Cobra

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Tercera parte: El ataque » Capítulo 13

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La tripulación tuvo tiempo de ver que los hombres con el perro subían; luego les pusieron las capuchas negras y los condujeron a popa. El capitán sabía muy bien lo que llevaba, así que rezó para que el grupo de abordaje no lo encontrase. Lo que le esperaba, pensó, era pasar muchos años en una cárcel yanqui. Navegaba en aguas internacionales; las reglas estaban del lado de los norteamericanos; la costa más cercana era Panamá, que cooperaría con Washington y los extraditaría a todos al norte de aquella temible frontera. A todos los que trabajaban para el cártel, desde el primero al último, les aterrorizaba la extradición a Estados Unidos. Significaba una larga sentencia y ninguna posibilidad de una rápida liberación a cambio de un soborno.

Lo que el capitán no vio fue a un hombre mayor, un tipo con las articulaciones un tanto agarrotadas, al que ayudaron a subir a bordo con su macuto. Cuando les ponían las capuchas no solo les impedía ver, sino también oír; las capuchas estaban acolchadas por dentro para apagar los sonidos del exterior.

Gracias a la confesión de Juan Cortez que él había supervisado, Dexter sabía muy bien qué buscaba y dónde estaba. Mientras el resto del grupo de abordaje fingía recorrer el

María Linda de arriba abajo y de proa a popa, Dexter fue silenciosamente al camarote del capitán.

La litera estaba atornillada a la pared con cuatro gruesos tornillos de bronce. Las cabezas estaban sucias de grasa y tierra, para hacer creer que no se habían desenroscado en años. Dexter quitó la mugre y los desatornilló. La litera se movía y dejaba a la vista el casco. La tripulación, que estaba más o menos a una hora del lugar de entrega, habría hecho esto mismo.

El acero del casco parecía intacto. Dexter buscó el cierre, lo encontró y lo accionó. Se oyó un suave clic y el panel de acero se soltó. Pero no fue agua lo que entró. En aquel lugar el casco era doble. Apartó con cuidado la plancha de acero y vio los fardos.

Sabía que la cavidad se extendía por la izquierda y la derecha de la apertura y también desde arriba hacia abajo. Los fardos tenían la forma de bloques, de no más de veinte centímetros de ancho, que era la profundidad del compartimiento. Apilados los unos encima de los otros, formaban una pared. Cada bloque contenía veinte ladrillos sellados en capas de polietileno industrial; los bloques estaban metidos en sacos de yute y atados con cuerdas para facilitar el manejo. Calculó que había unas dos toneladas de cocaína colombiana pura, más de cien millones de dólares cuando las cortaran para aumentar seis veces el volumen y se vendieran al precio de la calle en Estados Unidos.

Con mucha precaución comenzó a desanudar uno de los bloques. Tal como esperaba, en cada ladrillo envuelto en polietileno había un número en el envoltorio, el código del lote.

En cuanto hubo acabado colocó los ladrillos, los envolvió en la tela de yute y anudó las cuerdas tal como las había encontrado. El panel de acero volvió a su lugar y lo cerró como Juan Cortez había diseñado.

Solo faltaba que empujara la litera donde había estado y la atornillara. Incluso volvió a manchar las cabezas de los tornillos con polvo y grasa. Cuando terminó habló en voz alta desde el camarote como si hubiese buscado en vano y subió a cubierta.

Dado que la tripulación colombiana estaba encapuchada, los SEAL se habían quitado sus máscaras. El comandante Chadwick miró a Dexter y enarcó una ceja. Dexter asintió y pasó por encima de la borda para regresar a la neumática al tiempo que volvía a ponerse la máscara. Los SEAL hicieron lo mismo. Quitaron a los tripulantes las capuchas y las manillas.

Chadwick no hablaba español, pero el SEAL Fontana sí. A través de él, el jefe de los SEAL se disculpó mil veces con el capitán del

María Linda.

—Es obvio que nos han informado mal, capitán. Por favor, acepte las disculpas de la marina de Estados Unidos. Puede marcharse. Buen viaje.

Cuando oyó «Buen viaje» el contrabandista colombiano no podía creer en su buena suerte. Ni siquiera fingió indignación por lo que le habían hecho. Después de todo, tal vez los yanquis comenzarían de nuevo y encontrarían algo en el segundo intento. Aún sonreía de oreja a oreja cuando los dieciséis hombres enmascarados y su perro volvieron a las neumáticas y se marcharon.

