Cobra

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Segunda parte: El silbido » Capítulo 9

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Los SEAL de la marina norteamericana subieron a su buque Q a cien millas al norte de Puerto Rico desde el barco de abastecimiento que habían cargado en Roosevelt Roads, la base norteamericana en aquella isla.

Los SEAL son por lo menos cuatro veces más numerosos que los SBS británicos. El grupo base, el Comando Especial Naval, cuenta con dos mil quinientas personas de las cuales solo menos de mil se consideran tropas operativas; el resto son unidades de apoyo.

Aquellos que llevan el ansiado emblema del tridente de un SEAL se dividen en ocho equipos, formados por tres grupos de cuarenta hombres cada uno. Un pelotón de la mitad de ese número fue asignado al MV

Chesapeake, procedentes del Equipo Dos de los SEAL con base en la costa Este en Little Creek, Virginia Beach.

Su comandante era el teniente comandante Casey Dixon y como su colega británico en el Atlántico también era un veterano. Como joven alférez había tomado parte en la operación Anaconda. Mientras el hombre de las SBS estaba en el norte de Afganistán contemplando la matanza de Qala-i-Jangi, el alférez Dixon buscaba a miembros de Al Qaeda en las montañas Tora Bora de la Cordillera Blanca; pero entonces empezó el desastre.

Dixon fue uno de los soldados que saltaron a tierra en un llano muy arriba en las montañas, cuando su helicóptero Chinook fue atacado por fuego de ametralladoras desde un nido oculto en las rocas. El enorme helicóptero, al que habían alcanzado los disparos, se balanceó como una hoja mientras el piloto luchaba por controlarlo. Uno de los tripulantes resbaló en el líquido hidráulico que cubría el suelo y cayó por la rampa trasera a la helada oscuridad exterior. Gracias a la cuerda de seguridad a la que estaba sujeto logró evitar la caída.

Pero un SEAL que estaba cerca de él, el suboficial Neil Roberts, intentó sujetarlo y también resbaló. No tenía una cuerda de seguridad, así que cayó en las rocas unos pocos metros más abajo. Casey Dixon intentó coger a Roberts, pero no lo consiguió por centímetros y lo vio caer.

El piloto recuperó el control, no lo suficiente para salvar el aparato, pero sí para recorrer tres millas y posar el helicóptero fuera del alcance de las ametralladoras. Pero el suboficial Roberts se había quedado solo en las rocas rodeado por veinte asesinos de Al Qaeda. Los SEAL se enorgullecen de que nunca han dejado atrás a un compañero, vivo o muerto. Después de pasar a otro helicóptero, Dixon y los demás fueron a buscarlo; de camino recogieron a un pelotón de boinas verdes y a un equipo de los SAS británicos. Lo que siguió está registrado en los anales de los SEAL.

Neil Roberts puso en marcha su localizador para avisar a sus compañeros de que estaba vivo. También comprendió que el nido de ametralladoras continuaba activo y dispuesto a abortar cualquier intento de rescate que llegase del cielo. Con las granadas de mano acabó con los tipos de la ametralladora, pero descubrió su posición. Los hombres de Al Qaeda fueron a por él. Sin embargo, vendió cara su vida; luchó y disparó hasta la última bala y murió con su cuchillo de combate en la mano.

Cuando llegaron los rescatadores ya era demasiado tarde para Roberts, pero los tipos de Al Qaeda aún estaban allí. Hubo un encarnizado intercambio de disparos de más de ocho horas entre las rocas mientras centenares de yihadistas llegaban para sumarse a los sesenta que habían emboscado a los americanos. Seis de ellos murieron, y dos SEAL resultaron gravemente heridos. Pero a la luz de la mañana contaron trescientos cadáveres de Al Qaeda. Todos los muertos norteamericanos fueron llevados a casa, incluido Neil Roberts.

Casey Dixon llevó el cuerpo al helicóptero de evacuación y como había recibido una herida en el muslo también fue trasladado a Estados Unidos. Una semana más tarde asistió al funeral de sus compañeros en la capilla de la base en Little Creek. Después de aquello, cada vez que miraba la cicatriz en su muslo derecho recordaba aquella terrible noche en las rocas de Tora Bora.

Nueve años más tarde, en un cálido atardecer al este de las islas Turcas y Caicos, miraba cómo sus hombres y sus equipos pasaban del barco nodriza a su nuevo hogar, el antiguo carguero de cereales, que ahora se llamaba

Chesapeake. Desde muy arriba, un EP-3 de Roosevelt Roads que patrullaba les avisó de que el mar estaba desierto. No había ningún observador.

