Cobra

Cobra


Segunda parte: El silbido » Capítulo 4

Página 13 de 44

C

A

P

Í

T

U

L

O

4

En la plaza de Bolívar, llamada así en honor del gran libertador, se alzan algunos de los edificios más antiguos no solo de Bogotá sino de toda Sudamérica. Es el centro de la ciudad vieja.

Los conquistadores llegaron con su desesperada ansia de oro y en nombre de Dios llevaron a los primeros misioneros católicos. Algunos de ellos, todos jesuitas, fundaron en 1604, en una de las esquinas, el colegio de San Bartolomé, y no mucho más allá levantaron la iglesia de San Ignacio, en honor de su fundador Loyola. En otra esquina se encuentra el Provincialato Nacional de la Compañía de Jesús.

Han pasado algunos años desde que el Provincialato se trasladó de forma oficial a un edificio moderno en la parte nueva de la ciudad. Pero con aquel sofocante calor, a pesar de la comodidad del aire acondicionado, el padre provincial, fray Carlos Ruiz, continuaba prefiriendo el frescor de las piedras y las losas del viejo edificio.

Fue allí, en una húmeda mañana de diciembre de aquel año, donde había aceptado recibir al visitante norteamericano. Mientras se sentaba a su mesa de roble, llegada de España hacía tantos años y casi negra por el desgaste, fray Carlos ojeó de nuevo la carta de presentación en la que se solicitaba dicho encuentro. La había enviado su hermano en Cristo, el decano del Boston College; era imposible negarse, pero la curiosidad no es un pecado. ¿Qué podía querer ese hombre?

Un joven novicio hizo pasar a Paul Devereaux. El padre provincial se levantó y cruzó la habitación para saludarlo. El visitante tenía prácticamente su misma edad, las bíblicas tres veintenas y diez; delgado, impecable con camisa de seda, corbata y un traje tropical de color crema. Nada de vaqueros o barba de días, Fray Ruiz no recordaba haber conocido nunca a un espía norteamericano, pero la carta de Boston había sido muy clara.

—Padre, me cuesta preguntarlo tan abiertamente, pero debo hacerlo. ¿Podemos considerar que todo lo que se diga en esta habitación pertenece al secreto de confesión?

Fray Ruiz inclinó la cabeza y señaló a su invitado una silla castellana, con el asiento y el respaldo de cuero crudo. Volvió a ocupar su lugar detrás de la mesa.

—¿En qué puedo ayudarle, hijo mío?

—Se me ha pedido, nada menos que mi presidente, que intente destruir la industria de la cocaína, que está causando un daño irreparable en mi país.

No era necesario dar más explicaciones de por qué estaba en Colombia. La palabra «cocaína» lo aclaraba todo.

—Se ha intentado muchas veces anteriormente. Muchas veces. Pero la demanda en su país es enorme. Si no hubiese ese inagotable deseo por el polvo blanco no habría producción.

—Es verdad —admitió el norteamericano—, la demanda siempre justifica una oferta. Sin embargo, también es válido lo contrario. La oferta siempre crea una demanda. A la larga. Pero si desaparece la oferta la demanda acaba también desapareciendo.

—No funcionó con la Prohibición.

Devereaux ya estaba acostumbrado a este paralelismo. La Prohibición fue un desastre. Solo sirvió para crear un mundo del hampa que, acabada la Ley Seca, se dedicó a todo tipo de actividades delictivas. A lo largo de los años, el coste para Estados Unidos había ascendido a billones de dólares.

—Creemos que esta comparación no es válida, padre. Hay un millar de fuentes que pueden suministrar un vaso de vino o una copa de whisky.

Quería decir: «La cocaína solo procede de aquí». Pero no hacía falta decirlo con tanta claridad.

—Hijo mío, nosotros en la Compañía de Jesús intentamos ser una fuerza en pro del bien. Pero hemos comprendido, después de experiencias terribles, que participar en la política o en los asuntos del Estado suele ser desastroso.

Devereaux había pasado toda su vida en el espionaje. Desde hacía mucho tiempo había llegado a la conclusión de que la mayor agencia de inteligencia en el mundo era la Iglesia católica. Con su omnipresencia lo veía todo; con la confesión lo escuchaba todo. Pensar que a lo largo de un milenio y medio nunca había apoyado o se había opuesto a emperadores y príncipes le resultaba divertido.

—Pero allí donde ven el mal intentan destruirlo, ¿verdad? —señaló.

El padre provincial era demasiado astuto para caer en la trampa.

