Cobra

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Segunda parte: El silbido » Capítulo 5

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Guy Dawson se colocó en fila, pisó el freno con suavidad, observó de nuevo el panel de instrumentos, miró la pista que resplandecía bajo la luz del sol, solicitó la autorización a la torre y esperó el «Despejado para el despegue».

Cuando llegó la señal, Dawson movió los dos aceleradores hacia delante. Detrás, los dos motores Rolls-Royce Spey cambiaron su tono de gemido por un tremendo rugido y el viejo Blackburn Buccaneer comenzó a rodar. Era un momento con el que el veterano piloto siempre disfrutaba.

A velocidad de despegue, el antiguo bombardero ligero de la marina se volvió suave al tacto, cesó el retumbar de las ruedas y se elevó hacia el amplio y azul cielo africano. Muy atrás, cada vez más pequeña, Thunder City, la empresa de aviación privada del Aeropuerto Internacional de Ciudad del Cabo, acabó por desaparecer. Sin dejar de ascender, Dawson puso rumbo, en primer lugar, hacia Windhoek, Namibia, la etapa más corta y fácil de su largo viaje al norte.

Dawson únicamente tenía un año más que el veterano avión de combate que pilotaba. Había nacido en 1961 cuando el Buccaneer era todavía un prototipo. Inició su extraordinaria carrera al año siguiente, cuando entró en servicio en las escuadrillas de las Fuerzas Aéreas de la Armada británica. Diseñado en un principio para enfrentarse con los cruceros soviéticos de la clase Sverdlov, resultó ser tan bueno en su trabajo que acabó permaneciendo en servicio hasta 1994.

Las Fuerzas Aéreas de la Armada lo utilizaron en los portaaviones hasta 1978. En 1969, la envidiosa RAF desarrolló la versión terrestre, que también fue retirada en 1994. En ese período, Sudáfrica compró dieciséis aparatos, que estuvieron operativos hasta 1991. Lo que ni siquiera los forofos de la aviación sabían era que fue el avión que transportaba las bombas atómicas sudafricanas hasta que, en vísperas de la «revolución del arco iris», la Sudáfrica blanca mandó destruirlos (excepto los tres que se conservan como piezas de museo) y dio de baja al Buccaneer. El que pilotaba Guy Dawson aquella mañana de enero de 2011 era uno de los últimos tres que volaban en todo el mundo, rescatado por los entusiastas de los aviones de guerra y que Thunder City utilizaba para vuelos turísticos.

Todavía ascendiendo, Dawson se desvió del Atlántico Sur y fue casi en línea recta al norte, hacia las vacías arenas ocres de Namaqualand y Namibia.

El aparato, la versión S.2 de la RAF, podía subir hasta casi 12.000 metros de altitud, volar a una velocidad de Mach 1.8, con un consumo de casi cuarenta kilos de combustible por minuto. Para este corto tramo tendría de sobra. Con ocho depósitos llenos, además del depósito en el compartimiento de las bombas y otros dos depósitos debajo de las alas, su Bucc podía llevar la carga completa de 10.500 kilos, lo que le daba una autonomía de vuelo de 2.266 millas náuticas. Windhoek estaba muy por debajo de las mil.

Guy Dawson era un hombre feliz. Como joven piloto de la fuerza aérea sudafricana lo habían destinado en 1985 al 24 Escuadrón, la crema de la crema a pesar de que también estaban ya en servicio los cazas Mirage franceses, mucho más rápidos. Pero el Bucc, un veterano de veinte años, era especial.

Una de sus características más curiosas era que el compartimiento de las bombas se cerraba totalmente con una puerta giratoria. En un bombardero ligero de este tamaño, la mayoría de la munición se llevaba debajo de las alas. Pero tener las bombas dentro dejaba el exterior limpio y mejoraba la autonomía de vuelo y la velocidad.

Los sudafricanos se encargaron de ampliar todavía más el compartimiento, para instalar las bombas atómicas que habían fabricado en secreto durante años con la ayuda de los israelíes. Una de las modificaciones fue incorporar otro enorme depósito de combustible en el compartimiento oculto y dar al Bucc una autonomía de vuelo inigualable. Fue con esa autonomía y esa resistencia que daban al Bucc horas de «ocio» en el cielo, las razones por las que un discreto y nervudo norteamericano llamado Dexter, que había visitado Thunder City en diciembre, se decidiese por este aparato.

