Cobra

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Tercera parte: El ataque » Capítulo 14

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Aparte de recibir cargas en el puerto de Gioia, que controlaba absolutamente, recibía gran parte de sus suministros de las caravanas que llegaban desde África Occidental hasta la costa norteafricana, frente a la costa sur de Europa, y de los marineros gallegos de España. Ambos suministros, como se le dejó bien claro a Calzado, habían sufrido graves interrupciones, y los calabreses esperaban que los colombianos hicieran algo al respecto.

Jorge Calzado se había reunido con los únicos mafiosos de Europa que se atrevían a hablar con el jefe de la Hermandad de Colombia de igual a igual. Volvió a su hotel y, como su jefe Largo, esperó impaciente la hora de emprender el regreso a su Bogotá natal.

El coronel Dos Santos no tenía la costumbre de invitar a comer a los periodistas, ni siquiera a los redactores jefe. Aunque debería ser al contrario, ya que los redactores tenían mayores cuentas de gastos. Pero por lo general, el bolsillo de aquel que pide el favor es el que paga la cuenta. Esta vez era el jefe de Inteligencia de la Policía Antidroga. E incluso él lo estaba haciendo por un amigo.

El coronel Dos Santos tenía una excelente relación de trabajo con los jefes de las delegaciones de la DEA norteamericana y la SOCA británica destinados en su ciudad. La cooperación, mucho más fácil bajo el mandato del presidente Álvaro Uribe, reportaba grandes beneficios a los tres. Pese a que Cobra se había guardado la lista de ratas para sí mismo, dado que no concernía a Colombia, las cámaras de

Michelle habían descubierto otras perlas que habían resultado muy útiles. Pero este favor era para la SOCA británica.

—Es una buena historia —insistió el policía, como si el redactor de

El Espectador no supiese reconocer una buena historia cuando la veía.

El redactor bebió un sorbo de vino y miró la noticia que le ofrecía. Como periodista tenía sus dudas; como redactor podía esperar algún favor a cambio si ayudaba.

La noticia hablaba de una operación policial en Inglaterra en un viejo depósito donde habían descubierto un cargamento de cocaína que acababa de llegar. De acuerdo, era grande, una tonelada; pero estos descubrimientos se hacían continuamente y se estaban volviendo demasiado habituales para ser una noticia. Siempre era igual. Las pilas de fardos, los sonrientes agentes de aduana, los detenidos esposados. ¿Por qué la historia de Essex, que no había oído mencionar, valía la pena que fuera publicada? El coronel Dos Santos lo sabía, pero no se atrevía a decirlo.

—Hay cierto senador en esta ciudad —murmuró el policía— que frecuenta una discreta casa de citas.

El redactor esperaba algo a cambio, pero eso era ridículo.

—A los senadores les gustan las chicas —ironizó—. Dígame que el sol sale por el este.

—¿Quién ha hablado de chicas? —preguntó Dos Santos.

El redactor olisqueó el aire con deleite. Por fin olía una recompensa.

—De acuerdo, la historia del gringo irá mañana en la página dos.

—En primera plana —dijo el poli.

—Gracias por la comida. Es un placer poco habitual no pagar la factura.

El redactor sabía que su amigo se llevaba algo entre manos, pero no podía adivinar qué. La foto y la nota provenían de una gran agencia, pero establecida en Londres. Mostraba a un joven delincuente llamado Coker de pie junto a una pila de fardos de cocaína con uno de ellos rasgado y un envoltorio de papel visible. ¿Y qué? Pero al día siguiente lo publicó en primera página.

Emilio Sánchez no compraba

El Espectador y, de todas maneras, pasaba mucho tiempo supervisando la producción en la selva, el refinamiento en varios laboratorios y en el empaquetado para el embarque. Pero dos días después de la publicación pasó frente a un quiosco en su viaje de regreso desde Venezuela. El cártel había montado varios grandes laboratorios apenas cruzada la frontera venezolana, porque, allí, las envenenadas relaciones entre Colombia y el país de Hugo Chávez les protegían de la atención del coronel Dos Santos y las operaciones policiales.

