en todo el mundo. Le pondré en contacto con mi director general, Paul Agate. Es joven, pero muy inteligente.

Se levantó y le ofreció su tarjeta.

—Mañana pase por la oficina. Paul le recibirá de inmediato. Le dará el mejor consejo que pueda conseguir en la City. Invita la casa. Gracias por la comida, Barry. Saluda al jefe de mi parte.

Salieron a la calle y se separaron.

Juan Cortez acabó su trabajo y salió de las entrañas de un carguero de 4.000 toneladas en el que había realizado su magia. Después de la oscuridad de la cubierta inferior, el sol de otoño lucía brillante. Tanto que se sintió tentado de ponerse el casco de soldador con el visor negro. En cambio, se puso las gafas oscuras y dejó que sus pupilas se acomodasen a la luz.

El mono pringoso se pegaba a su cuerpo casi desnudo bañado en sudor. Debajo del mono solo llevaba los calzoncillos. El calor allá abajo había sido infernal.

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