Para maniobras de ataque en el mar llevaba una gran neumática de casco rígido de once metros de eslora. Tenía suficiente capacidad para transportar a todo su pelotón y avanzar con el agua en calma a cuarenta nudos. También disponía de otras dos Zodiac más pequeñas. Solo tenían cinco metros de eslora, podían llevar a cuatro hombres armados y se movían a la misma velocidad.

Igualmente, llevaba dos guardacostas norteamericanos expertos en registrar barcos, dos inspectores de aduana con perros, dos técnicos de comunicaciones del cuartel general y, esperando en el helipuerto en la popa del barco nodriza, los dos pilotos de la marina. Estaban en el interior del Little Bird, un aparato que los SEAL casi nunca veían y que no habían utilizado antes.

Si algunas veces los llevaban en helicóptero, era en los nuevos Boeing Knight Hawk. Pero el pequeño aparato era el único helicóptero cuyos rotores podían descender hasta la bodega del

Chesapeake cuando las escotillas estaban abiertas.

Entre el equipo que trasladaban también estaban las habituales metralletas Heckler and Koch MP 5A de fabricación alemana, el arma preferida por los SEAL para el combate cuerpo a cuerpo; el equipo de submarinismo, las unidades Draeger; los fusiles para los cuatro francotiradores, y una enorme cantidad de municiones.

Cuando la luz empezó a disminuir el EP-3 les informó desde lo alto que el mar continuaba despejado. El Little Bird despegó, dio una vuelta como una abeja furiosa y se posó en el

Chesapeake. En cuanto los rotores se detuvieron, la grúa de cubierta levantó el pequeño helicóptero y lo bajó a la bodega. Las tapas se cerraron, moviéndose con suavidad sobre los rieles. Después las cubrieron con lonas embreadas para protegerlas de la lluvia y la espuma.

Los dos barcos se separaron y la nave nodriza desapareció en la penumbra. Desde el puente algún gracioso transmitió un mensaje en código con una lámpara Aldis, una tecnología de un siglo atrás. En el puente del

Chesapeake el capitán lo tradujo. Decía: BUENA SUERTE.

Durante la noche, el

Chesapeake pasó entre las islas para dirigirse hacia su área de vigilancia, la cuenca del Caribe y el golfo de México. Cualquiera que buscase en internet se enteraría de que era un carguero legal que transportaba trigo desde el golfo de San Lorenzo a las bocas hambrientas de Sudamérica.

Bajo cubierta, los SEAL limpiaban y comprobaban sus armas; los mecánicos ponían a punto los fuera borda y el helicóptero para el combate; los cocineros preparaban algo de cena mientras abastecían las despensas y los frigoríficos, y los técnicos de comunicaciones montaban sus equipos para una vigilancia de veinticuatro horas en un canal cifrado que transmitía desde un viejo depósito en Anacostia, Washington.

La llamada que debían esperar podía tardar en llegar diez semanas, diez días o diez minutos. Cuando llegase estarían dispuestos para el combate.

El hotel Santa Clara es un alojamiento de lujo en el corazón del centro histórico de Cartagena. El edificio, un convento con una antigüedad de centenares de años, había sido totalmente restaurado. El agente de la SOCA que supuestamente era maestro en la escuela naval, había informado a Cal Dexter de todos los detalles del establecimiento.

Dexter había estudiado los planos e insistido en pedir una habitación determinada. Se registró con el nombre de señor Smith pasado el mediodía del domingo señalado. Muy consciente de que había cinco musculosos matones sentados sin tomar nada en un patio interior o leyendo los avisos colgados en los tablones del vestíbulo, tomó un almuerzo ligero en un atrio a la sombra de los árboles. Mientras comía, un tucán salió de entre las hojas, se posó en la silla de delante y lo miró.

—Compañero, sospecho que tú estás muchísimo más seguro que yo en este lugar —murmuró el señor Smith.

Cuando acabó, firmó la cuenta con el número de habitación y subió en el ascensor hasta el último piso. Dejó bien a la vista que estaba allí y solo.

Devereaux, en una rara muestra de cierta preocupación, le había aconsejado que llevase un apoyo formado por sus recién adoptados boinas verdes de Fort Clark. Pero él declinó el consejo.

—Por muy buenos que sean —le había dicho—, no son invisibles. Si Cárdenas ve algo sospechoso, no aparecerá. Creerá que van a asesinarlo o a secuestrarlo.

