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¿Cómo no podrían ser en todos los aspectos impíos y ateos los que han renegado de los dioses patrios, gracias a los cuales se aseguraba la cohesión de todo el pueblo y del Estado?

¿Qué se puede esperar de aquellos que se han convertido en adversarios y enemigos de lo que era saludable y han rechazado a los bienhechores?

¿Qué otra cosa, pues, son ellos más que adversarios de los dioses?

¿Qué perdón merecen los que se han revuelto contra las divinidades que desde siempre todos reconocen, griegos y bárbaros, en las ciudades y los campos, en toda clase de cultos, iniciaciones y misterios, por parte de reyes, legisladores o filósofos, y, en cambio, han elegido del patrimonio humano prácticas impías y ateas?

¿A qué castigo no sería justo entregar a los que han desertado de las tradiciones de los antepasados; para convertirse en defensores de leyendas extranjeras y judías, universalmente desacreditadas?

¿Cómo no es una perversidad y volubilidad extremas abandonar sin dificultad las instituciones patrias y adoptar, con una fe irracional y no sometida a examen, la facción de los impíos y de los enemigos de todas las naciones, sin confiar en el mismo dios que es honrado entre los judíos según las tradiciones al uso entre ellos y trazan un sendero nuevo y solitario, que no respeta ni las tradiciones de los griegos ni de los judíos?

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