Esperó hasta que desaparecieron más allá del horizonte y a que el

María Linda estuviese de nuevo rumbo al norte antes de entregar el timón a su segundo e ir abajo. Los tornillos parecían intactos, pero para asegurarse los desatornilló y apartó la litera.

El casco de acero seguía como antes, pero decidió abrir la trampilla y ver los fardos en el interior. Tampoco los habían tocado. En silencio agradeció al artesano, quienquiera que fuese, que había hecho el escondite con tan asombroso ingenio. Sin duda le había salvado la vida y desde luego su libertad. Tres noches más tarde, el

María Linda llegó a su lugar de destino.

Hay tres grandes cárteles de cocaína en México y algunos otros más pequeños. Los gigantes son La Familia, el cártel del Golfo, que opera sobre todo en el este del golfo de México, y el Sinaloa, que posee la costa del Pacífico. La cita del

María Linda con un viejo camaronero tuvo lugar frente a Mazatlán, en el corazón del estado de Sinaloa.

El capitán y su tripulación recibieron lo que para ellos era una enorme paga y una gratificación, un premio que había añadido el Don para aumentar la provisión de voluntarios. El capitán no vio ninguna razón para mencionar el incidente ocurrido frente a la costa de Panamá. ¿Por qué crear problemas si se habían librado? Su tripulación estuvo de acuerdo con él.

Una semana más tarde ocurrió algo muy parecido en el Atlántico. El avión de la CIA aterrizó en el aeropuerto de la isla de Sal, la que se encuentra más al nordeste del archipiélago de Cabo Verde. Su único pasajero tenía estatus diplomático así que se evitó las formalidades del pasaporte y la aduana. Nadie miró en su pesado macuto.

Al salir del aeropuerto, no cogió el autobús que iba al sur, al único lugar turístico de la isla en Santa María, sino que tomó un taxi y preguntó dónde podía alquilar un coche.

El conductor no lo sabía, así que condujo los tres kilómetros hasta Espargos y preguntaron allí. Por fin acabaron en el puerto de transbordadores de Palmeira y el propietario de un garaje local le alquiló un pequeño Renault. Dexter dio al taxista una buena propina y se marchó.

La isla recibe el nombre de Sal por una razón: es llana y sin ningún relieve, salvo por kilómetros de depósitos de sal, que en otro tiempo fueron la fuente de su fugaz prosperidad. Ahora tiene dos carreteras y una pista de tierra. Una de las carreteras va de este a oeste desde Pedra de Lume y pasa por el aeropuerto hasta Palmeira. La otra va al sur, a Santa María. Dexter tomó la pista.

Iba al norte a través de un árido y solitario terreno hasta el faro en el cabo de Fiúra. Dexter dejó el coche, colocó una nota en el parabrisas para informar a cualquier curioso de que pensaba volver, se cargó el macuto al hombro y caminó hasta la playa junto al faro. Oscurecía y la luz automática comenzó a girar. Hizo una llamada con el móvil.

Era casi de noche cuando el Little Bird se acercó a él por encima del mar oscuro. Transmitió el código de reconocimiento y el aparato se posó con suavidad a su lado en la arena. La puerta del pasajero era solo un óvalo abierto. Subió, colocó el macuto entre sus piernas y se abrochó el arnés. El hombre, que llevaba puesto un casco e iba sentado a su lado, le ofreció otro con auriculares. Se lo puso; la voz que oyó en sus oídos era muy británica.

—¿Un buen viaje, señor?

¿Por qué siempre creían que era un oficial superior?, pensó Dexter. La insignia que tenía a su lado decía que era subteniente. Él una vez había llegado a sargento. Debía de ser por el pelo gris. De todas maneras le gustaba ese joven.

—Ningún problema —respondió.

—Un buen espectáculo. Veinte minutos hasta la base. Los muchachos tendrán preparada una buena taza de té.

Buen espectáculo, pensó. No me vendría mal una taza de té.