En realidad, Dawson no quería alquilar a la niña de sus ojos, pero la crisis económica global había reducido su fondo de pensiones a una pequeña parte de lo que esperaba para su retiro y la oferta del norteamericano era demasiado tentadora. Firmó un contrato de alquiler por un año por una cantidad que sacaría de apuros a Guy Dawson.

Había decidido pilotar él mismo su avión hasta Gran Bretaña. Sabía que existía un grupo de entusiastas del Bucc que tenían su base en un viejo campo de aviación de la Segunda Guerra Mundial en Scampton, Lincolnshire. Ellos también estaban restaurando un par de Buccaneers, pero aún no los habían terminado. Se había enterado porque los dos grupos de entusiastas estaban en contacto permanente, y el norteamericano también estaba al corriente de ello.

El viaje de Dawson sería arduo y largo. Últimamente, el asiento del navegante a su espalda lo utilizaban los turistas de pago, pero gracias a la tecnología GPS volaría en solitario desde Windhoek a través del Atlántico Sur hasta la pequeña mancha de la isla Ascensión, una propiedad británica en medio de la nada.

Tras descansar una noche y repostar, volaría de nuevo al norte hasta el aeropuerto de Sal en las islas de Cabo Verde, de allí a la isla española de Gran Canaria y por último a Scampton, en el Reino Unido.

Guy Dawson sabía que su patrón norteamericano había establecido líneas de crédito en cada etapa, para cubrir los gastos de combustible y alojamiento. No sabía por qué Dexter había escogido el antiguo avión de combate de la marina.

Había tres razones.

Dexter había buscado por todas partes, y sobre todo en su propio país, donde existía una gran afición por los viejos aviones de guerra que se mantenían en condiciones de vuelo. Se había decidido por el Buccaneer sudafricano porque era anónimo. Podía pasar por una vieja pieza de museo que se llevaba de un lugar a otro para exhibirla.

Era fácil de mantener y muy resistente, prácticamente indestructible. Además, podía permanecer en el aire durante horas y horas.

Pero lo que solo él y Cobra sabían, mientras Guy Dawson llevaba a su criatura de nuevo a su tierra natal, era que este Buccaneer no acabaría en un museo. Volvía a la guerra.

Cuando el señor Julio Luz aterrizó en la Terminal 4 del aeropuerto de Barajas, en Madrid, un día de febrero de 2011, el comité de recepción era algo más numeroso.

Cal Dexter le esperaba en el vestíbulo con el inspector Paco Ortega mientras los pasajeros salían por las puertas del control de aduanas. Ambos estaban en un quiosco de prensa; Dexter de espaldas al objetivo y Ortega pasando las páginas de una revista.

Años atrás, después de pasar por el ejército y por la facultad de derecho, cuando trabajaba de abogado de oficio en Nueva York, Cal Dexter tenía tantos «clientes» hispanos que comprendió la utilidad de aprender español. Y así lo hizo. Ortega estaba impresionado. Era muy difícil encontrar a un yanqui que hablase un castellano decente, pero eso le permitía no tener que esforzarse en hablar inglés.

—Es aquel —murmuró sin moverse.

Dexter lo identificó fácilmente. Su colega Bishop había descargado una foto de los archivos del Colegio de Abogados de Bogotá.

El colombiano siguió la rutina habitual. Subió a la limusina del hotel con su maletín, dejó que el chófer guardase la maleta en el maletero y se relajó durante el trayecto hasta la plaza de las Cortes. El coche de la policía de incógnito adelantó a la limusina y Dexter, que ya se había registrado antes, llegó primero al hotel.

Dexter se había llevado a Madrid un equipo de tres personas, todos del FBI. Los federales habían sentido curiosidad, pero la autorización presidencial acalló todas las preguntas y objeciones. Uno de los miembros tenía la habilidad de abrir cualquier cerradura, y rápido. Dexter había insistido en la rapidez. Le explicó el tipo de problemas que podría encontrarse, pero el cerrajero simplemente se encogió de hombros. ¿Eso era todo?

El segundo hombre podía abrir sobres, escanear el contenido en apenas segundos y volver a cerrarlo sin que se notase nada. El tercero no era más que el centinela. No se alojaban en el Villa Real sino doscientos metros más allá, siempre atentos a una llamada del móvil.

Dexter se encontraba en el vestíbulo cuando llegó el colombiano. Sabía cuál era la habitación del abogado y había comprobado el acceso. Habían tenido suerte. Estaba al final de un largo pasillo, lejos de la puerta de los ascensores, lo cual disminuía el riesgo de una súbita e inesperada aparición.