Cuando salió del ascensor en el quinto y último piso y se dirigió por el pasillo exterior hasta su habitación, supo que había cumplido con el consejo de Sun Tzu. Deja siempre que te subestimen.

Cuando llegó a su habitación vio a un hombre con un cubo y una fregona al final del pasillo. No era muy sutil. En Cartagena son las mujeres quienes friegan. Entró. Sabía lo que encontraría. Había visto las fotos. Una gran habitación con aire acondicionado. Un suelo de cerámica, muebles de roble oscuro y unas grandes puertas que daban a la terraza. Eran las tres y media.

Apagó el aire acondicionado, descorrió las cortinas, abrió las puertas de cristal y salió a la terraza. En lo alto estaba el azul claro de un día de verano colombiano. Detrás de su cabeza, solo a un metro de altura, el desagüe y el tejado color ocre. Delante de él, cinco pisos más abajo, resplandecía la piscina. Con un buen salto quizá caería en la parte más profunda, pero lo más probable era que acabase estrellándose contra los azulejos. De todas formas, no era lo que tenía pensado.

Volvió a la habitación y colocó una butaca de forma que las puertas del balcón quedasen a su lado y tuviera una visión clara de la puerta. Por fin cruzó la habitación, abrió la puerta, que como todas las habitaciones de hotel tenía un amortiguador y se cerraba sola, la calzó para dejarla apenas entreabierta y volvió a su asiento. Esperó, con la mirada en la puerta. A las cuatro se abrió. Roberto Cárdenas, pistolero y asesino múltiple, quedó enmarcado con el fondo azul del cielo.

—Señor Cárdenas, por favor. Entre, tome asiento.

El padre de la joven encerrada en un centro de detención de Nueva York dio un paso adelante. La puerta se cerró y se oyó el chasquido de la cerradura de bronce. Haría falta la tarjeta de plástico correcta o un ariete para abrirla desde el exterior.

Dexter pensó que Cárdenas parecía un tanque de batalla con patas. Era sólido, probablemente inamovible si no quería moverse. Quizá rondaría los cincuenta años, pero era una masa de músculos con el rostro de un dios azteca.

Le habían dicho que el hombre que había utilizado a su mensajero en Madrid para enviarle una carta personal estaría solo y desarmado, pero por supuesto no lo había creído. Sus hombres habían estado vigilando el hotel y los alrededores desde la madrugada. Llevaba una Glock de nueve milímetros en la cintura y un puñal afilado como una navaja en una vaina sujeta a la pantorrilla bajo la pernera derecha. Sus ojos buscaron en la habitación una trampa oculta, a un pelotón de norteamericanos al acecho.

Dexter había dejado la puerta del baño abierta, pero Cárdenas echó una rápida mirada en el interior. Estaba vacío. Miró a Dexter como un toro en una plaza que ve que su enemigo es pequeño y débil, pero no acaba de entender por qué está allí sin protección. Dexter le señaló la otra butaca. Le habló en español.

—Como ambos sabemos, hay momentos en los que la violencia funciona. Pero este no es uno de ellos. Hablemos. Por favor, siéntese.

Sin apartar la mirada del norteamericano, Cárdenas se acomodó en la butaca acolchada. El arma que llevaba a la espalda le obligó a sentarse un poco más adelante. Dexter tomó nota.

—Tiene a mi hija. —No era un hombre al que le gustara dar rodeos.

—Las autoridades de Nueva York tienen a su hija —le rectificó.

—Más le valdrá que ella esté bien.

Julio Luz, casi meándose de miedo, le había explicado lo que Boseman Barrow le había contado sobre algunas de las cárceles de mujeres en la parte norte del estado.

—Está bien, señor. Angustiada, por supuesto, pero no maltratada. La retienen en Brooklyn, donde las condiciones son confortables. Es más, está en la lista de vigilancia por riesgo de suicidio…

Alzó una mano cuando Cárdenas amenazó levantarse como un resorte de su butaca.

—Pero solo es un engaño. Así tiene su propia habitación en la enfermería. No tiene ninguna necesidad de mezclarse con las otras presas; con la chusma, por decirlo de algún modo.

El hombre que había ascendido desde las cloacas de los barrios más miserables hasta llegar a miembro clave de la Hermandad, el cártel que controlaba el negocio de la cocaína en todo el mundo, miró a Dexter sin acabar de entenderlo.

