Cobra

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Tercera parte: El ataque » Capítulo 10

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El Little Bird se posó en la escotilla de proa, apagó los motores y fue bajado al fondo fuera de la vista. Las tres neumáticas fueron izadas por encima de la borda y llevadas a su bodega para limpiarlas y revisarlas. Los hombres se dirigieron a sus alojamientos para bañarse y cambiarse. El

Chesapeake dio media vuelta. El mar volvió a quedar vacío.

Muy lejos, el barco de carga

Stella Maris IV esperó y esperó. Por fin tuvo que reanudar el viaje a Europoort, Rotterdam, pero sin la carga adicional. El primer oficial solo pudo enviar un asombrado mensaje de texto a su «novia» en Cartagena. Algo acerca de no poder llegar a la cita porque no le habían entregado su coche.

Incluso este mensaje fue interceptado por la Agencia de Seguridad Nacional en su enorme base militar en Fort Meade, Maryland, donde lo descifraron y lo transmitieron a Cobra. Este esbozó una sonrisa de gratitud. El mensaje había delatado el destino de las planeadoras, el

Stella Maris IV. Estaba en la lista. La próxima vez.

A la semana siguiente de que Cobra declarase abierta la temporada de caza, el comandante Mendoza recibió su primera llamada para volar. El Global Hawk

Sam había visto un pequeño bimotor de carga que despegaba del rancho Boavista, cruzaba la costa por encima de Fortaleza y se adentraba en el ancho Atlántico con un rumbo de 045 grados que lo llevaría a aterrizar entre Liberia y Gambia.

Las imágenes del ordenador lo identificaron como un Transall, un avión resultado de la colaboración franco-alemana que había comprado Sudáfrica y que, al final de su servicio activo como transporte de tropas, se había vendido de segunda mano en el mercado civil de Sudamérica.

No era grande, pero era un aparato muy fiable. Su autonomía de vuelto no le permitiría de ninguna manera cruzar el Atlántico, ni siquiera por la distancia más corta. Así que lo habían dotado con otros depósitos de combustible en el interior. Durante tres horas voló al nordeste, en la casi oscuridad de una noche tropical, a una altitud de dos mil quinientos metros por encima de un manto de nubes.

El comandante Mendoza apuntó el morro del Buccaneer en línea recta a la pista y completó las últimas verificaciones. No escuchaba ninguna voz que le hablara en portugués desde la torre de control, porque llevaba cerrada varias horas. Sin embargo, oía la cálida voz de una mujer norteamericana. Los dos técnicos de comunicaciones norteamericanos en Fogo que estaban con él habían recibido el mensaje hacía una hora y habían alertado al brasileño para que se preparase para volar. Ahora ella hablaba por sus auriculares. Él no sabía que era una capitana de la fuerza aérea norteamericana sentada delante de una pantalla en Creech, Nevada. No sabía que ella miraba un punto que representaba al carguero Transall y que muy pronto él también sería un punto en aquella pantalla; entonces, ella se encargaría de que los dos puntos coincidiesen.

Mendoza miró a la tripulación de tierra que se encontraba en la oscuridad de la pista de Fogo y vio que le enviaban la señal de despegue. Aquella era su torre de control, pero funcionaba. Levantó el pulgar derecho para asentir.

Los dos Spey rugieron y el Bucc se rebeló contra los frenos, queriendo ser libre. Mendoza apretó el interruptor RATO y soltó los frenos. El Bucc se lanzó hacia delante, emergió de la sombra del volcán y vio el mar que resplandecía a la luz de la luna.

El golpe de los cohetes lo sacudió en la rabadilla. Aumentó la velocidad, cesó el ruido del tren de aterrizaje y despegó.

—Suba a cuatro mil quinientos metros y ponga rumbo uno-nueve-cero —dijo la cálida voz aterciopelada.

Él comprobó la brújula, viró el aparato a 190 grados y subió a la altitud indicada.

Al cabo de una hora estaba a trescientas millas al sur de las islas de Cabo Verde y volaba en un lento círculo, a la espera. Vio al objetivo abajo, a la una. Por encima del manto de nubes había aparecido la luna, que bañaba la escena con una débil luz blanca. De repente, vio una sombra fugaz abajo y a la derecha. Iba rumbo nordeste; él todavía estaba acabando la vuelta. La completó y se colocó detrás de la presa.

—Su objetivo esta a cinco millas delante, dos mil metros por debajo.

—Recibido —dijo—. Contacto.

—Contacto aceptado. Despejado para el contacto.

Descendió hasta que el perfil del Transall a la luz de la luna quedó bien definido. Le habían dado un álbum con fotos de posibles aviones utilizados por los pilotos de la cocaína y no había ninguna duda de que era un Transall. Un avión como aquel no podía tener propósitos inocentes.

Quitó el seguro de su cañón Aden, puso el pulgar sobre el botón de disparo y observó a través de la mira modificada en Scampton. Sabía que los cañones estaban orientados para concentrar toda su potencia de fuego a cuatrocientos metros.