Ordenó al chófer que se detuviese en un pequeño hotel en la ciudad fronteriza de Cúcuta para ir al servicio y tomarse un café. En el vestíbulo había un exhibidor con un ejemplar de

El Espectador de dos días atrás. Algo en la foto lo impactó. Compró el único ejemplar del quiosco y se quedó preocupado el resto del camino hasta su casa anónima en su Medellín natal.

Pocos hombres podían retenerlo todo en su cabeza, pero Emilio Sánchez vivía para su trabajo y se enorgullecía de su enfoque metódico y de su obsesión de llevar bien los libros. Únicamente él sabía dónde los guardaba y por razones de seguridad esperó un día más para ir hasta allí y consultarlos. Se llevó con él una lupa, miró la foto en el periódico y comprobó los registros de los envíos. Se puso blanco como el papel.

Una vez más la obsesión del Don por la seguridad demoró el encuentro. Pasaron tres días, para despistar a la vigilancia, antes de que los dos hombres se encontrasen. Cuando Sánchez acabó, don Diego se quedó en silencio. Cogió la lupa, observó la foto en el periódico y leyó los registros que Sánchez llevaba consigo.

—¿Podría haber alguna duda respecto a esto? —preguntó con una calma aterradora.

—Ninguna, don Diego. La nota de envío solo hace referencia al cargamento que se mandó a los gallegos en un barco pesquero venezolano llamado el

Belleza del Mar hace meses. No llegó. Desapareció en el Atlántico sin dejar rastro. Pero, por lo visto, sí llegó. Esta es la carga. No hay ningún error.

Don Diego Esteban guardó silencio durante un buen rato. Si Emilio Sánchez intentaba decir algo lo hacía callar con un gesto. Ahora, el jefe del cártel colombiano sabía por fin que alguien le había estado robando su cocaína mientras se transportaba y le había mentido al decir que no había llegado. Necesitaba saber muchas cosas antes de actuar de forma decidida.

Necesitaba saber cuánto tiempo se llevaba haciendo; cuál de sus clientes había estado interceptando sus barcos y fingiendo que no habían llegado. No tenía ninguna duda de que sus barcos se habían hundido, las tripulaciones habían sido asesinadas y la cocaína robada. Necesitaba saber hasta qué punto se había extendido la conspiración.

—Lo que quiero que haga —dijo a Sánchez— es que me prepare dos listas. Una con los números de envío de todos los fardos que iban en alguno de los barcos que desaparecieron y que nunca volvimos a ver. Cargueros, planeadoras, pesqueros, yates, todos los que jamás llegaron. Y otra lista con los barcos que pasaron sin problemas y con los números de envío de cada fardo que transportaban.

Después de aquello fue como si los dioses por fin le sonriesen. Tuvo dos golpes de suerte. En la frontera entre México y Norteamérica, los agentes de aduana de Estados Unidos, que trabajaban en Arizona cerca de la ciudad de Nogales, interceptaron a un camión que había cruzado la frontera al amparo de la oscuridad en una noche sin luna. Se consiguió una gran captura, que se guardó a la espera de destruirla. Hubo mucha publicidad. También muy poca seguridad.

Don Diego tuvo que pagar un cuantioso soborno, pero un funcionario le consiguió los números de envío de la carga. Algunos habían estado a bordo del

María Linda, que había llegado sin problemas y había descargado la mercancía, que pasó a manos del cártel de Sinaloa. Otros fardos habían estado en dos planeadoras que habían desaparecido meses atrás en el Caribe. Estos también iban destinados al cártel de Sinaloa. Ahora acababan de aparecer en Nogales.

Otro golpe de suerte para el Don llegó de Italia. Esta vez en un envío de trajes para hombre de una marca muy conocida de Milán que intentaba cruzar los Alpes hacia Francia para dirigirse a Londres.

Fue mala suerte que el camión pinchara en el paso alpino y se quedase cruzado en la carretera. Los carabinieri insistieron en que el conductor lo apartase del camino, pero eso significaba aligerar el vehículo descargando parte de la mercancía. Uno de los cajones se rompió y dejó a la vista unos fardos envueltos en yute que a todas luces no iban a vestir a los jóvenes agentes de bolsa de Lombard Street.