—Está loco, Smith. Esta es mi ciudad. Podría retenerlo aquí mismo. Sin ningún problema. Unas pocas horas conmigo y suplicaría para hacer la llamada. Mi hija por usted.

—Es muy cierto. Usted podría y yo quizá lo haría. El problema es que las personas del otro lado no lo aceptarían. Tienen sus órdenes. Usted, más que nadie, comprende las reglas de la obediencia absoluta. Soy un peón demasiado pequeño. No habría trato. Lo único que ocurriría sería que Letizia iría al norte.

Los ojos negros, cargados de odio, no parpadearon, pero el mensaje caló.

Ni se le pasó por la cabeza que el delgado norteamericano de pelo gris no fuese un peón sino el jugador principal. Él mismo nunca hubiese ido a territorio enemigo solo y desarmado, así que ¿por qué iba a hacerlo el yanqui? Un secuestro no funcionaría para ninguna de las dos partes. A él no lo secuestrarían y no tenía ningún sentido retener al norteamericano.

Cárdenas pensó en lo que según Luz había vaticinado Barrow: veinte años, una condena ejemplar. Ninguna defensa posible, un caso abierto y cerrado sin que ese tal Domingo de Vega apareciera para decir que había sido todo idea suya.

Mientras Cárdenas pensaba, Cal Dexter levantó la mano derecha para rascarse el pecho. Por un segundo sus dedos se metieron debajo de la solapa. Cárdenas se movió hacia delante, dispuesto a desenfundar la Glock oculta. El señor Smith sonrió para disculparse.

—Los mosquitos —dijo—. Me están acribillando.

A Cárdenas no le interesó. Se relajó cuando la mano derecha volvió a aparecer. Se hubiese sentido menos relajado de haber sabido que las yemas habían tocado un botón que ponía en marcha un transmisor ultrafino sujeto en el bolsillo interior.

—¿Qué quiere, gringo?

—Bien —dijo Dexter, sin molestarse por la rudeza de su tono—. A menos que haya alguna intervención, las personas que están detrás de mí no podrán parar la maquinaria de la justicia. No en Nueva York. No se puede comprar y no se puede esquivar. Pronto incluso la misericordia de mantener a Letizia a salvo de cualquier daño en Brooklyn se acabará.

—Ella es inocente. Usted lo sabe, yo lo sé. ¿Quiere dinero? Le haré rico para el resto de su vida. Sáquela de allí. La quiero de vuelta.

—Por supuesto. Pero como he dicho, solo soy un peón. Quizá haya una manera…

—Hable.

—Si la UDYCO en Madrid descubriese a un empleado corrupto en la sección de equipajes y él hiciese una confesión completa y con testigos de que escogió una maleta al azar, después de los habituales controles de seguridad, y metió la cocaína para que la recuperase un compañero en Nueva York, entonces su abogado podría solicitar una vista urgente. Sería difícil que un juez de Nueva York no desestimara el caso. Seguir adelante sería negarse a creer en nuestros amigos españoles al otro lado del Atlántico. Creo sinceramente que es la única manera.

Se oyó un rumor sordo como si unas nubes de tormenta se estuviesen agolpando en el cielo azul.

—Este… empleado de la sección de equipajes. ¿Se le podría descubrir y obligar a confesar?

—Quizá. Depende de usted, señor Cárdenas.

El rumor se hizo más fuerte. Se convirtió en un rítmico batir. Cárdenas repitió la pregunta.

—¿Qué quiere, gringo?

—Creo que ambos lo sabemos. ¿Quiere un intercambio? Ahí lo tiene. Lo que usted tiene a cambio de Letizia.

Se levantó, arrojó una pequeña tarjeta a la alfombra, salió por las puertas de la terraza y dobló a la izquierda. La escalerilla de acero bajaba por una esquina del tejado y se movía con la corriente de aire.

Se encaramó en la balaustrada y pensó: «Soy demasiado viejo para esto»; luego saltó hacia los escalones. Notó por encima del estruendo de los rotores que Cárdenas salía a la terraza detrás de él. Esperó la bala en la espalda, pero no llegó. En cualquier caso no a tiempo. Si Cárdenas disparaba, él no lo oiría. Sintió que los escalones se le clavaban en las palmas mientras el hombre de la cabina se inclinaba hacia atrás y el Blackhawk subía como un cohete.

Segundos más tarde, Dexter pisaba la playa de arena apenas pasados los muros de Santa Clara. El helicóptero se había posado ante la mirada atónita de dos o tres hombres que paseaban sus perros; se metió por la portezuela de la tripulación y el helicóptero despegó de nuevo. Veinte minutos más tarde estaba de regreso en la base.