Cuando se trataba de vigilar a un objetivo, Dexter había aprendido hacía tiempo que el hombre de la gabardina que simulaba leer un periódico en una esquina o estaba en un portal sin motivo alguno era tan visible como un rinoceronte en el jardín de una vicaría. Prefería ocultarse a plena vista.

Vestía una camisa chillona, se inclinaba sobre el ordenador portátil y hablaba por el móvil en voz muy alta con una persona a la que llamaba «mi preciosa conejita». Luz lo miró un segundo, lo examinó y perdió todo interés.

Aquel hombre era totalmente previsible. Se registró, tomó una comida ligera en su habitación y se quedó allí para disfrutar de una buena siesta. A las cuatro apareció en el café East 47, pidió una tetera de Earl Grey y reservó una mesa para la cena. Al parecer, que hubiera otros excelentes restaurantes en Madrid y que hiciera una noche preciosa aunque fresca, se le escapaba.

Unos minutos más tarde, Dexter y su equipo estaban en el pasillo. El centinela se apostó delante de la puerta del ascensor. Cada vez que alguien subía y esperaba con la puerta abierta, el hombre indicaba con un gesto que bajaba. Entre sonrisas corteses, la puerta se cerraba de nuevo. Cuando el ascensor bajaba, la pantomima se repetía a la inversa. Prescindía del consabido atarse y desatarse los cordones de los zapatos.

El cerrajero, con un artilugio de última tecnología, tardó dieciocho segundos en abrir la cerradura electrónica de la suite. En el interior, los tres hombres trabajaron deprisa. La maleta estaba deshecha y el contenido colgado en el armario o colocado pulcramente en los cajones. El maletín estaba sobre una cómoda.

Tenía una cerradura de combinación con números que iban del cero al nueve. El cerrajero se colocó un estetoscopio en los oídos, comenzó a girar las ruedas con mucho cuidado y escuchó. Uno tras otro los números ocuparon el lugar correspondiente y los cierres se abrieron.

El interior contenía principalmente documentos. Pusieron en marcha el escáner. Unas manos con guantes de seda blancos lo copiaron todo en una memoria USB. No había ninguna carta. Dexter, también con guantes, buscó en los bolsillos del maletín. Ninguna carta. Señaló los armarios. Había seis en la suite. La caja de seguridad estaba en un armario debajo de la pantalla de plasma.

Era una buena caja pero no estaba diseñada para resistir la tecnología, la habilidad y la experiencia del hombre que practicaba y enseñaba este oficio en los laboratorios de Quantico. La combinación estaba formada por los cuatro primeros dígitos del número de asociado de Julio Luz al Colegio de Abogados de Bogotá. El sobre estaba en el interior; largo, rígido, de color crema.

Estaba cerrado con su propia goma, pero también había una tira de cinta adhesiva transparente sobre la solapa. El experto lo observó durante unos segundos, sacó un instrumento de su maletín y lo empleó para planchar los adhesivos como quien plancha el cuello de una camisa. Cuando acabó, la solapa del sobre se abrió sin resistencia.

Los guantes blancos sacaron las tres hojas de papel dobladas. Con una lente de aumento, el experto buscó cualquier cabello humano o un algodón muy fino que pudiesen haber puesto como una trampa. No había nada. Era obvio que el remitente confiaba en el abogado para que entregase su misiva intacta a la señorita Letizia Arenal.

Copiaron la carta y la devolvieron a su sitio; cerraron de nuevo el sobre con un líquido transparente. Volvieron a colocar la carta en la caja en el mismo lugar donde estaba antes; cerraron la caja con las ruedas de la combinación en la misma posición anterior. Luego los tres recogieron sus equipos y se marcharon.

Desde la puerta del ascensor el centinela sacudió la cabeza. Ninguna señal del objetivo. En aquel momento llegó el ascensor y se detuvo. Los cuatro hombres se apresuraron a salir por la puerta de la escalera y bajaron a pie. Tuvieron suerte; cuando se abrió la puerta, el señor Luz salió del ascensor para ir de vuelta a su habitación, tomar un baño perfumado y ver la televisión antes de la cena.

Dexter y su equipo fueron a su habitación, donde vaciaron el contenido de su maletín. Le daría al inspector Ortega todo lo que habían encontrado excepto la carta, que leyó de inmediato.

No bajó al comedor, pero apostó a dos de los suyos en una mesa suficientemente alejada de la de Luz. Informaron que la muchacha llegó puntual, cenó, cogió la carta, dio las gracias al mensajero y se marchó.