—¿Qué quiere de la Compañía, hijo mío?

—En Colombia ustedes están en todas partes, padre. El trabajo pastoral lleva a sus jóvenes sacerdotes a todos los rincones de todas las ciudades y pueblos…

—¿Quiere que se conviertan en soplones? ¿Para usted? ¿Tan lejos de Washington? Ellos también respetan el secreto de la confesión. Lo que se les dice en el confesonario no se puede revelar.

—¿Y si un barco navega con una carga de veneno para destruir muchas vidas jóvenes y dejar en su estela un rastro de miseria? ¿También ese conocimiento es sagrado?

—Ambos sabemos que el confesonario es un lugar sacrosanto.

—Pero un barco no puede confesar, padre. Le doy mi palabra de que no morirá ni un solo marinero. Interceptar y confiscar es lo único que pretendo.

Devereaux sabía que él también tendría que confesarse del pecado de mentir. Con otro sacerdote, muy lejos. Pero no aquí. No ahora.

—Lo que me pide podría ser extremadamente peligroso; los hombres que están detrás de este comercio, por horrible que sea llamarlo así, no tienen el menor escrúpulo y son muy violentos.

La respuesta del norteamericano fue sacar un objeto del bolsillo. Era un teléfono móvil pequeño y compacto.

—Padre, ambos nos criamos mucho antes de que se inventasen estos aparatos. Ahora los tienen todos los jóvenes y la mayoría de los no tan jóvenes. Para enviar un mensaje breve no es necesario hablar…

—Sé qué son los mensajes de texto, hijo mío.

—Entonces sabrá que existen los móviles cifrados. El cártel ni siquiera logrará interceptarlos. Lo único que pido es el nombre del barco que lleva el veneno a bordo con rumbo a mi país para destruir a los jóvenes. Por una ganancia. Por dinero.

El padre provincial se permitió una ligera sonrisa.

—Es un buen abogado, hijo mío.

Cobra jugó la última carta que le quedaba.

—En la ciudad de Cartagena hay una estatua a san Pedro Claver de la Compañía de Jesús.

—Por supuesto. Le reverenciamos.

—Hace algunos siglos luchó contra la esclavitud. Los traficantes de esclavos le martirizaron. Padre, se lo suplico. Traficar con drogas es tan malo como hacerlo con esclavos. Ambos ganan con la miseria humana. Lo que esclaviza no tiene por qué ser un hombre; puede ser un narcótico. Los esclavistas cogen los cuerpos de los jóvenes y los explotan. Los narcóticos se apoderan del alma.

El padre provincial miró durante unos minutos a través de la ventana hacia la plaza de Simón Bolívar, un hombre que libertaba a las personas.

—Desearía rezar, hijo mío. ¿Puede volver dentro de dos horas?

Devereaux tomó una comida ligera a la sombra de la marquesina de un café en una calle que daba a la plaza. Cuando volvió al Provincialato, la máxima autoridad de todos los jesuitas de Colombia había tomado su decisión.

—No puedo ordenar lo que me pide. Pero puedo explicar a mis párrocos lo que pide. Mientras no se rompa el secreto de confesión, pueden decidir ellos mismos. Tiene mi permiso para distribuir sus pequeños artilugios.

De entre todos sus colegas en el cártel, Alfredo Suárez tenía que trabajar en estrecho contacto con José María Largo, el encargado de la comercialización. Se trataba de seguir el rastro de todas las cargas, hasta el último kilo. Suárez las despachaba, una remesa tras otra, pero era vital saber cuánta llegaba al lugar donde se entregaba a la mafia compradora y cuánta era interceptada por las fuerzas de la ley y el orden.

Por fortuna, todas las interceptaciones importantes que realizaban las FLO se comunicaban de inmediato a los medios, para que las proclamasen a los cuatro vientos. Querían adjudicarse los méritos y recibir el agradecimiento de los gobiernos, siempre con la intención de ampliar sus presupuestos. Las reglas de Largo eran sencillas y a prueba de riesgos. A los grandes clientes se les permitía pagar el cincuenta por ciento del precio de la carga (fijado por el cártel) al realizar el pedido. El saldo se pagaba a la entrega, que suponía el cambio de propietario. Los compradores pequeños tenían que pagar el total con un depósito no negociable.

Si las bandas y las mafias nacionales conseguían cobrar precios astronómicos en la calle, era asunto suyo. Si eran poco precavidas o tenían agentes de la policía infiltrados y perdían la compra, también era asunto suyo. Si les decomisaban la carga después de la entrega tenían la obligación de pagar igualmente.