Por un momento titubeó. Había hombres en aquel aparato. Después pensó en otro hombre, un chico sobre una mesa de mármol en la funeraria de São Paulo. Su hermano menor. Disparó.

En las cintas había una mezcla de balas de fragmentación, incendiarias y trazadoras. Las brillantes trazadoras mostrarían la línea de fuego. Las otras dos destruirían lo que alcanzasen.

Observó cómo las dos líneas de fuego rojo salían de su avión y se unían a cuatrocientos metros. Ambos impactaron en el fuselaje del Transall justo a la izquierda de la puerta de carga trasera. Durante medio segundo el avión pareció sacudirse en el aire. Después estalló.

Él ni siquiera vio cómo se rompía, se desintegraba y caía. Era obvio que el aparato solo había comenzado a utilizar los depósitos de reserva, y por lo tanto los depósitos del interior de la cabina estaban llenos. Recibieron el impacto de las balas incendiarias y todo el avión se fundió. Una lluvia de fragmentos ardiendo atravesaron la capa de nubes y eso fue todo. Desaparecido. Un avión, cuatro hombres, dos toneladas de cocaína.

El comandante Mendoza nunca había matado a nadie. Durante varios segundos miró el lugar que había ocupado el Transall en el cielo. Durante días se había preguntado qué sentiría. Ahora lo sabía. Solo se sentía vacío. Ni contento ni arrepentido. Se lo había dicho a sí mismo muchas veces: piensa en Manolo, en aquella mesa de mármol, un chico de dieciséis años que nunca tendría una vida. Cuando habló su voz era firme.

—Blanco abatido —dijo.

—Lo sé —respondió la voz desde Nevada. Había visto que de los dos puntos ya solo quedaba uno—. Mantenga la altitud. Vire a tres-cinco-cinco para volver a la base.

Setenta minutos más tarde vio cómo las luces de aterrizaje de Fogo se encendían para él y luego se apagaban cuando se dirigía hacia el hangar detrás de la roca. Bandido Cuatro había dejado de existir.

A trescientas millas, en África, un grupo de hombres esperaba junto a una pista de aterrizaje en la selva. Esperaron y esperaron. Al amanecer subieron a su todoterreno y se marcharon. Uno de ellos enviaría un e-mail cifrado a Bogotá.

Alfredo Suárez, encargado de todos los envíos desde Colombia a sus clientes, temía por su vida. Se habían perdido apenas cinco toneladas. Había garantizado al Don que entregaría trescientas toneladas a cada comprador y había establecido un margen de hasta doscientas toneladas como una pérdida aceptable. Pero esa no era la cuestión.

La Hermandad, como el Don le estaba explicando en persona y con una calma aterradora, tenía dos problemas. Uno de ellos era que, al parecer, cuatro cargas separadas en tres medios de transporte distintos habían sido capturadas y destruidas; pero lo más sorprendente, y el Don odiaba que lo sorprendiesen, era que no había ni la más mínima pista de qué había salido mal.

El capitán del

Belleza del Mar debería haber informado de cualquier problema que hubiese tenido. No lo había hecho. Las dos planeadoras tenían que haber utilizado los móviles si algo salía mal. No lo habían hecho. El Transall había despegado con todo el combustible y los motores revisados y sin ni tan siquiera una llamada de auxilio había desaparecido de la tierra.

—¿No cree usted que es muy misterioso, mi querido Alfredo?

Cuando el Don hablaba con términos afectuosos era cuando más había que temerlo.

—Sí, Don.

—¿Cuál es la posible explicación que se le ocurre?

—No lo sé. Todos los transportes llevan diversos medios de comunicación. Ordenadores, teléfonos móviles, radios. Y disponen de breves mensajes cifrados que indican si algo va mal. Se comprueban los equipos, se memorizan los mensajes.

—No obstante guardan silencio —murmuró don Diego.

Tras escuchar el informe del Ejecutor había llegado a la conclusión de que era muy poco probable que el capitán del

Belleza del Mar fuese el culpable de su propia desaparición.

Se sabía que era un hombre muy dedicado a su familia, y sin duda sabía qué ocurriría si traicionaba al cártel; además, ya había realizado con éxito seis viajes a África Occidental.

Solo había un denominador común en dos de los tres misterios. El barco pesquero y el Transall iban rumbo a Guinea-Bissau. Pese a que lo ocurrido a las dos planeadoras que habían salido del golfo de Uraba era un enigma, el dedo continuaba apuntando a que algo iba muy mal en Guinea.

—¿Tiene algún otro cargamento que salga pronto para África Occidental, Alfredo?

—Sí, don Diego. La semana próxima. Cinco toneladas que van por mar a Liberia.

—Cámbielo a Guinea-Bissau. ¿Tiene algún joven que sea muy inteligente?

—Álvaro, Álvaro Fuentes. Su padre fue alguien importante en el viejo cártel de Cali. Nació para este trabajo. Es muy leal.

—Entonces deberá acompañar ese cargamento. Se pondrá en contacto cada tres horas, noche y día, durante todo el trayecto. Con mensajes pregrabados en el ordenador y el móvil. Solo deberá pulsar un botón. Quiero a un escucha aquí. Permanentemente, organice turnos. ¿He hablado claro?