El contrabando se confiscó de inmediato y como la carga procedía de Milán, los carabinieri no necesitaron la ayuda de Albert Einstein para relacionarla con la ‘Ndrangheta. Por la noche, alguien entró en el depósito; no se llevaron nada, pero anotaron los números y los transmitieron a Bogotá. Parte de la carga había viajado en el

Bonito, que había llegado con su cargamento a la costa gallega. Otros fardos habían estado en el casco del

Arco Soledad, que al parecer se había hundido con todos sus tripulantes, incluido Álvaro Fuentes, en su viaje a Guinea-Bissau. Ambos cargamentos tenían que ir al norte, a los gallegos y a la ‘Ndrangheta.

Don Diego Esteban ya tenía a sus ladrones y se preparó para hacerles pagar.

Ninguno de los agentes de aduana en Nogales ni tampoco los carabinieri en el paso alpino habían prestado mucha atención a un agente norteamericano de voz suave cuya documentación decía que pertenecía a la DEA y que había aparecido con una encomiable rapidez en ambos casos. Hablaba muy bien español y chapurreaba el italiano. Era delgado, nervudo, en buena forma física y con el pelo canoso. Se movía como un ex soldado y anotó todos los números de registro de los fardos confiscados. Nadie preguntó para qué los necesitaba. Su documento de la DEA decía que se llamaba Cal Dexter. Un hombre de la DEA que también estaba en Nogales sintió curiosidad y llamó al cuartel general de Arlington, pero nadie había oído hablar de un tal Dexter. Aunque no tenía nada de sospechoso. Los agentes encubiertos nunca se llamaban como decían sus identificaciones.

El hombre de la DEA en Nogales no fue más allá y, en los Alpes, los carabinieri aceptaron gustosamente un generoso regalo de amistad que consistía en una caja de Cohibas cubanos y dejaron que el aliado y colega entrase en el depósito que contenía el tesoro confiscado.

En Washington, Paul Devereaux escuchó su informe con atención.

—¿Ambos engaños funcionaron bien?

—Eso parece. Los tres supuestos mexicanos en Nogales pasarán unos días en una cárcel de Arizona; después creo que podremos soltarlos. El conductor italoamericano en los Alpes será puesto en libertad porque no hay nada que lo relacione con la carga. Creo que podemos enviarle de vuelta con su familia y una gratificación dentro de un par de semanas.

—¿Ha leído usted a Julio César? —preguntó Cobra.

—No demasiado. Recibí parte de mi educación en una caravana, y la otra en solares en construcción. ¿Por qué?

—Una vez luchó contra las tribus bárbaras en Germania. Rodeó su campamento con grandes fosos, cubiertos con maleza. Las bases y los costados de los fosos estaban tachonados con estacas puntiagudas. Cuando los germanos cargaron, muchos de ellos acabaron con una afilada estaca clavada entre las nalgas.

—Doloroso y efectivo —comentó Dexter, que había visto esas trampas preparadas por el Vietcong en Vietnam.

—Así es. ¿Sabe cómo llamaba a sus estacas?

—Ni idea.

—Las llamaba «stimuli». Al parecer el viejo Julio tenía un sentido del humor bastante negro.

—¿Y?

—Esperemos que nuestras

stimuli lleguen a don Diego Esteban, allí donde esté.

Don Diego estaba en su hacienda al este de la cordillera y, aunque lejos de todo, la desinformación le había llegado.

La puerta de una celda en la cárcel de Belmarsh se abrió y Justin Coker apartó la mirada de la pésima novela que estaba leyendo. Estaba en confinamiento solitario, así que nadie podía oírles.

—Hora de marcharse —dijo el comandante Peter Reynolds—. Los cargos se han retirado. No preguntes. Pero quedarás expuesto cuando esto se sepa. Bien hecho, Danny, muy bien hecho. Esto viene de mí y desde muy alto.

Así fue como el oficial de policía Danny Lomax, después de pasar seis años infiltrado en una banda de narcotraficantes, salió de las sombras y fue ascendido a inspector.

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