Era necesario tomar medidas cuando una banda extranjera, que aún adeudaba el cincuenta por ciento restante, perdía su compra a manos de la policía y se negaba a pagar. El Don era un acérrimo partidario de los escarmientos más horribles. El cártel se volvía paranoico en dos circunstancias: con el robo de la droga y con la traición de los soplones. Ninguna de las dos se perdonaba ni olvidaba, sin importar el coste de la retribución. Era la ley del Don… y funcionaba.

A Suárez le bastaba hablar con su colega Largo para saber con exactitud cuánto de lo que enviaba se interceptaba antes del lugar de entrega.

De ese modo descubría qué embarcaciones tenían mayores posibilidades de pasar y cuáles menos.

Hacia finales de 2010 calculó que las interceptaciones se mantenían dentro de los márgenes habituales: entre un diez y un quince por ciento. A la vista de los enormes beneficios, eran bastante aceptables. Sin embargo, siempre había deseado reducir el porcentaje de interceptaciones a una sola cifra. Si se interceptaba la cocaína mientras estaba en posesión del cártel, la pérdida era de ellos. Y al Don no le agradaba.

El predecesor de Suárez, descuartizado y que estaba pudriéndose debajo de un nuevo edificio de apartamentos, se había decantado, con el cambio de siglo una década atrás, por los submarinos. La ingeniosa idea consistía en construir en ríos ocultos cascos de sumergibles que, impulsados por un motor diésel, podían llevar una tripulación de cuatro hombres y hasta diez toneladas de carga, junto con comida y combustible. Después se sumergían a profundidad de periscopio.

Ni siquiera las mejores de estas naves llegaron nunca a tal profundidad. No lo necesitaban. Lo único que se apreciaba por encima de la superficie era una cúpula de plástico donde asomaba la cabeza del patrón, para que pudiese pilotar, y un tubo por el que entraba el aire para el motor y los tripulantes.

La idea era que estos sumergibles invisibles navegasen lentos pero seguros por la costa del Pacífico desde Colombia hasta el norte de México y allí entregaran grandes cargamentos a las mafias mexicanas, que ya se encargarían de llevarlos el resto del camino y cruzar la frontera de Estados Unidos. Funcionaron… durante un tiempo. Luego llegó el desastre.

El genio encargado del diseño y la construcción era Enrique Portocarrero, que se hacía pasar por un inocente pescador camaronero de Buenaventura, en el sur de la costa del Pacífico. Pero el coronel Dos Santos lo detuvo.

Ya fuese porque hablase bajo «presión» o porque le hubiesen seguido el rastro, descubrieron el astillero principal de los submarinos y la marina entró en acción. Cuando el capitán Germán Borrero acabó el trabajo, los sesenta sumergibles en distintas etapas de construcción habían quedado reducidos a ruinas humeantes. La pérdida para el cártel fue enorme.

El segundo error del predecesor de Suárez fue enviar la mayor parte del cargamento destinado a Estados Unidos y a Europa con mulas, que llevaban uno o dos kilos cada una. Aquello significaba utilizar a miles de personas para llevar únicamente un par de toneladas.

Debido a que el islamismo fundamentalista había motivado un aumento de la seguridad en el mundo occidental, cada vez era mayor el número de maletas que pasaban por los aparatos de rayos X y que por tanto descubrían su contenido ilegal. Entonces se optó por transportar las cargas en el estómago. Los idiotas dispuestos a correr ese riego se anestesiaban la garganta con novocaína y después se tragaban hasta cien cápsulas que contenían unos diez gramos cada una.

A algunos les estallaban en el estómago y acababan su vida entre espumarajos, tirados en el suelo de algún aeropuerto. A otros los denunciaban las azafatas, alertadas porque no pudiesen comer ni beber durante los vuelos de larga distancia. Se los llevaban a una sala, les hacían tragar jarabe de higos y los sentaban en un váter con un filtro en el fondo. Las cárceles europeas y norteamericanas estaban abarrotadas de tipos como ellos. Sin embargo, más de un ochenta por ciento de mulas conseguían pasar gracias a la obsesión occidental por los derechos civiles. En ese momento, el predecesor de Suárez tuvo su segunda racha de mala suerte.