A la mañana siguiente, Cal Dexter se encargó del turno del desayuno. Vio que Luz ocupaba una mesa para dos junto a la pared. La muchacha se reunió con él y le entregó una carta que Luz guardó en el bolsillo interior de su chaqueta. La joven tomó un café, le dio las gracias con una sonrisa y se fue.

Dexter esperó hasta que el colombiano se hubo marchado, y antes de que el camarero llegase a la mesa desocupada, él mismo pasó junto a ella y fingió que tropezaba. La cafetera casi vacía del colombiano cayó sobre la moqueta. Maldijo en voz alta su torpeza y cogió una servilleta para limpiar la mancha. Un camarero se apresuró a insistir en que era su tarea. Mientras el joven agachaba la cabeza, Dexter deslizó una servilleta sobre la taza que había usado la muchacha, la envolvió y se la guardó en el bolsillo del pantalón.

Tras más disculpas y muchos «de nada, señor», se marchó del comedor.

—Desearía —dijo Paco Ortega mientras veían cómo Julio Luz desaparecía en el interior del Banco Guzmán— que nos permitiese detenerlos a todos.

—Ya llegará el momento, Paco —respondió el norteamericano—. Tendrá su detención. Pero todavía no. Esta operación de blanqueo de dinero es importante. Muy importante. Hay otros bancos en otros países. Los queremos a todos. Nos coordinaremos y los pillaremos a todos.

Ortega asintió de mala gana. Como cualquier inspector había realizado operaciones de vigilancia que habían durado meses antes de poder dar el golpe definitivo. Tener paciencia era esencial pero no por ello menos frustrante.

Dexter mentía. No tenía conocimiento de ninguna otra operación de blanqueo como la de Luz con el Banco Guzmán. Pero no podía divulgar la tormenta que desataría el Proyecto Cobra cuando el hombre de ojos fríos que estaba en Washington estuviese preparado.

Ahora deseaba volver a casa. Había leído la carta en su habitación. Era larga, tierna, mostraba preocupación por la seguridad y el bienestar de la muchacha y la firma solo decía «Papá».

Dudaba que Julio Luz se separase de la carta de respuesta en ningún momento del día o la noche. Quizá cuando volase en primera clase hacia Bogotá se quedaría dormido, pero «levantarle» el maletín justo encima de su cabeza con el personal de cabina mirando quedaba descartado.

Dexter únicamente quería descubrir una cosa antes de que se hiciese cualquier detención: ¿quién era Letizia Arenal y quién era «papá»?

El invierno comenzaba a aflojar en Washington cuando Cal Dexter regresó a principios de marzo. Los bosques que cubrían esta parte de Virginia y Maryland junto a la capital estaban a punto de cubrirse con un manto verde.

Desde el astillero Kapoor, al sur de Goa, había llegado un mensaje de McGregor, que continuaba sudando entre el hedor de los productos tóxicos y la malaria. La transformación de los dos barcos estaba prácticamente terminada. Dijo que estarían listos para su nueva función en mayo.

Creía que la nueva función era la que le habían dicho. Un multimillonario consorcio norteamericano quería entrar en el negocio de la búsqueda de tesoros con dos barcos equipados para bucear a grandes profundidades y recuperar pecios. Los sollados serían para los buceadores y las tripulaciones de cubierta. Los talleres se dedicarían al mantenimiento de los equipos y la gran bodega acogería un pequeño helicóptero de rastreo. Todo muy creíble; aunque no era la verdad.

El último paso para transformar unos barcos de transporte de cereales en buques Q[2] tendría lugar en alta mar. Sería cuando los comandos de la marina, bien armados, ocuparían las literas y los talleres; entonces, los arsenales contendrían algunos equipos muy peligrosos. Le agradeció a McGregor su magnífico trabajo y le informó que las dos tripulaciones de marinos mercantes llegarían por vía aérea para hacerse cargo.

La documentación estaba preparada desde hacía tiempo, por si a alguien se le ocurría preguntar. Los barcos anteriores habían desaparecido y los que estaban a punto de zarpar eran los recientemente acondicionados MV

Chesapeake y el MV

Balmoral. Eran propiedad de una compañía con sede en un despacho de abogados en Aruba, navegarían con la bandera de conveniencia de la diminuta isla y se los contrataba para transportar cereales desde el norte rico en trigo al hambriento sur. Sus verdaderos propietarios y propósitos eran desconocidos.