—Sí, don Diego. Así se hará.

El padre Eusebio nunca había visto nada como esto. Su parroquia era grande; abarcaba muchas aldeas, pero todas eran humildes, con personas muy trabajadoras y pobres. Las luces brillantes y los lujosos puertos deportivos de Barranquilla y Cartagena no eran para él. Pero sabía que lo que estaba anclado delante de la desembocadura del riachuelo que salía de los manglares al mar no pertenecía a aquel lugar.

Toda la aldea acudió al frágil muelle de madera, para mirar. Medía más de cincuenta metros de eslora, de un blanco resplandeciente, con lujosos camarotes en las tres cubiertas y latones que la tripulación había lustrado hasta que reluciesen como el oro. Nadie sabía quién era el propietario, y nadie de la tripulación desembarcó. ¿Por qué iban a hacerlo? No era más que una aldea con una única calle de tierra donde picoteaban las gallinas y con una sola bodega.

Lo que el buen sacerdote jesuita no podía saber era que la embarcación fondeada e invisible desde el océano por dos curvas del riachuelo era un lujoso yate transatlántico. Tenía seis suntuosos camarotes para el propietario y sus invitados, y llevaba una tripulación de diez hombres. Lo habían construido en un astillero holandés del grupo Feadship tres años antes, por encargo del propietario, y no hubiese aparecido en el catálogo de venta de Edmiston (donde por cierto no estaba) por menos de veinte millones de dólares.

Es curioso que la mayoría de las personas nazcan de noche y también mueran de noche. A las tres de la mañana, una llamada a su puerta despertó al padre Eusebio. Era una niña de una familia que conocía; le dijo que el abuelo escupía sangre y que mamá temía que no llegase a ver la mañana.

El padre Eusebio conocía a ese hombre. Tenía sesenta años, aparentaba noventa y había fumado el peor de los tabacos durante cincuenta años. Durante los últimos dos no había dejado de escupir flema y sangre. El párroco se puso la sotana, cogió la estola y el rosario y se apresuró a seguir a la niña.

La familia vivía cerca del agua, en una de las últimas casas de la aldea que daban al riachuelo. Ciertamente, el viejo se estaba muriendo. El padre Eusebio le dio los últimos sacramentos y permaneció con él hasta que se durmió en un sueño del que probablemente ya no despertaría. Antes de dormirse pidió un cigarrillo. El párroco se encogió de hombros y su hija se lo dio. No había nada que el párroco pudiese hacer. Al cabo de unos pocos días enterraría a su feligrés. Por el momento debía completar su noche de descanso.

Mientras se marchaba miró hacia el mar. En el agua, entre el muelle y el yate fondeado, vio una gran lancha que salía al mar. Había tres hombres a bordo y una pequeña cantidad de fardos en el centro. El yate de lujo tenía encendidas las luces de popa, donde varios tripulantes esperaban para recibir la carga. El padre Eusebio miró y escupió en el polvo. Pensó en la familia que había enterrado diez días antes.

De nuevo en su habitación se dispuso a reanudar el sueño interrumpido. Pero hizo una pausa, fue a la cómoda y sacó el artefacto. No sabía nada de mensajes de texto y no tenía móvil. Nunca lo había tenido. Pero sí tenía un pequeño trozo de papel donde había escrito la lista de las teclas que debía pulsar si quería utilizar el pequeño artilugio. Apretó las teclas una tras otra. El artefacto habló. Una voz de mujer dijo: «¿Oiga?». Él habló al móvil.

—¿Habla español? —preguntó.

—Claro, padre —respondió la mujer—. ¿Qué desea?

Él no sabía muy bien cómo explicarlo.

—Hay un barco muy grande fondeado en mi pueblo. Creo que está cargando una gran cantidad de polvo blanco.

—¿Tiene el nombre, padre?

—Sí, lo he visto en la parte de atrás. En letras doradas. Se llama

Orion Lady.

De repente, perdió el valor y apagó el teléfono, para que nadie pudiese rastrearlo hasta él. La base de datos tardó cinco segundos en identificar el móvil, el usuario y su posición exacta. En otros diez había identificado al

Orion Lady.

Era propiedad de Nelson Bianco de Nicaragua, un playboy multimillonario, jugador de polo y perfecto anfitrión. No aparecía en la lista de los barcos facilitada por Juan Cortez, el soldador. Pero los constructores les facilitaron el diseño de la cubierta y pudieron introducirlo en la memoria del Global Hawk

Michelle, que lo encontró antes del amanecer cuando salía del riachuelo y ponía rumbo a mar abierto.

Las investigaciones realizadas durante la mañana, incluidas las consultas en las secciones de Sociedad, revelaron que el señor Bianco se dirigía a Fort Lauderdale para un campeonato de polo.

Mientras el

Orion Lady navegaba con rumbo nornoroeste para rodear Cuba por el canal de Yucatán, el buque Q

Chesapeake se movió para interceptarlo.

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