La habían diseñado en Manchester, Inglaterra, y funcionaba. Se trataba de una nueva máquina de rayos X que desnudaba virtualmente el cuerpo. No solo mostraba al pasajero como si estuviese desnudo; también se veían los implantes, el conducto anal y el contenido de las entrañas. La máquina era tan silenciosa que podía instalarse debajo del mostrador del funcionario encargado de controlar los pasaportes, de forma que otro agente, en otra habitación, podía observar al pasajero, desde el tórax hasta las pantorrillas. A medida que aumentaba el número de aeropuertos y terminales marítimas occidentales que los instalaban, el promedio de detención de las mulas creció de forma exponencial.

Por fin, el Don dijo basta. Ordenó que cambiaran al encargado de dicha división… de forma permanente. Suárez ocupó el cargo.

Era un hombre que se dedicaba a fondo a su trabajo y con cifras demostró con toda claridad cuáles eran las mejores rutas. Para Estados Unidos utilizaba naves de superficie o aviones que cruzaban el Caribe e iban hasta el norte de México o a la costa sur de Estados Unidos. Los cargueros mercantes transportaban las cargas la mayor parte de la travesía; después, las trasladaban en alta mar a alguna de las embarcaciones privadas que abundaban en ambas costas: pesqueros, lanchas rápidas, yates o cruceros.

Para Europa se inclinaba a todas luces por nuevas rutas; no las que iban directamente desde el Caribe a Europa Occidental o del Norte, donde las capturas ascendían a un veinte por ciento, sino al este, al anillo de estados fallidos de la costa occidental de África. Una vez entregadas las cargas y recibido el pago que se le debía al cártel, era asunto de los compradores dividir los cargamentos y llevarlos al norte a través del desierto hasta la costa mediterránea y a continuación al sur de Europa. En cuanto al destino, su preferido era Guinea-Bissau, la pequeña antigua colonia portuguesa asolada por la guerra civil y donde el narcotráfico no encontraba el menor obstáculo.

Esta fue la misma conclusión a la que estaba llegando Cal Dexter mientras charlaba en Viena con Walter Kemp, el canadiense cazador de narcotraficantes de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito. Las cifras de la UNODC casi coincidían con las de Tim Manhire en Lisboa.

África Occidental, que hacía tan solo unos años recibía el veinte por ciento de la cocaína colombiana con destino a Europa, ahora estaba recibiendo el cincuenta. Lo que ninguno de los hombres que compartían la mesa de un café en el Prater sabía era que Alfredo Suárez había aumentado el porcentaje hasta el setenta.

Había siete repúblicas en la costa de África Occidental que para la policía eran «de interés»: Senegal, Gambia, Guinea-Bissau, Guinea-Conakry (antigua Guinea Francesa), Sierra Leona, Liberia y Ghana.

Después de transportarla por vía aérea o marítima a través del Atlántico hasta África Occidental, la cocaína viajaba hacia el norte por un centenar de rutas y métodos distintos. Algunas cargas llegaban a bordo de pesqueros; costeaban hasta Marruecos y luego seguían por el viejo camino de la marihuana. Otras cargas se llevaban en avión a través del Sáhara hasta la costa norteafricana y de allí en embarcaciones más pequeñas para entregarlas a la mafia española por el estrecho de Gibraltar, o a la ‘Ndrangheta calabresa que esperaba en el puerto de Gioia Tauro.

Algunos envíos iban por la agotadora vía terrestre que cruzaba el Sáhara de sur a norte. También era muy interesante la línea aérea libia Afriqiyah, que unía las doce ciudades más importantes de África Occidental con Trípoli, a un paso de Europa.

—Cuando se trata del transporte a Europa —comentó Kemp—, todos trabajan unidos. Pero cuando se trata de recibir los envíos a través del Atlántico, Guinea-Bissau se lleva la palma.

—Quizá debería ir hasta allí para echar una ojeada —se planteó Dexter.

—Si lo hace —dijo el canadiense—, tenga mucho cuidado. Invéntese una buena tapadera. También sería una medida prudente llevarse algún refuerzo. Aunque el mejor camuflaje es ser negro, por supuesto. ¿Puede conseguirlo?

—No a este lado del charco.

Kemp escribió un nombre y un número en una servilleta de papel.

—Pruebe con él en Londres. Es amigo mío. Pertenece a la SOCA. Buena suerte. La necesitará.

Cal Dexter no sabía nada de la Agencia contra el Crimen Organizado británica, pero estaba a punto de saberlo. Para el anochecer estaba de nuevo en el hotel Montcalm.