Esta vez aterrizó en cubierta sin necesidad de cables. La grúa alzó el helicóptero, que era mucho más pequeño que el Blackhawk, y lo bajó a la bodega; después cerraron la compuerta. El piloto fue a proa, a través de una puerta en el centro, al comedor de las fuerzas especiales. A Dexter lo llevaron en la otra dirección, al castillo de popa. Subió para reunirse con el capitán del barco y el comandante Pickering, el comandante del equipo de las SBS. Aquella noche durante la cena también conoció a sus dos compatriotas norteamericanos, que formaban el equipo de comunicaciones que mantenía al MV

Balmoral en contacto con Washington, con Nevada y con el UAV

Sam, que volaba en algún lugar por encima de sus cabezas.

Tuvieron que esperar tres días al sur de las islas de Cabo Verde hasta que

Sam localizó a su objetivo. Era otro pesquero, como el

Belleza del Mar, y su nombre era

Bonita. No lo anunciaba, pero ellos sabían que iba a una cita entre los manglares pantanosos de Guinea-Conakry, otro estado sometido a una brutal dictadura. Al igual que el

Belleza, apestaba, y utilizaba esta treta para enmascarar todo lo posible el olor de la cocaína.

Había realizado siete viajes desde Sudamérica a África Occidental y, aunque Tim Manhire y su equipo en Lisboa lo habían detectado dos veces, nunca había habido a mano una nave de guerra de la OTAN. Esta vez allí estaban, aunque no lo parecía; ni siquiera el MAOC había sido informado de la presencia del

Balmoral.

Juan Cortez también había trabajado en el

Bonita, una de sus primeras intervenciones, y había ubicado el escondite a popa, detrás de la sala de máquinas, un lugar caluroso que apestaba a pescado y a aceite lubricante.

El procedimiento fue casi el mismo que en el Pacífico. Cuando los comandos abandonaron el

Bonita, un asombrado y muy agradecido patrón recibió una disculpa completa en nombre de Su Majestad por cualquier molestia y retraso. En cuanto las dos neumáticas y el Little Bird desaparecieron más allá del horizonte, el capitán desatornilló la plancha detrás del motor, se abrió paso por el casco falso y comprobó el contenido del escondite. Estaba intacto. No había ningún truco. Los gringos, con todas sus investigaciones y perros, no habían encontrado la carga secreta.

El

Bonita acudió a su cita, pasó la carga y otros pesqueros la llevaron más allá de la costa africana, más arriba del estrecho de Gibraltar, pasaron Portugal y se la entregaron a los gallegos. Tal como había prometido el Don. Tres toneladas. Pero un poco distintas.

El Little Bird llevó a Cal Dexter de nuevo hasta la playa junto al faro de Fiúra, donde le alegró ver que su viejo Renault seguía aparcado. Fue hasta el aeropuerto, dejó una gratificación y un mensaje para el propietario del garaje en Palmeira, para que fuese a buscarlo, y se tomó un café en el restaurante. El avión de la CIA, al que habían llamado los hombres de comunicaciones en el

Balmoral, lo recogió una hora más tarde.

Aquella noche, durante la cena a bordo del

Balmoral, el capitán manifestó su curiosidad.

—¿Está usted seguro de que no había nada en absoluto en aquel pesquero? —preguntó al comandante Pickering.

—Eso fue lo que dijo el norteamericano. Estuvo en la sala de máquinas con la escotilla cerrada durante una hora. Subió cubierto de aceite y apestando. Dijo que había buscado en todos los escondites posibles y estaba limpio. Debió de ser una información errónea. Lo sentía mucho.

—Entonces, ¿por qué nos ha dejado?

—No tengo ni idea.

—¿Usted le cree?

—En absoluto —contestó el comandante.

—Pero ¿qué está pasando? Creía que debíamos detener a la tripulación, hundir el barco y confiscar la cocaína. ¿Qué se trae entre manos?

—Ni idea. De nuevo debemos confiar en Tennyson. Lo nuestro no es preguntar por qué.

A diez mil metros de altura, en la oscuridad, el UAV

Sam dio la vuelta y emprendió el regreso a la isla brasileña para repostar. Mientras, un avión bimotor, tomado en préstamo de una CIA cada vez más irritada, voló hacia el noroeste. Su único pasajero, cuando le ofrecieron champán, prefirió tomarse una cerveza de botella. Al menos sabía por qué Cobra insistía en conservar la cocaína confiscada lejos de los incineradores. Quería los envoltorios.

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