Don Diego Esteban se enorgullecía de dirigir la Hermandad, el mayor cártel de la cocaína, como si fuese una de las empresas de más éxito en el planeta. Incluso se engañaba pensando que los administradores eran la junta directiva y no él solo, si bien era obvio que se trataba de una falsedad. A pesar de los grandes inconvenientes que suponía para sus colegas tener que dedicar dos días a huir de los agentes del coronel Dos Santos, insistía en celebrar reuniones trimestrales.

Solía designar, solo a través de emisarios personales, una de las quince fincas que poseía, en la cual tendría lugar la reunión y donde esperaba que sus colegas se presentasen sin que nadie los siguiese. Los días de Pablo Escobar, cuando la mitad de la policía estaba a sueldo del cártel, habían quedado atrás hacía mucho. El coronel Dos Santos era un perro de caza insobornable y el Don lo respetaba y odiaba por ello.

La reunión de verano siempre se celebraba a finales de junio. Llamó a sus colegas, excepto al ejecutor, Paco Valdez, el Animal, a quien solo llamaba cuando había que ocuparse de cuestiones de disciplina interna. Esta vez no había ninguna.

El Don escuchó con aprobación que los campesinos habían aumentado la producción pero sin repercutir en el precio. El jefe de producción, Emilio Sánchez, le aseguró que se podía cultivar y comprar la pasta base suficiente para atender todas las necesidades de las otras ramas del cártel.

Rodrigo Pérez le informó de que los robos internos del producto antes de la exportación se habían reducido a un mínimo porcentaje, gracias a varios castigos ejemplares que se habían aplicado a aquellos que creían poder engañar al cártel. El ejército privado, en su mayor parte reclutado en el antiguo grupo terrorista conocido como las FARC, estaba bien organizado.

Don Diego, en su papel de anfitrión amable, llenó personalmente la copa de vino de Pérez; aquello era un gran honor.

Julio Luz, el abogado y banquero que había sido completamente incapaz de mirar a los ojos a Roberto Cárdenas, informó que los diez bancos de todo el mundo que le habían ayudado a blanquear miles de millones de euros y dólares estaban dispuestos a continuar y que no habían sido investigados, ni tan siquiera habían sospechado de ellos las autoridades de la regulación bancaria.

José María Largo tenía aún mejores noticias en el ámbito de la comercialización. El interés en las dos zonas que eran su objetivo, Estados Unidos y Europa, estaba subiendo a unas cotas sin precedentes. Las cuarenta bandas y mafias pequeñas que eran clientes del cártel estaban haciendo pedidos cada vez mayores.

A los miembros de dos grandes bandas, en España y Gran Bretaña, los habían detenido, juzgado y sentenciado, así que estaban fuera de juego. Pero otros interesados los habían reemplazado rápidamente. La demanda se mantendría en unas cifras récord para el año siguiente. Las cabezas se inclinaron hacia delante mientras las detallaba. Necesitaría que un mínimo de trescientas toneladas de cocaína pura se entregaran intactas en los puntos de entrega de cada continente.

Esta demanda situó el centro de atención en los dos hombres cuya tarea era garantizar las llegadas. Probablemente era un error no tratar bien a Roberto Cárdenas, cuya red internacional de oficiales corruptos en aeropuertos, muelles y puestos aduaneros en ambos continentes era crucial. Pero al Don no le gustaba ese hombre. Por tanto, le dio el papel estelar a Alfredo Suárez, el maestro del transporte desde la fuente colombiana al comprador del norte. Se puso como un pavo real y dejó bien clara su sumisión al Don.

—A la vista de lo que hemos escuchado, no tengo ninguna duda de que podemos ocuparnos de la entrega de seiscientas toneladas. Si nuestro amigo Emilio alcanza a producir ochocientas toneladas, tendremos un margen del veinticinco por ciento de pérdida por interceptaciones, confiscaciones, robos y pérdidas en el mar. Nunca he perdido una cantidad que se acerque a ese porcentaje.

»Tenemos más de un centenar de barcos atendidos por más de un millar de embarcaciones pequeñas. Algunos de nuestros barcos son cargueros grandes que reciben nuestra mercancía en el mar y la descargan antes de llegar a otro puerto. Otros llevan la carga de un muelle a otro, ayudados en ambos lugares por funcionarios a sueldo de nuestro amigo aquí presente, Roberto.