TAP, la compañía aérea portuguesa, ofrecía el mejor servicio de viajes a las antiguas colonias lusitanas. Con el visado pertinente, vacunado en el Instituto de Medicina Tropical contra todo lo imaginable y acreditado con una carta de Bird Life International como un reputado ornitólogo especializado en el estudio de aves acuáticas que invernaban en África Occidental, una semana más tarde el «doctor» Calvin Dexter salió de Lisboa en un vuelo nocturno de TAP con destino a Guinea-Bissau.

Sentados en las butacas a su espalda iban dos cabos del regimiento de paracaidistas británico. Se había enterado de que la SOCA, bajo un único estandarte, agrupaba a casi todas las agencias relacionadas con el crimen organizado y el antiterrorismo. En la red de contactos disponibles para un amigo de Walter Kemp había un militar que había pasado la mayor parte de su carrera en el Tercer Batallón del regimiento de paracaidistas. Había sido él quien había encontrado a Jerry y Bill en el cuartel general de Colchester. Se habían ofrecido voluntarios.

Ya no eran Jerry y Bill. Eran Kwame y Kofi. Sus pasaportes decían que eran ghaneses y otros documentos certificaban que ambos trabajaban para Bird Life International en Accra. En realidad eran tan británicos como el castillo de Windsor, pero ambos tenían padres nacidos en Granada, el pequeño país del Caribe. Por lo tanto, siempre que nadie les interrogase en twi, eweh o ashanti, todo iría bien. Tampoco hablaban ni portugués ni criollo, pero desde luego tenían todo el aspecto de africanos.

El avión de TAP aterrizó en el aeropuerto de Bissau pasada la medianoche. La mayoría de los pasajeros continuaban viaje a Santo Tomé, así que solo un pequeño grupo salió de la sala de tránsito para ir hacia el control de pasaportes. Dexter encabezaba la marcha.

El agente miró cada página de su nuevo pasaporte canadiense, tomó nota del visado de Guinea, se guardó el billete de veinte euros y le autorizó a pasar con un gesto. Señaló a sus dos compañeros.

Avec moi —dijo Dexter—. Conmigo.

El francés no es portugués ni tampoco español, pero el significado era claro. Además mostraba muy buen humor. El buen humor casi siempre funciona. Un oficial se acercó.

Qu’est-ce que vous faites en Guinée? —preguntó.

Dexter fingió estar encantado. Buscó en su bolsa un puñado de folletos que mostraban garzas, espátulas y algunas otras de las setecientas mil aves acuáticas invernantes de los inmensos pantanos y humedales de Guinea-Bissau. En los ojos del oficial apareció una mirada de aburrimiento. Les autorizó a pasar.

Fuera no había taxis. Pero había una furgoneta con un conductor, y un billete de cincuenta euros da para mucho en estos lugares.

—¿Hotel Malaika? —preguntó Dexter, esperanzado.

El conductor asintió.

A medida que se acercaban a la ciudad, Dexter advirtió que estaba casi a oscuras. Solo se veían algunos puntos iluminados. ¿El toque de queda? No; no había suministro eléctrico. Únicamente los edificios con generadores privados disponían de luz o de energía eléctrica durante todo el día. Por fortuna, el hotel Malaika era uno de ellos. Los tres se inscribieron en el registro y se retiraron a sus habitaciones para lo que quedaba de la noche. Minutos antes del alba alguien asesinó al presidente.

Jeremy Bishop, el experto informático del Proyecto Cobra, fue el primero en ver el nombre. De la misma manera que las personas obsesionadas con el conocimiento general buscaban en los diccionarios, las enciclopedias y los atlas hechos sobre los que nunca les preguntaría nadie, Bishop, que no tenía vida social en absoluto, pasaba su tiempo libre navegando por el ciberespacio. Nada de pasearse por la red; aquello era demasiado sencillo. Tenía la costumbre de infiltrarse sin el menor esfuerzo y de forma inadvertida en las bases de datos de otras personas, para ver qué había allí.

A última hora de un sábado por la tarde, cuando la mayoría de la gente de Washington se había marchado y estaba disfrutando del comienzo de las vacaciones, él estaba delante de su ordenador mirando las listas de las llegadas y salidas del aeropuerto de Bogotá. Había un nombre que aparecía una y otra vez. Quienquiera que fuese volaba de Bogotá a Madrid cada quince días.

Siempre regresaba en menos de tres días; por lo tanto, su estancia en la capital española no superaba las cincuenta horas. No era suficiente para unas vacaciones, pero era demasiado para una escala hacia otro destino.