Los laboratorios del FBI habían elaborado el perfil de ADN perfecto de la muchacha de Madrid que había bebido una taza de café en el Villa Real. Cal Dexter no tenía la menor duda de que era colombiana. Y el inspector Ortega se lo había confirmado. Pero había centenares de jóvenes colombianas estudiando en Madrid. Dexter deseaba encontrar a la que se correspondía con dicho ADN.

En teoría, el cincuenta por ciento del ADN procede del padre y Cal estaba convencido de que «Papá» estaba en Colombia. ¿Quién podía pedirle a un destacado personaje del mundo de la cocaína, aunque fuese un «técnico», que hiciese de cartero para él? ¿Por qué no podía utilizar los correos normales? Era un disparo a ciegas pero le formuló una petición al coronel Dos Santos, jefe de Inteligencia de la Policía Antidroga de Colombia. Mientras esperaba la respuesta hizo dos viajes rápidos.

Frente a la costa nordeste de Brasil hay un poco conocido archipiélago de veintiuna islas de las cuales la principal da nombre al grupo: Fernando de Noronha. Tiene una longitud de diez kilómetros y la parte más ancha mide tres kilómetros y medio. La superficie total es de veintiséis kilómetros cuadrados. La única ciudad es Vila dos Remedios.

En otro tiempo había sido una isla cárcel, como la isla del Diablo francesa, y habían talado sus espesos bosques para evitar que los presos pudiesen construir balsas para fugarse. Los matorrales habían reemplazado a los árboles. Algunos brasileños ricos que querían alejarse de todo habían construido allí sus residencias de vacaciones, pero lo que a Dexter le interesaba era el campo de aviación que el Mando de Transporte de las Fuerzas Aéreas norteamericanas había construido allí en 1942. Sería el lugar perfecto para establecer la unidad de la fuerza aérea que utilizaba los aviones de reconocimiento no tripulados Predator o Global Hawk, con su extraordinaria capacidad para permanecer en el aire durante horas equipados con cámaras, radares y sensores de calor. Cal voló con la identidad de un promotor canadiense interesado en construir hoteles turísticos, echó una ojeada, confirmó sus sospechas y emprendió la vuelta. Su segundo viaje fue a Colombia.

A finales de 2009, el presidente Uribe había acabado con el movimiento terrorista de las FARC, que en realidad se dedicaba a los secuestros y a exigir el pago de rescates. Pero sus esfuerzos para terminar con el narcotráfico habían fracasado a causa de don Diego Esteban y el extraordinariamente eficaz cártel que había creado.

Aquel año, Uribe había ofendido a sus vecinos izquierdistas de Venezuela y Bolivia al invitar a tropas norteamericanas a Colombia para que le ayudasen con su tecnología. Les ofrecieron acomodo en siete bases militares colombianas. Una de ellas estaba en Malambo, en la costa norte de Barranquilla. Con la aprobación del Pentágono, Dexter fue allí como un escritor experto en temas de defensa.

Ya que estaba en el país, aprovechó la oportunidad para viajar a Bogotá y conocer al formidable coronel Dos Santos. El ejército norteamericano le llevó hasta el aeropuerto de Barranquilla, donde tomó un vuelo hacia la capital. La diferencia de temperatura entre la cálida costa tropical y la fresca ciudad en las montañas era de veinte grados.

Ni el jefe de la delegación de la DEA norteamericana ni el jefe del equipo de la SOCA británica en Bogotá sabían quién era él o qué estaba preparando Cobra, pero a ambos les habían advertido, desde sus respectivos cuarteles generales en Army Navy Drive y el Albert Embankment, que debían cooperar. Todos ellos hablaban un español muy correcto y Dos Santos se expresaba en un inglés impecable. Se sorprendió cuando Dexter mencionó una muestra de ADN que le habían enviado hacía unos quince días.

—Es curioso que haya llegado usted en este preciso momento —comentó el joven y dinámico policía colombiano—. Esta mañana he encontrado una coincidencia.

Su explicación fue más curiosa que la llegada de Dexter, que no era más que pura casualidad. La tecnología del ADN había tardado en llegar a Colombia, debido a la parsimonia de los gobiernos anteriores al presidido por Álvaro Uribe, pero este había aumentado las partidas presupuestarias.

Dos Santos era un entusiasta lector de todas las publicaciones relacionadas con las nuevas técnicas forenses. Había comprendido, mucho antes que sus colegas, que algún día el ADN sería una herramienta imprescindible para identificar cuerpos, vivos o muertos (y había muchos de estos últimos). Incluso antes de que en los laboratorios de su departamento pudiesen hacerse los análisis, él había comenzado a recoger muestras donde y cuando podía.