»Algunos de ellos llevan contenedores, que ahora se utilizan en todo el mundo para cargas de todo tipo y descripción, incluida la nuestra. Otros utilizan compartimientos secretos creados por aquel experto soldador de Cartagena que murió hace unos meses. No recuerdo su nombre.

—Cortez —gruñó Cárdenas, que era de aquella ciudad—. Su nombre era Cortez.

—Sí. Bien, lo que sea. También hay embarcaciones más pequeñas, barcos de cabotaje, pesqueros, yates. Entre todos transportan y descargan casi cien toneladas al año. Por último tenemos a nuestros más de cincuenta pilotos que vuelan y aterrizan, o vuelan y descargan en el aire.

»Algunos vuelan a México para entregar la carga a nuestros amigos mexicanos, que la llevan a través de la frontera norteamericana en el norte. Otros van a alguno del millar de riachuelos y bahías que hay a lo largo de la costa sur de Estados Unidos. Un tercer grupo vuela a África Occidental.

—¿Hay alguna innovación desde el año pasado? —preguntó don Diego—. No nos hizo ninguna gracia cómo acabó nuestra flota de submarinos. Un gasto enorme, todo perdido.

Suárez tragó saliva. Recordó lo que le había pasado a su predecesor, que había respaldado la política de sumergibles y un ejército de mulas de un solo viaje. La marina colombiana había rastreado y destruido los submarinos; las nuevas máquinas de rayos X que estaban colocando en ambos continentes estaban reduciendo los envíos de las mulas a menos de un cincuenta por ciento.

—Don Diego, aquellas tácticas ya no se usan. Como usted sabe, un sumergible que se encontraba en el mar en el momento del ataque naval fue interceptado más tarde, obligado a salir a la superficie y confiscado en el Pacífico frente a la costa de Guatemala. Perdimos doce toneladas. En cuanto al resto, estoy reduciendo el uso de las mulas con un kilo cada una.

»Me estoy encargando de mandar cien envíos a cada continente con un promedio de tres toneladas de carga. Le garantizo, Don, que puedo entregar trescientas toneladas en cada continente, calculando unas pérdidas de un diez por ciento debido a las interceptaciones y confiscaciones y un cinco por ciento de pérdida en el mar. Está muy lejos del margen del veinticinco por ciento que Emilio establece entre sus ochocientas toneladas de producto y las seiscientas toneladas de entrega segura.

—¿Puede garantizarlo? —preguntó el Don.

—Sí, don Diego. Creo que puedo.

—Entonces vamos a hacerle responsable de que así sea —murmuró el Don.

Todos los presentes se estremecieron. Con sus afirmaciones, el temeroso Alfredo Suárez pendía ahora de un hilo. El Don no toleraba ningún fracaso. Se levantó con una sonrisa.

—Por favor, amigos míos, la comida nos espera.

El pequeño sobre acolchado no parecía gran cosa. Llegó por correo certificado a una casa franca que figuraba en la tarjeta que Cal Dexter había dejado caer en el suelo de la habitación del hotel. En su interior había un

pendrive. Se lo llevó a Jeremy Bishop.

—¿Qué contiene? —preguntó el genio de la informática.

—No te lo hubiese traído si lo supiera.

Bishop frunció el entrecejo.

—¿Quieres decir que no has sabido enchufarlo en tu propio ordenador?

Dexter se sintió un tanto avergonzado. Podía hacer muchas cosas que mandarían a Bishop a cuidados intensivos, pero su conocimiento de la tecnología informática estaba muy por debajo del nivel básico. Observó cómo Bishop realizaba lo que para él era un juego de niños.

—Nombres —dijo—. Listas de nombres, la mayoría extranjeros. Y ciudades: aeropuertos, muelles. Y cargos: parecen funcionarios de algún tipo. También cuentas bancarias. Números de cuenta y claves de acceso. ¿Quiénes son estas personas?

—Solo imprímelas. Sí, en blanco y negro. En papel. Complace a un viejo.

Fue a un teléfono que sabía que era completamente seguro y llamó a un número en el casco antiguo de Alexandria. Cobra respondió.

—Tengo la lista de ratas —dijo.

Jonathan Silver llamó a Paul Devereaux aquella tarde. El jefe de Gabinete no estaba precisamente de buen humor, aunque tampoco era conocido por eso.

—Ya ha tenido sus nueve meses —dijo—. ¿Cuándo podemos esperar alguna acción?

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