Bishop buscó el nombre en la lista de aquellos que de alguna manera pudiesen estar relacionados con la cocaína; la policía colombiana se la había mandado a la DEA y esta la había copiado para el cuartel general de Cobra. No figuraba en ella.

Entró en la base de datos de Iberia, la compañía área que el hombre utilizaba en todos sus viajes. El nombre apareció en la lista de «pasajeros frecuentes», la cual le otorgaba ciertos privilegios como disponer siempre de asiento y que sus reservas para el vuelo de vuelta se hicieran de forma automática, a menos que él mismo las cancelase.

Bishop aprovechó su autorización para ponerse en contacto con los agentes de la DEA en Bogotá y con el equipo de la SOCA británica en la misma ciudad. Ninguna de las dos delegaciones lo conocía, pero la DEA consultó las bases de datos locales y le informó que se trataba de un abogado con una excelente reputación y que nunca se había ocupado de casos penales. Había topado con un muro, pero devorado por la curiosidad, finalmente se lo comentó a Devereaux.

Cobra escuchó la información pero no consideró necesario dedicarle demasiados esfuerzos. Era un disparo demasiado a ciegas. De todas maneras, una rápida consulta con Madrid no haría daño a nadie. A través de la delegación de la DEA en España, Devereaux solicitó que en la próxima visita siguiesen al hombre con discreción. Agradecería saber dónde se alojaba, adónde iba, qué hacía y con quién se encontraba. Con resignación, los norteamericanos que estaban en Madrid aceptaron pedir el favor a sus colegas españoles.

En Madrid, la lucha contra el narcotráfico está a cargo de la Unidad de Drogas y Crimen Organizado, la UDYCO. La petición acabó en la mesa del inspector Francisco Ortega, Paco.

Como todos los policías, Paco Ortega opinaba que trabajaba demasiado, le faltaban recursos y estaba mal pagado. Sin embargo, si los yanquis querían que siguiese a un colombiano, no podía negarse. Aunque el Reino Unido era el mayor consumidor de cocaína en Europa, España era el principal punto de entrada y sus redes de narcotraficantes estaban muy bien organizadas. Gracias a sus enormes recursos, los norteamericanos interceptaban alguna información que valía su peso en oro y la compartían con la UDYCO. Tomó nota para disponer que, dentro de diez días, cuando el colombiano llegase de nuevo, le siguieran con toda discreción.

Ninguno de ellos, Bishop, Devereaux ni Ortega, podía saber que Julio Luz era el único miembro de la Hermandad que nunca había llamado la atención de la policía colombiana. El coronel Dos Santos sabía quiénes eran todos los demás, pero no quién era el abogado y el blanqueador del dinero.

Para el mediodía, después de que Cal Dexter y su equipo llegaran a la ciudad de Bissau, se había aclarado el asesinato del presidente y se había calmado la situación. Después de todo, no se trataba de otro golpe de Estado.

El asesino había sido el amante de la esposa, que era mucho más joven que el viejo tirano. A media mañana, la pareja había desaparecido en las tierras del norte; nunca más se les volvería a ver. La solidaridad de la tribu les protegería como si nunca hubiesen existido.

El presidente había pertenecido a la tribu papel; su bella esposa era balanta, al igual que su amante. La mayoría del ejército también era balanta y no tenía la intención de perseguir a uno de los suyos. Además, el presidente nunca había sido muy popular. No tardarían en designar a otro. El poder real estaba en manos del comandante del ejército y jefe del Estado Mayor.

Dexter alquiló un todoterreno blanco en Mavegro Trading, cuyo amable propietario holandés le puso en contacto con un hombre que alquilaba una embarcación pequeña. Iba equipada con un motor fuera borda y el remolque para transportarla.

Por último, Dexter alquiló una casa aislada enfrente del estadio deportivo construido hacía poco por los chinos que, con mucha discreción, estaban recolonizando grandes zonas de África. Él y sus dos ayudantes dejaron el Malaika y se instalaron en la casa.

En el trayecto desde el hotel a la casa tuvieron que esquivar un jeep Wrangler que se les cruzó en el camino en una intersección. En solo dos días, Dexter había aprendido que no había policía de tráfico y que los semáforos casi nunca funcionaban.

Mientras el todoterreno y el jeep pasaban a unos centímetros el uno del otro, el pasajero junto al conductor del Wrangler miró a Dexter desde detrás de unas gafas de sol. Al igual que el conductor, no era ni europeo ni africano. Moreno, de pelo negro con una coleta y cadenas de oro alrededor del cuello. Colombiano.

Ir a la siguiente página

Report Page