Cinco años atrás, un hombre que la división contra el narcotráfico consideraba sospechoso había tenido un accidente de coche. Nunca le habían acusado, nunca le habían condenado y nunca había ido a la cárcel. Cualquier abogado de derechos civiles de Nueva York hubiese conseguido que a Dos Santos le quitasen la placa por lo que hizo.

Él y sus colegas, mucho antes de que el Don crease el cártel, estaban convencidos de que este era un gángster importante. No se le había visto en años, y desde luego, no se había sabido nada de él en los dos últimos. Si era tan importante como sospechaban, debía de vivir en constante movimiento, cambiar a menudo de disfraz y pasar de una casa franca a otra. Debía de comunicarse únicamente con móviles de usar y tirar y debía de cambiarlos continuamente.

Lo que hizo Dos Santos fue ir al hospital y robar las vendas que habían utilizado para limpiar la nariz rota del accidentado. Cuando dispusieron de la tecnología, pudieron identificar y archivar la muestra de ADN. El cincuenta por ciento coincidía con la muestra enviada desde Washington con una petición de ayuda. Buscó en el expediente y dejó una foto sobre la mesa.

El rostro era brutal, lleno de cicatrices, cruel. La nariz rota, los ojos como canicas, el pelo canoso muy corto. Había sido tomada diez años atrás pero la habían «envejecido» para mostrar cómo sería en el presente.

—Estamos convencidos de que forma parte del círculo íntimo del Don, y que está al mando de los agentes que pagan a los oficiales corruptos en el extranjero, los que se encargan de facilitar el paso de los envíos del cártel en los puertos y aeropuertos de Estados Unidos y Europa. Son esos a los que ustedes llaman las ratas.

—¿Podemos encontrarle? —preguntó el hombre de la SOCA.

—No. De lo contrario yo ya lo hubiese hecho. Es de Cartagena y ahora es un perro viejo. Y como a todos los perros viejos no le gusta moverse de donde está cómodo. Pero vive muy oculto, invisible.

Se volvió hacia Dexter, la fuente que le había facilitado la misteriosa muestra de ADN de un familiar muy cercano.

—Nunca le encontrará, señor. Y si lo hace, lo más probable es que le mate. Incluso si lo atrapa, nunca se rendirá. Es duro como el pedernal, y muy listo. Nunca viaja; envía a sus agentes para que hagan el trabajo. Tenemos entendido que goza de la máxima confianza del Don. Mucho me temo que, aunque su muestra es interesante, no nos conduce a ninguna parte.

Cal Dexter miró el rostro impenetrable de Roberto Cárdenas, el hombre que controlaba la lista de los ratas. El amante papá de la muchacha de Madrid.

El extremo nordeste de Brasil es un inmenso territorio de colinas, valles, unas pocas montañas altas y mucha selva. Pero también hay enormes fincas, algunas de hasta un millón de hectáreas, y pastos bien regados por una infinidad de arroyos que bajan de las sierras. Debido a su tamaño y a que están alejadas de todo, la única manera de llegar a las casas es por aire. En consecuencia, todas cuentan con una pista de aviación, o incluso varias.

A la misma hora en la que Cal Dexter tomaba un vuelo comercial de vuelta a Miami y Washington, un avión repostaba en una de dichas pistas. Era un Beech King Air, que llevaba a dos pilotos, dos hombres para accionar las bombas y una tonelada métrica de cocaína.

Mientras acababan de llenar al máximo el depósito principal y los auxiliares, la tripulación dormitaba a la sombra de unas hojas de palmera. Tenían una larga noche por delante. El maletín lleno de fajos de billetes de cien dólares ya había cambiado de manos para cubrir el coste del combustible y el precio de la estancia.

Aunque las autoridades brasileñas sospecharan de las actividades en el rancho Boavista, a trescientos veinte kilómetros tierra adentro de la ciudad portuaria de Fortaleza, muy poco podían hacer al respecto. En una finca tan aislada cualquier indicio de la presencia de un extraño se advertiría de inmediato. Vigilar los edificios principales hubiese sido inútil; gracias al sistema GPS, un avión de la droga podía encontrarse con el camión cisterna a kilómetros de distancia sin ser visto.

Para los propietarios, las sumas que recibían por las paradas de repostaje superaban con creces los beneficios de la explotación ganadera. Para el cártel las paradas eran vitales en la ruta hacia África.

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